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viernes, 18 de marzo de 2016

EL ESCAPULARIO DE LOS SIETE DOLORES DE NUESTRA SEÑORA

  
“Concluíase ya la Cuaresma, y crecía en los siete Beatos el ansia de saber la Voluntad Divina, y a este intento aumentaban sus penitencias, y animaban sus más humildes súplicas con el mayor fervor de sus corazones, y llegando al Jueves Santo, determinaron pasar aquellos tres restantes días de Cuaresma, dedicados especialmente por la Santa Iglesia para hacer particular memoria de la Sagrada Pasión y Muerte de Cristo Señor nuestro, en Oración contínua día y noche, meditando la Pasión de Cristo y los Dolores de su afligida Madre. 
  
Al anochecer pues del Viernes Santo, que en aquel año 1239 era cabalmente en 25 de Marzo, día igualmente memorable por la Encarnacion del Divino Verbo en las purísimas Entrañas de María, que lamentable por la muerte del Salvador; estaban aquellos Santos Varones juntos en su Iglesia del Monte Senario, clavadas en el suelo las rodillas, y fijo en el Cielo el pensamiento, meditando con todo el fondo de sus almas, despues de la Pasión y Muerte de Jesús, los acerbísimos Dolores de María en aquellas horas, acompañándola con la mayor ternura, ya al pie de la Cruz, ya junto al sepulcro de su precioso Hijo: y como en los demás sábados del año la festejaban cantándole sus siete gozos, se animaban a servirla en el siguiente, acompañándola en su soledad, recapacitando sus dolores, especialmente los siete principales que padecio en el discurso de la vida, Pasión y muerte de su amado Hijo: los cuales, según parece, para más fácil ejercicio de su meditación, habían compendiado a medida de sus gozos. 
  
Estando pues los siete Beatos en lo más fervoroso de su Oración, agradecida la Soberana Reina del Cielo al compasivo afecto de sus Siervos, y compadecida de sus afanes, quiso hacerles participantes de sus divinos consuelos a proporción de lo que la acompañaban en Sus penas: y abriendo las brillantes puertas de los Alcázares celestes, y ahuyentando las tinieblas de la noche con el claro esplendor de sus Divinos Rayos, se les apareció llena de majestad y gloria, coronada de estrellas, en hermoso trono de cambiantes luces, y cortejada de inumerables Espíritus Angélicos. 
  
Estaba la Celestial Reina adornada con un vestido negro, con el cual sobresalía grandemente la candidez de su hermosura, y traía en sus manos un Hábito semejante al mismo que vestía. A su derecha estaba un Ángel con un libro abierto en las manos, que contenía la Regla de San Agustin; había otro en la izquierda que empuñaba una palma, y embrazaba un Escudo divisado con el glorioso título de Siervos de María escrito en brillantes caracteres de oro; y asistían alrededor de su trono otros muchos Ángeles con varios Instrumentos de la Pasión de su divino Hijo, y algunos hábitos negros en las manos. 
  
Apenas los Bienaventurados Siervos de Maria vieron a su querida y Venerada Reina con tan misteriosa soberana pompa, quedaron dulcemente arrebatados venerando llenos de admiracion y pasmo a su Gran Señora, la cual mirándoles a todos con celestial agrado, les habló de esta manera: 
‘Aquí me tenéis, queridos Siervos mios, que vengo obligada de vuestros ruegos a consolaros. Vosotros sois los que escogí en la tierra para que me sirváis acompañándome en mis Dolores, y quiero que por distintivo de este empleo vistais el negro habito, que os presento en cambio de las galas del mundo, que por mí despreciásteis; para que acordándoos con su lúgubre color mis tristes angustias, manifesteis a todo el mundo en el vestido, como en vuestras obras, los Dolores que hoy padecí en el corazon con la muerte de mi unigénito Hijo. 
   
Tomad también este Escudo divisado con el Título de oro que os condecora, para que a un tiempo os sirva de defensa contra vuestros enemigos, y de blasón glorioso entre los hombres; y observando la Regla de Agustín, que os señalo por norma de vuestra vida Religiosa, os prometo en el Cielo esta palma de eterna vida’.
  
Así dijo la Soberana Reina, y desapareció de la vista de sus siete Beatos Siervos dejando impresas su Imagen y sus palabras en sus enamorados corazones.
  
El interior consuelo que experimentaron las almas de aquellos dichosos Varones con tan celestial visita, solo podrá bien comprenderle quien les igualare en el Espíritu. Hasta aquí solo habían sido nombrados Siervos de María por boca de los niños, pero ahora la Celestial Señora les confirmó de su boca misma en esta dignidad soberana, empleándoles en propiedad en Siervos suyos, señalándoles el vestido con que debían distinguirse como tales, la Regla con que debían gobernarse, y el ejercicio en que debían ocuparse en su Servicio, y finalmente el premio que les preparaba en el Cielo, en recompensa del mérito de sus trabajos”.
  
José de Sagarra y Baldrich, OSM. Historia del origen y fundación del Sagrado Orden de los Siervos de María. Herederos de Bartolomé Giralt. Barcelona, c. 1767.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)