Nosotros leemos en el Evangelio que, cuando el Salvador entró en Cafarnaum, un Centurión vino a su encuentro, diciéndole: «Señor, mi siervo esta enfermo en mi casa, de una parálisis que lo hace sufrir mucho». «¡Y bien!, le dice el buen Salvador, iré y yo lo curaré». «¡Ah! Mi Señor, le dice el Centurión, no
soy digno de que entres en mi casa; pero di sólo una palabra, y mi
siervo será curado. Puesto que yo soy un hombre sujeto a las ordenes de
mis superiores, sin embargo, tengo soldados bajo mi mando que hacen todo
por mí, digo a uno: ve allí, y va; a otro: ven aquí, y viene; y a mi
siervo: haz esto, y lo hace». Jesús, habiéndole escuchado así quedó lleno de admiración, y les dice a aquellos que le seguían: «En
verdad les digo que no he encontrado una fe más grande en todo Israel.
Por ello les dice que muchos vendrán de Oriente y Occidente y se
colocarán junto con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los cielos,
mientras que los hijos de este reino serán lanzados a las tinieblas,
donde habrá llanto y rechinar de dientes».
Quién
será de nosotros, hijos míos, aquel que, queriendo tomarse la molestia
de penetrar el sentido de estas palabras, no se sentirá convencido y
llegará con espanto casi a la desesperación pensando que verdaderamente
son los malos cristianos quienes son estos desgraciados, que serán
expulsados del Reino de los cielos y arrojados a las tinieblas
exteriores, es decir, hijos míos, en el Infierno, donde habrá llanto y
rechinar de dientes: mientras que a los idólatras y paganos, que nunca
han tenido la felicidad de conocer a Jesucristo, se les abrirán los ojos
del alma, abandonarán el camino de la perdición, vendrán para entrar en
el seno de la Iglesia y ocuparán el sitio que estos malos cristianos
perdieron por el desprecio de las gracias que recibieron. Pero no es
todavía bastante, hijos míos, los cristianos condenados sufrirán en
efecto de tormentos infinitamente más rigurosos que los infieles. La
razón es que estos extranjeros serán condenados en parte porque nunca
han oído hablar de Jesucristo y de su religión; que vivieron y que
murieron en la ignorancia: mientras que los cristianos vieron, a la edad
de la razón, la antorcha de la fe brillar delante de ellos como un
bello sol y recibieron luces más que suficientes para conocer lo que
ellos mismos debían a Dios, al prójimo y a ellos mismos. ¡Oh infierno
del cristiano, que tú serás terrible y riguroso! Pero voy a decir, hijos
míos, ¿y podréis vosotros oírlo sin temblar? que tanto, el Cielo es
alejado de la tierra, tanto el Infierno de los infieles será alejado de
aquél del cristiano. Si vosotros queréis saber la razón, hijos míos, he
aquí. Si Dios es justo, como nosotros no podemos dudar, debe castigar a
una alma al Infierno en proporción de las gracias que recibió y
despreció, del conocimiento que tenía para servir a Dios. Después de
eso, pues es muy justo que un cristiano condenado sufra infinitamente
más que un infiel en el Infierno, porque las gracias, los medios para
salvarse eran infinitamente más grandes. Para haceros sentir, hijos
míos, la necesidad de aprovechar las gracias que recibimos en nuestra
santa religión, quisiera destacar que un cristiano condenado será más
atormentado que un infiel.
Para
daros a entender, hijos míos, la magnitud de los tormentos que están
reservados a los malos cristianos, habría que ser Dios mismo, porque
sólo el que le comprenda, y los condenados le sienten, puesto que Dios
es infinito en sus castigos como en sus recompensas. Cuando el buen Dios
me daría el poder de arrastrar aquí, en mi lugar, un infame Judas que
ha cometido un horrible sacrilegio en comulgar indignamente y vendiendo a
su divino Maestro, lo que hacen tan a menudo los malos cristianos por
sus confesiones y sus comuniones indignas, su solo grito sería decirme: «¡Oh! ¡yo sufro!»
¡Lenguaje triste que no puede expresar ni la grandeza, ni la magnitud
de sus sufrimientos! ¡Oh Infierno de los cristianos, que serás terrible!
Ya que Jesucristo parece agotar su potencia, su cólera y su furor para
hacer sufrir a estos malos cristianos. ¡Oh mi Dios, como podemos pensar
bien en eso, y sentirse de este número, y vivir tranquilos! Mi Dios,
¿que desgracia es comparable a la de estos cristianos! Pero, dígaseme,
según esto parecería que hay varios Infiernos. ¡Pues bien! hijos míos,
yo, les diré que, si los sufrimientos y los tormentos de los condenados
fueran los mismos, Dios no sería justo.
Digo
además, que hay tantos infiernos como condenados, y que sus
sufrimientos son grandes en proporción de la magnitud y del número de
los pecados que cometieron y gracias que despreciaron. Dios, que es
todopoderoso, nos hace sensibles a nuestra desgracia en proporción del
mal que hicimos. Hay grados de los condenados como los santos. Éstos son
totalmente felices, es verdad; sin embargo, hay unos que son más
elevados en gloria, y esto, según las penitencias y otras buenas obras
que hicieron durante su vida. Lo mismo ocurre con los condenados: son
totalmente desgraciados, totalmente privados de la vista de Dios, lo que
es la más grande de todas las desgracias; porque si un condenado
tuviera la felicidad de ver al buen Dios, una vez cada mil años, y esto
durante cinco minutos, su infierno dejaría de ser un infierno. Sí, hijos
míos, el buen Dios nos hará sensibles a esta privación y a otros
tormentos, según el número, el tamaño y la malicia de los pecados que
hayamos cometido. Díganme, hijos míos, ¿podemos oír, sin estremecernos,
el lenguaje de estos impíos que les dicen que les gusta ser condenados
tanto por mucho como por poco?
¡Lamentablemente!
desgraciado, pues ¿no pensó jamás que cuanto más sus pecados fuesen
multiplicados, y más fuesen cometidos con malicia, más sufriría en el
Infierno? Más allá concluyo, hijos míos, que los cristianos que pecaron
con más conocimiento, que se vieron obligados tantas veces a hacerse
violencia para reprimir los remordimientos de su conciencia, que
despreciaron las santas inspiraciones y todos los deseos buenos que Dios
les daba, son tanto más culpables; pues es muy justo, digo, que la
justicia de Dios se haga sentir más rigurosamente sobre ellos que sobre
estos pobres infieles que pecaron, en parte, sin conocer el mal que
hacían, y sin conocer al que ellos ultrajaban, sin conocer la bondad y
el amor de un Dios por sus criaturas. Si los idólatras, nos dicen a los
santos, son condenados por haber transgredido las leyes de Dios que no
conocían, leyes que no conocieron (Romanos 2), ¿que será pues el castigo
de los cristianos que saben tan bien el mal que hacen, los deberes que
tienen que cumplir?, que comprenden cuánto ultrajan a Dios, que saben
los dolores que se preparan para la eternidad; y que, a pesar de todo
eso, ¿no dejan de pecar? No, no, hijos míos, la potencia y la cólera de
Dios parecen no ser bastante grandes ni la eternidad bastante larga para
castigar a estos desafortunados. Sí, hijos míos, me parece ver estas
llamas encendidas por la justicia de Dios negarse a hacer sufrir estas
penas a los idolatras y volverse con un furor espantoso sobre estos
desgraciados cristianos reprobados. En efecto, hijos míos, ¿quién no
sería tocado por compasión viendo brillar estas naciones extranjeras?
¡Ah!, deben exclamar en medio de las llamas que los devoran: «Dios
mío, ¿por qué nos echaste en estos abismos de fuego? No sabíamos lo que
había que hacer para amarte. Si te ultrajamos, es porque no te
conocíamos. ¡Ah! Señor, si se nos hubiera dicho, como a los cristianos,
todo lo que habías hecho por nosotros, cuánto nos querías, ¡ah! no,
jamás habríamos tenido la desgracia de ofenderte». ¡Lamentablemente!
me parece que veo a Jesucristo que se tapa los oídos para no oír los
gritos de estos pobres desgraciados. No, hijos míos, Jesucristo es
demasiado bueno para no dejarse conmover. Si no nos hubiera dicho que,
sin el bautismo y fuera de la Iglesia, no podíamos esperar el cielo,
¿podríamos creer bien que estas pobres almas estén condenadas sin haber
sabido lo que había que hacer para salvarse? No, hijos míos, me parece
que Jesucristo no puede fijar los ojos en estos pobres infortunados sin
ser tocado por compasión. Pero que se consuelen en sus desgracias: los
dolores que van a aguantar infinitamente serán menos rigurosos que
aquellos de los cristianos. ¡Mi Dios! ¿podrá decir cada uno de ellos «por qué me echó en este fuego»?
Pero, por otra parte, hijos míos, escuchad los gritos, los aullidos de los cristianos condenados: «¡Ay
de mi! ¡Yo sufro! No veo, no toco, no siento y sólo soy difunto. ¡Ah!
si estoy condenado es por mi culpa; sabía bien todo lo que había que
hacer para salvarme, y tenía todos los medios más que suficientes para
esto. ¡Por desgracia! ¡Pecando, sabía muy bien que perdía a mi Dios, mi
alma y el Cielo, y que me condenaba por siempre para arder en los
infiernos! ¡Ah! Soy bien castigado porque lo quise. El buen Dios que,
tantas veces, me ofreció mi perdón y todas las gracias que hacían falta
para esto, el buen Dios me perseguía sin cesar con remordimientos de
conciencia que me devoraban y que parecían forzarme a salir del pecado, y
no quise, ¡y estoy condenado! Me serví de todas las luces que sólo esta
bella religión me proporcionaba, para pecar con más malicia». «Sí, mi Dios, dirá este cristiano durante la eternidad, castigadme,
es muy justo, porque, si te encarnaste, si padeciste tantas
humillaciones, tantos tormentos, una muerte tan dolorosa y tan
vergonzosa, era sólo para llevarme a operar la salvación de mi alma.
Toda esta bella religión que has fundado, y derramas con tanta
abundancia tus gracias para los pecadores, son sólo para mi salvación;
sí, mi Dios, yo sabía todo esto».
Sí,
hijos míos, un cristiano condenado tendrá, durante toda la eternidad,
ante los ojos, todos los buenos pensamientos, todos los buenos deseos,
todas las buenas obras que hubiera podido hacer y que no hizo, todos los
sacramentos que no recibió y que hubiera podido recibir, todas las
oraciones perdidas, todas las misas que oyó mal y que hubiera podido oír
muy bien como es debido, lo que le hubiera ayudado mucho a salvar su
alma. Sí, hijos míos, este mal cristiano recordará todas las
instrucciones que se perdió o que despreciaba, y por las que hubiera
podido conocer tan bien sus deber. ¡Ah! Digamos mejor, hijos míos, todos
estos recuerdos serán como verdugos que lo devorarán.
¡Pues
bien! hijos míos, de todo esto, el buen Dios no tendrá que criticarles
nada a los pobres idólatras. No, hijos míos, no sabían lo que era pensar
en el buen Dios, de agradarle, ni los medios que había que emplear para
ir al Cielo; lo que ha hecho comentar a varios santos que todo lo que
el buen Dios podía inventar para hacer sufrir a los cristianos
condenados no será demasiado riguroso para ellos, ya que conocían tan
bien lo que había que hacer para ir al Cielo y agradar a Dios. Veis,
hijos míos, si no es justo que suframos en la otra vida más que los
paganos. Escuchad con que malicia el cristiano peca sobre la tierra, con
cuanta audacia se rebela contra Dios. «Sí, Señor, le dice, sé
que tú eres mi Dios, mi creador, que sufriste, que moriste por mí, que
me amaste más que a ti mismo, que no dejas de llamarme a ti por tu
gracia, por los remordimientos de mi conciencia y por la voz de mis
pastores; ¡pues bien! me burlo de ti y de todas tus gracias. Me diste
mandamientos para observarlos bajo pena de los castigos más rigurosos:
me burlo de ti, de tus mandamientos y de tus amenazas. Tu me diste las
luces necesarias para comprender toda la belleza de nuestra santa
religión y la felicidad que nos proporciona; ¡pues bien! haré todo lo
contrario de lo que me mandas. Tu me amenazas que si me quedo en el
pecado pereceré allí, precisamente es para esto que no quiero salir de
eso. Sé muy bien que tú instituiste los Sacramentos por los cuales
podemos salir tan bien de tu tiranía: y no sólo no quiero sacar provecho
de eso, sino que todavía quiero despreciar y burlarme de los que
recurrirán a eso, para llevarles a actuar como yo. Sé que tú estas
realmente presente en el Sacramento adorable de la Eucaristía, lo que
debería llevarme a aparecer delante de ti sólo con un gran respeto y un
santo temblor, sobre todo siendo tan pecador como soy: a pesar de eso,
quiero ir a tus iglesias y al pie de tus altares sólo para despreciarte y
burlarme de ti con mi poco respeto y modestia». «Sí, dirá esta muchacha mundana y perdida,
quiero por mis adornos y por mi aire que seduce encantarles con mi
forma de tratarlos: tomaré todos los medios posibles para encantar los
corazones; trataré de encender en los corazones, con mis maneras
infernales, los fuegos impuros que los harán un objeto de horror.
¿Quieren amarme? Haré todo lo que pueda para despreciarlos. Tú me dices
que seré feliz, si quiero, durante la eternidad, si te sirvo
escrupulosamente; pero que, si hago lo contrario, tú me echarás en los
abismos, donde Tú me harás sufrir los dolores infinitos: me burlo del
uno y del otro».
«Pero, piénsese, no decimos esto pecando; pecamos, es verdad, pero no tenemos este lenguaje».
Mi amigo, tus acciones lo dicen, cada vez que pecas, conociendo el
dolor que causas. ¿Se nos fía de eso, hijo mío? Dime, cuando trabajas el
santo día del Domingo, o cuando comes carne los días que prohíbe la
iglesia, cuando juras, o cuando dices palabras sucias, sabes muy bien
que ultrajas al buen Dios, que pierdes tu alma y el Cielo, y que te
preparas un Infierno. Sabes bien que estando en el pecado, si no
recurres al Sacramento de la Penitencia, jamás serás salvado. Vaya,
viejos pecadores endurecidos, vaya, cenagal de iniquidad, las naciones
extranjeras le esperan para mostrarle que, si hizo daño, lo sabía muy
bien. Según esto, hijo mío, pues es muy justo que un cristiano que peca
con tanto conocimiento y malicia, sea castigado más rigurosamente en la
otra vida que un infiel que pecó, por decirlo así, sin saber que hacía
daño. Dime, hijo mío, ¿Cuentan para nada totalmente estos beneficios de
los que el buen Dios te favoreció preferentemente a los paganos, y los
que tú desprecias?
¡Ah¡,
hijos míos, ¡que los tormentos que el buen Dios les prepara a los malos
cristianos son horribles! Podremos oír sin estremecernos lo que nos
dice San Agustín, que «hay unos cristianos que, sólo, en el Infierno,
sufrirán más que naciones enteras de paganos, porque, dice, hay unos
cristianos que recibieron más gracias que naciones enteras de idólatras». No, mis niños, nos dice San Juan Crisóstomo, «los
pecados de los cristianos no son más pecados, pero sacrilegios y de los
más horribles, en comparación de los pecados de los idólatras. No, no,
malos cristianos, no es más cuestión de pecados en vuestro caso, sino
los sacrilegios más horribles».
¡Pero,
piénsese, es muy duro!, hijos míos, ¿queréis la prueba? Hela aquí: ¿qué
es este sacrilegio? Es, dígaseme, la profanación de una cosa santa,
dedicada a Dios, como son nuestras iglesias que son destinadas sólo a la
oración; es una profanación, cuando asistimos sin respeto, sin
modestia, que conversamos allí, nos reímos o dormimos. Es, dígaseme, la
profanación de un copón que esta destinado a contener a Jesucristo bajo
las especies del pan, o todavía del cáliz, que es santificado por el
toque del Cuerpo adorable de Jesucristo y de su Sangre preciosa. ¡Pues
bien!, nos dice San Juan Crisóstomo, nuestros cuerpos son todo esto por
el santo bautismo. El Espíritu Santo hace su templo de la santa
comunión; nuestros corazones son como un copón que contiene a
Jesucristo: «¿nuestros miembros no son los miembros de Jesucristo?»
(I Cor. VI, 15). ¿ La carne de Jesucristo no se mezcla con la nuestra?
¿Su sangre adorable no fluye por nuestras venas? ¡Ah! desgraciados que
somos, ¿nunca hicimos estas reflexiones, que, cada vez que pecamos,
hacemos una profanación y un sacrilegio horrible? No, no, hijos míos,
jamás detenemos nuestro pensamiento sobre eso, y si antes de pecar
estuviéramos convencidos de eso, nos sería imposible pecar. ¡Por
desgracia mi Dios, ¡que el cristiano conoce poco lo que hace pecando!
Pero,
me diréis, si todos estos pecados que son tan comunes en el mundo, son
unas profanaciones y sacrilegios tan injuriosos al buen Dios, ¿cuál es
el nombre que damos a lo que llamamos sacrilegio, y lo que cometemos
cuando escondemos nuestro pecados o los disfrazamos por temor o por
vergüenza confesándonos? ¡Ah, hijos míos!, ¡Como podemos fijarnos bien,
sin morir de horror, en el pensamiento de tal crimen, que arroja la
desolación en el cielo y la tierra! ¡Ah, hijos míos! ¿Un cristiano puede
llevar su furor hasta tal exceso, contra su Dios y su Salvador? Un
cristiano, hijos míos, que ha cometido un solo sacrilegio en su vida,
¿todavía podría vivir? ¡Ah! no, hijos míos: no hay más términos, ni
expresiones para describir el tamaño, la negrura y la horribilidad de
tal monstruo cristiano, digo, que, al tribunal de la penitencia, donde
un Dios mostró la grandeza de su misericordia más allá de lo que los
ángeles jamás podrán comprender: ¡Ah! qué digo, un cristiano que, tantas
veces ha experimentado el amor de su Dios, ¿podría ser culpable de tal
atrocidad contra un Dios tan bueno? Un cristiano, digo, en la mesa
santa, tendrá el corazón, el coraje de arrancar a su Dios de las manos
del sacerdote para arrastrarlo al demonio? ¡Ah, desgracia espantosa!
¡Ah, desgracia incomprensible! ¡Un cristiano tendrá el bárbaro coraje de
degollar a su Dios, su Salvador, y su Padre más amable! ¡Oh! ¡No, no,
el Infierno, en todo su furor, jamás pudo inventar nada semejante! ¡Oh
Ángeles del Cielo, venid, acudid en ayuda a vuestro Dios, que es
magullado y degollado por sus propios hijos! ¡Oh, no, no! ¡El Infierno
jamás pudo llevar su furor a tal exceso! ¡Ah, Padre eterno!, ¿cómo
puedes sufrir tales horrores contra vuestro divino Hijo, que nos quiso
tanto, y que perdió voluntariamente su vida para reparar la gloria que
el pecado nos había quitado?
Un
cristiano que sería culpable de tal pecado, ¿podría andar, sin pensar
que la tierra, en cada instante, va a abrirse bajo sus pies para
engullirlo en los Infiernos? ¡Ah! hijos míos, si el pensamiento de tal
crimen no les hace estremecerse de horror y no hiela la sangre en sus
venas, ¡lamentablemente! ¡vosotros estaríais perdidos! ¡Ah no, no más
Cielo para vosotros, el Cielo os rechazó! No, no, hijos míos, ¡no tiene
allí castigo bastante grande para castigar tal crimen, que asombra a los
demonios mismos! «Venid, desgraciados, venid, viejos infames, nos dice san Bernardo, venid,
verdugos de Jesucristo. ¡Qué, desgraciados! ¡Vosotros habéis cometido
un sacrilegio, que es derramar la Sangre adorable de Jesucristo en el
tribunal de la penitencia! ¡Desgraciados, vosotros escondisteis vuestros
pecados, cometisteis la barbarie de ir a sentaros a la mesa santa para
recibir allí a vuestro Dios! ¡Basta! ¡basta! ¡ah! monstruo de iniquidad,
¡Ah! de gracia, ¡salva a tu Dios!»
¡Oh
no, no!, el Infierno jamás puede llevar su furor hasta tal exceso. ¡Ah
hijos míos!, si las naciones extranjeras ya sufren tormentos tan
horribles en el Infierno, ¿qué será pues la magnitud de los tormentos de
los cristianos y de las cristianas que, tantas veces durante su vida,
cometieron sacrilegios? ¡Ah no, no, hijos míos!, el Infierno jamás será
bastante riguroso, ni la eternidad bastante larga para castigar a estos
monstruos de crueldad. «¡Ah! ¡qué espectáculo, nos dice el gran Salviano, de ver a cristianos en el Infierno! ¡Por desgracia! nos dice, ¿que
se hicieron esas luces brillantes y todas esas bellas calidades que
parecían hacer a los cristianos casi semejantes a los ángeles? ¡Oh mi
Dios, pues puede diseñar algo más aterrador! ¡Un cristiano en el
infierno! ¡Un bautizado entre los demonios! ¡Un miembro de Jesucristo en
las llamas! ¡Devorado por los espíritus infernales! ¡Un hijo de Dios
entre los dientes de Lucifer!».
Venid,
naciones extranjeras, venid, pueblos desgraciados, que no conocisteis
nunca al que ofendisteis y que os arrojó en las llamas, venid; ¡es justo
que seáis los verdugos de estos falsos cristianos, que tenían tantos
medios de amar a Dios, de gustarle y de ganar el Cielo, y que pasaron su
vida sólo haciendo sufrir a Jesucristo, que tanto deseó salvarlos!
Venid para escuchar a Jesucristo mismo, que nos dice que en el juicio
final, los Ninivitas que eran una nación infiel, sí, nos dice, los
Ninivitas se levantarán contra estos pueblos ingratos y los condenarán.
Estos Ninivitas, a la sola predicación de Jonás, que les era
desconocido, hacen penitencia y dejan el pecado (S. Matth. XII, 41); y
los cristianos a los que esta palabra santa ha sido prodigada tantas
veces; sí, esta palabra divina, que no dejó de resonar en sus orejas,
pero, ¡por desgracia! que no golpeó su corazón endurecido, estos
cristianos no se convirtieron. ¡Lamentablemente! Hijos míos, ¡si tantas
gracias, tantas instrucciones, tantos sacramentos habrían sido dados a
los pobres idólatras, que de santos, que de penitentes, que habrían
poblado el cielo! mientras que todos estos bienes servirán sólo para
endurecerles más en el crimen.
¡Ah!
¡momento terrible cuando Jesucristo va a decidir los diferentes grados
de sufrimiento que padeceremos en los infiernos! ¡Por desgracia! hijos
míos, esto se hará a proporción de las gracias que recibimos y
despreciamos. Sí, tantas gracias recibidas y despreciadas y tantos
grados más profundos en el infierno. ¡Sí, hijos míos, una sola gracia
habría bastado a un cristiano para salvarlo, si hubiera querido sacar
provecho de eso, y habrá recibido y despreciado los miles y los miles! ¡
Por desgracia! hijos míos, si cada gracia despreciada será un infierno
para un cristiano, ¡Ah! mi Dios, ¡que desgracia eterna para estos malos
cristianos! ¡Lamentablemente! Hijos míos, ¡habría que poder oír a estos
malos cristianos del medio de las llamas donde la justicia de Dios los
precipitó! «¡Ah! ¡Si por lo menos, dicen, jamás hubiéramos
sido cristianos, aunque fuéramos condenados como estos infieles, por lo
menos podríamos consolarnos, porque no habríamos sabido lo que había que
hacer para salvarnos! Que de gracias por lo menos habríamos recibido y
que no habríamos despreciado. Pero, desgraciados que somos, fuimos
cristianos, rodeados de luces e inundados de gracias para comportarnos y
ayudarnos a salvarnos». «¡Lamentablemente, dirá a cada uno de ellos, estos
tristes cuadros estarán sin cesar delante de mí durante la eternidad!
Yo, cuyo nombre ha sido escrito en el libro de los Santos, yo que fui al
bautismo totalmente regado con la Sangre preciosa de Jesucristo, yo que
podía a cada instante salir del pecado y asegurarme el cielo, yo a
quien tantas veces se dejó oír la magnitud de la justicia de Dios para
los pecadores y sobre todo para los malos cristianos. ¡Ah! si por lo
menos, se me hubiera quitado la vida antes de nacer, jamás hubiera
estado en el cielo, es verdad; pero, por lo menos no sufriría tanto en
el infierno. ¡Ah! Si Dios no hubiera sido tan bueno y que me hubiera
castigado desde mi primer pecado, estaría en el infierno, es verdad;
pero allí sería menos profundo y mis tormentos serían menos rigurosos.
¡Ay de mí! bien reconozco ahora que toda mi desgracia viene sólo de mí».
Sí, hijos míos, cada réprobo y cada nación tendrá su cuadro delante de
los ojos, y esto durante toda la eternidad, sin poder jamás librarse de
eso, ni apartar la vista.
¡Por
desgracia! estas pobres naciones idólatras verán durante toda la
eternidad que su ignorancia fue causa en parte de su pérdida. ¡Ah! se
dirán unos a otros, «!Ah! ¡si el buen Dios nos hubiera dado tantas
gracias y tantas luces como a estos cristianos! ¡Ah! ¡si hubiéramos
tenido la felicidad de ser instruidos como ellos! ¡Ah! ¡si hubiéramos
tenido pastores para aprender a conocer y a querer al buen Dios que nos
quiso tanto y qué sufrió tanto por nosotros! ¡Ah! si nos hubieran dicho
cuánto el pecado ultraja a Jesucristo y cuánto la virtud tiene gran
precio ante los ojos de Dios, ¿habríamos podido cometer el pecado,
habríamos podido despreciar a un Dios tan bueno? ¿Mil veces no habríamos
preferido morir que desagradarle? Pero, ¡Lamentablemente! no teníamos
la felicidad de conocerlo; si somos condenados, ¡por desgracia! el caso
es que no sabíamos lo que había que hacer para salvarnos. Sí, tuvimos la
desgracia de nacer, de vivir y de morir en la idolatría. ¡Ah! si
hubiéramos tenido la felicidad de tener parientes cristianos que nos
hubieran hecho conocer la religión verdadera, ¿habríamos podido
abstenernos de querer al buen Dios? Si, como los cristianos, hubiéramos
sido testigos de tantos prodigios que Él obró durante su vida mortal y
que Él continuará haciendo hasta el final de los siglos, Él que,
muriendo, les dejó tantos medios de levantarse de sus caídas cuando
tenían la desgracia de haber pecado; ¡si hubiéramos tenido la sangre
adorable de Jesucristo qué fluía cada día sobre su altar, para pedir
gracia para ellos! ¡ Oh! ¡estos cristianos felices a los que tantas
veces se les manifestó la misericordia de Dios, que es infinita! ¡Oh!
Señor, ¿por qué nos arrojaste al infierno? De gracia, para tu justicia,
mi Dios, si te ofendimos, es porque no te conocíamos».
Decidme,
hijos míos, ¿podemos no ser conmovidos por los tormentos de estos
pobres idólatras? Pobres desgraciados, es verdad que sufrís y que estáis
separados de Dios, que habría hecho toda vuestra felicidad; pero
consolaos de todo, vuestros tormentos serán infinitamente menos
rigurosos que aquellos de los cristianos. Pero, hijos míos, ¿qué van a
pensar y a hacer estos cristianos considerando su cuadro donde serán
marcadas todas las gracias que habían recibido y despreciado? ¡Por
desgracia! que digo, cristianos que se verán enrojecer y ennegrecer de
tantos crímenes y sacrilegios: ¡ah! es bastante para servir a ellos de
infierno. Querrán poder desviar su cara a otro lado para ser menos
devorados por el pesar; pero Jesucristo los forzará para siempre, de
modo que esta sola vista bastaría para servir a ellos de infierno y de
verdugo. ¿Que le podrán decir para excusarse y suavizar un poco sus
tormentos? ¡Por desgracia! hijos míos, nada en absoluto; al contrario,
todo contribuirá a aumentar su desesperación; verán que ni las gracias
ni otros medios de salvación les faltaron, que al contrario, todo les ha
sido prodigado; y ellos verán todos estos bienes, que habrían salvado a
tantos pobres salvajes, sirvieron sólo para condenarlos. «¡Ah! se dirán, si por lo menos nos hubiéramos quedado en la nada. ¡Ah! ¡qué desgracia para nosotros de haber sido cristianos!».
No, hijos míos, no podemos pensar en lo que llegó a estos pobres
egipcios sin ser tocados por compasión. Perecieron pasando el Mar Rojo,
rebosaron el agua por la boca y fueron totalmente engullidos; este mar
que, tantas veces, los había apoyado en sus aguas con navegaciones tan
felices, este mar se hizo el medio mismo de su suplicio y los expuso a
la risa de sus enemigos, a quienes acababa de abrir un paso libre para
salvarlos de sus manos.
Pero,
¡lamentablemente! hijos míos, el espectáculo que nos presenta un mal
cristiano es mucho más desconsolador. Durante toda la eternidad, veremos
a estos cristianos condenados, los veremos devolver por la boca todas
las gracias que recibieron y despreciaron durante toda su vida. ¡Por
desgracia! hijos míos, veremos salir de estos corazones sacrílegos estos
torrentes de la Sangre divina que recibieron y horriblemente
profanaron. «Pero, todavía nos dice san Bernardo, lo que les
dará todavía un nuevo grado de tormentos a estos cristianos condenados,
es que, durante toda la eternidad, tendrán delante de los ojos todo lo
que Jesucristo sufrió para salvarlos, y reflexionan que a pesar de eso
se condenaron». Sí, nos dice, tendrán delante de los ojos todas las
lágrimas que este divino Salvador derramó, todas las penitencias que
hizo, todos sus pasos y todos sus suspiros, y todo esto para hacernos
mejores. Verán a Jesucristo, tal como era en el pesebre cuando nació, y
cuando ha sido acostado sobre un puñado de paja; tal, como era en el
huerto de los Olivos, donde lloró tanto nuestros pecados, y hasta con
lágrimas de sangre. Él se mostrará como en su agonía, y cuando se le
arrastraba por las calles de Jerusalén. Ellos creen oírlo clavado sobre
la Cruz, pedir misericordia para ellos: y ahí, Él les mostrará qué cara
le costó nuestra salvación, y cuánto sufrió para merecerles el Cielo,
que ellos perdieron con tanta alegría de corazón y hasta de malicia.
¡Ah! hijos míos, ¡qué pesares! ¡por desgracia! ¡qué desesperación para
estos malos cristianos! «¡Ah!, gritarán del fondo de las llamas, ¡adiós,
bello cielo, es para nosotros que has sido creado, y jamás le veremos!
¡Adiós, bella ciudad qué debías ser nuestra morada eterna y hacer toda
nuestra felicidad! ¡Ah! si le perdimos, es por nuestra falta y nuestra
malicia».
Sí,
hijos míos, esta es la triste meditación de un cristiano durante toda
la eternidad en los infiernos. No, hijos míos, los paganos no tendrán
que reprocharse casi nada de todo eso; no tendrán que lamentar el cielo
ya que no lo conocían; no han negado y despreciado los medios que se les
presentaban para salvarse, ya que ignoraban lo que había que hacer para
llegar a esta felicidad. ¡Pero esos cristianos, que no se les dejó de
instruir, de urgir y de solicitarles no perderse, y a los que se les
presentó tantas veces todos los medios más fáciles para llegar a la vida
feliz para la cual fueron creados! Sí, hijos míos, un cristiano dirá al
perder la eternidad: «¿Quién es el que me arrojó en el infierno? ¿Es
Dios? ¡Ah! No, no. No es Jesucristo; al contrario, Él quería a toda
costa salvarme. ¿Es el demonio? Ah no, no, bien podía no obedecerle,
como tantos otros hicieron. ¿Son pues mis inclinaciones? ¡Ah! no, no, no
son mis inclinaciones; Jesucristo me había dado el imperio sobre ellas,
podía amaestrarles con la gracia de Dios que nunca me había abandonado.
¿De donde puede provenir mi pérdida y mi desgracia? ¡Ay de mí! todo
esto viene sólo de mí mismo, y no de Dios, ni del demonio, ni de mis
inclinaciones. Sí, soy yo quien se atrajo todas estas desgracias; sí,
soy yo quien se perdió y reprobó por propia voluntad; si hubiera
querido, me habría salvado. ¡Pero estoy condenado! más recursos y
esperanza; sí, es mi malicia, mi impiedad y mi libertinaje, que me
lanzaron a estos torrentes de fuego de donde jamás saldré».
Sí,
hijos míos, si la palabra de Dios merece alguna creencia, os ruego
pensar seriamente, esta verdad que convirtió tantas almas. ¿Y por qué no
produciría los mismos efectos sobre nosotros? ¿Por qué no se
convertiría en nuestra felicidad en lugar de nuestra desgracia, si
queremos sacar provecho de eso? Sí, hijos míos, o cambiemos de vida, o
seremos condenados: porque sabemos muy bien que nuestra manera de vivir
no puede conducirnos al cielo. ¡Lamentablemente! hijos míos, nos pasará
como al pobre Joab, que, para evitar la la muerte, huyó hacia el templo y
abrazó el altar en la esperanza que se le respetaría su vida, porque en
otro tiempo había sido el favorito de David; sin embargo fue por orden
suya que fue asesinado. El que fue encargado de matarle le gritó: «¡Sal de ahí!». «¡No!, responde el pobre Joab; si hay que morir, prefiero morir aquí».
El soldado, viendo que no podía arrancarle del altar, arrojó su puñal,
se lo clavó en el pecho, y este pobre Joab besando el altar, recibió el
golpe de la muerte y cayó al pie del tabernáculo, que había tomado para
su defensa y su asilo. He aquí, hijos míos, precisamente lo que nos
llegará un día, si no aprovechamos, o más bien, si continuamos
despreciando las gracias de salvación que tanto nos son prodigadas.
Ahora somos como Joab, que era el favorito y el amigo de David. No
pasaba ni un solo día, sin que recibiera algún nuevo beneficio por parte
del príncipe. Fue preferido sobre todos los demás habitantes del reino;
pero tuvo la desgracia de no saber sacar provecho de eso y fue
castigado sin misericordia por el mismo que lo había colmado de tantos
beneficios. Sí, hijo míos, será lo mismo para nosotros que hemos sido
preferidos sobre tantas naciones infieles que viven en las tinieblas y
que jamás tuvieron la felicidad de conocer la verdad, es decir la
religión verdadera, y que perecen en este estado triste y desgraciado.
Pero también, hijos míos, qué castigo no esperamos por parte de uno que
tanto amaba y colmó de tantos beneficios, si, como Joab, nosotros
tuvimos la desgracia de mojar nuestras manos en la sangre de Abner, es
decir, de Jesucristo, lo que hacemos cada vez que pecamos; pero mucho
más horriblemente cuando somos bastante desgraciados al profanar los
sacramentos. Oh mi Dios, ¿podemos pensar en eso y no morir de espanto?
Oh mi Dios, cómo puede ser que un cristiano se atreva a llevar tan lejos
su crueldad y su ingratitud?
«¡Ah! infeliz, dice san Agustín, ¡vas de crimen en crimen, siempre con la esperanza de que te detendrás! ¿Pero no temerás poner el sello en tu desgracia?» ¡Oh!
¡los últimos sacramentos y todos los socorros de la Iglesia sirven poco
para estos pecadores qué vivieron despreciando las gracias que nos
proporciona nuestra santa religión! Sí, llegará el momento cuando quizás
recibirás los últimos sacramentos con mejores disposiciones a los ojos
del mundo; pero recibiéndolos, te pasará como a Joab. Jesucristo, que es
nuestro príncipe y nuestro Señor, pronunciará tu sentencia de
condenación. En lugar de servirte de viático para el cielo, la comunión
no será para ti otra cosa que una masa de plomo para precipitarte con
mayor rapidez a los abismos; tendrás como Joab el altar, serás como él,
todo cubierto de la sangre adorable de Jesucristo; con eso caerás en el
infierno.
¡Ah!
hijos míos, si pudiéramos comprender una vez lo que es un cristiano
condenado y los tormentos que padece, ¿podríamos vivir bien en el
pecado, en este estado que nos expone sin cesar a todas estas
desgracias? No, no, hijos míos, nuestra vida no es de ninguna manera la
vida que debe llevar un cristiano que quiere evitar estos suplicios. ¡Eh
qué! hijos míos, por un lado, un cristiano que nació en el seno de la
Iglesia, que se crió en la escuela del mismo Jesucristo, quien tomó a un
Dios crucificado por su padre y su modelo; un cristiano, tantas veces
alimentado con su Cuerpo adorable y abrevado con su preciosa Sangre, que
debería pasar su vida como un ángel del cielo en acción de gracias: por
otra parte, un Dios que desciende del cielo para enseñarle cómo ser
feliz en el amor en la tierra; un cristiano que está dotado de tantas
cualidades hermosas y de tanto conocimiento sobre la grandeza de su
destino; y un Dios, digo, que lo amaba más que a Sí mismo; ¡un Dios que
parece haber agotado su amor y su sabiduría y todas sus riquezas para
comunicárselos, y que, por su muerte, le evita una muerte eterna! ¡Ah!
¡hijos míos, un cristiano por el que Dios hizo tanto milagros, por el
que Dios sufrió tanto, verse arder en el Infierno entre los demonios que
van a arrastrarle durante toda la eternidad entre las llamas! ¡Oh
horror!... ¡Oh desgracia espantosa!... ¡Oh! ¡el espectáculo horroroso de
ver así a un cristiano que esta totalmente cubierto con la Sangre
adorable de Jesucristo!
¡Por
desgracia! hijos míos, ¿quién podría pensar en esto sin estremecerse?
Sin embargo, he aquí la división de un número infinito de cristianos que
se burlan de los sacramentos y que desprecian todo lo que Jesucristo
hizo por ellos; ¡y muy desgraciados somos, si no queremos sacar provecho
de tantos medios como tenemos de asegurarnos el cielo! Las naciones
extranjeras abrirán los ojos del alma a la luz de la fe, y vendrán para
tomar el sitio que perdemos.
¡Lamentablemente!
hijos míos, tenemos razones para temer que Dios, en castigo del
desprecio que hacemos a lo que Jesucristo ha hecho por nosotros, nos
quite la fe de nuestro corazón, y nos deje caer en la ceguera y perecer!
¡Oh mi Dios, que desgracia para los cristianos que saben muy bien lo
que hay que hacer para salvarse, que, incluso aquí abajo, al no hacerlo,
pueden ser muy desgraciados por los remordimientos que les da su
conciencia! ¡Ah! hijos míos, ¡que desesperación durante la eternidad
para un cristiano a quien nada faltó para evitar todos estos tormentos
que padece! «¡Ah! se dirá, yo al que se dijo tantas veces que,
si lo quería, podía amar al buen Dios y salvar mi alma y me haría feliz
durante la eternidad; ¡yo a quien se le ofrecieron todas las gracias
para salir del pecado! ¡Ah! Si por lo menos, no hubiera sido cristiano.
¡Ah! ¿dice menos si nunca me habían hablado del servicio de Dios y de su
religión? Pero no, nada me faltó, lo tenía todo y no supe sacar
provecho de nada. Todo debía girar a mi felicidad, y, por el desprecio
que hice, todo giró a mi desgracia: ¡adiós, bello cielo! ¡adiós,
eternidad de delicias! ¡adiós, habitantes felices del cielo!.., ¡todo
está acabado para mí!... ¡Más de Dios, más de cielo, más de
felicidad!... ¡Oh! ¡que de lágrimas voy a derramar! ¡Oh! ¡que de gritos
voy a dar en estas llamas!...» ¡Pero más esperanza! ¡Oh!
¡Pensamiento triste que desgarrará a un cristiano durante la eternidad!
¡Ah! No perdamos un momento para evitar esta desgracia.
Es la felicidad que os deseo.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)