Ha
sido tan grande el odio de los tiranos contra los discípulos de
Jesucristo, que no contentos con probar su constancia en la fe con los
más horribles y exquisitos tormentos que pudo inventar la malicia, han
prohibido también muchas veces que se escribiesen sus gloriosas
acciones, ya para que no se perpetuase en la memoria de los hombres la
bárbara crueldad con que los atormentaban, y ya para que los mismos
cristianos no tuviesen a la vista unos ejemplares que debían excitarlos
al martirio. Y aunque la piedad y diligencia de los cristianos no
dejaban de conservar y recoger con el mayor cuidado las reliquias y
sagrados despojos de los mártires, que era lo que más les importaba,
tampoco se olvidaban otros de escribir las actas de sus martirios, el
proceso que se les formaba, los tormentos que padecían, y los prodigios
que en comprobación de su santidad y fe obraba con ellos el
Todopoderoso.
Sabemos
que se escribieron por extenso las circunstancias todas del martirio de
los santos hermanos Emeterio y Celedonio, pero el tirano que los
sentenció a muerte mandó, según dice Prudencio, que se entregase a las
llamas lo que se encontrase escrito acerca de estos santos. Por esta
razón es muy poco lo que con certeza se puede asegurar, así de la patria
y calidad, como de los tormentos y persecución que padecieron hasta la
muerte estos gloriosos y célebres mártires de Jesucristo. Dicese que
fueron naturales de León, e hijos de San Marcelo, que era de familia muy
ilustre, y a la sazón era capitán de la legión romana que habia en
aquella ciudad. A ejemplo de su padre siguieron también los dos hijos la
carrera de las armas, portándose en ella como verdaderos cristianos,
obedeciendo enteramente a sus jefes, en cuanto no era contrario a las
leyes de la religión que profesaban, y sirviendo al César sin desagradar
a Dios.
Habían
ya militado mucho tiempo bajo las banderas del emperador Diocleciano,
cuando sabiendo que se encendía una cruel persecución en España contra
el nombre cristiano, no pudiendo sufrir que fuese perseguida la religión
que habían mamado con la leche, siendo la sola verdadera y divina, se
encendieron en vivísimos deseos de pelear animosos por ella hasta darla
vida en su defensa. No habían llegado a León los edictos imperiales,
pero sabían haberse publicado en Calahorra, donde se hallaba el
procónsul, y que allí eran buscados los cristianos con exquisita
diligencia para obligarlos a que sacrificasen a los ídolos y renunciasen
el nombre y las obras de cristianos.
Vamos, pues, decía San Emeterio a su hermano Celedonio: «vamos
en busca del enemigo, donde quiera que se encuentre. Ya hace mucho
tiempo que militamos bajo las banderas mundanas; y en su servicio, o nos
consume el ocio, o la fatiga nos proporciona solamente un premio
perecedero y caduco. Sigamos ya las banderas triunfantes del verdadero y
único emperador de cielo y tierra. Ahora se declara una guerra cruel
contra nuestra fe, y esta es sin duda la mejor ocasión de hacer grandes
acciones, y ascender a un puesto más elevado. Vamos a ser soldados
bisoños en la milicia del cielo, los que somos ya veteranos en la de la
tierra. Sean nuestras encendidas palabras dardos penetrantes con que
triunfemos del enemigo; sea el escudo de la fe el que fortalezca nuestro
pecho intrépido contra las astucias enemigas. Vamos animosos a morir
por Jesucristo».
Así
exhortaba San Emcterio a su hermano Celedonio; y éste, no menos
resuelto a entrar en el mismo combate, le respondió en estos términos: «¿Pues
en qué te detienes? ¿dudas acaso sí me tendrás por compañero en tan
dichosa suerte? Después que hemos vivido juntos tanto tiempo, y puedes
tener bien conocidos mis deseos, ¿te parece que necesito yo de tus
persuasiones para acompañarte por el único y verdadero camino de la
gloria? Pues bien, dejemos al punto las insignias y las armas del
imperio, y vamos a buscar al cruel enemigo de la fe donde quiera que se
hallare». Así se animaron mutuamente los santos hermanos, y
renunciando el servicio del emperador y cuantas ventajas podían esperar
en la milicia, se encaminaron a la ciudad de Calahorra, donde era más
fuerte la persecución, y sin miedo a los imperiales edictos, predicaron
libremente a Jesucristo, reprendiendo al mismo tiempo la ciega
superstición de los paganos.
No
fue menester más para que luego fuesen mandados arrestar en una oscura
cárcel. Es indecible el gozo que sintieron los valerosos solidados,
viendo que sin duda aprobaba el cielo su resolución generosa, cuando los
hacia dignos de padecer por Jesucristo. Los que antes se animaban
mutuamente para buscar el martirio, ahora reiteraban con mayor eficacia
sus santas exhortaciones, y se encendían más en el amor divino, al paso
que se sentían confortados por él en medio de sus tormentos. En vano fue
tentada su constancia varias veces por los paganos, que esperaban
lograr un grande triunfo con reducir a los dos generosos soldados al
culto de sus dioses; pues los que habían desertado de la milicia del
mundo por servir en la del cielo, estaban bien persuadidos de que no
eran comparables los honores y premios que pudieran lograr en la tierra,
con los que Jesucristo les tenía preparados en su gloria. Resueltos a
padecer cuanto pudiese inventar contra ellos la crueldad de los tiranos,
no les atemorizaban las amenazas de haber de luchar con las fieras, o
de haber de sufrir cruelísimos azotes, o ser probados por el fuego, ú
ofrecer la cerviz al cuchillo: les era indiferente cualquier género de
muerte, y no sentían los tormentos, sino porque se les retardaba el
logro de sus ardientes deseos.
Asegura
el célebre poeta Prudencio que padecieron increíbles tormentos en la
prisión, después de haber estado siempre en ella cargados de hierros y
cadenas, pero se queja con razón de que la perfidia de los tiranos no
permitió, por no verse avergonzada, que se conservasen los monumentos de
su martirio, y de los prodigios que el Señor obró con los santos
mártires durante su larga prisión. Pero habiendo sido inútiles para
vencer su constancia cuantos ardides pudo inventar la rabia de los
paganos, fueron por último sentenciados a muerte por el procónsul romano
que gobernaba en Calahorra. Esta noticia llenó de indecible alegría a
los generosos soldados, que ya esperaban por momentos el feliz instante
que los iba a unir para siempre con su Dios. Sacáronlos de la cárcel, y
condujéronlos entre innumerable pueblo a las orillas del rio Arnedo,
donde debían ser degollados. Ya estaban en el lugar del suplicio, cuando
San Emeterio arrojó al aire el anillo que tenía en la mano, y Celedonio
un lienzo o pañuelo, que a vista del innumerable concurso se fueron
elevando hacia el cielo hasta perderse de vista. Este prodigio no
esperado llenó de admiración y pasmo, no solo a los circunstantes, sino
aun al mismo verdugo que iba ya a descargar el golpe mortal sobre los
mártires, quienes, instruidos por esta maravilla del camino que debían
seguir sus almas, y de que el cielo visiblemente había aceptado sus
dones, esperaban con ansia el último momento. Fueron por último
degollados allí mismo, y sus cuerpos sepultados cerca del dicho rio, en
donde se cree que permanecieron mucho tiempo, hasta que, finalizada la
persecución, fueron hallados y descubiertos, y hoy se conservan en la
catedral de Calahorra, siendo tenidos y venerados por principales
patronos de toda la diócesis, en la cual se celebra su fiesta con la
mayor solemnidad y devoción. En todos los dominios de España se celebra
también su día con oficio eclesiástico de rito doble, y se inserta en él
gran parte del elogio que hizo de estos santos mártires el poeta
Prudencio.
Dícese
que las cabezas de los dos santos fueron halladas, mucho tiempo después
de su glorioso martirio, en una abadía cerca de Santander, en la
montaña, y que antiguamente se llamaba este pueblo «Puerto de San Emeterio».
También se cree que parte de sus sagradas reliquias se trasladó
antiguamente a Talarn en Cataluña, desde donde fueron trasladadas a
Cardona el 19 de octubre de 1399, en tiempo del rey Martín de Aragón,
por su almirante el conde Juan Raimundo Folch I de Cardona, pero en
todas partes ha obrado el Señor innumerables prodigios por la
intercesión de estos gloriosos mártires con todos cuantos con verdadera
devoción los invocan.
PADRE JEAN CROISSET SJ. Año Cristiano, tomo III (traducción del P. José Francisco de Isla SJ). París, Librería de Rosa y Bouret, 1864.
ORACIÓN
Oh
Dios, que fortaleciste en la confesión de tu nombre a los gloriosos
mártires Emeterio y Celedonio, concédenos propicio que, pues veneramos
sus cuerpos en la tierra, gocemos de su compañía en el cielo. Por J. C.
N. S. Amén.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)