Frente a la impiedad que ronda en los últimos tiempos y la persecución a la Iglesia Católica, Mons. Marcel Lefebvre nos da un mensaje de esperanza.
Desde La Puerta Angosta
CARTA PASTORAL
"¿QUÉ HACER FRENTE A LA IMPIEDAD?"
Frente a los hechos horribles que acontecen en Hungría, Rumania, Siberia, China; ante la impiedad y el odio del Santo Nombre de Dios, que son las causas profundas, ¿cómo no serían profundamente consternadas nuestras almas cristianas? No pasa un día sin que conozcamos matanzas y deportaciones de gente de bien, de todos aquellos que, por la palabra o por los actos, se consagran a Dios y al prójimo.
Pero la reciente encarcelación del cardenal Mindszenty, Primado de Hungría, su juicio, los abominables tratamientos que le propinaron, su condenación, ilustran de manera terrífica lo que millares de seres humanos han sufrido y sufren todavía por haberse exhibido como los defensores de la civilización.
Frente a semejantes crímenes contra la humanidad, ¡es imposible a toda alma bien nacida permanecer indiferente!
Dios nos dice por la boca del profeta Isaías:
Pero la reciente encarcelación del cardenal Mindszenty, Primado de Hungría, su juicio, los abominables tratamientos que le propinaron, su condenación, ilustran de manera terrífica lo que millares de seres humanos han sufrido y sufren todavía por haberse exhibido como los defensores de la civilización.
Frente a semejantes crímenes contra la humanidad, ¡es imposible a toda alma bien nacida permanecer indiferente!
Dios nos dice por la boca del profeta Isaías:
“Encorvar la cabeza como el junco y tenderse sobre saco y ceniza, ¿a esto llamáis ayuno, día acepto a Yahvé? El ayuno que Yo amo consiste en esto: soltar las ataduras injustas, desatar las ligaduras de la opresión, dejar libre al oprimido y romper todo yugo, partir tu pan con el hambriento, acoger en tu casa a los pobres sin hogar, cubrir al que veas desnudo, y tratar misericordiosamente al que es de tu carne” (Is. 58, 5-7).
¿No sería, en efecto, faltar a la más elemental caridad hacia nuestro prójimo desviar los ojos de estos sufrimientos y no preocuparse por ellos? Porque estas desgracias parecen todavía lejos de nosotros, ¿podríamos fingir no conocerlas?
En cuanto a nosotros, queridísimos hermanos, en nombre de todo el clero y en nombre vuestro, hemos participado a nuestro Santo Padre el Papa nuestro dolor, nuestra respetuosa y filial afección en estas circunstancias, tan trágicas para la suerte de la iglesia húngara, y tan emotivas para la Iglesia entera y para su cabeza venerada.
Frente a este desborde de impiedad, de odio de Dios, de desprecio por todo lo que el ser humano puede tener de más sagrado, ¿cuál debe ser nuestra actitud?
- Vengar el honor de Dios por medio de una vida cristiana más intensa.
- Reparar los pecados de los impíos por medio de una vida de penitencia.
- Trabajar con todas nuestras fuerzas para instaurar el reino de Nuestro Señor Jesucristo en la sociedad civil y familiar, para evitar que semejantes males no caigan sobre nosotros y sobre nuestros hogares.
1º.-Vengar el honor de Dios por medio de una vida cristiana más intensa.
“Que no haya, pues, para vosotros –dice nuestro Santo Padre el Papa-, para vuestros sacerdotes y para los fieles confiados a vuestro cuidado, nada más urgente que suscitar una rivalidad de celo para defender este Nombre de Dios que las potencias angélicas veneran temblando. Levantando el estandarte del Arcángel San Miguel y repitiendo la aclamación: “¿Quién como Dios?”, oponed a aquellos que insultan la Majestad Suprema la más enérgica voluntad de afirmar, de amar, de predicar el Nombre de Dios”.
Por la adoración, rendid a Dios las alabanzas que los impíos tendrían que ofrecerle; la adoración es, en efecto, el acto de religión más perfecto que el hombre pueda presentar a su Soberano Señor. Pero es necesario, aún más, que ese acto no sea puramente exterior. Que todo hombre, toda familia, toda sociedad, honre de esa manera externa a su Divino Autor, es justicia; pero nosotros, que no dudamos un instante en rendirle ese culto, debemos especialmente agregar la adoración interna.
“Viene la hora –dice Nuestro Señor a la Samaritana-, y ella ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; tales son los adoradores que desea el Padre” (Jn. 4,23).
Esta adoración interior, más exactamente llamada devoción, debe poner nuestras almas en una actitud de oración que, según Santo Tomás, “es una actitud de sujeción delante de Dios, para testimoniarle que no somos nada delante de Él, autor de todo bien”.
Que vuestra vida cristiana no sea una vida superficial, sino una vida profunda, que tome todo vuestro ser para entregarlo a Dios en toda su actividad, en todas sus preocupaciones.
“¡Oh, cuán benigno y suave es, oh Señor, tu espíritu que lo llena todo” (Sap.12,1).
En la práctica, queridos hermanos, os invitamos insistentemente a frecuentar vuestras iglesias, a deteneros en ellas algunos momentos cuando la ocasión se presente. El cardenal Mercier pensaba que un alma que se recoge cinco minutos en el curso del día para pedir con toda sinceridad y confianza al Espíritu Santo de guiarla, de fortalecerla, de llenarla con sus dones, puede estar casi segura de su salvación.
¡Cuánto se ve facilitada esta oración, salida del fondo del alma, por la presencia de la Eucaristía en esos oasis de recogimiento y de silencio que son nuestras iglesias!
2º.- A la oración y a la alabanza, agregaremos la vida de penitencia. Nuestro Santo Padre el Papa nos pide, a partir de este tiempo de Cuaresma, retomar la abstinencia de todos los viernes del año. Aceptemos esta ligera penitencia con espíritu de fe y agreguemos nuestras limosnas, nuestras privaciones de cosas superfluas.
Con la paz, por muy relativa que sea, vuelve una cierta prosperidad; esta prosperidad, más aparente que real, facilita los placeres, las distracciones, y permite, desgraciadamente, satisfacerse a las pasiones. De allí a olvidar a Dios y a descuidar nuestros deberes para con Él, no hay más que un paso, fácil de franquear.
La riqueza en las manos virtuosas y caritativas es una fuente de numerosos méritos; la riqueza al servicio de un alma dominada por los sentidos es fuente de libertinaje descarado, de enceguecimiento del espíritu. ¿No es, acaso, el espectáculo que nos presenta el mundo y los que siguen sus máximas perniciosas?
Mis queridísimos hermanos, en el curso de este tiempo de penitencia, sepamos mostrarnos reservados y discretos en las fiestas y reuniones. Así lo dice San Pedro:
“Sed sobrios y estad en vela; vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I Pe. 5:8).
No olvidemos que la virtud de templanza es la condición necesaria de las otras virtudes y que descuidar el ejercicio de esta templanza equivale a apegarse a los bienes de este mundo y oscurecer el espíritu respecto del conocimiento de las cosas de Dios.
Cumpliendo estas penitencias, prepararemos nuestras almas para gustar las alegrías que Dios dispensa en gran número durante los días que preceden a las fiestas pascuales; estaremos mejor dispuestos para sacar provecho de las prédicas que nos sean dirigidas.
Finalmente, atraeremos la misericordia de Dios sobre los impíos y los blasfemos, que manifiestan odio tan grande a su Santo Nombre.
3º.- A la oración y la penitencia, agregaremos un celo infatigable, explotado en el amor de Nuestro Señor, por el establecimiento de su reino en la sociedad civil y familiar.
Todo hombre sensato y leal, frente a los males que nos abruman y que abundan particularmente en ciertos países, podrá rápidamente reconocer la fuente de estas calamidades en el olvido y la negación oficial de Dios por parte de las sociedades y, muchas veces, de los hogares.
“En efecto, una vez suprimido Dios –decía recientemente Nuestro Santo Padre el Papa-, el menosprecio de las cosas de Dios hace del hombre despojado de su dignidad espiritual el vil esclavo de las cosas materiales y suprime incluso radicalmente todo lo que representan de belleza la virtud, el amor, la esperanza, la vida interior.
Suprimiendo la religión y desterrando a Dios, ninguna sociedad civil podrá jamás subsistir. Puesto que solamente los principios sagrados de la religión pueden equilibrar con justicia los derechos y los deberes de los ciudadanos, consolidar los fundamentos del Estado, regular por medio de leyes bienhechoras las costumbres de los hombres y dirigirlos con orden hacia la virtud. Lo que escribía el más grande orador romano (“Vosotros, pontífices, defendéis la ciudad más seguramente por la fuerza de la religión que sus murallas por la suya”-Cicerón, De. Nat. Deor.,III,40) es infinitamente más verdadero y más cierto cuando se trata de la doctrina y de la fe cristiana. Que todos aquellos que tienen las riendas del Estado reconozcan, pues, estas verdades y que en todo lugar la libertad que le es debida sea rendida a la Iglesia, de tal manera que, sin estar impedida por ninguna traba, pueda esclarecer con la luz de su doctrina los espíritus de los hombres, educar bien a la juventud y formarla en la virtud, reafirmar el carácter sagrado de la familia y penetrar con su influencia toda la vida humana. De esta acción bienhechora la sociedad civil no tendrá que temer ningún daño; antes bien, al contrario, ella obtendrá grandísimas ventajas. Pues entonces, estando reguladas las relaciones sociales con justicia y equidad, la condición de los indigentes realzada como es necesario y restablecida según la dignidad humana, las discordias por fin apaciguadas y los espíritus pacificados por la caridad fraterna, tiempos mejores podrían felizmente surgir para todos los pueblos y para todas las naciones, como Nos lo deseamos ardientemente y lo pedimos por fervientes oraciones”.
Lo que Nuestro Santo Padre el Papa desea debe ser el voto más ardiente de todos los cristianos, y todos deben buscar realizarlo con ardor, persuadidos de que, trabajando en la extensión del reino de Nuestro Señor trabajan por la grandeza de la sociedad y de la familia, y descartan otro tanto los males espantosos que se precipitan sobre los pueblos cuyos gobernantes han renegado de Jesucristo y aniquilaron toda religión.
Por lo tanto, mis queridísimos hermanos, os suplicamos rezar, hacer unir las manos de vuestros hijos en una oración familiar, ser asiduos a la oración pública en nuestras iglesias; os conjuramos a entregaros a una vida de penitencia, y contamos con vuestro celo para que el reino de Dios venga y que su voluntad “se haga así en la tierra como en el cielo”.
En fin, terminamos participándoos un deseo expresado por el Soberano Pontífice en estos términos: si el ateísmo y el odio de Dios constituyen una falta monstruosa que mancha nuestro siglo y le hace temer justamente espantosos castigos, la sangre de Cristo contenida en el cáliz de la Nueva Alianza es un baño purificador, gracias al cual podemos borrar este crimen execrable y, después de haber pedido perdón de los culpables, hacer desaparecer las consecuencias y preparar la Iglesia para un triunfo magnífico.
Mientras meditábamos estos pensamientos, nos pareció oportuno que, el domingo de Pasión de este año, ustedes y todos los sacerdotes fuesen autorizados e incluso exhortados a celebrar una segunda Misa, que será la Misa votiva para la remisión de los pecados.
Que los fieles, que, en razón de los vínculos que unen entre sí a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, deben siempre participar de las tristezas y de las alegrías de la Iglesia, acudan a vuestro llamado en el mayor número posible a los pies de los altares, y que, apreciando como conviene la importancia y la gravedad del motivo que los reúne, ofrezcan a Dios con más ardor sus súplicas y sus oraciones.
No dudamos que todos harán con el mayor fervor lo que les pedimos y que ofrecerán también a Dios súplicas y votos a fin de que, una vez alejados los males, el soplo de la caridad celestial venga a renovar todas las cosas en Cristo para colmar felizmente el deseo de la paz.
En la Arquidiócesis de Dakar, a 24 de Febrero de 1949 A. D.
+Marcel Lefebvre
Arzobispo
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