Sufro por Jesucristo hasta estar en cadenas como un criminal,
pero la palabra de Dios no está encadenada.
(2 Timoteo, 2, 9)
En estos tiempos, en los que la Iglesia Católica Romana y el Papa están padeciendo persecución y ataque de sus enemigos internos y externos, conviene traer a la memoria uno de los más grandes defensores de la autoridad pontificia y de la fe verdadera. Este personaje es San Gregorio VII, (en el mundo Hildebrando Aldobrandeschi ), quien fue el Papa nº 157 de la Iglesia Católica y gobernó desde 1073 hasta 1085.
Podemos afirmar que este Papa fue poderoso en obras y en palabras. Con tanto celo trabajó en el restablecimiento de la disciplina eclesiástica, en la propagación de la fe, en la extirpación de los errores y abusos, que puede decirse que ningún Papa, desde los tiempos apostólicos, soportó más penurias y tribulaciones por el bien de la Iglesia, y combatió más valientemente por su libertad. Como muro de acero opúsose a las sacrílegas pretensiones del emperador Enrique IV. Sitió éste a Roma y forzó al Santo Pontífice a refugiarse en Montecasino primero y, después, en Salerno, donde sucumbió al exceso de sus fatigas, el 25 de Mayo de 1085.
NACIMIENTO Y VOCACIÓN RELIGIOSA
Nacido en Sovana, un pueblo de la Toscana italiana hacia el año 1020 en el seno de una familia de baja extracción social. padre, Bonizo o Bonizone, era hombre, al parecer, de condición humilde. Carpintero, según unos; según otros, cabrero. Hildebrando crece en el ámbito de la Iglesia romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, donde hizo los votos monásticos.
Hildebrando, pequeño de estatura y grácil de constitución, fue educado en la disciplina eclesiástica, desde su niñez, en el monasterio de Santa María, en el Aventino (Roma), donde hizo grandes progresos en la ciencia y en la virtud, hasta el punto de que Juan Graziano (posteriormente papa Gregorio VI) llegó a decir que nunca había conocido una inteligencia igual; y de que el emperador Enrique III manifestó, cuando le oyó predicar, siendo joven todavía, que ninguna palabra le había conmovido como aquélla.
En el año 1045 es nombrado secretario del papa Gregorio VI, cargo que ocupará hasta 1046 en que acompañará a dicho papa a su destierro en Colonia tras ser depuesto en un concilio, celebrado en Sutri, acusado de simonía (compra de los cargos eclesiásticos) en su elección.
En 1046, al fallecer Gregorio VI, Hildebrando ingresa como monje en el monasterio benedictino de Cluny (Francia) en donde adquirirá las ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la conocida Reforma gregoriana.
Hasta el año 1049 no regresa Hildebrando a Roma cuando es requerido por el Papa San León IX para actuar como legado pontificio, lo que le permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como papa de Víctor II cuando este falleció y se eligió como sucesor al antipapa Benedicto X. Hildebrando se opusó a esta elección y logró que se eligiese papa a Nicolás II.
En 1059 es nombrado por Nicolás II, archidiácono y administrador efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder que se llegó a decir que echaba de comer a “su Nicolás como a un asno en el establo”.
ELECCIÓN PAPAL
Hildebrando fue elegido papa por aclamación popular el 22 de Abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida, en 1059, por el concilio de Melfi que decretó que en la elección papal sólo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. No obstante obtuvo la consagración episcopal el 30 de Junio de 1073, tomando el nomgre de Gregorio VII (Gregorio significa "el que vigila").
Gregorio recibió una Iglesia en condiciones lamentables: la evolución de hechos históricos en diversos países había convertido a la Esposa de Cristo en sierva del Estado. Los príncipes temporales habían sustraído a la Iglesia la provisión de los obispados y de casi todos los beneficios eclesiásticos, y la ejercían por medio de la "investidura", palabra consagrada por el lenguaje jurídico del siglo XI para el acto de dar posesión de un cargo o de un bien cualquiera cuando se verificaba, según antigua costumbre, mediante la entrega simbólica de un objeto; una llave, para la transmisión de una casa; un terrón con hierba, para la de un campo. Los príncipes temporales, para la entrega de un obispado o una abadía, utilizaban el báculo y el anillo pastoral, quedando suprimidas la elección regular y la confirmación canónica hechas por el metropolitano, único medio previsto por la Iglesia para la designación de los obispos. De ese indignante tráfico de funciones sagradas y de la dudosa conducta de los que eran honrados con ellas, como consecuencia casi inevitable, surgieron la simonía y la incontinencia en el clero. No se daban los beneficios eclesiásticos a los que los merecían, sino a los que los compraban, ya que, llegados a ser mirados como propiedad del Estado los bienes feudales y las propiedades privadas del obispado, quienes recibían el beneficio eclesiástico se juzgaban obligados a pagar un reconocimiento a quienes lo daban. Esta injusticia y la índole de quienes se brindaban a obtener, por medios tan nefandos, los beneficios eclesiásticos, provocaron en el campo de la Iglesia el salpullido de unos clérigos de conciencia tan ofuscada y de espíritu tan oscurecido, que, invocando falsamente en su favor textos de concilios, palabras del Evangelio y hasta imposiciones de la naturaleza, quebrantaron el celibato eclesiástico hasta el extremo de celebrar solemnemente sus bodas y preparar un ambiente en que hacer hereditarios los beneficios. No deje de apreciar también el lector otro perfil que sintetiza la dureza en que ha de tropezar el martillo de la reforma: el de que la misma causa hará poco menos que irremediable el mal, pues los simoníacos rebeldes tendrán tras sí, para defenderlos, a los príncipes y reyes de quienes recibieron el nombramiento.
REFORMA DE SAN GREGORIO VII
Con el alma inflamada por el ideal del reinado de Dios en la tierra, después de escribir muchas cartas a sus amigos en demanda de oraciones y protección moral, Gregorio VII, el gobernador sabio, piadoso y enérgico, se enfrentó con esa caótica situación.
Como base de reforma de la Iglesia, convocó concilios en Roma, bajo su presidencia, y en otros países católicos mediante legados suyos, y se decretó en frecuentes sínodos: que los clérigos no se unieran a sus esposas, que no se confiriera el sacramento del Orden sino a los que hubiesen hecho profesión de celibato perpetuo y que nadie asistiese a las misas de los sacerdotes que tuviesen mujer, "para que los que no se corrigen por el amor de Dios y la dignidad de su ministerio se arrepientan, al menos, por la vergüenza del siglo y por la repulsa del pueblo".
Dispuso, contra la simonía, que los clérigos que hubiesen obtenido, mediante precio, algún grado u oficio de las sagradas órdenes, no ejercieran, en lo sucesivo, su ministerio eclesiástico, y que los que recibieran de los laicos la investidura de la Iglesia, y los laicos mismos que la dieran, fuesen castigados con el anatema.
En 1075, Gregorio VII publica el Dictatus Papae, veintisiete axiomas donde Gregorio expresa sus ideas sobre cual ha de ser el papel del Pontífice en su relación con los poderes temporales, especialmente con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, la gran potencia de esos tiempos. Estas ideas pueden resumirse en tres puntos:
El Papa es señor absoluto de la Iglesia, estando por encima de los fieles, los clérigos y los obispos, pero también de las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de los concilios.
El Papa es señor supremo del mundo, todos le deben sometimiento incluidos los príncipes, los reyes y el propio emperador.
La Iglesia Romana no erró ni errará jamás.
El ataque directo a las investiduras cristalizó en un decreto del sínodo romano de la Cuaresma de 1075, excomulgando a todo emperador, rey, duque, marqués, conde o persona seglar que tuviese la pretensión de conferir cualquier dignidad eclesiástica.
CONFLICTO CON EL EMPERADOR
Estas disposiciones con que el Vicario de Jesucristo tomaba el azote, como en otro tiempo su Maestro, para arrojar del templo a los vendedores, y el paso de los legados pontificios por toda la cristiandad para hacerlos cumplir, provocó una protesta general y una sublevación violenta en todas partes, pero de modo especial en Alemania.
Además, los decretos llevaban claramente a un enfrentamiento con el emperador alemán en la disputa conocida como Querella de las Investiduras que inicia cuando, en un sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la prohibición de la investidura por laicos.
Esta prohibición no fue admitida por Enrique IV, que siguió nombrando obispos en Milán, Spoleto y Fermo, territorios colindantes con los Estados pontificios, por lo que el papa intentó intimidarle mediante la amenaza de excomunión y de deposición como emperador.
Hasta en Roma se opuso al Papa el partido contrario a la reforma, capitaneado por Sencillo, que había estado condenado a muerte. Organizó un grupo de conjurados que, en la vigilia de Navidad, mientras Gregorio VII celebraba la santa misa en Santa María la Mayor, se arrojó armado sobre el Pontífice, hiriéndole, derribándole y arrastrándole hasta recluirlo en una torre. Cuando el pueblo reaccionó y la torre estaba a punto de caer en manos de los libertadores, Cencio, al creerse perdido, se echó a los pies del Papa, que paternalmente le otorgó el perdón ten angustiosamente suplicado y calmó a la multitud ansiosa de venganza.
En Alemania, el emperador Enrique IV declaró abiertamente la guerra a Gregorio VII, reuniendo, en 1076, un conciliábulo en Worms con objeto de deponer al Papa.
Mucho sufría el Santo Padre. En el año anterior había escrito a San Hugo, abad de Cluny: "Si finalmente miro dentro de mí, me siento tan abrumado por el peso de mi propia vida, que no me queda esperanza de salud sino en la misericordia de Jesucristo".
A pesar de todo ello, la fortaleza de Gregorio VII no se rendía. Combatió en Francia los desórdenes de Felipe Augusto; luchó en Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España —donde la campaña emprendida en 1056 por el concilio de Compostela, y continuada en 1068 por los concilios de Gerona, Barcelona y Lérida, habían subvenido ya a la posible necesidad de reforma— introdujo la liturgia romana y alentó la campaña de Alfonso VI de Castilla contra los sarracenos, y actuó en las más apartadas regiones del norte y del oriente asiático, pensando, por primera vez, en una cruzada que había de terminar dos lustros más tarde con la conquista de Jerusalén.
Su heroica fortaleza, a juzgar por lo que aconsejaba en carta a la condesa Matilde —la gran defensora de la Santa Sede—, se alimentaba "en la recepción del cuerpo de Cristo y en una confianza ciega en su Madre".
A raíz del conciliábulo de Worms, el emperador dirigió al Pontífice una insolente carta, que fue recibida precisamente cuando, en la basílica de Letrán, se celebraba un concilio que, por unanimidad, declaró haberse hecho Enrique acreedor en sumo grado a la excomunión. La pronunció, en efecto, el Pontífice, y en una bula al mundo católico explicó sus motivos y el alcance de la condenación. Envió a su vez una carta "a todos sus hermanos en Cristo" en Alemania, diciéndoles: "Os suplicamos, como a hermanos muy amados, os consagréis a despertar en el alma del rey Enrique los sentimientos de una verdadera penitencia, a arrancarle del poder del demonio, a fin de que podamos reintegrarle en el seno de nuestra común Madre".
La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia, por lo que el emperador temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de Gregorio y pedirle la absolución.
Despreció Enrique todos los anatemas y se alió con todas las furias del averno. El Papa contaba con la justicia, con la compañía de la piadosa y abnegada condesa Matilde y con la espada del esforzado Roberto Guiscardo. Los alemanes se disponían a deponer inmediatamente a Enrique, pero éste, considerándose perdido y conociendo la magnanimidad de Gregorio VII, se decidió a poner la causa en sus manos, llegando, en la mañana del 25 de Enero de 1077, al castillo de Matilde, en Canosa, donde a la sazón se hallaba el Papa. Nevaba copiosamente y el frío se enseñoreaba del ambiente cuando, descalzos sus pies, su larga melena al aire y cubriéndose con la ropa de los penitentes, golpeaba las puertas de la fortaleza un peregrino que no era otro que el mismo Enrique IV. Tres días esperó, gimiendo, llorando, implorando el perdón, sin probar bocado y posando sus plantas en el hielo. Ya perdía la esperanza, al anochecer del tercer día, 28 de Enero, cuando se decidió a entrar en una cercana ermita. Precisamente oraban en ella la condesa Matilde y Hugo, el abad de Cluny, Se conmovieron éstos ante sus súplicas de intercesión por él ante el Papa. Y Gregorio VII, aun cuando su sagacidad le dictaba que era todo fingimiento e hipocresía en Enrique, que no buscaba más que mantener su trono, sucumbió a la bondad de su corazón accediendo a los ruegos de tan piadosos intercesores. Gregorio VII absolvió a Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una Dieta en la que se debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Como tenía que suceder, volvieron a producirse los conciliábulos, las excomuniones y las hipocresías, y el Pontífice tuvo que oponer su indomable firmeza a los ejércitos imperiales que llegaron hasta Roma, donde sus habitantes, ganados por las larguezas del emperador Enrique, terminaron por entregarle la ciudad.
San Gregorio VII (en su trono) perdona a Enrique IV. (fresco del Vaticano)Los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un sínodo celebrado en Brixen en 1080, proclama como antipapa a Guiberto (que sería Clemente III) y marcha al frente de su ejército sobre Roma que le abre sus puertas en 1084, por lo que Gregorio VII se refugió en el castillo de Sant-Angelo, donde renovó la sentencia de excomunión, deponiendo al emperador; y procede a reconocer como nuevo rey a Rodolfo, duque de Suabia.
Se celebra entonces un sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio VII. Enrique entronizó en la basílica de San Pedro al antipapa Clemente III, quien procedió a coronar como emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta.
La Providencia salió al paso: la consternación se impuso de súbito ante el rumor de que Roberto Guiscardo estaba a las puertas de la ciudad con un formidable ejército de normandos. Ante la vacilación de los romanos, por él comprados con dinero, y viendo a sus tropas fatigadas por la larga campaña y diezmadas por la epidemia, Enrique, avergonzado, huyó precipitadamente de Roma, y los romanos, asesinados a millares o vendidos como esclavos, expiaron su traición ante los normandos que incendiaban y saqueaban la ciudad. Abandonó Gregorio VII la urbe en ruinas, adolorido por tanta destrucción, y se refugió en Montecasino, de donde pasó a Salerno, haciendo a la Iglesia universal este supremo llamamiento: "Por amor de Dios, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de vuestro Padre San Pedro y de vuestra Madre la santa Iglesia, si queréis obtener la gracia en este mundo y la vida eterna en el otro".
Gregorio VII murió el 25 de Mayo de 1085. Antes de expirar, pronunció las palabras del Salmista: "He amado la justicia y he odiado la iniquidad"; y agregó: "por ello muero en el exilio".
Pero años antes de su muerte, ya en 1076, escribía a los obispos de Alemania esta frase, que revela la energía de su temperamento y su sinceridad apostólica: "Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio".
Fue canonizado en 1726 por el Papa Benedicto XIII celebrándose su festividad litúrgica el 25 de Mayo.
La disputa sobre las investiduras finalizó mediante el Concordato de Worms, en 1122, que deslindó la investidura eclesiástica de la feudal.
MEDITACIÓN: ESTA VIDA ES UNA PRISIÓN PARA EL ALMA
I. Nuestro cuerpo es la prisión de nuestra alma; las cadenas, de que está cargada en esta prisión, le impiden elevarse hasta Dios. El Rey David y el Apóstol de los gentiles dolíanse de esta cautividad. Y tú, oh hombre, amas esta prisión y temes la libertad. ¡Ah! si conocieses la dicha que se gusta en el cielo en la libertad de los hijos de Dios, pedirías al Señor que rompa tus cadenas. ¡Habitantes del cielo, cuán felices sois por haber dejado esta prisión para ir a habitar un palacio de luz!
II. Nuestras cadenas son nuestras pasiones, nuestra concupiscencia, nuestros deseos y nuestros odios; ello es lo que nos ata a la tierra y nos impide elevarnos hasta Dios. ¡Señor, romped mis cadenas, desasidme de las creaturas, y entonces comenzaré ya desde esta vida el sacrificio de alabanza que debo continuar durante la eternidad! El primer grado de la libertad, es no ser esclavo de las pasiones. (San Agustín).
III. Estamos, todos, condenados a muerte y sólo por ésta saldremos de nuestra prisión terrenal; es una sentencia que se ejecuta en seguida en algunos y después en otros. Tu cuerpo se consume, tus ojos se debilitan, tus cabellos encanecen... ¿Qué significa eso, si no que tu prisión se desmorona, que pronto tu alma encontrará salida para obtener la libertad? Tiembla, pues, pecador, porque saldrás de esta cautividad para entrar en el infierno. Regocijaos, almas justas; saldréis de la prisión para ascender a un trono. Que lo queramos o no, avanzamos cada día, cada instante, hacia nuestro destino (San Gregorio).
La constancia en las tribulaciones. Orad por los que son perseguidos.
ORACIÓN
Oh Dios, fortaleza de los que en Vos esperan, que habéis revestido al bienaventurado Gregorio, vuestro Pontífice, de constancia inquebrantable para la defensa de la libertad de la Iglesia, concedednos, por su ejemplo e intercesión, la gracia de superar valientemente los obstáculos que se oponen a nuestra salvación. Por J. C. N. S. Amén.
Fuentes: Adaptación de 25 de Mayo, Festividad de San Gregorio VII, Papa y Confesor (publicado por El Cruzamante) y Santoral Litúrgico de 1962.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)