«Los católicos saben ahora que se puede recibir el bautismo del Espíritu Santo sin la imposición de las manos por parte de los obispos ni de los sacerdotes, porque pueden ir directamente a Jesús [como los protestantes]. He descubierto con gran sorpresa por mi parte que los católicos se alegran de no depender ya en todo de los sacerdotes»(1)
La Congregación para la Doctrina de la Fe promulgó una Instrucción relativa a las plegarias para obtener la curación de parte de Dios (v. L'Osservatore Romano, 24 de noviembre del 2000). Además de ratificar la autoridad del obispo diocesano, la Instrucción exige que:
Al efectuar tales “plegarias”, «no se llegue, sobre todo por parte de quienes las dirigen, a formas semejantes al histerismo, a la artificiosidad, a la teatralidad o al sensacionalismo» (art.5 §3).
La Instrucción se refiere claramente al movimiento carismático, cuyas formas de fanatismo y de sensacionalismo son las únicas que parecen temer las autoridades romanas. De ahí que la prensa haya visto en el documente una legitimación del «auge súbito del carismatismo, tanto más cuanto que, al ser un fenómeno que comprende a cristianos de todas las confesiones, coincide con el camino de reunificación de las iglesias, al cual se han adherido, desde el Concilio Vaticano II en adelante, todos los Papas, especialmente el actual» (Libero, 6 de Enero del 2001).
Si es así, hay que decir una vez más que el ecumenismo es la palanca de la “autodemolición” de la Iglesia. En efecto, en el movimiento carismático (llamado también movimiento pentecostista o “renovación del Espíritu”) hay algo mucho más grave que las manifestaciones de fanatismo y de sensacionalismo. Por eso nos ha parecido bien brindar una reducción y traducción nuestras de algunos artículos aparecidos en Sous la Bannière, nn. 89-90, de mayo-junio y julio-agosto del 2000, animados por la esperanza de redespertar algún sentido de la responsabilidad en los Pastores y, en cualquier caso, por la de poner en guardia a algunas ovejas del pobre rebaño de Cristo, indefenso y engañado.
Lo preternatural diabólico
Parece necesario y urgente de todo punto tratar nuevamente de la renovación carismática, porque se dice que en ella suceden “cosas extrañas”, lo cual nada tiene de sorprendente, toda vez que dicha “renovación” se injerta en una corriente oculta que nos lleva en línea recta a lo preternatural diabólico. El pentecostismo carismático parte de un fenómeno al que, según parece, se quiere hacer pasar por obra del Espíritu Santo, mientras que es obra de Satanás, travestido de ángel de luz: dicho fenómeno consiste en una iluminación iniciática, cuyo punto de llegada estriba en una forma de unión con el demonio.
La iluminación iniciática
La iluminación iniciática constituye el umbral de todo lo que se erige en sede de influjos diabólicos: sociedades secretas, congregaciones iniciáticas, etc. En el movimiento carismático, la iluminación iniciática “precipita” al alma en 8un universo que no es ya, pese a las apariencias, el de la fe católica, sino otro universo: el universo del “otro”, del enemigo de Dios y de las almas. Para llegar a la iluminación iniciática se requiere una elección, una decisión. En el movimiento carismático, dicha elección consiste en la de recibir el famoso “bautismo del Espíritu”. Nótese que la iluminación iniciática no es algo que se aprende, sino una “impresión” que se recibe y que no se puede explicar. René Guénon, gran especialista en el arte luciferino, expresa así la esencia de la iluminación iniciática: «No se aprende nada misterioso, sino que se experimenta» (Aperçus sur l'initiation).
La iluminación iniciática exige un iniciado
Para experimentar ese “algo misterioso” se necesita a alguien que haya recibido ya la iluminación iniciática. En el libro Les authentiques fils de la lumière (Los auténticos hijos de la luz), ed. de la Colombe, 1961), el autor, un masón anónimo, escribe al hablar de su iniciación en el grado de “Rosa-Cruz”: «El Venerable es un canal del influjo espiritual, que es el agente» (p. 87). Un “canal”: el “Venerable”, es decir, el soporte de un poder que no entiende y que al mismo tiempo debe transmitir. Este es el papel del iniciador.
Ahora bien, es evidente que en el movimiento carismático nada, absolutamente nada, puede verificarse sin un miembro “iniciador”, que haya recibido ya el “bautismo del Espíritu” (o sea, la “iniciación carismática”) y que, por lo mismo, se haya vuelto capaz de transmitir el “influjo espiritual” productor de la impresión iniciática. Esto constituye un elemento capital en el movimiento carismático, elemento que también permite distinguir el sacramento de la confirmación conferido en el seno de la Iglesia católica del susodicho “sacramento carismático”.
Sólo el obispo obra en el sacramento de la confirmación (o un sacerdote delegado por él), y no puede transmitir su poder a sus sacerdotes y aún menos a los laicos. En el movimiento carismático, en cambio, el iniciado transmite con la iniciación su propio poder de “iniciar”. Además -¡cosa extraña!-, un cardenal puede recibir la iniciación carismática de manos de un niño dotado de “poderes espirituales” de que carece el príncipe de la Iglesia; basta con que este niño haya recibido el “sacramento” iniciático del “bautismo del Espíritu”. Lo cual, habida cuenta de la naturaleza jerárquica de la Iglesia, ¡es sencillamente aberrante!
De ahí que los grupos carismáticos puedan multiplicarse hasta el infinito: basta con que tengan un “iniciado”, sea cura, religioso o laico, hombre o mujer, viejo, adulto o niño; eso no importa.
La iluminación iniciática exige un rito
Otro punto capital es el de la necesidad de un rito para realizar la iluminación iniciática. Este “rito” sirve para comunicar la corriente de “satánica”, para injertar a las almas en aquel que se hace llamar el “Gran Espíritu”.
Oigamos ahora al anónimo autor masónico citado más arriba: «Pero, para conservar su eficacia, los ritos deben observarse escrupulosamente» (op. cit., p. 87). Y René Guénon dice (Aperçus... cit.) que, con objeto de que el rito pueda comunicar el influjo “espiritual”, es necesario que un ejercicio «o de silencio, o de recitación, o de movimiento [piénsese en la imposición de las manos en el bautismo carismático] suscite vibraciones rítmicas» (y aquí se desvela el carácter encantatorio del rito); dichas vibraciones les permiten, a los que se entregan al rito iniciático, «percibir directamente -nos dice Guénon- los estados superiores de su ser» (se trata, que quede bien claro, de estados ligados, en realidad, al influjo preternatural diabólico). De tal modo, el rito encantatorio «sirve para provocar artificialmente una especie de ‘éxtasis’», esto es: “hace salir” al iniciado de su universo para introducirlo en otro, dominado por el espíritu infernal.
Guénon habla aquí de la gran iniciación masónica que exige, por ser tal, “éxtasis” repetidos; pero hay que reconocer que el movimiento carismático es la historia de un influjo “espiritual” (ajeno a la fe católica) transmitido por un “iniciado” mediante un rito que sirve de vehículo: el “bautismo del Espíritu” con imposición de las manos; ¡rito que los católicos fueron a buscar entre los pentecostistas protestantes!; el movimiento carismático no es nada, nada en absoluto, sin tal rito, es decir, sin la transmisión de un influjo “espiritual” destinado a producir una impresión o iluminación iniciática. El padre Philibert de Saint Didier, capuchino y maestro en teología, subraya justamente que este rito «se requiere para todo nuevo recluta» (Plaidoyer pour le Pentecotisme de M. l'abbé Laurentin).
La iluminación iniciática goza de una eficacia automática
La particular eficacia de la iluminación iniciática es muy importante, porque constituye el signo seguro de la toma de contacto con el influjo preternatural. René Guénon se muestra tajante al respecto: el rito iniciático es «siempre eficaz cuando se cumple según las reglas; poco importa que su efecto sea inmediato o más lento». La eficacia automática es un elemento importante de las “místicas” diabólicas: la seguridad absoluta de obtener el efecto buscado constituye un elemento precioso en la seducción del falso ángel de luz.
Ahora bien, la eficacia automática, índice revelador de la transmisión del influjo preternatural, es una nota esencial del movimiento carismático, así como de todo movimiento iniciático. Escuchemos al anónimo autor del citado Les authentiques fils de la lumière, quien nos habla de su iniciación masónica: «... sentí al punto una impresión ardiente, como un relámpago... ‘algo’ subía desde lo más profundo de mi ser. Descubría un mundo nuevo, donde, de improviso, el tiempo natural se había cambiado en tiempo sacro. Sensación que no puede analizarse, pero tampoco borrarse. Así, cuánta alegría experimenté al participar, esta vez en varios ágapes en que el pan y el vino creaban un lazo místico entre los comensales del banquete sagrado» (pp. 98-99).
Así, pues:
- impresión imborrable;
- descubrimiento de un mundo nuevo, es decir, emergencia de un espíritu nuevo que lo ve todo de una manera absolutamente distinta;
- creación de un lazo “místico” con los demás participantes porque el iniciado, en virtud de su iniciación, se halla incorporado a una especie de “cuerpo místico”.
Para darse cuenta de hasta qué punto la eficacia constituye una característica esencial del movimiento carismático, basta considerar los efectos producidos por el rito del “bautismo del Espíritu” mediante la imposición de las manos.
Cuando refieren tales efectos, los Ranaghan, que figuraron entre los primeros “pentecostistas católicos” y asimismo entre los primeros en escribir sobre el movimiento carismático (v. Le retour [sic] de l’Esprit, ed. du Cerf, Paris), no se cansan de hablar de ellos. He aquí cómo se expresa uno de los dos: «Con este bautismo fue como si me hubieran sumergido en un gran océano, solo que el agua era Dios, era el Espíritu Santo» (p 24). Sigue la ilustración de los efectos experimentados por el grupo de “fundadores” del “pentecostismo católico”: «Cuando estas personas de Pittsburg [profesores universitarios de los Estados Unidos, en Pensylvania] describen su experiencia del ‘bautismo en el Espíritu Santo’, hablan de una nueva conciencia del amor de Dios, cual se ofrece particularmente a través de Cristo resucitado [sic]. Jesús se les torna familiar de un modo nuevo, y ellos se encontraban a sus anchas cuando se le acercaban como a Señor y hermano, tanta era la conciencia de su familiaridad con El. Sus plegarias se trocaron espontáneamente en alabanzas a Dios, y el deseo de orar creció en su interior. De repente, la Biblia presentó para ellos un atractivo nuevo. Habían estudiado la Escritura hacía ya tiempo, pero comenzaron a leer el Viejo Testamento y el Nuevo por pura alegría y a alegrarse de las maravillas obradas por el Padre en la historia de la salvación. Se hallaban en paz de un modo sorprendente. Serios problemas de personalidad, tensiones entre particulares, laborales o relativas a los estudios, se resolvieron fácilmente en el ámbito del amor a Cristo. Una fe nueva los llenaba. [...] Junto con esta maravillosa transformación interior, recibieron varios dones del Espíritu Santo, o incluso todos. Se trata de los carismas que abundaban sobremanera en la Iglesia primitiva [pero de un origen diametralmente opuesto, como veremos]. [...] Recibieron otro don que parece muy extraño. Aunque San Pablo nos recuerda que no constituye, sin duda, el más importante de los dones del Espíritu Santo, con todo y eso, es el que más llama la atención cuando se trata del movimiento pentecostista: es el “don de lenguas” [o glosolalia]. Se le puede definir como una alabanza a Dios en un lenguaje nuevo, un lenguaje que no lo entiende quien lo profiere, aunque lo hable.[...] Por lo común, esta plegaria no es inteligible, pero, con todo, tiene un estilo, un vocabulario, una serie de inflexiones que denotan un verdadero lenguaje humano. Considerado el menos importante de los dones, es a menudo el primero en ser recibido, pero no siempre. Constituye para muchos un umbral a través del cual se entra en el reino de los dones y de los frutos del Espíritu Santo» (pp. 25-27).
Estos efectos producidos por el “sacramento” del Crisma han seguido manifestándose al ritmo de las sucesivas iniciaciones, muchas veces de manera clamorosa. He aquí un testimonio:
«Estaba de pie ante el altar, y un momento después me hallaba derribado por tierra, llorando y sumido en un rapto que quizás no vuelva a experimentar jamás. Después de algún tiempo (no sé cuánto), volví a encontrarme en pie, y bajé con la conciencia de que el Espíritu de Dios había obrado en mí [..]. Reflexioné y comprendí que debía volver a la capilla para rezar. Tenia miedo de entrar, pero lo hice. Me encontré tumbado de espaldas, con los brazos en cruz. Rogaba, pero con una sensación extrañísima: no pensaba en las palabras antes de pronunciarlas; al escuchar lo que decía lo oía por vez primera. Era como si oyese hablar a otra persona. Entretanto, alguien había entrado en la capilla, pero casi no me di cuenta. Al cabo de un rato, me senté y vi que era una amiga mía. Me sentí tan feliz al verla rezar, que no pude contenerme; la miré y le dije: ‘Le deseo bien’; ella me respondió: ‘Yo también’, y me preguntó si podía leerme algo. Abrió la Biblia y comenzó a leer. No sé cómo fue, pero, tras las primeras palabras, sentí la cercanía de Cristo aún más intensamente que antes. Al ir a hablar con los que habían entrado me di cuenta de que emitía sólo sonidos ininteligibles, como un mudo que intentara expresarse» (pp. 34-35).
Y he aquí otro testimonio, con “olor a azufre” y un pasaje típico que pondremos de relieve más adelante: «Aquella noche, nueve de nosotros nos reunimos con el profesor Duquesne para rezar y le pedimos nos impusiera las manos y rogara para que recibiéramos el bautismo en el Espíritu. Comenzó ordenando a Satán, en nombre de Jesús, que saliera de nosotros [Nótese aquí una inversión propiamente diabólica]; que hiciera cesar las tentaciones, las dudas y los obstáculos que suscitaba en nosotros; que nos dejara en libertad de responder plenamente a Dios [¿?] Luego nos impuso las manos y rogó para que nos llenásemos del Espíritu Santo [...]. Cuando se llegó a mí, no me esperaba realmente ninguna manifestación exterior [...] Se paró un momento frente a mí y, en nombre de Cristo, expulsó a Satanás [¿?]. Apenas había terminado de hablar, tuve conciencia de que un demonio [¿?] me dejaba. Sentí que temblaba y reconocí clara y distintamente un olor a azufre quemado. [...] Después, me impusieron las manos y aunque no recibí el don de lenguas aquella primera noche, comenzaron a suceder tantas cosas que estuve cierto de la fuerza del Espíritu Santo [¿?] Me sentí de improviso atraído con fuerza hacia la Biblia. La Escritura me parecía transparente; la plegaria, una auténtica alegría. Era tan fuerte el sentimiento de la presencia y del amor de Dios, que me acuerdo de haber permanecido sentado en la capilla durante media hora, riendo de alegría mientras pensaba en el amor de Dios» (pp. 62,63).
Prestemos atención a este pasaje: “Se paró un momento frente a mi y, en nombre de Cristo, expulsó a Satanás. Apenas había terminado de hablar, tuve conciencia de que un demonio me dejaba, etc.”.
Citemos a modo de parangón algunas líneas de un texto del Padre Catry: un religioso ha expulsado con agua bendita al demonio de un energúmeno mientras éste practicaba la escritura automática:
«El poseso: -¿Qué ha pasado?El religioso: -Señor N.: estaba usted escribiendo y yo le he rociado con agua bendita.El poseso: -¿De veras?... Había en mi una fuerza que pugnaba por escribir, pero otra fuerza me lo impedía desde fuera. He luchado y perdido.El religioso: -¡Ha sido vencido por el poder de Dios en el agua bendita! ¿Nunca antes había experimentado nada semejante?El poseso: -No; o mejor dicho, sí, pero en sentido contrario. Fue el día de la iniciación. La fuerza que resistía estaba dentro de mi, y yo la expulsé.El religioso: -Era el Espíritu Santo de su bautismo. Expulsó a Nuestro Señor Jesucristo para dar cabida al demonio».
Recordemos estas palabras del endemoniado: “Fue el día de la iniciación”.
El paralelismo entre ambos textos muestra la inversión diabólica [Dios es expulsado por Satanás, y Satanás por Dios] y que el olor a azufre advertido por la víctima ¡venía en realidad del prof. Duquesne, quien desempeñaba su papel de iniciador carismático!
Todos los promotores del movimiento carismático sedicentemente católico alardean, con complacencia, de los efectos del “bautismo del Espíritu”, como el abate Caffarel en ¿Se debe hablar de un pentecostismo católico?:
- Un incremento de vida divina y el descubrimiento del Huésped interior;
- una plegaria viva y jubilosa;
- el amor a la Sagrada Escritura;
- el apego a la Iglesia;
- el impulso misionero;
- una experiencia de liberación (en el plano físico, moral, psicológico),
- y, por último, los carismas: profecía, discernimiento de espíritus, poder de curar, hablar en lenguas, don de interpretar...
En pocas palabras: ¡todo lo que se precisa para renovar la faz de la tierra! Y precisamente porque provoca estos efectos maravillosos de ardor religioso, la renovación carismática presenta un atractivo fuera de lo común, toda vez que la atracción de lo extraordinario es la más fuerte de todas. En efecto, ¿qué sacerdote, qué católico militante, no desea que su apostolado sea eficaz? ¿qué discípulo de Cristo no desea ardor al rogar, al leer la Sagrada Escritura, al practicar la caridad? ¿qué cristiano de a pie no desea “sentir” el amor de Dios, su inefable presencia, su acción benéfica? ¿Qué católico no se cansa de vivir en la “desnudez” de la fe, en la “negrura” de la esperanza (sperare contra spem), en un mundo cada vez más desierto, en el cual los miedos, los compromisos, las traiciones asfixian cada vez más a la Verdad, natural o sobrenatural, y donde la caridad es muchas veces nada más que filantropía sin fuego divino y, por ende, sin llama?
Así, pues, hay que considerar ante todo que la eficacia automática del pentecostismo, de todo movimiento carismático, constituye el signo manifiesto de un influjo extremadamente poderoso capaz de transformar a un ser humano en el plano físico, psíquico, moral, religioso, sin que éste haga el menor esfuerzo, salvo el de dejarse imponer las manos y escuchar la fórmula requerida. «El rito siempre es eficaz», nos dice Guénon.
La cuestión capital: ¿de qué naturaleza es ese influjo iniciático?
Llegados a este punto, se plantea el interrogante más importante: ¿cual es la verdadera naturaleza de este influjo iniciático?
Dejemos hablar otra vez al masón anónimo de Los auténticos hijos de la luz, quien cita un texto que considera en extremo esclarecedor:
«Hay algunos que pueden, en determinados momentos, separarse de sí propios, descender bajo el umbral, cada vez más abajo, a las oscuras profundidades de la fuerza que sostiene su cuerpo, donde esta fuerza pierde su nombre y su individualidad. En dicho punto, se tiene la sensación de que esta fuerza se dilata, comprende al yo y al no-yo, invade la naturaleza toda, materializa el tiempo, transporta miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, presentándose bajo mil formas: fuerza irresistible, salvaje, inagotable, que no descansa, carente de límites, abrasada por una insuficiencia y una privación eternas» (p. 88).
Es un lenguaje que termina por coincidir con el propio de los escritores eclesiásticos cuando hablan del demonio. La fuerza salvaje, que no descansa, abrasada por una insuficiencia y una privación eternas, la fuerza capaz de transportar miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, es el Espíritu de Lucifer, marcado por una incandescencia que ilumina y “quema”, y que puede transformar en un instante a un ser humano para hacer de él una víctima segura.
Ahora bien, basta leer los testimonios de las víctimas de la renovación carismática para comprender que el “Espíritu” que presta su fuerza preternatural al influjo iniciático produce efectos absolutamente extraordinarios por su número, género, rapidez, intensidad.
El actor masónico llega hasta a hablar de una “presencia invisible” en el momento de la iluminación iniciática: «Es uno de los misterios de la iniciación: el ambiente (...) y quizás una presencia invisible causan una emoción inefable» (p. 99). En efecto, la “presencia” de Satanás es la que explica la subitaneidad y la intensidad de la emoción experimentada, y la que hace de la iluminación iniciática una experiencia mística diabólica. No se trata de “autosugestión”: la eficacia prodigiosa de la iniciación está ahí para demostrarlo; se trata de la verdadera recepción de una influencia externa: aquí radica la gravedad de la iniciación.
Escuchemos ahora al Padre Catry, en el artículo ya citado: «¿Cuál es la naturaleza del ‘influjo espiritual’, tan indispensable para el iniciado como la electricidad para el motor? René Guénon habla de un ‘elemento no humano’, ‘de orden trascendente’, ‘sobrenatural’, que pone en comunicación con los ‘estados superiores del ser’. Este no puede ser el verdadero sobrenatural, el sobrenatural divino: Dios da testimonio de Sí propio, no del ‘gran todo’. ¿Será un influjo de orden preternatural, diabólico? Es posible. Tanto más cuanto que Guénon asimila los ángeles a los ‘estados superiores del ser’... Pero, dado que el demonio sobresale en el arte de disfrazarse de ángel de luz, importa distinguir los influjos. ¿Qué ángeles intervienen en la iniciación? Los buenos concurren sólo a preparar la iluminación de la fe y observan siempre la mayor discreción. Pero los ángeles malos pueden alimentar cualquier ilusión y hacerla seductora, acompañándola hasta con prodigios en los que se entregan a su acción».
Es de bulto que la iluminación iniciática no puede tener un origen divino en el movimiento carismático, porque su fuente no es la de la fe católica. El Padre Eugenio de Villembanne escribe al respecto: «El pentecostismo sedicente ‘católico’, que se ramifica en ‘renovación carismática’ y ‘renovación del Espíritu’ y que intenta, a posteriori, dotarse de una justificación doctrinal, empezó por rechazar a la Iglesia Católica jerárquica, por rebelarse contra ella u olvidarla voluntariamente; los fundadores de este pentecostismo ‘católico’ y los padres de las distintas ‘renovaciones’ le volvieron la espalda a su obispo para ir a pedir a unos pentecostistas protestantes la iniciación doctrinal y el ‘bautismo del Espíritu’, o efusión del Espíritu Santo mediante la imposición de las manos. Violaron, además, el canon 1399, nº 5...» (Illuminisme “67”: Reflexions et conclusions, p. 1; traducción nuestra). En efecto, todo comenzó con la participación en asambleas de pentecostistas protestantes y con la recepción del “bautismo del Espíritu” por obra de los sobredichos pentecostistas.
También aquí nos encontramos otra vez con René Guénon, con la necesidad -dice- de «vincularse a una organización ritual, porque nada puede comenzar y progresar sin iniciación». Leyendo en el libro de los Ranaghan (Le Retour de l'Esprit) la narración del origen del pentecostismo católico, se reconocen todos los elementos de la iniciación indicados por Guénon: en el seno de la organización protestante hallamos al iniciado o a los iniciados mediante los cuales se transmite “el influjo espiritual” según un rito bien preciso: la plegaria al “Espíritu” acompañada de la imposición de las manos; y este rito demuestra su eficacia por los efectos que se siguen de él. Veámoslo.
El 18 de enero de 1967, «día de la octava de la Epifanía, consagrada por la liturgia católica a la celebración del bautismo de Jesús mediante el Espíritu Santo en el Jordán, ... ellos [los fundadores del pentecostismo] se encontraban en casa de miss Florence Dodge, una presbiteriana que había organizado el grupo de oración un tiempo antes. El grupo se reunía en su casa con regularidad y ella dirigía habitualmente estas reuniones» (p. 22). Después, los tres profesores de Pittsburg y la mujer de uno de ellos asistieron a una primera reunión carismática: «Nos dejó la impresión duradera, dice uno de ellos, de que allí obraba el Espíritu [¿?]» (p. 23)
Dos de los de los profesores asisten a la siguiente reunión: «terminó -dice el mismo testigo- cuando Pat y yo pedimos que se rogase con nosotros a fin de recibir el bautismo del Espíritu.
Ellos se dividieron en varios grupos, porque rogaban por varias personas. Sólo me pidieron que hiciera un acto de fe para que el poder del Espíritu obrara en mi. Muy pronto recé en lenguas» (p. 23). «La semana siguiente -agregan los Ranaghan-, Ralph [uno de los dos iniciados] impuso las manos a los otros dos [compañeros] y también ellos recibieron el bautismo del Espíritu» (p. 24). El proceso está en marcha: el iniciado se vuelve iniciador a su vez y así transmite el “influjo espiritual”. Todo el denominado pentecostismo ‘católico’ se halla en germen en estos textos del libro de los Ranaghan. Prosiguiendo su lectura, vemos cómo la “corriente” pasa de uno de los promotores a los recién llegados: «Una pareja de novios... había oído hablar del “bautismo del Espíritu Santo” y deseaba recibirlo. Se acercaron por eso a Ralph Keifer [uno de los fundadores del pentecostismo “católico”] y le pidieron que rogara con ellos para que el Espíritu Santo se hiciera plenamente activo en su vida... fueron profundamente tocados por el Espíritu de Cristo. El Espíritu se manifestó muy pronto con el don de lenguas en las cuales aquel joven y aquella muchacha loaron a Dios» (p. 29). Y no acaba todo ahí: «Pero ellos sabían que, al mismo tiempo, una de las jóvenes [miembro del grupo pentecostista] ...había sido atraída a la capilla y que allí había sentido la presencia casi tangible del Espíritu de Cristo. Salió temblando de la capilla y apremió a los otros para que regresaran a ella. Los miembros del grupo, solos o en parejas, se trasladaron allí y, mientras estaban todos unidos en oración, el Espíritu Santo se derramó sobre ellos» (pp. 29-30). ¡Salta a la vista que esta especie de “Espíritu” sopla mucho y “pneumatiza” a todo el que se entrega su acción desbordante de favores carismáticos! En pocas palabras: la corriente carismática pasó del protestantismo herético e iniciático a los susodichos católicos, provocando “efectos maravillosos” de ardor religioso que no pueden explicarse por el recurso a una causa sobrenatural, porque el Señor no puede en manera alguna entrar en una experiencia hecha por católicos desobedientes a la Iglesia, en un ambiente herético y con una iniciación, un rito, abiertamente acatólico.
La renovación carismática no se funda ni en la doctrina católica, ni en la espiritualidad católica, ni en la liturgia católica. Tiene la exterioridad de la fe, pero, en realidad, constituye su negación. La “fe” carismática está hecha de intuición, de sentimiento, de experiencia interior; es una “fe” inmanente y subjetiva. No se trata ya de “saber” para creer, sino de “sentir” para creer. El alma toma el camino de la sensibilidad, y es ahí donde el demonio está en acecho.
Piénsese en la novela modernista de Fogazzaro Il Santo (publicada hacia el 1904): «Recoger nuestras almas en Dios, silenciosamente, cada uno por su cuenta, hasta sentir dentro de nosotros la presencia misma de Dios... Queremos sentirnos unidos... debemos sentir a Dios presente en nosotros, pero cada uno de nosotros debe sentirlo presente también en los otros; ¡y yo lo siento tan vivamente en vosotros!... Todos nosotros que sentimos que Cristo prepara... una inmensa transformación por medio de profetas y de santos». La “fe” carismática es tal a base de experiencia sensible [v. San Pío X, Enc. Pascendi contra el modernismo]. El cardenal Suenens se expresa de esta suerte sobre la esperanza “teologal”: «La esperanza teologal se hace experimental» (Une nouvelle Pentecôte). A lo que el padre Philibert de Saint Didier (ya citado) se apresura a responder: «Es una afirmación curiosa. El objeto de una esperanza declarada ‘teologal’ es Dios que promete. ¡pero no se experimenta a Dios! Se cree en El. Cuanto al motivo de dicha esperanza ‘teologal’, estriba (por lo mismo que antes, por su teologalidad) nada más que en la fidelidad por naturaleza de Dios que promete. Y tampoco ésta se experimenta» (Interrogation sur le Pentecotisme?).
Nos queda ahora por tratar un último punto: ¿Dónde desemboca la iluminación iniciática?
La desembocadura de la iluminación iniciática
Henos aquí ante almas “iniciadas”, es decir, entenebrecidas, incapaces de efectuar el discernimiento necesario para volver a encontrar el verdadero camino de la fe católica. Estas almas deseosas de recibir el “bautismo del Espíritu” no se han dado cuenta de que le abren los brazos al demonio en el seno de la experiencia carismática, tanto mas cuanto que éste pone el mayor cuidado en esconder sus cuernos y sus garras, y se viste de luz para seducir a sus víctimas.
Bossuet nos previno: «Veo en la Iglesia dos tipos de persecuciones: la primera, en el origen y bajo el imperio romano, preponderantemente violenta; la segunda, al fin de los tiempos, la cual será el reino de la seducción». Al comprobar el poder de seducción de la renovación carismática, ¡no puede uno dejar de creerse de alguna manera en este último reino! Con la seducción es con la que el “príncipe de este mundo” quiere enredar a las almas que aún distinguen el bien del mal.
La impresión recibida durante la iluminación iniciática es una impresión luminosa, eufórica, exaltante. Así se exalta ni más ni menos un carismático anónimo: «Alegría y luz, despertar cristiano [cf. el “despertar” masónico] , renovación de vida y de voluntad, explosión de alegría interior, dulce y duradera, iluminación divina del último grado de la vida mística: todas estas cosas se conceden con la fuerza del Espíritu Santo a los principiantes...».
Los favores carismáticos abundan y sobreabundan en el umbral del camino iniciático, lo que le permite al pentecostismo- renovación “crecer como los hongos” para el mayor daño de las almas incautas. El nuevo afiliado se calma en virtud de la seducción diabólica; una tranquilidad perfecta se adueña de él, por lo que ya no puede descubrir el disfraz del falso ángel de luz. Puesto que el mal incluido en la iluminación iniciática no es manifiesto, las almas no se hacen siquiera la pregunta de si está bien o mal, y caen presas en la red infernal sin saberlo. Para librarlas de su ceguera sería menester obrar el discernimiento de espíritus, lo único que permite desvelar una inspiración diabólica allí donde se cree ver una inspiración divina. Lo que pone en peligro al falso místico es precisamente el hecho de que le inspira el Tentador, el cual impulsa con tiento a las almas a donde jamas habrían querido ir si se les hubiera revelado antes el auténtico desemboque.
Las cosas se presentan en el movimiento carismático como si el demonio quisiera, de algún modo, “democratizar” una forma simplificada de iniciación para coger en sus redes al mayor número posible de almas, ígnaras como están de sus astucias más sutiles. De hecho, ¿cuál es el resultado de la maniobra carismática de Satanás? El “Espíritu” al que se adora no es ya objetivamente el Espíritu Santo de la fe católica: es el “gran espíritu” salido del infierno, y los “dones carismáticos” concedidos por él son la manifestación de su presencia y de su acción. Si el demonio da con tanta largueza es porque así usurpa el lugar del Señor y recibe una adoración que sólo a El se debe. Dios, en efecto, no se puede dejar confiscar por una caricatura simiesca del sacramento de la confirmación, totalmente ajena a la fe católica.
La doctrina católica da el remedio contra la seducción diabólica
Dios, en verdad, es dueño de sus dones y puede dar los que quiera, a quien quiera y cuando quiera; pero el católico no debe “tentar” al Señor (Mt 4, 7), a diferencia de lo que el pentecostalismo- renovación le invita a hacer. En efecto, si hay una petición a la cual el demonio responde con toda seguridad es la del “bautismo del Espíritu” con todo su diluvio de carismas: el “espíritu” implorado se apresura a llegar, ¡pero no es el que se esperaba!
Por eso San Vicente Ferrer, como Santo Tomás y San Juan de la Cruz, pone muy en guardia a las almas contra la «sugestión e ilusión del demonio, que engaña al hombre en sus relaciones con Dios y en todo lo que a Dios se refiere» (La Vida espiritual), y da el remedio contra las tentaciones espirituales suscitadas por el diablo: «Los que quieran vivir en la voluntad de Dios no deben desear obtener [...] sentimientos sobrenaturales superiores al estado ordinario de quienes tienen un temor y un amor de Dios muy sinceros. Tal deseo, en efecto, sólo puede venir de un fondo de orgullo y de presunción, de una vana curiosidad respecto a Dios y de una fe demasiado frágil. La gracia de Dios abandona al hombre presa de este deseo y lo deja a la merced de sus propias ilusiones y de las tentaciones del diablo que lo seduce con visiones y revelaciones engañosas» (ivi). Y también: «Huid de la compañía y la familiaridad de quienes siembran y difunden estas tentaciones y de quienes las defienden y alaban. No escuchéis sus relatos ni sus explicaciones. No busquéis ver lo que hacen porque el demonio no dejaría de haceros ver en sus palabras y obras signos de perfección a los cuales podríais prestar fe y así caer y perderos con ellos» (ivi).
De aquí la necesidad de abstenerse no sólo de participar en las ceremonias carismáticas para recibir en ellas una influencia real, sino también de asistir a ellas en calidad de simples espectadores. Agreguemos asimismo las palabras de San Ignacio, experto en el discernimiento de espíritus: «Es propio del ángel malo, transfigurado en ángel de luz, comenzar con los sentimientos del alma devota y terminar con los propios».
Desde el momento en que el alma cruza el umbral del universo carismático (universo oculto), puede pasar de todo. Se empieza con dones inefables: entusiasmo y ardor ferviente, liberación de los complejos, de los vicios, don de profecía, de curación, de glosolalia (o xenoglosia: hablar una lengua extranjera desconocida), etc...; se sigue con una evolución paralela a la de la droga (puesto que la “efusión del Espíritu” en el seno del movimiento carismático es una auténtica droga espiritual: comporta una degradación progresiva del alma, un anonadamiento cada vez mayor de la vida de la fe), y se termina con juergas sensibles y sensuales, y a veces en la locura. Y dado que vivimos en una época en que no se conoce ya al demonio (la demonología ya no es una ciencia religiosa oficial, ya no se la enseña en los seminarios), una época en que no se habla de él, en que se ríe sólo con pensar en é1 o mencionarlo, una época en que hay pocos sacerdotes o religiosos competentes en este campo, en que se toma la conciencia de una cierta posesión interior por una enfermedad que atañe a la psiquiatría, bien se echa de ver cuánto habrán de sufrir las almas que, “ígnaras” o “imprudentes” (como dice San Juan de la Cruz), se hayan dejado atrapar en las fantasías carismáticas del pentecostismo- renovación, «esta nueva forma de brujería que apela al Espíritu Santo» (Padre Calmel, o. p.).
Imposible no acordarse de estas palabras del Evangelio: «Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en nombre tuyo arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Yo entonces les diré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad» (Mt 7, 22-23).
Pentecostismo y modernismo
Añadamos, para completar, que el pentecostismo o renovación carismática, si bien constituye el fruto de todos los “iluminismos” del “Paráclito” que han marcado la historia de la Iglesia desde el gnosticismo, es también el fruto de las filosofías que han preparado, sostenido, provocado “teologías” esotéricas. Todo lo que rechaza la objetividad de la razón filosófica o científica así como de la fe católica, en provecho exclusivo de la intuición del corazón, de la experiencia íntima y personal, ha preparado, de lejos o de cerca a la “religión” carismática. Por esta vía, y sobre todo gracias al modernismo, se ha podido hacer del “hombre moderno” un hombre que siente su filosofía, su religión, como provenientes del corazón, de su religión personal. La renovación carismática es subjetivismo gnóstico por naturaleza: se trata de hacer en sí la “experiencia de lo divino” o, traducido al lenguaje carismático, la experiencia viva del “Espíritu Santo”.
Pentecostismo y ecumenismo
Se comprende fácilmente que la renovación carismática sea un instrumento privilegiado en el plan ecuménico de la Contra- Iglesia, que deba servir de común denominador para la unificación de las religiones.
Así lo escribe el Padre Eugenio de Villeurbanne ya citado: «Esta pretensión se patentiza a todo lo largo del libro del modernista cardenal Suenens Une nouvelle Pentecôte... el autor quiere que el Espíritu Santo sea ‘agente de comunión’ ... nótese también su comparación errada y falsa de la Iglesia con la Trinidad, ‘unidad plural’, para persuadirnos de que la Iglesia (el autor nunca dice la Iglesia Católica, porque para él la Iglesia es lo que los protestantes llaman ‘la gran Iglesia’ o federación de iglesias) debe componerse de varios elementos distintos (mejor dicho: heterogéneos). Pero, por desgracia para el cardenal, la Santísima Trinidad no es una ‘unidad plural’, porque lo que constituye fundamentalmente su unidad está total, igual e idénticamente en cada una de las tres Personas; y dado que la esencia divina, una y única, no está dividida, ¿cómo podrá ser “plural”? Las Personas divinas no multiplican la unidad divina. Por ello, si la Iglesia debe ser una imagen de la Trinidad, lo será sólo cuando todas sus partes tengan la misma sustancia y naturaleza, lo que no sucede ni sucederá jamás con “iglesias” que no posean la misma fe ni el mismo ‘depositum fidei’ o Credo. Es certísimo que a los carismas se les quiere hacer desempeñar el papel de denominador común, a costa de una blasfemia sacrílega: poner al Espíritu en contradicción consigo mismo, haciendo que llene de carismas y de una supuesta efusión a los que niegan los dogmas que El ha revelado junto con el Padre y el Hijo».
De este modo, la renovación carismática, al funcionar de denominador común para la unificación de las “religiones”, ¡nos encamina hacia la Iglesia universal, o sea, hacia el cuerpo místico de Satanás! Los enemigos de la Santa Iglesia no se equivocan sobre este punto: «Estos esfuerzos hacia el ecumenismo cristiano significan para nosotros nada más que unos pasos en el camino de un ecumenismo que querríamos total» (F . .. Ryandey, citado por P. Virion en Mystère d'iniquité, p. 132).
La “Iglesia del amor” o el hombre en lugar de Dios
En el libro de Huysmans titulado Là bas (“Allá”), figura un pasaje particularmente importante, el cual evoca a la iglesia carismática de Juan (contrapuesta a la iglesia jerárquica de Pedro), que florecerá con la venida del Paráclito y que se denomina la “iglesia del amor” (en sintonía con la “civilización del amor” de Pablo VI), la “iglesia de la reconciliación”, la “iglesia ecuménica” o “universal” (en virtud de su carismatismo): «Es un axioma teológico que el espíritu de Pedro vive en sus sucesores. Vivirá en ellos, más o menos celado, hasta la expansión auspiciada del Espíritu Santo. Entonces Juan, tenido de retén -dice el Evangelio- comenzará su ministerio de amor y vivirá en el alma de los nuevos Papas». Este texto muestra claramente el lazo esotérico que media entre la “expansión del Espíritu Santo” (por conducto de la “renovación carismática”) y el “ministerio de amor” de Juan. El autor esotérico Salémi anunciaba en 1960: «El nuevo evangelio de Juan pronto se predicará en toda la tierra» (Le message de l'Apocalypse, p. 293).
Estamos en los tiempos de este “nuevo evangelio”: «Se invoca al apóstol San Juan -escribe Pierre Virion-, discípulo del amor, contra la autoridad de Pedro. Es la vieja teoría de los Rosa- Cruz, que profetiza la iglesia esotérica [iniciática] de Juan, superior a la iglesia exotérica [no iniciática] de Pedro, y cuyos tiempos apocalípticos parecen llegados hoy. La Iglesia romana debe cederle el puesto, debe desaparecer tal como es: ‘El ciclo de Juan... se ha abierto’» (Mystère d'iniquité, p. 146).
Se plantea entonces la pregunta: ¿qué diablos es esta “iglesia de Juan”, la iglesia de la tercera hora, la iglesia de la hora del Espíritu Santo? La iglesia de Juan no es ya Dios en el primer puesto, sino el hombre; no la trascendencia divina, sino la inmanencia; no la fe, sino el gusto sensible, lo prodigioso, los carismas (democráticamente asegurados a todos gracias al “bautismo del Espíritu”); no el dogma, sino la “revelación interior”, el subjetivismo, el profetismo, el iluminismo; no el sacramento instituido por Cristo, sino otra especie de “sacramento” injertado en una corriente oculta (tal es el “bautismo del Espíritu: una parodia de sacramento al haber en él efusión de “gracia diabólica” por conducto de un rito herético); no la eucaristía- sacrificio (de aquí el encarnizamiento contra el rito llamado de San Pío V), sino la eucaristía- fiesta; no el sacerdocio ministerial, sino el carácter sacerdotal de todo fiel (1); no la iglesia jerárquica y carismática al mismo tiempo, sino una iglesia meramente carismática; no el Papa, sino un sínodo paralizador; no los obispos, sino una colegialidad sofocante; no los párrocos, sino las asambleas presbiterales; no la jerarquía oficial, sino comisiones, comités, etc., etc., constitutivos de un gobierno paralelo; no la Iglesia Católica Romana, sino una iglesia universal que asfixia todos los cultos tributados a cualquier divinidad. En conclusión: la que René Guénon llamaría una “iglesia integral”. Y esta “iglesia integral”, cuyo cometido se cifra en destruir por asfixia a la iglesia jerárquica tradicional, que es la iglesia de Pedro, debe ser el fruto de la venida del Espíritu (los Ranaghan decían: del “retorno” del Espíritu), ¡porque es el “Pentecostés” de este “Espíritu" el que permitirá a Juan ejercer su “ministerio de amor”!
Comprendemos ahora por qué en nuestros días se nos habla tanto de amor: «Se engañará al pueblo en nombre del amor, de un amor que no es la caridad teologal, pero cuyo nombre usurpa. Así, nunca habíamos leído tanto en las publicaciones masónicas la frase: ‘Amaos los unos a los otros’. Pero se la emplea siempre, en nombre de Cristo, contra su Iglesia» (Mystère d'iniquité, cit., p. 146).
¿Qué hacer?
¿Qué hacer frente a la ceguera causada por la invasión carismática, caricatura diabólica del sacramento de la confirmación, pero llamada “bautismo” con razón porque marca el paso del mundo católico al oculto? San Juan de la Cruz dice: «[Una vez cegada el alma] podrase engañar en la cuantidad o cualidad, pensando que lo que es poco es mucho, y lo que es mucho poco; y acerca de la cualidad teniendo lo que tiene en su imaginación por tal o tal cosa, y no será sino tal o tal, poniendo, como dice Isaías, las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, y lo amargo por dulce y lo dulce por amargo (5, 20)» (Subida del Monte Carmelo, L. 3, cap. 8).
Es necesario hoy más que nunca insistir en lo que constituye la verdadera vida de fe. Sigamos escuchando a San Juan de la Cruz: «(...) y así, yendo el alma vestida de fe, no ve ni atina el demonio a empecerla, porque con la fe va muy amparada -más que con todas las demás virtudes- contra el demonio, que es el más fuerte y astuto enemigo.
Que por eso san Pedro no halló otro mayor amparo que ella para librarse dél cuando dijo: Cui resistite fortes in fide (I Petr 5, 9). Y para conseguir la gracia y unión del amado, no puede el alma haber mejor túnica y camisa interior, para fundamento y principio de las demás vestiduras de virtudes, que esta blancura de fe, porque sin ella, como dice el Apóstol, imposible es agradar a Dios (Hebr 11, 6), y con ella es imposible también dejarle de agradar, pues El mismo dice por el profeta Oseas: Desponsabo te mihi in fide (Os 2, 20), que es como decir: Si te quieres, alma, unir y desposar conmigo, has de venir interiormente vestida de fe» (Noche pasiva del espíritu, cap. 21).
Recurramos a la santísima Virgen para que aplaste la cabeza de aquel que se hace pasar por el Espíritu Santo y quiere hacerse adorar en su lugar. Recitemos por eso el Santo Rosario con todo el ardor de nuestra fe, enemiga de la “sensibilidad carismática”.
El lanzazo
El pentecostismo- renovación es, en la evolución de la iglesia “conciliar”, como el lanzazo al corazón de Cristo, golpe no sentido por quien lo recibió porque ya estaba muerto. Se diría que revive místicamente en la iglesia “conciliar”, que no advierte el lanzazo inferido a su corazón por la renovación carismática; la falta de reacción al respecto de las autoridades parece la insensibilidad de un muerto en las tinieblas sepulcrales. Pero el sepulcro esta contiguo a la resurrección, y si nos sintiéramos tentados de preguntar al Señor lo que Isaías (21, 11) preguntaba al centinela: «¿A qué hora estamos de la noche?», la respuesta del Místico Custodio sería: «Se acerca la mañana».
NOTAS
(1) Así lo testimonia un pentecostista: «Los católicos saben ahora que se puede recibir el bautismo del Espíritu Santo sin la imposición de las manos por parte de los obispos ni de los sacerdotes, porque pueden ir directamente a Jesús [como los protestantes] . He descubierto con gran sorpresa por mi parte que los católicos se alegran de no depender ya en todo de los sacerdotes» (citado por Lumière, julio de 1975). También un cura católico carismático atestigua: «Comenzamos a realizar el sacerdocio de todos los fieles» (ivi)
Il Segno, revista de la Diócesis de Bolzano- Bressanone, 25 de Noviembre del 2000: «Hacia el Adviento/ Reflexionamos sobre el perdón», con la firma de un tal Gualtiero Meneghelli. En su primera “reflexión”, nos informa de que Dios «es un papá que no premia ni castiga», y se acoge al Evangelio: a la parábola de la oveja descarriada y a las demás “parábolas de la misericordia”. Pero el Evangelio -observamos- no se encuentra enteramente en las parábolas de la misericordia. ¿Nunca ha leído el articulista de la revista diocesana de Bolzano- Bressanone, por ejemplo, el juicio universal en Mt. 25, 46?: «Y aquellos irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna»: ¡He aquí en el espacio de una sola frase, el premio eterno de los buenos, y el castigo, eternamente eterno, de los malos! No importa: leer en la Sagrada Escritura aquello que agrada o sirve a las propias tesis es un arte tan viejo como el “padre de la mentira”, quien, incluso para tentar a Nuestro señor Jesucristo se sirve de un pasaje aislado de la Escritura (v. Mt. 4, 5-7).
Del Evangelio de San Mateo cita Meneghelli, en cambio, el capítulo 18, versículos 15 al 18, ofreciendo de él una “novísima” exégesis además de una versión “ad usum delphini”. Según él, cuando Jesús dice: Si el hermano, corregido privadamente y luego en presencia de dos testigos, no te escucha, «díselo a la Iglesia, y si ni siquiera la Iglesia presta oído, sea para ti como gentil y publicano», en realidad no habla de someterse al juicio de la Iglesia, a quien confiere incluso el poder de expulsar de su seno al rebelde obstinado, sino que invita a todos a poner a esos obstinados rebeldes... en lugar preferente, igual que puso en lugar preferente a los gentiles y publicanos (¡sin importar que estuviesen o no arrepentidos!) y cuando Jesús añade: «En verdad os digo que todo cuanto atareis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado también en el cielo», siempre según Meneghelli, no se refiere a la jerarquía sino, democráticamente, a toda la comunidad cristiana, como ya pretendieron, contra el unánime testimonio de los Padres y del Magisterio constante e infalible de la Iglesia, Zuinglio y otros “reformadores” protestantes, que con tal fin, transformaron el “Dic ecclesiae” en “Dic communitati”, exactamente como “Il Segno” cambia el “díselo a la Iglesia” por el “díselo a la Asamblea” (sobre este tema, v. Cornelio A lapide, Commentarium In Mattheum, cap. XVIII).
Esta interpretación -admite Meneghelli- «parece contradecir nuestra tradición... También va contra la enseñanza que nos a sido dada». ¿Y qué? La enseñanza tradicional “es algo que ha contribuido al alejamiento de muchos cristianos [“los hermanos separados”] respecto de la comunidad de la que formamos parte [la Iglesia Católica] “y ahora -ecuménicamente- contradecimos la tradición, rechazamos la enseñanza de Cristo que nos ha sido infaliblemente transmitido por la Iglesia y protestantemente con los peores protestantes, digamos, como dice Meneghelli en Il Segno, que «el cometido de la reconciliación, de la remisión de los pecados, no ha sido confiado solamente a los sacerdotes», sino que «perdonar los pecados concierne a todos, y no sólo a los sacerdotes, [y puesto que los hermanos separados niegan la confesión, más precisa y reductivamente prosigue:] reconciliarse con cualquiera que sepamos tener algo en contra nuestra».
Y si algún católico atrasado aún deseara confesarse, ¡hágalo, pues!. «Con todo aquello que hemos dicho [¿plural mayestático?] - escribe Meneghelli- no queremos convencer a ninguno de la inutilidad de confesarse con un sacerdote. ¡Absolutamente no!» ¿Y sabéis por qué? Porque «el hombre, cada uno de nosotros, necesita de alguien a quien dirigir sus demandas de perdón, confesar sus angustias y sus pecados». ¡Eso es todo! Simple cuestión de utilidad psicológica (que el hombre moderno ya ha resuelto recurriendo al “psicólogo”), de ningún modo cuestión de un sacramento de institución divina, obligatorio para obtener el perdón de todo pecado mortal.
Las irreflexiones... ¡perdón! Las reflexiones sobre el perdón publicadas por la revista diocesana Il Segno no acaban aquí. Después de la confesión, le toca a la Eucaristía. Meneghelli nos informa que en la iglesia, nuestra iglesia católica [minúscula, por supuesto, a pesar de las reglas gramaticales, poco respetadas por cierto en todo el discurso de las tres reflexiones] existe una norma, una decisión doctrinal, la cual, -¡pásmense!- proviene del Concilio de Trento, he aquí un ditirámbico elogio sobre la autoridad de ese Concilio cordialmente detestado por los modernistas. Bien manifiesta es la razón de tal elogio. Meneghelli necesita de la autoridad de ese Concilio para convencer a los católicos de que pueden acercarse a la Santa Comunión, incluso en pecado mortal: «Una de las decisiones del concilio de Trento, tomada en la XII sesión del 25 de noviembre 1551 (§ 1743) -escribe solemnemente- afirma que: ‘La Eucaristía concede la gracia y el don de perdonar los crímenes y los pecados, incluso graves’. Sin embargo esto -deplora- no suele predicarse [¡menos mal!], pero nosotros debemos saberlo, debemos enseñarlo, a menos que -añade- nuestro obispo o incluso el Papa nos digan que esta norma ya no vale».
No, querido improvisador, no es necesario que el obispo o incluso el Papa nos digan que esa norma y ano vale: ¡tal norma no existe, no ha existido nunca! El DS 1743 se refiere no a la Eucaristía- Sacramento (comunión), sino a la Eucaristía- Sacrificio (Santa Misa) y en realidad, suena exactamente así: «Aplacado por esta ofrenda el Señor, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona las deudas y los pecados aunque éstos sean graves». Es la defensa del valor propiciatorio de la Santa Misa, valor negado por los protestantes. Dios concede el perdón de los pecados con motivo del sacrificio de su Hijo, pero no por medio de la Misa, sino por medio del sacramento de la Confesión. En cambio, para la Eucaristía- Sacramento (comunión), el Concilio de Trento promulga una norma muy diferente que dice exactamente lo contrario de lo afirmado por Meneghelli desde las páginas de Il Segno: «Nadie, consciente de estar en pecado mortal, por mucho que pueda estimarse contrito, se acerque a la santísima Eucaristía sin que haya precedido la Confesión sacramental» (DS 1647), con su correspondiente anatema en al canon 11: «Si alguno tuviera la presunción de enseñar, predicar o afirmar pertinazmente lo contrario o incluso defenderlo en pública discusión, sea por ello excomulgado» (DS 1661; cf. 1646- 1647).
No nos asombramos de las heréticas proposiciones de Meneghelli, que entre otras cosas, no parece sacerdote. Nos asombramos de que -sacerdote o laico- haya obtenido el permiso de divulgar tales errores desde las páginas de la revista diocesana de Bolzano- Bressanone y por ende, a la sombra de la autoridad del Obispo de aquella diócesis, cuyo primer deber como obispo (i.e. inspector o vigilante) consiste, en cambio, en vigilar sobre la integridad y pureza de la Fe. Nos asombramos, además, y no cesará nunca nuestro estupor, de que indignos pastores sean enviados para hacer estragos en el pobre rebaño de Cristo.
En medio de los actuales desórdenes, es importante repetir a los hombres que la Iglesia es, por divina institución, la única arca de salvación para la humanidad... Más que nunca, es oportuno enseñar que la Verdad liberadora, tanto para los individuos como para las sociedades, es la verdad sobrenatural en toda su plenitud y en toda su pureza, sin atenuaciones o disminuciones y sin compromisos, tal y como Nuestro Señor Jesucristo viene a darla al mundo, confiando su enseñanza y custodia a Pedro y a la Iglesia.
Il Segno, revista de la Diócesis de Bolzano- Bressanone, 25 de Noviembre del 2000: «Hacia el Adviento/ Reflexionamos sobre el perdón», con la firma de un tal Gualtiero Meneghelli. En su primera “reflexión”, nos informa de que Dios «es un papá que no premia ni castiga», y se acoge al Evangelio: a la parábola de la oveja descarriada y a las demás “parábolas de la misericordia”. Pero el Evangelio -observamos- no se encuentra enteramente en las parábolas de la misericordia. ¿Nunca ha leído el articulista de la revista diocesana de Bolzano- Bressanone, por ejemplo, el juicio universal en Mt. 25, 46?: «Y aquellos irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna»: ¡He aquí en el espacio de una sola frase, el premio eterno de los buenos, y el castigo, eternamente eterno, de los malos! No importa: leer en la Sagrada Escritura aquello que agrada o sirve a las propias tesis es un arte tan viejo como el “padre de la mentira”, quien, incluso para tentar a Nuestro señor Jesucristo se sirve de un pasaje aislado de la Escritura (v. Mt. 4, 5-7).
Del Evangelio de San Mateo cita Meneghelli, en cambio, el capítulo 18, versículos 15 al 18, ofreciendo de él una “novísima” exégesis además de una versión “ad usum delphini”. Según él, cuando Jesús dice: Si el hermano, corregido privadamente y luego en presencia de dos testigos, no te escucha, «díselo a la Iglesia, y si ni siquiera la Iglesia presta oído, sea para ti como gentil y publicano», en realidad no habla de someterse al juicio de la Iglesia, a quien confiere incluso el poder de expulsar de su seno al rebelde obstinado, sino que invita a todos a poner a esos obstinados rebeldes... en lugar preferente, igual que puso en lugar preferente a los gentiles y publicanos (¡sin importar que estuviesen o no arrepentidos!) y cuando Jesús añade: «En verdad os digo que todo cuanto atareis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado también en el cielo», siempre según Meneghelli, no se refiere a la jerarquía sino, democráticamente, a toda la comunidad cristiana, como ya pretendieron, contra el unánime testimonio de los Padres y del Magisterio constante e infalible de la Iglesia, Zuinglio y otros “reformadores” protestantes, que con tal fin, transformaron el “Dic ecclesiae” en “Dic communitati”, exactamente como “Il Segno” cambia el “díselo a la Iglesia” por el “díselo a la Asamblea” (sobre este tema, v. Cornelio A lapide, Commentarium In Mattheum, cap. XVIII).
Esta interpretación -admite Meneghelli- «parece contradecir nuestra tradición... También va contra la enseñanza que nos a sido dada». ¿Y qué? La enseñanza tradicional “es algo que ha contribuido al alejamiento de muchos cristianos [“los hermanos separados”] respecto de la comunidad de la que formamos parte [la Iglesia Católica] “y ahora -ecuménicamente- contradecimos la tradición, rechazamos la enseñanza de Cristo que nos ha sido infaliblemente transmitido por la Iglesia y protestantemente con los peores protestantes, digamos, como dice Meneghelli en Il Segno, que «el cometido de la reconciliación, de la remisión de los pecados, no ha sido confiado solamente a los sacerdotes», sino que «perdonar los pecados concierne a todos, y no sólo a los sacerdotes, [y puesto que los hermanos separados niegan la confesión, más precisa y reductivamente prosigue:] reconciliarse con cualquiera que sepamos tener algo en contra nuestra».
Y si algún católico atrasado aún deseara confesarse, ¡hágalo, pues!. «Con todo aquello que hemos dicho [¿plural mayestático?] - escribe Meneghelli- no queremos convencer a ninguno de la inutilidad de confesarse con un sacerdote. ¡Absolutamente no!» ¿Y sabéis por qué? Porque «el hombre, cada uno de nosotros, necesita de alguien a quien dirigir sus demandas de perdón, confesar sus angustias y sus pecados». ¡Eso es todo! Simple cuestión de utilidad psicológica (que el hombre moderno ya ha resuelto recurriendo al “psicólogo”), de ningún modo cuestión de un sacramento de institución divina, obligatorio para obtener el perdón de todo pecado mortal.
Las irreflexiones... ¡perdón! Las reflexiones sobre el perdón publicadas por la revista diocesana Il Segno no acaban aquí. Después de la confesión, le toca a la Eucaristía. Meneghelli nos informa que en la iglesia, nuestra iglesia católica [minúscula, por supuesto, a pesar de las reglas gramaticales, poco respetadas por cierto en todo el discurso de las tres reflexiones] existe una norma, una decisión doctrinal, la cual, -¡pásmense!- proviene del Concilio de Trento, he aquí un ditirámbico elogio sobre la autoridad de ese Concilio cordialmente detestado por los modernistas. Bien manifiesta es la razón de tal elogio. Meneghelli necesita de la autoridad de ese Concilio para convencer a los católicos de que pueden acercarse a la Santa Comunión, incluso en pecado mortal: «Una de las decisiones del concilio de Trento, tomada en la XII sesión del 25 de noviembre 1551 (§ 1743) -escribe solemnemente- afirma que: ‘La Eucaristía concede la gracia y el don de perdonar los crímenes y los pecados, incluso graves’. Sin embargo esto -deplora- no suele predicarse [¡menos mal!], pero nosotros debemos saberlo, debemos enseñarlo, a menos que -añade- nuestro obispo o incluso el Papa nos digan que esta norma ya no vale».
No, querido improvisador, no es necesario que el obispo o incluso el Papa nos digan que esa norma y ano vale: ¡tal norma no existe, no ha existido nunca! El DS 1743 se refiere no a la Eucaristía- Sacramento (comunión), sino a la Eucaristía- Sacrificio (Santa Misa) y en realidad, suena exactamente así: «Aplacado por esta ofrenda el Señor, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona las deudas y los pecados aunque éstos sean graves». Es la defensa del valor propiciatorio de la Santa Misa, valor negado por los protestantes. Dios concede el perdón de los pecados con motivo del sacrificio de su Hijo, pero no por medio de la Misa, sino por medio del sacramento de la Confesión. En cambio, para la Eucaristía- Sacramento (comunión), el Concilio de Trento promulga una norma muy diferente que dice exactamente lo contrario de lo afirmado por Meneghelli desde las páginas de Il Segno: «Nadie, consciente de estar en pecado mortal, por mucho que pueda estimarse contrito, se acerque a la santísima Eucaristía sin que haya precedido la Confesión sacramental» (DS 1647), con su correspondiente anatema en al canon 11: «Si alguno tuviera la presunción de enseñar, predicar o afirmar pertinazmente lo contrario o incluso defenderlo en pública discusión, sea por ello excomulgado» (DS 1661; cf. 1646- 1647).
No nos asombramos de las heréticas proposiciones de Meneghelli, que entre otras cosas, no parece sacerdote. Nos asombramos de que -sacerdote o laico- haya obtenido el permiso de divulgar tales errores desde las páginas de la revista diocesana de Bolzano- Bressanone y por ende, a la sombra de la autoridad del Obispo de aquella diócesis, cuyo primer deber como obispo (i.e. inspector o vigilante) consiste, en cambio, en vigilar sobre la integridad y pureza de la Fe. Nos asombramos, además, y no cesará nunca nuestro estupor, de que indignos pastores sean enviados para hacer estragos en el pobre rebaño de Cristo.
En medio de los actuales desórdenes, es importante repetir a los hombres que la Iglesia es, por divina institución, la única arca de salvación para la humanidad... Más que nunca, es oportuno enseñar que la Verdad liberadora, tanto para los individuos como para las sociedades, es la verdad sobrenatural en toda su plenitud y en toda su pureza, sin atenuaciones o disminuciones y sin compromisos, tal y como Nuestro Señor Jesucristo viene a darla al mundo, confiando su enseñanza y custodia a Pedro y a la Iglesia.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)