Por José Javier Esparza para LA GACETA
Cuenta Nietzsche que paseaba Zaratustra por el campo cuando halló a
un labrador en serio apuro: una negra serpiente se le había deslizado
dentro de la boca y clavaba sus colmillos en la garganta del desdichado,
que apenas podía hacer otra cosa que implorar auxilio con ojos de
espanto. Zaratustra se dirigió al campesino y –cito de memoria- le
increpó con palabras parecidas a estas: “¿Por qué gimes? ¡Muérdela! ¡Muérdele la cabeza y escúpela lejos!”.
La truculenta escena vale como figura de esas situaciones en las que
nuestra razón o nuestra acción quedan paralizadas por la superstición,
el prejuicio, el dogma, la culpa o cualquier otro “relato” que sofoque
la voluntad. Y este 12 de octubre, como todos los años, hemos visto un
montón de serpientes negras colgando de la boca de miles de desdichados
españoles.
Es sorprendente constatar cuántos compatriotas
han comprado el discurso del indigenismo impostado, del genocidio que
nunca existió, de la condena sumaria de España y del descubrimiento y
conquista de América. “Si América es pobre –vienen a decirnos-
es porque España todo se lo robó”. Al margen del pequeño detalle de que
América no es pobre, multitud de estudios –yo mismo he trabajado el tema
en La cruzada del océano- demuestran que allí se quedó, por lo menos, la mitad de lo que se extrajo,
pero da igual, porque la característica fundamental del discurso
condenatorio es que no ha estudiado nada. “Si los indios sufren –añaden-
es por el genocidio que España perpetró”. Si España hubiera perpetrado
un genocidio, hoy no habría millones de indígenas en Hispanoamérica,
pero la evidencia lógica tampoco amilana a los vindicadores. “¿Y los
muertos que denuncia Las Casas?”, rubrican con el aire de quien ha
encontrado el argumento definitivo. Innumerables estudios han demostrado
que la causa mayor de la mortandad indígena no fue la guerra ni la
esclavitud, sino los virus, bichitos cuya existencia se ignoraba en el
siglo XVI (véase la compilación de Cook y Lovell Juicios secretos de Dios,
ed. Abya Yala, 2000), pero, una vez más, de poco sirven los estudios
para quien ha decidido su verdad de antemano: la serpiente que se le
aferra a la garganta.
En
la conquista de América, que sin duda fue tan truculenta como todas las
conquistas que en la Historia han sido, corrió sangre, claro que sí.
Mucha. No hay más que leer a los cronistas. Pero, en primer lugar, no
fue una guerra de españoles contra indios: ni Colón en La Española, ni
Núñez de Balboa en Panamá, ni Cortes en México ni Pizarro en el Perú
habrían obtenido otra cosa que una miserable tumba de no haber contado
con el apoyo masivo de centenares de miles de indios –desde taínos en la
Española hasta huancas y tallanes en Perú o tlaxcaltecas en México- que
se unieron a sus filas para liberarse de la brutal opresión a las que
les sometían caribes, méxicas o incas. Después, España creó allí su
propio mundo y no lo hizo peor que los romanos o los árabes que antes
habían conquistado la península ibérica. Incluso lo hizo bastante mejor.
Nunca nadie antes había prohibido esclavizar a los vencidos, y España
lo prohibió en 1504. Nunca nadie antes había dictado leyes de
protección laboral para los siervos –en este caso, indígenas-, y España
lo hizo desde 1512. Nunca nadie antes había reconocido la
dignidad humana de las poblaciones dominadas, y España lo hizo en las
sucesivas Leyes de Indias. Nunca nadie antes había sometido a juicio
moral la legitimidad de sus conquistas, y España lo hizo en la
Controversia de Valladolid de 1550-1551. Podemos seguir flagelándonos
las espaldas, pero el hecho objetivo es que la conquista de América –que
sí, que fue una conquista armada-, lejos de ser una monstruosa empresa
depredadora, significó un trascendental paso adelante en la conciencia
de la humanidad. Sería magnífico que la izquierda española leyera un
poquito más.
El hipócrita sátrapa
Algo que hay que decir
también, necesariamente, sobre esa costumbre, cada vez más extendida al
otro lado del mar, de aprovechar el 12 de octubre para conmemorar la
“resistencia indígena” contra el “opresor español”. Porque ocurre que la
verdadera represión contra los amerindios, la más cruenta y letal, no
fue la de los conquistadores españoles –ni la que los propios amerindios
habían ejecutado antes sobre sí mismos, cosa que frecuentemente se
olvida-, sino la que acometieron las nuevas naciones hispanoamericanas después de la independencia. Los
españoles vencieron a los charrúas, pero no los exterminaron. Quienes
los aniquilaron fueron los uruguayos después de la independencia. Las
guerras más feroces contra los mapuches no fueron las libradas por los
españoles y sus aliados indios del norte, sino las planificadas por
Chile y Argentina entre 1878 y 1885. Después –mucho después- de la independencia. Fue igualmente después de la independencia
cuando se ejecutaron las campañas de “eugenesia” en Bolivia, que
consistían no sólo en la esterilización de los indígenas, sino también
en su muerte física. Todo eso se hizo en nombre del progreso y la
modernidad. Lo mismo en Colombia, Venezuela, Perú o México. En este
último país, la desamortización de la ley Lerdo (1856) condenó
literalmente a morir por inanición a millares de indígenas que
conservaban sus tierras desde la época colonial.
¿Y todo eso por
maldad? No necesariamente. Para las naciones liberales emancipadas, los
indígenas eran un obstáculo indeseable. La mayor parte de ellos había
combatido para la corona en las guerras de la independencia, como los
propios mapuches, y ahí estuvieron los caciques Huenchukir, Lincopi y
Cheuquemilla, entre otros. Cuando la corona española abandonó América,
sólo un 30% de la población hablaba español. La construcción de naciones
modernas exigía arrasar el campo, y a ello se emplearon las elites
criollas. En 1894 el historiador mejicano Joaquín García Icazbalceta
escribe sobre los indios: “Y ahí están todavía, causando mil
estragos, los restos de sus descendientes, que en tantos años no han
tomado de la civilización sino el uso de las nuevas armas, y que al fin
será preciso exterminar por completo”. En 1931, Alejandro O.
Deustua lamentaba la existencia de indígenas en el Perú y elogiaba a
Argentina por haberlos exterminado. Todo ello mientras esas mismas
elites criollas inventaban un hipócrita discurso legitimador
reivindicando para sí la herencia indígena. Esa herencia que ellos
estaban exterminando. ¿Quién habla hoy de “genocidio”?
Las elites criollas usurparon literalmente la identidad indígena: para legitimar su poder frente a la vieja metrópoli,
se calzaron el gorro de plumas mientras machacaban a los indios de
verdad. Y bien, ¿qué han hecho con ese poder? Han pasado doscientos
años. ¡Doscientos! Hace doscientos años, España estaba devastada por la
guerra con Francia, Alemania e Italia no existían, los Estados Unidos
eran una inconexa aglomeración de territorios en la costa atlántica
norteamericana, Australia no era más que la colonia penal de Nueva Gales
del Sur y el salario de un campesino europeo, según Humboldt, era
inferior al de un labrador mejicano. ¿Qué es hoy, doscientos años
después, la América emancipada bajo la dirección de aquellas elites
criollas? Que contesten ellos. Pero la culpa no es de España.
Las
naciones hispanoamericanas, en general, son un mundo de enormes
promesas. No sólo hay riquezas naturales. Hay además una cultura social
pujante. Y personalidades de relieve impresionante en todos los ámbitos.
Y una vitalidad sin par, que ya quisiéramos en Europa. Y además, para
un español, es necesariamente nuestro mundo, porque habla nuestra lengua, lleva nuestros nombres y reza a nuestro mismo Dios. Por eso duele. ¿Cómo no amar a nuestra América? Pero ese discurso neo indigenista, tan hipócrita, tan falsario, la está matando.
El nuevo indigenismo está actuando, en la práctica, como un típico
recurso de “falsa conciencia”, por emplear la terminología marxista (falsche Bewutseins):
se hace creer a la gente una realidad que no es para ocultarle la
verdad sobre sus condiciones materiales de existencia. Es la serpiente
cuya cabeza hay que morder.
Hay algo grotesco, obsceno,
indecente, en la estampa de esos sátrapas que claman contra la vieja
España, disfrazados de indígenas, desde sus suntuosos palacios.
La fortuna de Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina,
se ha multiplicado por 32 desde que llegó al poder: de dos millones de
pesos a 64 en doce años. La fortuna de Evo Morales, según la Contraloría
General del Estado de Bolivia, se multiplicó por tres en apenas seis
años de mandato. Maduro y las hijas de Chávez gastan 2,6 millones de
euros diarios, según denunció la oposición con asiento en las propias
cifras oficiales. La investigación sobre la Banca Privada de Andorra
puso al descubierto el sucio tráfico de dinero negro de la nueva
oligarquía venezolana. Esas nuevas oligarquías, aupadas en la cima de
una montaña de oro, reciben al pueblo que les grita “¿Dónde está nuestro
dinero?” y contestan: “¡Se lo llevaron los españoles!”. Y en España no
faltan almas simples dispuestas a decir, que sí, que la culpa es
nuestra. Hay que ser imbécil.
¿Culpa? ¿Genocidio? ¿Explotación? Basta ya. Muérdela. Muérdele la cabeza y escúpela lejos.
Como la serpiente del desdichado campesino de Zaratustra. No sólo los
españoles. También los hispanoamericanos. Quizás ellos necesitan más que
nadie morder.
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