Tenemos a bien presentar la traducción COMPLETA de esta instrucción del Santo Oficio, fechada a 19 de Junio de 1926 (y publicada en Acta Apostólicæ Sedis XVIII –año 1926–, págs. 282 y 283), que reitera la prohibición de la cremación en el caso de que ésta surja de declaración de voluntad de la propia persona, y que en ese caso, sea excluida de los ritos y preces que la Iglesia Católica prescribe para los difuntos.
SUPREMA Y SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO
INSTRUCCIÓN De crematióne Cadavérum, A LOS ORDINARIOS DE TODO EL MUNDO QUE TIENEN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
Puesto que estamos informados de que la práctica de la cremación está en aumento en ciertas localidades, en desatención a las repetidas declaraciones y decretos de la Santa Sede, y con el fin de prevenir que tan grave abuso se vuelva inveterado donde ya obtuvo apoyo, y que lo mismo se esparza a otras partes, esta Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio juzga deber suyo llamar una vez más, y con mayor formalidad, la atención de los Ordinarios del mundo entero hacia este problema, con la aprobación de nuestro Santísimo Señor.
Y en primer lugar, ya que no pocos, incluso entre los católicos, tienen la osadía de sostener como uno de los mayores logros, de lo que llaman progreso civil y científico moderno y de la ciencia de la salud, esta práctica bárbara contraria no sólo a los cristianos sino hasta al respeto natural tenido por los cuerpos de los fallecidos, y totalmente opuesta a la disciplina constante de la Iglesia aún desde los primeros tiempos; esta Sagrada Congregación muy seriamente exhorta a los pastores del rebaño de Cristo a instruir a la gente que les ha sido encomendada de que los enemigos del cristianismo alaban y propagan la práctica de la cremación de los cadáveres con ningún otro propósito que el de gradualmente borrar de su mente la idea de la muerte y la esperanza en la resurrección del cuerpo, y de tal manera allanan el camino para el materialismo. Por tanto, aunque la cremación de los cadáveres, no siendo mala en sí, se permita, y de hecho es permitida en ciertas circunstancias extraordinarias y graves relacionadas con el bien público; con todo, es perfectamente evidente que adoptar o favorecer esta práctica regularmente, y como regla ordinaria, es impío y escandaloso, y, por ello, gravemente pecaminoso. De ahí que haya sido justamente condenada más de una vez por los supremos pontífices, y más recientemente por el nuevo Código de Derecho Canónico (c. 1203, §1: “Los cuerpos de los fieles han de ser enterrados, y su cremación está prohibida”).
Y aun cuando el decreto del 15 de diciembre de 1886 diga que los ritos y preces de la Iglesia no están prohibidos «en el caso de aquellos cuyos cuerpos fueron cremados, no por decisión propia, sino a instancia de otros»; no obstante, por la claridad de los términos del mismo decreto, esa regla se aplica sólo cuando se evita eficazmente el escándalo con la oportuna declaración de que «la cremación fue decidida, no a petición del fallecido, sino a instancia de otros»; pero, si las circunstancias no proporcionan razones suficientes para esperar que se evitará el escándalo con dicha declaración, aún en este caso permanece en vigor la prohibición del sepelio eclesiástico.
Evidentemente se encuentran lejos de la verdad quienes, basándose en la ilusión de que el difunto, estando vivo, practicó habitualmente algún acto de religión, o que tal vez se haya retractado de su mala intención en el último instante de su vida, creen permisible realizar los acostumbrados ritos funerarios de la Iglesia sobre el cuerpo, el cual ha de ser después incinerado de acuerdo a los arreglos hechos por el mismo fallecido. Y como nada puede saberse por cierto en cuanto a esta supuesta retractación, se sigue que no puede dársele consideración alguna en el foro externo.
Apenas si parece necesario observar que en todos estos casos en los que está prohibido celebrar los ritos funerarios de la Iglesia por el fallecido, ni siquiera está permitido honrar sus cenizas con entierro eclesiástico, ni preservarlas en manera alguna en un cementerio bendito; sino que han de guardarse en un lugar separado de acuerdo al c. 1212. Y si las autoridades civiles de la región, siendo hostiles a la Iglesia, requieren a la fuerza el curso contrario, que los sacerdotes responsables del caso no fallen en resistir esta abierta violación de los derechos de la Iglesia con decoroso valor, y, habiendo hecho la debida protesta, se abstengan de toda cooperación. Luego, cuando se ofrezca la ocasión, que no cesen de proclamar, privada y públicamente, la excelencia, las ventajas y la sublime significancia del entierro eclesiástico, de tal manera que los fieles, bien instruídos en cuanto a la mente de la Iglesia, puedan ser disuadidos de la impía práctica de la cremación.
Y en primer lugar, ya que no pocos, incluso entre los católicos, tienen la osadía de sostener como uno de los mayores logros, de lo que llaman progreso civil y científico moderno y de la ciencia de la salud, esta práctica bárbara contraria no sólo a los cristianos sino hasta al respeto natural tenido por los cuerpos de los fallecidos, y totalmente opuesta a la disciplina constante de la Iglesia aún desde los primeros tiempos; esta Sagrada Congregación muy seriamente exhorta a los pastores del rebaño de Cristo a instruir a la gente que les ha sido encomendada de que los enemigos del cristianismo alaban y propagan la práctica de la cremación de los cadáveres con ningún otro propósito que el de gradualmente borrar de su mente la idea de la muerte y la esperanza en la resurrección del cuerpo, y de tal manera allanan el camino para el materialismo. Por tanto, aunque la cremación de los cadáveres, no siendo mala en sí, se permita, y de hecho es permitida en ciertas circunstancias extraordinarias y graves relacionadas con el bien público; con todo, es perfectamente evidente que adoptar o favorecer esta práctica regularmente, y como regla ordinaria, es impío y escandaloso, y, por ello, gravemente pecaminoso. De ahí que haya sido justamente condenada más de una vez por los supremos pontífices, y más recientemente por el nuevo Código de Derecho Canónico (c. 1203, §1: “Los cuerpos de los fieles han de ser enterrados, y su cremación está prohibida”).
Y aun cuando el decreto del 15 de diciembre de 1886 diga que los ritos y preces de la Iglesia no están prohibidos «en el caso de aquellos cuyos cuerpos fueron cremados, no por decisión propia, sino a instancia de otros»; no obstante, por la claridad de los términos del mismo decreto, esa regla se aplica sólo cuando se evita eficazmente el escándalo con la oportuna declaración de que «la cremación fue decidida, no a petición del fallecido, sino a instancia de otros»; pero, si las circunstancias no proporcionan razones suficientes para esperar que se evitará el escándalo con dicha declaración, aún en este caso permanece en vigor la prohibición del sepelio eclesiástico.
Evidentemente se encuentran lejos de la verdad quienes, basándose en la ilusión de que el difunto, estando vivo, practicó habitualmente algún acto de religión, o que tal vez se haya retractado de su mala intención en el último instante de su vida, creen permisible realizar los acostumbrados ritos funerarios de la Iglesia sobre el cuerpo, el cual ha de ser después incinerado de acuerdo a los arreglos hechos por el mismo fallecido. Y como nada puede saberse por cierto en cuanto a esta supuesta retractación, se sigue que no puede dársele consideración alguna en el foro externo.
Apenas si parece necesario observar que en todos estos casos en los que está prohibido celebrar los ritos funerarios de la Iglesia por el fallecido, ni siquiera está permitido honrar sus cenizas con entierro eclesiástico, ni preservarlas en manera alguna en un cementerio bendito; sino que han de guardarse en un lugar separado de acuerdo al c. 1212. Y si las autoridades civiles de la región, siendo hostiles a la Iglesia, requieren a la fuerza el curso contrario, que los sacerdotes responsables del caso no fallen en resistir esta abierta violación de los derechos de la Iglesia con decoroso valor, y, habiendo hecho la debida protesta, se abstengan de toda cooperación. Luego, cuando se ofrezca la ocasión, que no cesen de proclamar, privada y públicamente, la excelencia, las ventajas y la sublime significancia del entierro eclesiástico, de tal manera que los fieles, bien instruídos en cuanto a la mente de la Iglesia, puedan ser disuadidos de la impía práctica de la cremación.
Mas, para finalizar, en todas las cuestiones de esta clase, no se puede obtener el fin deseado si no se unen las fuerzas. Así, la Sagrada Congregación espera que los obispos de las diferentes provincias eclesiásticas, si los hechos lo exigen, se reúnan con su Metropolitano, para que investiguen, discutan y decidan lo que estimen más conveniente para el servicio de Dios; y una vez sean expedidas sus resoluciones, la Santa Sede sea informada y puesta al tanto de su aplicación y los efectos de éstas.
Dado en Roma, en el Palacio del Santo Oficio, el 19 de Junio de 1926.
RAFAEL Cardenal MERRY DEL VAL, Secretario.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)