«Sagrado
Corazón de Jesús, rico para todos los que te invocan, ¡ten piedad de
nosotros!» (De la Letanía del Sagrado Corazón de Jesús)
Hoy,
Octava del Sagrado Corazón de Jesús, queremos traeros la encíclica
«Hauriétis Aquas», donde Pío XII, con motivo del centenario del
establecimiento de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús por Pío IX
para la Iglesia Universal, hace un recorrido escritural, histórico y
espiritual sobre la devoción y el culto al Sagrado Corazón de Jesús como
una dimensión importante de la espiritualidad Católica.
CARTA ENCÍCLICA «Hauriétis Aquas» DE SU SANTIDAD PÍO XII, SOBRE LA DEVOCIÓN Y CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
A
los venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y
demás Ordinarios locales, que estén en paz y comunión con la Sede
Apostólica, Salud y Bendición Apostólica.
1. «Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador» [1].
Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente
los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer
consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada
retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de
inmortal memoria, Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó
celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia
universal.
Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto
tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las
llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes
todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: «Toda
dádiva, buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las
luces» [2],
razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada
vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro
Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el
Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su
mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha
tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias
a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su
amor a su Divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que,
según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: «En el
último gran día de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en
alta voz: “El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí”. Pues,
como dice la Escritura, “de su seno manarán ríos de agua viva”. Y esto
lo dijo El del Espíritu que habían de recibir lo que creyeran en Él» [3].
Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que
habían de manar de su seno «ríos de agua viva», fácilmente las
relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los
que se profetizaba el reino del Mesías, y también con la simbólica
piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar
agua [4].
2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que
es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta
Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como
haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu
de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: «La
caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu
Santo, que nos ha sido dado» [5].
Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe
entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina
que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a
todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del
culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En
efecto; manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza
peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y
absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino
Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. E
igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este culto
exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo
por la caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan
plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro
corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se hacen casi
una cosa con ella, como está escrito: «Quien al Señor se adhiere, un
espíritu es con Él» [6].
I. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA
Dificultades y objeciones
3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto
del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los
cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones
del naturalismo y del sentimentalismo; sin embargo, es muy
doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este
nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y estimación por
algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un
sincero celo por la religión católica y por su propia santificación.
«Si tú conocieses el don de Dios» [7].
Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina
disposición hemos sido constituidos guardián y dispensador del tesoro de
la fe y de la piedad que el Divino Redentor ha confiado a la Iglesia,
conscientes del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de
nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de
Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya
en su Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a
reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades
espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que
son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o
equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares
de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo
juzgan como algo superfluo que cada uno pueda practicar o no, según le
agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna
utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios,
consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a
la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la
doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas
religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros
días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un
poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto
en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más
saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos
nobles; así la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres
piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados.
Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo,
penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas
porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a
propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde
el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del
triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres
cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el
indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo
verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y
en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo.
La doctrina de los papas
4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena oposición entre estas
opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta cátedra
de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de
Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros
tiempos esta devoción que nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII, llamó
«práctica religiosa dignísima de todo encomio», y en la que vio un
poderoso remedio para los mismos males que en nuestros días, en forma
más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la
sociedad? «Esta devoción —decía—, que a todos recomendamos, a todos
será de provecho». Y añadía este aviso y exhortación que se refiere a la
devoción al Sagrado Corazón: «Ante la amenaza de las graves desgracias
que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a
Aquel único, que puede alejarlas. Mas ¿quién podrá ser Este sino
Jesucristo, el Unigénito de Dios? “Porque debajo del cielo no existe
otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos” [8]. Por lo tanto, a Él debemos recurrir, que es “camino, verdad y vida”» [9].
No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana
lo juzgó nuestro inmediato predecesor, de feliz memoria, Pío XI, en su
encíclica Miserentíssimus Redémptor: «¿No están acaso contenidos
en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la
norma de vida más perfecta, puesto que constituye el medio más suave de
encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y
el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarle
con mayor fidelidad y eficacia?» [10].
Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores,
hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado
al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del
culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos
nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos por los innumerables
frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos que
nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica [11].
Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado —llenos de
sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos—, no se
mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se aumentaron.
Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades
de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día
mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura
intelectual y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de
carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina;
piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las
manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración,
a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y
aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo
Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun
Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado nuestra paternal
complacencia [12].
Fundamentación del culto
5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es
decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de
nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia
católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos,
venerables hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente
con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador
de todo bien, exclamando con el Apóstol: «Al que es poderoso para hacer
sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o
pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su energía, a Él
la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, en
los siglos de los siglos. Amén» [13].
Pero, después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos
por medio de esta encíclica exhortaros a vosotros y a todos los
amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los
principios doctrinales —contenidos en la Sagrada Escritura, en los
Santos Padres y en los teólogos—, sobre los cuales, como sobre sólidos
fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque
Nos estamos plenamente persuadido de que sólo cuando a la luz de la
divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y
esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su
incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de
gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar
piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy
digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del
Sacratísimo Corazón a la Iglesia universal.
Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de
saludables reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la
naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes, nos
detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo
Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el
género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime
grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores
de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima
conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al
Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a
dar al amor que Él y las otras Personas de la Santísima Trinidad tienen
a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la
luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos
constitutivos de esta devoción tan noble, será más fácil a los
cristianos de ver «con gozo las aguas en las fuentes del Salvador» [14];
es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al
Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia,
en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada
uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable
renovación en sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de
Cristo.
Culto de latría
6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de
algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien
al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor
el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos,
es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del
Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la
parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a
la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar
el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del
mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica,
solemnemente definida en el Concilio Ecuménico de Éfeso y en el II de
Constantinopla [15].
El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino
Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio
para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro
de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia
el género humano. «Es innata al Sagrado Corazón», observaba nuestro
predecesor León XIII, de feliz memoria, «la cualidad de ser símbolo e imagen
expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a
devolverle amor por amor» [16].
Es indudable que los Libros Sagrados nunca hacen una mención clara de
un culto de especial veneración y amor, tributado al Corazón físico del
Verbo Encarnado como a símbolo de su encendidísima caridad. Este hecho,
que se debe reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en
modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros —razón
principal de este culto— es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven
los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos
cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de
considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo
más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón
del Redentor divino.
Antiguo Testamento
7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica,
no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo
Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios;
creemos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo
elegido, consagrada con víctimas pacíficas —cuyas leyes fundamentales,
esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés [17]
e interpretaron los profetas—; alianza, ratificada por los vínculos del
supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los
hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del
amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel, la razón suprema de
obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas, que los
truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí
suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: «Escucha,
Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón» [18].
No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a quien con toda
razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido[19],
comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este
mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre
Dios y su nación, recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco
entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con
severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra
obligada servidumbre llena de temor.
Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver
liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo
esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre
a estas conmovedoras expresiones e imágenes: «Como el águila que
adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos
revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en
sus hombros»[20].
Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara
y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo.
En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas
menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del
lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor
justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de
misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor
que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y
pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables,
no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de
limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos
para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y
confirmados los vínculos de amor: «Cuando Israel era niño, yo le amé; y
de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis
brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con
cuerdas de humanidad, con lazos de amor... Sanaré su rebeldía, los
amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el
rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como
el Líbano» [21].
Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a
Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí
con opuestos sentimientos: «Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor,
el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su
pequeñuelo hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque esta se
olvidare, yo no me olvidaré de ti» [22]. Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares,
sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos
colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación
predilecta: «Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las
doncellas... Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; Él se apacienta
entre lirios... Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu
brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los
celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas» [23].
8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se
indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca
llega a repudiarlo definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y
sublime; pero no es así, en sustancia, sino el preludio a aquella muy
encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con
su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la
piedra angular de la Nueva Alianza.
Porque, en verdad sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne «lleno de gracia y de verdad» [24],
al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y
miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida
hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva
que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad,
transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que
había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya
parece preanunciar en cierto modo el profeta Jeremías con estas
palabras: «Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí
lleno de misericordia... He aquí que vienen días, afirma el Señor, en
que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza
nueva; ... Este será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel
después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi ley en su interior
y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi
pueblo...; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su
pecado» [25].
II. NUEVO TESTAMENTO Y TRADICIÓN
9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta
claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad —de
la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios, fue tan
solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de Jeremías una mera
predicción— es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado,
mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más
noble y más sólida, porque a diferencia de la precedente, no fue
sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre
sacrosanta de Aquel a quienes aquellos animales pacíficos y privados de
razón prefiguraban: «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» [26].
Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta
claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor,
sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e
hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la
gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista san
Juan: «De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia.
Porque la ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por
Jesucristo han venido» [27].
Introducidos por estas palabras del discípulo «al que amaba Jesús, y
que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús» [28],
en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es
cosa digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco,
venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de
que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del
Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento
del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Éfeso: «Que Cristo
habite por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y
cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es
la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el
amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis
llenos de toda la plenitud de Dios» [29].
10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por
su propia naturaleza, un misterio de amor; esto es, un misterio del
amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la
cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción
sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: «Cristo
sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor
que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios
por el género humano» [30].
Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor
misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la
humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz de ofrecer a
Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos [31],
Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con
la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar
aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera
en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por
las infidelidades del pueblo escogido.
Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y
perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su
caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género
humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella
maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina
misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de
nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene
observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue
conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la
justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género
humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue
libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole
posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la
naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo».
Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa
misericordia que si Él hubiese perdonado los pecados sin exigir
satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en
misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando
estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo» [32].
Amor divino y humano
11. Pero a fin de que podamos en cuanto es dado a los hombres
mortales, «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la
longitud, la alteza y la profundidad» [33]
del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia
los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que
su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que
«Dios es espíritu» [34].
Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a
nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de
amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los
escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos y
símbolos del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que
Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del
Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del
Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende
no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto
humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En
efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio,
como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos
herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol san Juan:
«Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no
confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un
impostor y el anticristo [35].
En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana
individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la
Virgen María por virtud del Espíritu Santo [36].
Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. Él la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos
espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de
inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas,
internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas
sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia
católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos
Pontífices y los concilios ecuménicos: «Entero en sus propiedades,
entero en las nuestras» [37]; «perfecto en la divinidad y Él mismo perfecto en la humanidad» [38]; «todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios» [39].
12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero
Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios,
entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que Él
estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro,
puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida
humana, y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el
Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo,
palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos
estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre
esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el
Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos
tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía [40].
Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y
perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se
modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz
de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se
considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y
sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre,
que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a
algunos «escándalo y necedad», como de hecho pareció a los judíos y
gentiles «Cristo crucificado» [41].
Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada
Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una
naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por razón del
Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a
fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es,
además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: «Pues tanto
el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su
origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo:
“Anunciaré tu nombre a mis hermanos...”. Y también: “Heme aquí a mí y a
los hijos que Dios me ha dado”. Y por cuanto los hijos tienen comunes la
carne y sangre, Él también participó de las mismas cosas... Por lo cual
debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice
misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los
pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue probado con lo que
padeció, por ello puede socorrer a los que son probados» [42].
Santos Padres
13. Los Santos Padres, testigos verídicos de la doctrina revelada,
entendieron muy bien lo que ya el apóstol san Pablo había claramente
significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el
principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención.
Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí
una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el
nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y
darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como
su amor sensible.
San Justino, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes,
escribe lo siguiente: «Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios
inefable y que no tiene principio: Él, en verdad, se hizo hombre por
nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos
procurase su remedio» [43].
Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que
los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo
santos: «Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en
confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo,
rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos
viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida» [44].
Igualmente, San Juan Crisóstomo, lumbrera de la Iglesia antioquena,
confiesa que las conmociones sensibles de que el Señor dio muestra
prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su
integridad: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera
experimentado una y más veces la tristeza» [45].
Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la
Iglesia como máximos Doctores. San Ambrosio afirma que la unión
hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el
Verbo de Dios encarnado experimentó: «Por lo tanto, ya que tomó el alma,
tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía
turbarse ni morir» [46].
En estas mismas reacciones apoya San Jerónimo el principal argumento
para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: «Nuestro
Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su
naturaleza humana» [47].
Particularmente, San Agustín nota la íntima unión existente entre los
sentimientos del Verbo encarnado y la finalidad de la Redención humana:
«Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo
que la carne de la debilidad humana, no por imposición de la necesidad,
sino por consideración voluntaria, a fin de transformar en sí a su
Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es decir, a
fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte
que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las
tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes
comprendiese que semejantes afecciones no eran indicios de pecados, sino
de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona,
así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer» [48].
Doctrina de la Iglesia, que con mayor concisión y no menor fuerza
testifican estos pasajes de san Juan Damasceno: «En verdad que todo Dios
ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para
procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera
podido sanar lo que no asumió» [49]. «Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados» [50].
Corazón físico
14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los
Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban
abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y
afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana
para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos
afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él
expresamente un símbolo de su amor infinito.
Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no
nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante
del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el
nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos
de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad —divina y
humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y
todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la
tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de
su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de
nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo
fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a
semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y
determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de
Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia,
observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella
derivados: «La turbación de la ira repercute en los miembros externos y
principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del
corazón, como son los ojos, el semblante, la lengua» [51].
Símbolo del triple amor de Cristo
15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo
Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el
Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres.
Es, ante todo, símbolo del divino amor que en Él es común con el Padre y
el Espíritu Santo, y que sólo en Él, como Verbo Encarnado, se
manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que
en «Él habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» [52].
Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad
que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad
humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y
perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa [53].
Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús
es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado
en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo,
supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los
demás cuerpos humanos [54].
16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de
la fe, sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma
santísima de Jesucristo y sobre cómo Él dirigió al fin de la Redención
las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda
seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la
imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido
nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo «de
Dios nuestro Salvador» [55].
Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los
milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su
amor hacia nosotros —como la institución de la divina Eucaristía, su
dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la
fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión
del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros—, en todas estas
obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple
amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir
los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en
el que, como atestiguan los Evangelistas, «Jesús, luego de haber clamado
de nuevo con gran voz, dijo: “Todo está consumado”. E inclinado la
cabeza, entregó su espíritu» [56].
Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible
permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se
levantó del sepulcro.
Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna,
se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la
muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar
con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el
triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la
humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística.
III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS
17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas
consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a
meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón
de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana,
durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio,
principalmente, encontraremos la luz, con la cual, iluminados y
fortalecidos, podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y
admirar con el Apóstol de las Gentes «las abundantes riquezas de la
gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo»
[57].
18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat,
y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, «al entrar en el mundo dijo:
“Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije:
Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero
hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad...” Por esta “voluntad” hemos sido
santificados mediante la “oblación del cuerpo” de Jesucristo, que él ha
hecho de una vez para siempre» [58].
De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía
con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en
la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima
Madre y con su padre putativo, san José, al que obedecía y con quien
colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor
movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando
realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o
devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos,
soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas
pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba
enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más
nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la
de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en
estas obras, como dice san Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón
mismo de Dios: «Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para
que con más ardor suspires por los bienes eternos» [59].
Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca
salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún
ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: «Me da
compasión esta multitud de gentes» [60];
y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a
una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: «Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son
enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina
recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido!» [61].
Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa
indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e
increpó a los violadores con estas palabras: «Escrito está: “Mi casa
será llamada casa de oración”; mas vosotros hacéis de ella una cueva de
ladrones» [62].
19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón,
cuando ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y
ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó:
«Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz» [63];
vibró luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando el
beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última
invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo
impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus
verdugos: «Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo
del hombre?» [64];
en cambio, se desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando a
las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al
tremendo suplicio de la cruz, las dijo así: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos..., pues
si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?»[65].
Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando
siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en
los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor
ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena
tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras
tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen» [66]; «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» [67]; «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» [68]; «Tengo sed» [69]; «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» [70].
Eucaristía, María, Cruz
20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino,
signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los
hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la
Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio
sacerdotal?
Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al
pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con
cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió
intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas palabras:
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de
padecer» [71];
conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando «tomó el pan, dio
gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: “Este es mi cuerpo, el
cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía”. Y así hizo también
con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: “Este cáliz es la nueva
alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros”» [72].
Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como
sacramento por el que Él se da a los hombres y como sacrificio en el que Él mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso [73], y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.
Don también muy precioso del sacratísimo Corazón es, como
indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra
amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del
género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue
asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la
gracia. Con razón escribe de ella san Agustín: «Evidentemente Ella es la
Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su
caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son los
miembros de aquella Cabeza» [74].
Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino
quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su
amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de
aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta
suprema del amor, con estas palabras: «Nadie tiene amor más grande que
el que da su vida por sus amigos» [75].
De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio
del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: «En esto
hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y
así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» [76].
Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la
interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus
verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo
a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: «Me
amó y se entregó a sí mismo por mí» [77].
Iglesia, sacramentos
21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser
participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado y, al haber sido,
por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los
demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de
la gracia y de la omnipotencia divina [78],
por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que
movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre,
su místico matrimonio con la Iglesia: «Sufrió la pasión por amor a la
Iglesia que había de unir a sí como Esposa» [79].
Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia,
verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye
abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la
Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada
Liturgia: «Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo...
Tú, que del Corazón haces manar la gracia» [80].
De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y
escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel
intérprete: «Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para
redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el
agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su
fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo» [81].
Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha
de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la
lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera
cierta la muerte de Jesucristo.
Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón
Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen
viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito
para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos
con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en
el Calvario: «Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en
oblación y hostia de olor suavísimo» [82].
Ascensión
22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo
glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a
su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su
Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos,
de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple
victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva,
además, en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos
tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora
distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta es una verdad
consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando escribe: «Al
subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una grande multitud de
cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres... El que descendió, ese
mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a
todas las cosas» [83].
Pentecostés
23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y
espléndida señal del munífico amor del Salvador, después de su triunfal
ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el
Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los
apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido
en la última cena: «Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para
que esté con vosotros eternamente» [84].
El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el
Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma
de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la
abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales.
Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de
nuestro Salvador, «en el cual están encerrados todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia» [85].
Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su
Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer
lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio
de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría,
el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta
divina caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu,
es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para
predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los
Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la
fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y
realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia
santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las
Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los
goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del
celestial Esposo.
A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y
se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los
creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que
ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros
de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algún modo se opone al
establecimiento del divino Reino del amor entre los hombres: «¿Quién
podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?,
¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la persecución?, ¿la espada? ...
Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que
nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni
principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni
profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor
de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor» [86].
Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo
24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el Corazón Sacratísimo
de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de
aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia
el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida
mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a
la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina
voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y
humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que
nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y
muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu
comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la
imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos
naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no
sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el
misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de
Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo
divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues
por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por
nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: «Cristo amó
a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de
hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa
semejante, sino siendo santa e inmaculada» [87].
Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado [88],
y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para
conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, «siempre vivo para
interceder por nosotros» [89].
La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no
sufre interrupción alguna. Como «en los días de su vida en la carne» [90],
también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor
eficacia; y a Aquel que «amó tanto al mundo que dio a su Unigénito
Hijo, a fin de que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que
tengan la vida eterna» [91]. Él muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que
cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: «Por
esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la
herida invisible del amor» [92].
Luego no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan
grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros [93], por medio de Él hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.
IV. HISTORIA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra
consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la
naturaleza íntima del culto al Corazón de Jesús, y las perennes gracias
que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la
revelación divina. Estamos persuadidos de que estas nuestras
reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado
claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto
al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al
amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres
pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres
Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención
humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la voluntad
humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le
indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para
rescatarnos de la servidumbre del pecado [94]: «Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla!» [95].
Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de
Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo
augusto del Corazón traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado
completamente ausente de la piedad de los fieles, aunque su
manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya
realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que
el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los
eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con
abundancia de dones sobrenaturales.
De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que,
inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles
y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración,
de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo
especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la
Pasión salvadora.
Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras «¡Señor mío y Dios mío!» [96],
pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su improvisa
transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de
adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba
hasta la majestad de la Persona Divina?
Mas si el Corazón traspasado del Redentor siempre ha llevado a los
hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los
cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras
del profeta Zacarías, que el evangelista san Juan aplicó a Jesús
Crucificado: «Verán a Quien traspasaron» [97],
obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y
progresivamente llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un
culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo
Encarnado.
Santos, Santa Margarita María
26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por
este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo,
recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden
considerar como los precursores de esta devoción que, en forma privada,
pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de
los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber
establecido y promovido cada vez más este culto al Corazón Sacratísimo
de Jesús: san Buenaventura, san Alberto Magno, santa Gertrudis, santa
Catalina de Siena, el beato Enrique Suso, san Pedro Canisio y san
Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio
litúrgico en honor del Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se
celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de
Francia, el 20 de octubre de 1672.
Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un
puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo,
iluminado y ayudado por el de su director espiritual —el beato Claudio
de la Colombière—, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya
alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles
cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se
distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana [98].
Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del
culto del Corazón de Jesús para convencernos plenamente de que su
admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse
comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión
cristiana, que es la religión del amor.
No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a
revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la
Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su
piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia
aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor
inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por
lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida santa Margarita
María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su
importancia consiste en que —al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo—
de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los
hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso
de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan
excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su
Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al
conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó
como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las
necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.
1765, Clemente XIII; y 1856, Pío IX
27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuentes
mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la
fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de
santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda
revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la
Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765,
aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo
año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del
Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica.
Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto,
ya en vigor y floreciente, cuyo fin era «reavivar simbólicamente el
recuerdo del amor divino» [99], que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.
A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio y aún limitada
para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de
importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos
referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de
agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual nuestro predecesor
Pío IX, de inmortal memoria, acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de
casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del
Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración
litúrgica [100].
Fecha ésta, digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles,
pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad,
«desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a
un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo
el mundo católico».
De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables
hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, de la Tradición y
de la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar
principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón
Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y
sacar de su pía meditación sustancia y aumento para su fervor religioso.
Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación
asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento
de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida
cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol:
«Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor
Jesucristo..., para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por
medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y
que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y
cimentados en caridad; a fin de que podáIs.. conocer también aquel amor
de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente
colmados de toda la plenitud de Dios» [101].
De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el
Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo
Testamento, en el cual «Dios nuestro Salvador ha manifestado su
benignidad y amor para con los hombres» [102]; pues «no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve» [103].
Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad
28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los
hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales
relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus
elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación
tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar
contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una
norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión
espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana:
«Ya llega tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores
que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben
adorarle en espíritu y en verdad» [104].
Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón
físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios,
porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la
posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente
este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro
predecesor Inocencio XI, de feliz memoria, condenó la doctrina de quienes
afirmaban: «No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor
a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo;
pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia
ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos,
han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y
poseerlo solo» [105].
Los que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo
del Corazón de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que
no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento
del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es
esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor
simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque
coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la
opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales santo
Tomás escribe así: «A las imágenes se les tributa culto religioso, no
consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en
cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento
del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino
que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del
tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de
latría diverso ni una virtud de religión distinta» [106].
Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina
el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de
su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor
expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.
Y así del elemento corpóreo —el Corazón de Jesucristo— y de su
natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe,
nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más
alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor
infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo,
hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De
hecho, a la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de
Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra
mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que
existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble
amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se
deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona
del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo
natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano
espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación
analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús
se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la
representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es
posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima
esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús,
adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la
Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo
Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.
La más completa profesión de la religión cristiana
29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es
necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo
natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del
Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática;
en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los
errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la
unidad de persona en Cristo —con la distinción e integridad de sus dos
naturalezas.
Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús
es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y
que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que
El nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está la razón de por qué el
culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más
completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión
de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que
no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de
Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: «Yo soy el camino, la verdad y
la vida. Nadie viene al Padre sino por mí» [107].
Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo
Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con
que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el
ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra
manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros,
proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de
imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a
los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada
vez más generoso del mandamiento «nuevo» que el Divino Maestro legó como
sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: «Un nuevo mandamiento
os doy: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado... El
precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado» [108]. Mandamiento éste, en verdad nuevo y propio
de Cristo; porque, como dice santo Tomás de Aquino: «Poca diferencia
hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, “Haré un pacto nuevo con la casa de Israel” [109].
Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a
impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto
que, si este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como
prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la
Ley Nueva» [110].
V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como
consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana
excelencia, Nos, plenamente conscientes del oficio apostólico que por
primera vez fue confiado a san Pedro, luego de haber profesado por tres
veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros
una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a todos los
queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis
de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar
grandísimos frutos también en nuestros tiempos.
Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se
funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán
claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad, que
sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica
religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si «la
devoción —según el tradicional concepto teológico, formulado por el
Doctor Angélico— no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo
cuanto con el servicio de Dios se relaciona» [111],
¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo
tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio
cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la
caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo
servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor
constituye «el don primero, por el que nos son dados todos los dones
gratuitos?» [112].
Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el
hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse
con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello
tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y
recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han
confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes
alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que
Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y
perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.
31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que
honran al sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente
gravísimo, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a
sí mismos y a toda su propia actividad, tanto interna como externa, a
su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino
mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu
alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas» [113].
Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve
ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna,
sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de
amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el
culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole
genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal
culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar
principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como
justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí
mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan
nobilísima, o no la practican con toda rectitud.
Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al
augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las
devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de
abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque
aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante
ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se
sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de
la religión católica, a saber, el deber de amor y el de la expiación, al
mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho
espiritual.
Difusión de este culto
32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que
practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están
acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del
Redentor, como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde
lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen
estos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que
desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya
profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está
claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos
Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes:
no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón
augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que
por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente
todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón [114].
Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su
favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores,
que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a
la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos
espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo
Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se
han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora.
Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con
que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda
clase de fieles, nos sentimos ciertamente llenos de gozo y de inefable
consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por
los tesoros infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra
paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del
elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.
Penas actuales de la Iglesia
33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables
hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación
espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la
Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han
alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de
Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano.
En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y
arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los
cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación
divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora
abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse
con el vestido precioso [115]
y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su
alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de
Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo
languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz
atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco
se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más nos atormentan las
maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados
por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios,
contra la Iglesia y, sobre todo, contra Aquel que en la tierra
representa a la persona del Divino Redentor y su caridad para con los
hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) «es
interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no
para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos
dejaba como “vicario de su amor”» [116].
34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente
hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y
eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo
más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de
sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de
Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia [117].
Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se
jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y
que los falsos principios del materialismo se difunden en las
doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la
licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en
muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión
cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia,
el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo
advirtió nuestro Salvador: «Por la inundación de los vicios, se
resfriará la caridad de muchos» [118].
Un culto providencial
35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan
profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde,
venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar
alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús,
que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga
con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y
del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más
saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de
Dios? [119].
Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo —que
la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más— para
estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta
observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar
entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas
palabras del Espíritu Santo: «Obra de la justicia será la paz»[120]?
Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor,
queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la
exhortación que León XIII, de inmortal memoria, al expirar el siglo pasado, dirigía
a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados
por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: «Ved hoy
ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo
Corazón de Jesús... que brilla con refulgente esplendor entre las
llamas. En Él hay que poner toda nuestra confianza; a Él hay que
suplicar y de Él hay que esperar nuestra salvación» [121].
Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de
cristianos e, intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo
en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y
manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta
devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el
pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia, venera al Divino
Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús
fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no
menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad,
podemos afirmar —como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo
mismo a santa Gertrudis y a santa Margarita María— que ninguno
comprenderá bien a Jesucristo crucificado, si no penetra en los arcanos
de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos
dio a sí mismo por alimento espiritual, si no es mediante la práctica de
una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual —para
valernos de las palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII— nos
recuerda «aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando
todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con
nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable
Sacramento de la Eucaristía» [122].
Ciertamente, «no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su
Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio» [123].
Final
36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla
contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia,
y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por
la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad
divina; caridad divina, en la que se ha de fundar, como en el más
sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas
de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como
sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de piadosa memoria: «El reino de
Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su
fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se
sigue necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no
violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como
inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las
cosas» [124].
Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más
copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la
humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al
Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en
la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese
inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es
fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales
estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso,
el pueblo cristiano que por medio de María ha recIbído de Jesucristo la
vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido
culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial
parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de
reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la
divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y
consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado Corazón de
la Santísima Virgen María [125].
37. Cumpliéndose felizmente este año como indicamos antes, el primer
siglo de la institución de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en
toda la Iglesia por nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, es vivo deseo
nuestro, venerables hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas
partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de
acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con
especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones
de alegría cristiana y de cristiana piedad —en unión de caridad y de
oraciones con todos los demás fieles— en aquella nación en la cual, por
designio de Dios, nació aquella santa Virgen que fue promotora y heraldo
infatigable de esta devoción.
Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los
frutos espirituales que copiosamente han de redundar —en la Iglesia— de
la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que ésta, como ya
hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor,
suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia
se cumplan estos nuestros vivos deseos: a la vez que expresamos, también
la esperanza de que, con la divina gracia, como fruto de las solemnes
conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los
fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el
mundo su imperio y reino suavísimo: «reino de verdad y de vida, reino de
santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [126].
Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón
la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables
hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra
pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a
fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro pontificado. PÍO PP XII.
NOTAS
[1] Isa. 12, 3.
[2] Jac. 1, 17.
[3] Joann. 7, 37-39.
[4] Cf. Isa. 12, 3; Ezech. 47, 1-12; Zach. 13, 1; Exod. 17, 1-7; Num. 20, 7-13; 1. Cor. 10, 4; Apoc. 7, 17; 22, 1.
[5] Rom. 5, 5.
[6] 1. Cor. 6, 17.
[7] Joann. 4, 10.
[8] Act. 4, 12.
[9] Encíclica Annum Sacrum, 25 de mayo de 1899; en Actas de León XIII, vol. 19 (1900), págs. 71, 77-78.
[10] Encíclica Miserentíssimus Redémptor, 8 de mayo de 1928. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 167.
[11] Cf. Encíclica Summi Pontificátus, 20 de octubre de 1939. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 31 (1939), pág. 415.
[12] Cf. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 32 (1940), pág 276; vol. 35 (1943), pág. 170; vol. 37 (1945), págs. 263-264; vol. 40 (1948), pág. 501; vol. 41 (1949), pág. 331.
[13] Eph. 3, 20-21.
[14] Isa. 12, 3.
[15] Concilio de Éfeso, canon 8; cf. Juan Domingo Mansi, Sacrórum Conciliórum Amplíssima Colléctio, tomo IV, 1083 C.; Concilio II de Constantinopla, can. 9; cf. Ibíd., tomo IX, 382 E.
[16] Cf. encíclica Annum sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 76.
[17] Cf. Exod. 34, 27-28.
[18] Deut. 6, 4-6.
[19] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 2, artículo 7: ed. Leon., vol. VIII (1895), pág. 34.
[20] Deut. 32, 11.
[21] Os. 11, 1, 3-4; 14, 5-6.
[22] Isa. 49, 14-15.
[23] Cant. 2, 2; 6, 2; 8, 6.
[24] Joann. 1, 14.
[25] Jer. 31, 3; 31, 33-34.
[26] Cf. Jn 1, 29; Hebr. 9, 18-28; 10, 1-17.
[27] Joann. 1, 16-17.
[28] Ibíd., 21.
[29] Eph. 3, 17-19.
[30] Suma Teológica, parte III, cuestión 48, artículo 2: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 464.
[31] Cf. encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 170.
[32] Eph. 2, 4; Suma Teológica, parte III, cuestión 46, artículo 1, a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 436.
[33] Eph. 3, 18.
[34] Joann. 4, 24.
[35] 2. Joann. 1, 7.
[36] Cf. Luc. 1, 35.
[37] San León Magno, Carta dogmática «Lectis dilectiónis tuæ» a Flaviano, Patriarca de Constantinopla, 13 de junio de 449: cf. Migne, Patrología Latína, tomo LIV, col. 763.
[38] Concilio de Calcedonia (año 451): cf. Mansi, op. cit., tomo VII, 115 B.
[39] San Gelasio Papa, Tratado 3: «Necessárium», de las dos naturalezas en Cristo: cf. Andrés Thiel Epístolæ Romanórum Pontíficum a S. Hilário usque ad Pelágium II, pág. 532.
[40] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, parte III, cuestión 15, artículo 4; cuestión 18, artículo 6: ed. León. 11 (1903), págs. 189 y 237.
[41] Cf. 1. Cor. 1, 23.
[42] Hebr. 2, 11-14. 17-18.
[43] Apología, 21, 13; Migne, Patrología Græca, tomo VI, col. 465.
[44] Carta 261, 3. Migne, Patrología Græca, tomo XXXII, col 972.
[45] Homilía sobre San Juan, 63, 2. Migne, Patrología Græca, tomo LIX, col. 350.
[46] De fide a Graciano 2, 7, 56. Migne, Patrología Latína, tomo XVI, col. 594.
[47] Cf. Sobre San Mateo 26, 37. Migne, Patrología Latína, tomo XXVI, col. 205.
[48] Enarración sobre el Salmo LXXXVII, 3. Migne, Patrología Latína, tomo XXXVII, col. 1111.
[49] De la fe ortodoxa 3, 6. Migne, Patrología Græca, tomo XCIV, col. 1006.
[50] Ibíd. 3, 20. Migne, Patrología Græca, tomo XCIV, col. 1081.
[51] Suma Teológica, parte I-IIæ, cuestión 48, artículo 4: ed. Leon., vol. VI (1891), pág. 306.
[52] Col. 2, 9.
[53] Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 9, artículos 1-3; ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 142.
[54] Cf. Ibíd, parte III, cuestión 33, artículo 2, respuesta a la objeción 3ª; cuestión 46, artículo 6: ed. Leon., vol. XI (1903), págs. 342, 433.
[55] Tito 3, 4.
[56] Matth. 27, 50; Joann. 19, 30.
[57] Eph. 2, 7.
[58] Hebr. 10, 5-7, 10.
[59] Registro epistolar, libro IV, carta 31 a Teodoro, médico. Migne, Patrología Latína, tomo LXXVII, col. 706.
[60] Marc. 8, 2.
[61] Matth. 23, 37.
[62] Ibíd. 21, 13.
[63] Ibíd. 26, 39.
[64] Ibíd. 26, 50; Luc. 22, 48.
[65] Luc. 23, 28. 31.
[66] Ibíd. 23, 34.
[67] Matth. 27, 46.
[68] Luc. 23, 43.
[69] Joann. 19, 28.
[70] Luc. 23, 46.
[71] Ibíd. 22, 15.
[72] Ibíd. 22, 19-20.
[73] Mal. 1, 11.
[74] De la santa virginidad, 6. Migne, Patrología Latína, tomo XL, col. 399.
[75] Joann. 15, 13.
[76] 1. Joann. 3, 16.
[77] Gál. 2, 20.
[78] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte III, cuestión 19, artículo 1: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 329.
[79] Suma Teológica, Suplemento, cuestión 42, artículo 1, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XII (1906), pág. 81.
[80] Himno de Vísperas de la Fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús.
[81] Suma Teológica, parte III, cuestión 66, artículo 3, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XII (1906), pág. 65.
[82] Eph. 5, 2.
[83] Ibíd. 4, 8. 10.
[84] Joann. 14, 16.
[85] Col. 2, 3.
[86] Rom. 8, 35. 37-39.
[87] Eph. 5, 25-27.
[88] Cf. 1. Joann. 2, 1.
[89] Hebr. 7, 25.
[90] Ibíd. 5, 7.
[91] Joann 3, 16.
[92] San Buenaventura, Opúsculo X Vitis mystica 3, 5: Ópera Ómnia; Quaracchi 1898, tomo VIII, pág. 164. -Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 54, artículo 4: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 513.
[93] Rom. 8, 32.
[94] Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 48, artículo 5: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 467.
[95] Luc. 12, 50.
[96] Joann, 20, 28.
[97] Ibíd. 19, 37; cf. Zach. 12, 10.
[98] Cf. Encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), págs. 167-168.
[99] Cf. Luis Gardellini, Decréta Authéntica Congregatiónis Sacrórum Rítuum (1857) n. 4579, tomo III, pág. 174.
[100] Cf. Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, en Nicolás Nilles, De ratiónibus festórum Sacratíssimi Cordis Jesu et puríssimi Cordis Maríæ, 5ª ed. Innsbruck, 1885, tomo I, pág. 167.
[101] Eph. 3, 14, 16-19.
[102] Tito 3, 4.
[103] Joann. 3, 17.
[104] Ibíd. 4, 23-24.
[105] Inocencio XI, Constitución apostólica Cœléstis Pastor, 19 de noviembre de 1687. En Bullárium Románum, Roma 1734, tomo VIII, pág. 443.
[106] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 81, artículo 3, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. IX (1897), pág. 180.
[107] Joann. 14, 6.
[108] Ibíd. 13, 34; 15, 12.
[109] Jer. 31, 31.
[110] Comentario sobre el Evangelio de San Juan, 13, lección 7, 3: ed. Parma, 1860, tomo X, pág. 541.
[111] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 82, artículo 1: ed. Leon., vol. IX (1897), pág. 187.
[112] Ibíd. parte I, cuestión 38, artículo 2: ed. Leon., vol. IV (1888), pág. 393.
[113] Marc. 12, 30; Matth. 22, 37.
[114] Cf. León XIII, encíclica Annum Sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 71 s. Decreto de la Sagrada Congegación de Ritos, 28 de junio de 1899, en Decréta Authéntica Congregatiónis Sacrórum Rítuum, tomo III, n. 3712. Pío XI, encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 177 s. Decreto de la Sagrada Congegación de Ritos, 29 de enero de 1929: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 21 (1929), pág. 77.
[115] Luc. 15, 22.
[116] Exposición sobre el Evangelio según San Lucas, 10, 175. Migne, Patrología Latína, tomo XV, col. 1942.
[117] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 34, artículo 2, ed. Leon., vol. VIII (1895), pág. 274.
[118] Matth. 24, 12.
[119] Cf. encíclica Miserentissimus Redemptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 166.
[120] Isa. 32, 17.
[121] Encíclica Annum Sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 79. Encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 167.
[122] Letra Apostólica por la cual se erige la Archicofradía del Corazón Eucarístico de Jesús en la iglesia de San Joaquín de Urbe, 17 de febrero de 1903; Actas de León XIII, vol. 22 (1903), pág. 307 s.; cf. encíclica Miræ caritátis, 22 de mayo de 1902: Actas de León XIII, vol. 22 (1903), pág. 116.
[123] San Alberto Magno, De Eucharistía, distinción 6, tratado 1, cap. 1: Ópera Ómnia ed. Borgnet, vol. 38, París 1890, pág. 358.
[124] Encíclica Tamétsi: Actas de León XIII, vol. 20 (1900), pág. 303.
[125] Cf. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 34 (1942), pág. 345 ss.
[126] Del Prefacio de Cristo Rey en el Misal Romano.
[1] Isa. 12, 3.
[2] Jac. 1, 17.
[3] Joann. 7, 37-39.
[4] Cf. Isa. 12, 3; Ezech. 47, 1-12; Zach. 13, 1; Exod. 17, 1-7; Num. 20, 7-13; 1. Cor. 10, 4; Apoc. 7, 17; 22, 1.
[5] Rom. 5, 5.
[6] 1. Cor. 6, 17.
[7] Joann. 4, 10.
[8] Act. 4, 12.
[9] Encíclica Annum Sacrum, 25 de mayo de 1899; en Actas de León XIII, vol. 19 (1900), págs. 71, 77-78.
[10] Encíclica Miserentíssimus Redémptor, 8 de mayo de 1928. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 167.
[11] Cf. Encíclica Summi Pontificátus, 20 de octubre de 1939. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 31 (1939), pág. 415.
[12] Cf. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 32 (1940), pág 276; vol. 35 (1943), pág. 170; vol. 37 (1945), págs. 263-264; vol. 40 (1948), pág. 501; vol. 41 (1949), pág. 331.
[13] Eph. 3, 20-21.
[14] Isa. 12, 3.
[15] Concilio de Éfeso, canon 8; cf. Juan Domingo Mansi, Sacrórum Conciliórum Amplíssima Colléctio, tomo IV, 1083 C.; Concilio II de Constantinopla, can. 9; cf. Ibíd., tomo IX, 382 E.
[16] Cf. encíclica Annum sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 76.
[17] Cf. Exod. 34, 27-28.
[18] Deut. 6, 4-6.
[19] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 2, artículo 7: ed. Leon., vol. VIII (1895), pág. 34.
[20] Deut. 32, 11.
[21] Os. 11, 1, 3-4; 14, 5-6.
[22] Isa. 49, 14-15.
[23] Cant. 2, 2; 6, 2; 8, 6.
[24] Joann. 1, 14.
[25] Jer. 31, 3; 31, 33-34.
[26] Cf. Jn 1, 29; Hebr. 9, 18-28; 10, 1-17.
[27] Joann. 1, 16-17.
[28] Ibíd., 21.
[29] Eph. 3, 17-19.
[30] Suma Teológica, parte III, cuestión 48, artículo 2: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 464.
[31] Cf. encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 170.
[32] Eph. 2, 4; Suma Teológica, parte III, cuestión 46, artículo 1, a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 436.
[33] Eph. 3, 18.
[34] Joann. 4, 24.
[35] 2. Joann. 1, 7.
[36] Cf. Luc. 1, 35.
[37] San León Magno, Carta dogmática «Lectis dilectiónis tuæ» a Flaviano, Patriarca de Constantinopla, 13 de junio de 449: cf. Migne, Patrología Latína, tomo LIV, col. 763.
[38] Concilio de Calcedonia (año 451): cf. Mansi, op. cit., tomo VII, 115 B.
[39] San Gelasio Papa, Tratado 3: «Necessárium», de las dos naturalezas en Cristo: cf. Andrés Thiel Epístolæ Romanórum Pontíficum a S. Hilário usque ad Pelágium II, pág. 532.
[40] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, parte III, cuestión 15, artículo 4; cuestión 18, artículo 6: ed. León. 11 (1903), págs. 189 y 237.
[41] Cf. 1. Cor. 1, 23.
[42] Hebr. 2, 11-14. 17-18.
[43] Apología, 21, 13; Migne, Patrología Græca, tomo VI, col. 465.
[44] Carta 261, 3. Migne, Patrología Græca, tomo XXXII, col 972.
[45] Homilía sobre San Juan, 63, 2. Migne, Patrología Græca, tomo LIX, col. 350.
[46] De fide a Graciano 2, 7, 56. Migne, Patrología Latína, tomo XVI, col. 594.
[47] Cf. Sobre San Mateo 26, 37. Migne, Patrología Latína, tomo XXVI, col. 205.
[48] Enarración sobre el Salmo LXXXVII, 3. Migne, Patrología Latína, tomo XXXVII, col. 1111.
[49] De la fe ortodoxa 3, 6. Migne, Patrología Græca, tomo XCIV, col. 1006.
[50] Ibíd. 3, 20. Migne, Patrología Græca, tomo XCIV, col. 1081.
[51] Suma Teológica, parte I-IIæ, cuestión 48, artículo 4: ed. Leon., vol. VI (1891), pág. 306.
[52] Col. 2, 9.
[53] Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 9, artículos 1-3; ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 142.
[54] Cf. Ibíd, parte III, cuestión 33, artículo 2, respuesta a la objeción 3ª; cuestión 46, artículo 6: ed. Leon., vol. XI (1903), págs. 342, 433.
[55] Tito 3, 4.
[56] Matth. 27, 50; Joann. 19, 30.
[57] Eph. 2, 7.
[58] Hebr. 10, 5-7, 10.
[59] Registro epistolar, libro IV, carta 31 a Teodoro, médico. Migne, Patrología Latína, tomo LXXVII, col. 706.
[60] Marc. 8, 2.
[61] Matth. 23, 37.
[62] Ibíd. 21, 13.
[63] Ibíd. 26, 39.
[64] Ibíd. 26, 50; Luc. 22, 48.
[65] Luc. 23, 28. 31.
[66] Ibíd. 23, 34.
[67] Matth. 27, 46.
[68] Luc. 23, 43.
[69] Joann. 19, 28.
[70] Luc. 23, 46.
[71] Ibíd. 22, 15.
[72] Ibíd. 22, 19-20.
[73] Mal. 1, 11.
[74] De la santa virginidad, 6. Migne, Patrología Latína, tomo XL, col. 399.
[75] Joann. 15, 13.
[76] 1. Joann. 3, 16.
[77] Gál. 2, 20.
[78] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte III, cuestión 19, artículo 1: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 329.
[79] Suma Teológica, Suplemento, cuestión 42, artículo 1, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XII (1906), pág. 81.
[80] Himno de Vísperas de la Fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús.
[81] Suma Teológica, parte III, cuestión 66, artículo 3, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. XII (1906), pág. 65.
[82] Eph. 5, 2.
[83] Ibíd. 4, 8. 10.
[84] Joann. 14, 16.
[85] Col. 2, 3.
[86] Rom. 8, 35. 37-39.
[87] Eph. 5, 25-27.
[88] Cf. 1. Joann. 2, 1.
[89] Hebr. 7, 25.
[90] Ibíd. 5, 7.
[91] Joann 3, 16.
[92] San Buenaventura, Opúsculo X Vitis mystica 3, 5: Ópera Ómnia; Quaracchi 1898, tomo VIII, pág. 164. -Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 54, artículo 4: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 513.
[93] Rom. 8, 32.
[94] Cf. Suma Teológica, parte III, cuestión 48, artículo 5: ed. Leon., vol. XI (1903), pág. 467.
[95] Luc. 12, 50.
[96] Joann, 20, 28.
[97] Ibíd. 19, 37; cf. Zach. 12, 10.
[98] Cf. Encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), págs. 167-168.
[99] Cf. Luis Gardellini, Decréta Authéntica Congregatiónis Sacrórum Rítuum (1857) n. 4579, tomo III, pág. 174.
[100] Cf. Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, en Nicolás Nilles, De ratiónibus festórum Sacratíssimi Cordis Jesu et puríssimi Cordis Maríæ, 5ª ed. Innsbruck, 1885, tomo I, pág. 167.
[101] Eph. 3, 14, 16-19.
[102] Tito 3, 4.
[103] Joann. 3, 17.
[104] Ibíd. 4, 23-24.
[105] Inocencio XI, Constitución apostólica Cœléstis Pastor, 19 de noviembre de 1687. En Bullárium Románum, Roma 1734, tomo VIII, pág. 443.
[106] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 81, artículo 3, respuesta a la objeción 3ª: ed. Leon., vol. IX (1897), pág. 180.
[107] Joann. 14, 6.
[108] Ibíd. 13, 34; 15, 12.
[109] Jer. 31, 31.
[110] Comentario sobre el Evangelio de San Juan, 13, lección 7, 3: ed. Parma, 1860, tomo X, pág. 541.
[111] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 82, artículo 1: ed. Leon., vol. IX (1897), pág. 187.
[112] Ibíd. parte I, cuestión 38, artículo 2: ed. Leon., vol. IV (1888), pág. 393.
[113] Marc. 12, 30; Matth. 22, 37.
[114] Cf. León XIII, encíclica Annum Sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 71 s. Decreto de la Sagrada Congegación de Ritos, 28 de junio de 1899, en Decréta Authéntica Congregatiónis Sacrórum Rítuum, tomo III, n. 3712. Pío XI, encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 177 s. Decreto de la Sagrada Congegación de Ritos, 29 de enero de 1929: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 21 (1929), pág. 77.
[115] Luc. 15, 22.
[116] Exposición sobre el Evangelio según San Lucas, 10, 175. Migne, Patrología Latína, tomo XV, col. 1942.
[117] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 34, artículo 2, ed. Leon., vol. VIII (1895), pág. 274.
[118] Matth. 24, 12.
[119] Cf. encíclica Miserentissimus Redemptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 166.
[120] Isa. 32, 17.
[121] Encíclica Annum Sacrum: Actas de León XIII, vol. 19 (1900), pág. 79. Encíclica Miserentíssimus Redémptor: Acta Apostólicæ Sedis, vol. 20 (1928), pág. 167.
[122] Letra Apostólica por la cual se erige la Archicofradía del Corazón Eucarístico de Jesús en la iglesia de San Joaquín de Urbe, 17 de febrero de 1903; Actas de León XIII, vol. 22 (1903), pág. 307 s.; cf. encíclica Miræ caritátis, 22 de mayo de 1902: Actas de León XIII, vol. 22 (1903), pág. 116.
[123] San Alberto Magno, De Eucharistía, distinción 6, tratado 1, cap. 1: Ópera Ómnia ed. Borgnet, vol. 38, París 1890, pág. 358.
[124] Encíclica Tamétsi: Actas de León XIII, vol. 20 (1900), pág. 303.
[125] Cf. Acta Apostólicæ Sedis, vol. 34 (1942), pág. 345 ss.
[126] Del Prefacio de Cristo Rey en el Misal Romano.
Querido hermano y amigo en Cristo,
ResponderEliminarEs un placer para mi poder encontrarme con este texto fundamental del Magisterio. No sólo es la doctrina enseñada desde la Cátedra de Roma, sino que además, si seguimos las notas, podemos corroborarla con la Escritura.
Felicitaciones y es un placer volver a la Red con mi nuevo blog, comentando en tu espacio.