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martes, 12 de septiembre de 2017

LA ASUNCIÓN, CONDENA DE LA APOCATASTÁSIS (Y de la “misericordina” montini-bergogliana)

Traducción del artículo publicado por Giuliano Zoroddu en RADIO SPADA.

   
Hacía años, para la fiesta de la Asunción me sucedió que escuché una homilía que, para ser clementes, diría que fue extraña. El sacerdote comentaba el conocido pasaje del Apocalipsis “Signum magnum appáruit in cœlo: Múlier amícta sole, et luna sub pédibus ejus, et in cápite ejus coróna stellárum duódecim” (XII, 1), que, también en el nuevo rito, es la antífona de introito en la Misa de la Asunción. Éste, lejos de cualquier interpretación tanto eclesiológica como mariológica de la “Múlier”, afirmaba con una cierta complacencia que, más allá de las predichas interpretaciones patrísticas, lo que el Apóstol Juan había visto era nada menos que la Humanidad que, al final de los tiempos, toda entrará en la gloria del Cielo.
  
Ahora, nosotros sabemos que en el fin de los tiempos será Cristo Señor, rodeado por el senado apostólico, quien separará a los buenos de los malos, acogiendo a los primeros en la amplitud del Paraíso y arrojando a los segundos entre los tormentos del Infierno. Por tanto, no son todos los que se salvan, sino muchos: “Multi sunt vocáti, pauci vero elécti” (Matth. XXII, 14). Sostener lo contrario y postular también la reintegración de Satanás y de sus ángeles fue el error de Orígenes Adamancio, el grande y docto presbítero alejandrino que vivió entre el 185 y el 254, el cual sostenía “que la bondad de Dios, a través de la mediación de Cristo, llevará a todas las creaturas a un mismo fin” (De princípiis, I, IV, 1-3). Y esta sentencia, que fue condenada formalmente en el Concilio Costantinopolitano II del 553: “Si alguno dice o piensa que el castigo de los demonios y de los hombres impíos es temporal o que tendrá fin luego de cierto tiempo, esto es, que habra un restablecimiento (apocatastásis) de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema” (Can. IX, DS 411), reaparece hoy día en su forma deterior y vulgar que es la “misericordina” y el pensamiento correspondiente, que es mirar un poco el mundo “un poco como Dios mismo miró después la creación, la estupenda y enorme obra suya (¡pero antes del pecado original!) … con inmensa admiración, con gran respeto, con maternal simpatía, con generoso amor”, no cerrando los ojos a las miserias y los pecados humanos, sino mirándolos “con incrementado amor, como el médico mira al enfermo, como el Samaritano al desgraciado dejado herido y semivivo sobre el camino de Jericó”, con “rostro de Madre amante y perdonante”. Todas cosas “redescubiertas” por la Iglesia en el Concilio y gracias al Concilio: las frases entrecomilladas son fragmentos del discurso que Pablo VI, todo optimismo y simpatía inmensa por el humanismo laico, dirigió al patriciado y a la nobleza romana el 13 de Enero de 1966. ¡Evidentemente el Papa Francesco no ha inventado nada!
  
Mas contra estos perniciosos errores, cuya confutación podemos leer por ejemplo en el libro XI del De civitáte Dei contra pagános del sumo Agustín; contra este neoorigenismo modernista, nos viene en socorro la verdad consolante de la Asunción de la Virgen Santísima. María que entra en el Paraíso con su alma y con su propio cuerpo revestido de incorruptibilidad e inmortalidad, nos predica la verdad de fe que si es verdad que Jesucristo murió para rescatar de la potestad del demonio a todo el género humano muerto en Adán, la salvación se aplica no a todos, sino a muchos, esto es, a aquellos que “sunt Christi, qui in advéntu ejus credidérunt” (1Cor XV, 23) como nos hace leer la Santa Iglesia en las Maitines de hoy (15 de Agosto). La Asunta nos recuerda que el Hijo de Dios no se ha unido “con la encarnación, en cierto modo, con todo hombre” (Gáudium et spes, 22), que Cristo no está “de algún modo unido con el hombre —cada hombre sin excepción alguna—, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello” (Redémptor hóminis, 14. Ver también Dives in misericórdia), que no ha asunto en sí todo lo creado (Dóminum et vivificántem, Laudato sii); sino que el Verbo su Hijo, al cual ella fue “arcanamente unida … desde toda la eternidad ‘con un mismo decreto’ (Pío IX, Ineffábilis Deus) de predestinación” (Pío XII, Munificentíssimus Deus), y unido solamente a aquellos que voluntariamente cumplen su voluntad, viven sobre esta tierra “ad supérna semper inténti” (Oración colecta).
  
Por esto, cuando al fin del mundo los muertos resurgirán “cum suis própriis corpóribus … quæ nunc gestant” (IV Concilio Lateranense, Cap. I, DS 801), la Justicia misericordiosa hará que solo las ovejas de la derecha, la humanida santa y salvada, seguirán la suerte de la Asunta, mientras las cabras de la izquierda, la masa de los condenados, irán al Infierno, para ser condenados en el cuerpo y en el alma. A nosotros nos toca escoger en esta vida: imitar a María que nos lleva a Cristo, o al Diablo que nos pierde, sobre todo engañándonos con falsas esperanzas de misericordia (Cfr. San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la muerte, XVI-XVII). El augurio en esta festividad agostana, que es la Pascua de María, es el que encontramos en el sublime Oficio Divino de la Asunta y es que podamos siempre correr “tras los perfumes de los ungüentos” (Antífona tercera de las Laudes y de las Vísperas) de la Virgen para poderla un día ver “coronada sobre el celeste trono a la diestra del Hijo” (Antífona segunda de las Laudes y de las Vísperas) y con ella disfrutar in ætérnum de la visión de la Augusta Trinidad.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)