Traducción del artículo publicado en SÌ SÌ NO NO - Vía RADIO SPADA.
Para completar este primitivo sentido del celibato eclesiástico, el cual era justamente llamado “continencia”, debemos advertir enseguida que los candidatos casados podían acceder a las órdenes sagradas y renunciar al uso del matrimonio solamente con el consentimiento de la mujer.
De esta declaración de los Concilios de Cartago resulta que tal obligación viene expresamente coligada con el Orden Sagrado recibido y con el servicio del altar. Sobre todo se reporta explícitamente esta orden a una enseñanza de los Apóstoles y a la observancia practicada en todo el pasado (antiquitas) y se inculca con la confirmación unánime de todo el episcopado africano.
Todo esto no aparece nunca como una innovación, sino que viene referido a los orígenes de la Iglesia. Estamos por eso autorizados a considerar una tal praxis, conformemente a las reglas del justo método jurídico histórico, como verdadera obligación vinculante, transmitida por la Tradición apostólica oral antes que fuese fijada por leyes escritas.
Respecto al celibato de los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos se invoca una noticia sobre un eremita y obispo del desierto egipcio de nombre Pafnucio, el cual se habría alzado para disuadir a los Padres del Concilio de Nicea de sancionar una obligación general de continencia, que se debería dejar, en cambio, a la decisión de las Iglesias particulares. Tal consejo habría sido aceptado por la asamblea. El conocido historiógrafo de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, el cual estaba presente como Padre Conciliar, no refiere nada sobre este episodio, ciertamente de no poca importancia para toda la Iglesia, sino que lo oímos por primera vez más de cien años después del Concilio por dos escritores eclesiásticos bizantinos: Sócrates Escolástico y Sozomeno.
Sócrates indica como su fuente un hombre muy anciano que habría estado presente en el Concilio Niceno y que le habría contado varios episodios sobre el hecho y los personajes del mismo. Si se piensa que Sócrates, nacido en torno al 380, ha oído este relato cuando él mismo era tan joven de uno que en el 325 no podía ser mucho más que un niño y no podía ser tomado como testigo bien consciente de los hechos del Concilio, también la más elemental crítica de las fuentes debe tenr serias dudas sobre la autenticidad de esta narración que habría necesitado de avales mucho más ciertos. […]
El cardenal Alfonso Maria Stickler en 1994 publicó en italiano un libro titulado Il celibato ecclesiastico. La sua storia e i suoi fondamenti teologici (Ciudad del Vaticano, Librería Editrice Vaticana), del cual se ofrece aquí un breve resumen.
Origen del celibato
Por cuanto concierne al celibato eclesiástico, algunos autores lo presentan como de origen divino; otros como una mera institución eclesiástica disciplinar de la Iglesia latina más estrecha respecto a la Iglesia católica oriental.
Del celibato eclesiástico nace una doble obligación: 1°) de no desposarse y 2°) de no usar más de un eventual matrimonio precedentemente contraído.
De hecho, resulta en la Sagrada Escritura que en la Iglesia primitiva
la ordenación de hombres casados era una cosa frecuente dado que San
Pablo prescribe a sus discípulos Tito y Timoteo que tales candidatos
debían estar casados sólo una vez. De San Pedro apenas sabemos de cierto
que estaba casado.
Por tanto, aparece claro que entonces en la continencia de todo uso del matrimonio después de la ordenación
consistía el sentido primario del celibato, sentido que hoy es casi
comúnemente olvidado, pero que en todo el primer milenio, y
posteriormente, era conocido por todos.
Todas
las primeras leyes escritas sobre el celibato hablan, de hecho, de la
prohibición de una generación posterior de hijos en el matrimonio ya
contraído. Esto demuestra que, a causa de la multitud de clérigos
desposados antecedentemente, esta obligación debía ser requerida con
decisión y que la prohibición de casarse era en el inicio más que
todo de importancia secundaria y emerge solamente cuando la Iglesia
prefirió, y después impuso, a los célibes, del cual eran reclutados casi totalmente, o exclusivamente del todo, a los candidatos a las Órdenes Sagradas.
Para completar este primitivo sentido del celibato eclesiástico, el cual era justamente llamado “continencia”, debemos advertir enseguida que los candidatos casados podían acceder a las órdenes sagradas y renunciar al uso del matrimonio solamente con el consentimiento de la mujer.
Una tesis perdurante, pero infundada
El
orientalista Gustav Bickell asignaba el origen del celibato a una
disposición apostólica, apelándose sobre todo a testimonios orientales. A
él respondió Franz Xavier Funk, conocido cultor de la historia
eclesiástica antigua, diciendo que eso no se podía afirmar puesto que la
primera ley escrita sobre el celibato podemos encontrarla sólo al
inicio del siglo
IV después de Cristo. Sucesivamente a un duelo de escritos en la
materia, Bickell calla mientras Funk repite incluso una vez en forma
sintética sus resultados sin recibir respuesta de su
adversario. En cambio, recibió importantes consensos de otros estudiosos
eminentes que eran Elphège F. Vacandard y Henri Leclercq. Su autoridad y
la influencia de sus opiniones, difundidas por medios de comunicación
de larga divulgación (Diccionarios), dieron a la tesis de
Funk un notable consenso que perdura hasta hoy.
Ahora, es necesario constatar que F. X. Funk en la elaboración de sus conclusiones no había tenido en cuento los cánones generales de la crítica de las fuentes,
lo que para un estudioso altamente calificado, como él era sin duda, es
verdaderamente extraño. Él tomaba por bueno e hizo uno de sus
argumentos principales contra la opinión de Bickell el recuento espurio sobre el obispo-monje Pafnucio de Egipto en el Concilio de Nicea del 325. Y esto contra
la fundamental crítica externa de las fuentes que ya antes de él había
repetidamente afirmado la no autenticidad de tal episodio; cosa hoy acertada siguiendo el examen del Concilio di Nicea respecto a nuestro tema.
Derecho y ley
Uno de los más autorizados teóricos del derehco de este siglo, Hans Kelsen, ha explícitamente afirmado que es errado identificar derecho y ley, jus et lex. Derecho (jus) es toda norma jurídica obligatoria, sea ésta dada sólo oralmente y transmitida por medio de una costumbre o sea expresada por escrito. Ley (lex) en cambio disposición dada por escrito y promulgada en forma legítima.
Es una particularidad típica del derecho que el origen de todo ordenamiento jurídico consiste en las tradiciones orales y en la transmisión de normas consuetudinarias,
las cuales sólo lentamente reciben una forma fijada por escrito. Así,
los Romanos, que son la expresión del más perfecto genio jurídico,
solamente después de siglos han tenido la ley escrita de las Doce
Tablas. Todos los pueblos germánicos han redactado por escrito sus
ordenamientos jurídicos populares y consuetudinarios después de muchos
siglos de existencia. Su derecho era hasta aquel tiempo no escrito y era
transmitido sólo
oralmente.
Aplicando
esta distinción al celibato eclesiástico, es lícito decir que la ley
eclesiástica, más tardía, se basó en un precedente derecho de origen
divino-apostólico transmitido en la Iglesia, como demostraremos.
“La conclusión más notable es que la regla, concebida como derivante del derecho divino/apostólico, no podía ser abrogada por la autoridad eclesiástica: luego la Iglesia no tendría el derecho de abolir el celibato de los sacerdotes” (F. Roberti – P. Palazzini, Dizionario di Teologia Morale, Roma, Studium, IV ed., 1968, I vol. pág. 268, voz Celibato ecclesiastico, por P. Palazzini).
Las primeras leyes sobre el celibato en la Iglesia latina
En
el primer decenio del siglo IV después de Cristo se reunieron obspos y
sacerdotes de la Iglesia en España en el centro diocesano de Elvira
en Granada para someter a una reglamentación común la España
perteneciente a la parte occidental del Imperio Romano. En 81 cánones se
emanaron las providencias respecto de todos los campos más importantes
de la vida eclesiástica, con el fin de reafirmar la disciplina antigua y
de sancionar las renovaciones necesarias.
El
can. 33 contiene la primera ley sobre el celibato. Bajo la rúbrica
“Sobre los obispos y los ministros (del altar) que deben ser continentes
de sus consortes” está el texto dispositivo siguiente: “Se está de
acuerdo
sobre la prohibición completa que vale para los obispos, los
sacerdotes y los diáconos, o sea para todos los clérigos que están
empeñados en el servicio del altar, los cuales deben abstenerse de sus
mujeres y no generar hijos;
quien ha hecho esto debe be ser excluido del estado clerical”. Ya el
canon 27 había insistido sobre la prohibición de que mujeres extrañas
habitasen junto con los obispos y otros eclesiásticos. Con el can. 33
ellos eran obligados, después de ser ordenados, a una renuncia completa de todo uso del matrimonio.
Después
de esta ley importante de Elvira debemos considerar otra, aún más
importante para nuestra cuestión. Se trata de una declaración
vinculante, hecha por el segundo Concilio africano del año
390 y repetida en los concilios africanos sucesivos para ser después
insertada en el Código de los cánones de la Iglesia africana (y en los
cánones in causa Apiarii) formalizado en el importante Concilio del año 419.
Bajo la rúbrica “Que la castidad de los Levitas y sacerdotes debe ser custodiada” se informa la siguiente respuesta: “Nosotros todos estamos de acuerdo en que los obispos,
sacerdotes y diáconos, custodios de la castidad, se abstengan de sus
mujeres, a fin de que en todo y por todos aquellos que sirven en el
altar sea conservada la castidad”.
De esta declaración de los Concilios de Cartago resulta que tal obligación viene expresamente coligada con el Orden Sagrado recibido y con el servicio del altar. Sobre todo se reporta explícitamente esta orden a una enseñanza de los Apóstoles y a la observancia practicada en todo el pasado (antiquitas) y se inculca con la confirmación unánime de todo el episcopado africano.
[…]
En el Concilio del 419 fue repetido el texto concerniente a la
continencia de los eclesiásticos que en el Concilio del 390 fue recitado
por Epigonio y Genetlio y que viene ahora pronunciado por Aurelio. El
delegado papal Faustino, bajo la rúbrica: “De los grados de las órdenes
sagradas que deben abstenerse de sus mujeres”, agrega: “Nosotros estamos
de acuerdo que el obispo, sacerdote y diácono, vale decir, todos
aquellos que tocan los sacramentos cual custodios de la castidad, deben
abstenerse de sus esposas”. A esto todos los obispos respondieron:
“Estamos de acuerdo que en todos y por todos aquellos que sirven en el
altar debe ser guardada la castidad”.
Entre
las normas sucesivas que por todo el patrimonio tradicional de la
Iglesia africana fueron releídas o nuevamente decididas se encuentra en
el 25°
puesto el texto del tratado del presidente Aurelio: “Nos, caros
hermanos, agregamos aquí ahora: cuanto está referido respecto a la
incontinencia de las propias mujeres por parte de algunos clérigos que
eran solamente lectores, fue decidido esto que también en varios otros
Concilios fue confirmado: los subdiáconos, que tocan los antos
misterios, los diáconos, los sacerdotes y los obispos deben, según las
normas para ellos vigentes, abstenerse también de las propias consortes,
así que están de tenerse como si no las tuviesen; si no se atienen a
esto, deben ser alejados del servicio eclesiástico. Los otros clérigos
no son tenidos si no en edad más madura. Después de esto, todo el
Concilio responde:
lo que vuestra santidad ha dicho en manera justa y lo que es santo y que
agrada a Dios, nosotros lo confirmamos”.
Hemos
reportado estos testimonios de la Iglesia africana de fines del siglo
IV y comienzos del siglo V tan detalladamente a causa de su importancia
fundamental. De estos textos resulta la clara consciencia de una
Tradición de origen apostólico, que se basaba no sólo sobre una
persuasión general, que por ninguno fue puesta en duda, sino también
sobre documentos bien conservados. Se encontraban en aquellos
años, de hecho, en el archivo de la Iglesia africana incluso las actas
originales que los Padres habían traído consigo del Concilio Niceno. De
todo esto resulta también la consciencia de una Tradición común de la
Iglesia Universal, las varias partes de la cual estaban en viva comunión
entre sí. Lo que por la Iglesia africana era tan explícita y repetidamente afirmado respecto al origen apostólico y
a la observancia transmitida desde antiguo sobre la continencia de los
eclesiásticos junto con las sanciones contra los contraventores no
habría sido ciertamente aceptado tan general y pacíficamente si no fuera
generalmente conocido.
La importancia de Roma
Una afirmación general sobre la importancia de la posición de Roma para
toda cuestión, e incluso también sobre el celibato, nos viene de San
Ireneo
de Lyon, el cual, siendo discípulo de San Policarpo, estaba vinculado
al Apóstol San Juan, del cual él transmitió la enseñanza, como obispo de
Lyon desde el año 178, también a la Iglesia de Europa. Si en su obra principal Contra las herejías dice
que la Tradición apostólica fue conservada en la Iglesia de Roma, que
fue fundada por los Apóstoles Pedro y Pablo, por lo que todas las demás
Iglesias deben convenir con ella, podemos decir que esto vale también
para la Tradición apostólica sobre la continencia de los eclesiásticos.
El
Legado Pontificio Faustino manifestó a Cartago la plena
concordancia de Roma sobre esta cuestión, aquí solo incidentalmente
elevada. Roma de hecho había ya bajo el Papa Siricio enviado una carta a
los obispos del África, en la cual se avocaba conocimiento de las
decisiones del sínodo romano del año 386 en las cuales se inculcaban
nuevamente algunas importantes decisiones apostólicas. Esta carta fue
comunicada durante el Concilio de Telepte del año 418. La última parte
de esta trata (can. 9) precisamente de la continencia de los
eclesiásticos.
Con este documento llegamos a un segundo grupo de testimonios sobre el celibato,
el cual tiene sin duda el peso más fuerte no sólo para la consciencia
acerca de la Tradición observada en la Iglesia Universal, sino también
para el desarrollo ulterior y la observancia del celibato clerical.
Estos testimonios están contenidos en las disposiciones de los Romanos
Pontífices a este particular.
San León Magno
escribe a este respecto en el 456 al
obispo Rústico de Narbona: “La ley de la continencia es la misma para
los ministros del altar (subdiáconos y diáconos) como para los
sacerdotes y los obispos. Cuando eran aún laicos y lectores les era
permitido casarse y tener hijos. Pero ascendiendo a los grados subdichos
comienza para ellos no ser más lícito esto que lo era antes. A fin
que por eso el matrimonio carnal devenga en un matrimonio espiritual
es necesario que la esposa de antes no se la despida, sino que se tenga
como si no la tuviese, a fin de que así permanezca a salvo el amor
conyugal, pero cese al mismo tiempo también el uso del matrimonio”.
Además es necesario observar que ya San León Magno ha extendido la obligación de la continencia después de la ordenación sagrada también a los subdiáconos, cosa que hasta entonces no era clara a causa de la duda si el orden del sudiaconado pertenecía o no a las órdenes mayores.
San Gregorio Magno
(590-604) hace entender, al menos indirectamente en sus cartas, que la
continencia de los eclesiásticos era substancialmente observada en la
Iglesia Occidental dado que él dispone
simplemente que también la ordenación a subdiácono lleva consigo,
definitivamente y para todos, la obligación de la continencia perfecta. Además se empeñó repetidamente a fin de que la convivencia entre clérigos mayores y mujeres a ellos no autorizadas permaneciese
prohibida a toda costa y fuese por esto impedida. Así como las esposas
no pertenecían normalmente a la categoría de las autorizadas, él daba
con esto una significativa interpretación al respectivo
canon 3 del Concilio de Nicea.
San Jerónimo conocía bien la tradición tanto del Occidente como la del Oriente, y esto por experiencia personal. Él
dice, en su confutación de Joviniano, que es del 393, sin alguna distinción entre Oriente y Occidente, que el Apóstol San Pablo, en el conocido pasaje de su carta a Tito, ha
escrito que un candidato al Orden sagrado casado debía haber contraído
matrimonio una vez sola, debía haber educado bien a sus hijos, pero no
podía más generar otros hijos.
De la praxis disciplinar occidental hasta ahora comprobada se sigue que la
continencia de los tres últimos grados del ministerio clerical en la
Iglesia se manifiesta cual obligación, que viene reportada desde los
inicios de la Iglesia y que fue acogida y transmitida como patrimonio de
la Tradición apostólica oral.
Todo esto no aparece nunca como una innovación, sino que viene referido a los orígenes de la Iglesia. Estamos por eso autorizados a considerar una tal praxis, conformemente a las reglas del justo método jurídico histórico, como verdadera obligación vinculante, transmitida por la Tradición apostólica oral antes que fuese fijada por leyes escritas.
El “Decreto de Graciano” y la fábula de Pafnucio
El monje camaldulense Juan Graciano había compuesto en torno al 1142 en Bolonia su “Concórdia discordántium cánonum”
llamada después simplemente “Decreto de Graciano”, en el cual él ha
recogido el material jurídico del primer milenio de la Iglesia y ha
puesto de acuerdo las varias y distintas normas.
En
este “Decreto de Graciano” se trata naturalmente también la cuestión y
la obligación de la continencia de los clérigos y lo hace precisamente
en las Distinciones (de la primera parte del Decreto) de la 26
a la 34 y luego incluso de la 81 a la 84. Lo mismo sucede también en las
otras partes del Corpus Juris (Canónici), que ahora viene formándose, en ocasión de la promulgación de las respectivas leyes.
En
Graciano nos encontramos enseguida con el hecho que en la cuestión del
celibato eclesiástico él había aceptado como verdaderamente acaecida en
el Concilio de Nicea la fábula histórica de Pafnucio y que él, junto al
canon 13 del Concilio Trullano II del 691, ha
aceptado acríticamente la diferencia entre la praxis celibataria de la
Iglesia Occidental y Oriental.
Respecto al celibato de los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos se invoca una noticia sobre un eremita y obispo del desierto egipcio de nombre Pafnucio, el cual se habría alzado para disuadir a los Padres del Concilio de Nicea de sancionar una obligación general de continencia, que se debería dejar, en cambio, a la decisión de las Iglesias particulares. Tal consejo habría sido aceptado por la asamblea. El conocido historiógrafo de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, el cual estaba presente como Padre Conciliar, no refiere nada sobre este episodio, ciertamente de no poca importancia para toda la Iglesia, sino que lo oímos por primera vez más de cien años después del Concilio por dos escritores eclesiásticos bizantinos: Sócrates Escolástico y Sozomeno.
Sócrates indica como su fuente un hombre muy anciano que habría estado presente en el Concilio Niceno y que le habría contado varios episodios sobre el hecho y los personajes del mismo. Si se piensa que Sócrates, nacido en torno al 380, ha oído este relato cuando él mismo era tan joven de uno que en el 325 no podía ser mucho más que un niño y no podía ser tomado como testigo bien consciente de los hechos del Concilio, también la más elemental crítica de las fuentes debe tenr serias dudas sobre la autenticidad de esta narración que habría necesitado de avales mucho más ciertos. […]
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)