Xilografía “Lutero y el pacto armonioso con el diablo”, en el libro homónimo de Petrus Sylvius OP. Leipzig, imprenta de Michael Blum, 1535.
El próximo 31 de octubre se cumplirá un nuevo aniversario de las 95 tesis clavadas en 1517 por Lutero en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg. Son varias las publicaciones recientes sobre Lutero, en las que se le muestra como enamorado de la Biblia y difusor de la misma en el pueblo, reformador de una Iglesia romana corrompida en su tiempo, etc. Parece, pues, oportuno hacer algunas verificaciones.
No fue reformador de costumbres, sino de doctrinas. La tesis de que la decadencia moral de la Iglesia, bajo los Papas renacentistas, había llegado a un extremo intolerable, y que Lutero encabezó a los «protestantes» contra esta situación, exigiendo una «reforma», es falsa, y ningún historiador actual es capaz de sostenerla. Entre otras razones, porque el mismo Lutero desecha esa interpretación de su obra en numerosas declaraciones explícitas: «Yo no impugno las malas costumbres, sino las doctrinas impías».
Lutero combatió con todas sus fuerzas la doctrina de la Iglesia Católica. Para empezar, arrasó con la Biblia, ya que dejándola a merced del libre examen, cambió la infalible y única Palabra divina por una variedad innumerable y contradictoria de falibles palabras humanas. Se llevó por delante la sucesión apostólica, el sacerdocio ministerial, los obispos y sacerdotes, la doctrina de Padres y Concilios. Eliminó la Eucaristía, en cuanto sacrificio de la redención. Destruyó la devoción y el culto a la Santísima Virgen y a los santos, los votos y la vida religiosa, la función benéfica de la ley eclesiástica.
Dejó en uno y medio los siete sacramentos. Afirmó, partiendo de la corrupción total del hombre por el pecado original, que «la razón es la grandísima puta del diablo, una puta comida por la sarna y la lepra». Y por la misma causa, y con igual apasionamiento, negó la libertad del hombre, estimando que «lo más seguro y religioso» sería que el mismo término «libre arbitrio» desapareciera del lenguaje. Como lógica consecuencia, negó también la necesidad de las buenas obras para la salvación. En fin, con sus «respuestas correctas», según escribe un autor de hoy, destruyó prácticamente todo el cristianismo, destrozando de paso la cristiandad.
Fue el mayor insultador del Reino: «Toda la Iglesia del Papa es una Iglesia de putas y hermafroditas», y que el mismo Papa es «un loco furioso, un falsificador de la historia, un mentiroso, un blasfemo», un cerdo, un burro y todos los actos pontificios están «sellados con la mierda del diablo, y escritos con los pedos del asno-papa». Podrían llenarse innumerables páginas con frases semejantes o peores. Los teólogos católicos del tiempo de Lutero rechazaron sus tesis, ganándose de su parte los calificativos previsibles. La Facultad de París es «la sinagoga condenada del diablo, la más abominable ramera intelectual que ha vivido bajo el sol». Y los teólogos de Lovaina son «asnos groseros, puercos malditos, panzas de blasfemias, cochinos epicúreos, herejes e idólatras, caldo maldito del infierno». Y añadía: «Soy yo quien lo afirmo, yo, el doctor Martín Lutero, hablando en nombre del Espíritu Santo [...] No admito que mi doctrina pueda juzgarla nadie, ni aun los ángeles. Quien no escuche mi doctrina no puede salvarse».
Con ocasión del levantamiento de los campesinos, que exigían, primero por las buenas y luego por las malas, lo que estimaban que eran sus derechos, escribe Lutero una durísima invectiva: «Al sedicioso hay que abatirlo, estrangularlo y matarlo privada o públicamente, pues nada hay más venenoso, perjudicial y diabólico que un promotor de sediciones». Muy suave fue, en cambio, con los poderosos príncipes alemanes, a fin de ganar su favor. Los resultados de la predicación de Lutero fueron devastadores en la moral del pueblo, y él mismo lo reconoce: «Desde que la tiranía del Papa ha terminado para nosotros, todos desprecian la doctrina pura y saludable. No tenemos ya aspecto de hombres, sino de verdaderos brutos». De sus seguidores afirmaba que «son siete veces peores que antes».
A Zwinglio le escribe espantado: «Le asusta a uno ver cómo donde en un tiempo todo era tranquilidad, ahora hay dondequiera sectas y facciones [...] Me veo obligado a confesarlo: mi doctrina ha producido muchos escándalos. Sí; no lo puedo negar; estas cosas frecuentemente me aterran». Y aún preveía desastres mayores. Un día le confió a su amigo Melanchton: «¿Cuántos maestros distintos surgirán en el siglo próximo? La confusión llegará al colmo». Así fue. Y así ha sido en progresión acelerada, hasta llegar a la gran apostasía actual de las antiguas naciones católicas.
José María Iraburu
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