Los Obispos sin jurisdicción no pueden elegir al Papa.
Hemos
visto que en circunstancias anormales la elección del Papa –según el
pensamiento de los teólogos que han tratado la cuestión– corresponde al
Concilio general imperfecto, es decir, a los Obispos y prelados que
gozan, en la Iglesia misma, de jurisdicción. El Papa es en efecto Obispo
de la Iglesia universal: es entonces normal que excepcionalmente lo
elijan los prelados de la Iglesia universal que, con él y por debajo de
él, gobiernan una porción del rebaño. Hemos visto también que, por la
naturaleza misma de las cosas, y en consecuencia de cuanto se ha dicho,
están excluidos del número de los electores per accidens del Papa, los
Obispos titulares, Obispos consagrados con mandato romano pero privados
de jurisdicción en la Iglesia.
Con
mayor razón están excluidos del número de los electores –precisamente
por estar excluidos del Concilio general– los Obispos consagrados sin
mandato romano en las condiciones excepcionales de actual vacancia
(formal) de la Sede Apostólica. Tales Obispos han sido en efecto
consagrados válidamente y también, en nuestra opinión –al menos en
algunos casos– lícitamente; pero están sin embargo –en el modo más
absoluto– privados de jurisdicción, puesto que el Obispo recibe de Dios
la jurisdicción solamente por mediación del Papa, la cual queda excluida
en nuestro caso (14). Estando privados de jurisdicción, ellos no
pertenecen a la jerarquía de la Iglesia según la jurisdicción, por lo
que no son miembros de derecho del Concilio y no están entonces
habilitados para elegir válidamente al Papa, ni siquiera en casos
extraordinarios.
Este
punto de doctrina, ya establecido por sí mismo, es confirmado por la
imposibilidad práctica de elegir a un Papa seguro y no dudoso siguiendo
esta vía. ¿Quien podrá establecer de manera cierta, entre los numerosos
Obispos que han sido y serán todavía consagrados de esta manera, quienes
tienen el derecho de participar en la elección y quienes no lo tienen?
¿Quién tiene el derecho de convocar al Cónclave y quien no lo tiene?
¿Quién puede ser considerado como legítimamente consagrado y quien no?
En ausencia de criterio de discernimiento (el mandato romano, la sede
residencial) no hay límites en sí para estas consagraciones, ni por
parte de quien las puede autorizar (el Papa) ni en lo que concierne a la
porción de territorio a gobernar (la diócesis). El número de los
electores puede entonces crecer desmesuradamente sin garantía alguna de
su catolicidad, como concretamente ha sucedido. Y de hecho ya se ha
procedido a diversas elecciones que no tuvieron mayor efecto, ni
siquiera entre los partidarios del “conclavismo”, siempre listos para
“dar el paso”, pero solamente en teoría.
Con mayor razón, los laicos no pueden elegir al Papa.
Si
los Obispos titulares, aun nombrados por el Papa, no pueden elegir al
Papa, si tampoco pueden los Obispos meramente consagrados sin mandato
romano, menos podrán los simples sacerdotes. En cuanto a los laicos,
están excluidos de manera todavía más radical de cualquier elección
eclesiástica.
Esta
conclusión es confirmada por el derecho positivo de la Iglesia, tanto
en lo que concierne a toda elección eclesiástica en general como en lo
que concierne a la elección del Papa.
A
propósito de toda elección eclesiástica, el canon 166 estipula que “si
los laicos, contra la libertad canónica, se inmiscuyeran de cualquier
modo en una elección eclesiástica, la elección es inválida por el
derecho mismo” (Si laici contra canonicam libertatem electioni
ecclesiasticæ quoque modo sese immiscuerint, electio ipso iure invalida
est).
A
propósito de la elección papal, la autoridad la tiene la constitución
Vacante Sede Apostólica, promulgada por San Pío X el 25 de diciembre de
1904. El principio general es expresado en el nº 27: “El derecho de
elegir al Romano Pontífice corresponde única y exclusivamente
(privative) a los Cardenales de la Santa Romana Iglesia, estando
absolutamente excluida y apartada la intervención de cualquier otra
dignidad eclesiástica o potestad laica de cualquier grado u orden”. En
el nº 81, San Pío X renueva la condenación del llamado derecho de Veto o
de Exclusiva del poder laico ya sancionado por él mismo en la
Constitución Commissum nobis del 20 de enero de 1904, y concluye: “Esta
prohibición queremos que sea extendida a cualquier intervención,
intercesión u otro modo por el cual la autoridad laica de cualquier
orden o grado quisiera inmiscuirse en la elección del Pontífice”. El
Santo Papa hace alusión a lo sucedido durante el Cónclave que lo eligió
al Sumo Pontificado, cuando el Emperador Francisco José, por intermedio
del Cardenal Arzobispo de Cracovia, puso su veto a la elección del
cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, antiguo secretario de Estado de
León XIII. En la Constitución Commissum, San Pío X afirma que ese
presunto derecho de “Veto”, ya condenado por sus predecesores Pío IV (In
eligendis), Gregorio XV (Æterni Patris), Clemente XII (Apostolatus
officium) y Pío IX (In hac sublimi, Licet per Apostolicas y Consulturi),
es contrario a la libertad de la Iglesia. Su oficio, escribe el Santo
Pontífice, es el de procurar que “la vida de la Iglesia se desarrolle de
manera absolutamente libre, alejada de toda intervención externa, como
lo quiso su Divino Fundador, y como lo requiere absolutamente su excelsa
misión. Ahora bien, si hay una función en la vida de la Iglesia que
requiere más que cualquier otra de esta libertad, debe reconocerse sin
duda alguna que es aquella que concierne a la elección del Romano
Pontífice; en efecto ‘no se trata de un miembro, sino de todo el cuerpo,
cuándo se trata de la cabeza’ (Gregorio XV, Æterni Patris)”. La
exclusión de la intervención de las autoridades civiles incluye
naturalmente la de cualquier otro miembro del laicado: “Establecemos que
no es lícito a nadie, ni tampoco a los jefes de estado, bajo cualquier
pretexto, interponerse o injerirse en la grave cuestión de la elección
del Romano Pontífice”.
Como
se ve, la exclusión de toda intervención laica es considerada por San
Pío X no como una disposición transitoria, sino como absolutamente
necesaria para que la Iglesia sea como la quiso su Fundador, Jesucristo.
Lo
establecido por el Código de derecho canónico y por San Pío X es
perfectamente conforme con toda la tradición. El Código mismo remite al
Corpus iuris canonici (el antiguo derecho eclesiástico), donde las
decretales de Gregorio IX (libro I, título VI, de electione et electi
potestate) prevén la invalidez de la elección realizada por laicos: el
capítulo 43 cita al IV Concilio de Letrán de 1215 (Constitución XXV:
“Quienquiera consintiera a su propia elección hecha abusivamente por el
poder secular, contra la libertad canónica, pierde la elección y se
vuelve inelegible…”); el capítulo 56 cita un documento de Gregorio IX de
1226 por el cual se declara inválida la elección de un obispo hecha por
laicos y por canónigos, según una costumbre mejor llamada “corrupción”.
Podríamos
citar otros documentos eclesiásticos a este propósito, entre los cuales
diversos Concilios ecuménicos: el segundo Concilio de Nicea del año 787
(DS 604), el segundo de Constantinopla del año 870 (DS 659), el primer
Concilio de Letrán, de 1123, contra las investiduras de los laicos (DS
712) …
Si
en el pasado la Iglesia debió defender su libertad de la influencia de
los Príncipes en las elecciones, con la Revolución ella tuvo que
defenderla de la pretensión democrática de hacer elegir a los Obispos
por el pueblo. Es así que el Papa Pío VI, por el Breve Quod aliquantulum
del 10 de marzo de 1791, condena la Constitución civil del clero votada
por la Asamblea nacional. El Papa Braschi ligaba, no por casualidad,
las decisiones en la materia de los revolucionarios franceses con los
errores más antiguos de Wyclif, Marsilio de Padua, Jean de Jandun y
Calvino (cfr. Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, 81-82, y Pío VI, Ecrits
sur la Révolution française, Ed. Pamphiliennes, págs. 16-20).
¿Cuál
es entonces el valor de la participación popular en ciertas antiguas
elecciones? Lo recuerda nuevamente Journet: “A través del tiempo tomaron
parte en la elección, a diversos títulos: el clero romano (por un
título que parece primero y directo), el pueblo (pero en cuanto daba su
consentimiento y su aprobación a la elección hecha por el clero), los
príncipes seculares (sea de manera lícita dando simplemente su
consentimiento y su apoyo al elegido; sea de manera abusiva prohibiendo,
como hizo Justiniano, que el elegido fuera consagrado antes de la
aprobación del emperador), finalmente los cardenales, que son los
primeros entre los clérigos romanos, de suerte que es al clero romano
que hoy es de nuevo confiada la elección del Papa” (op. cit., pág. 977)
(15).
Entonces,
para el pueblo de los fieles, un voto solamente consultivo o
aprobativo; y es así por una exigencia dogmática fundada en la
distinción y la subordinación que existen en la Iglesia entre clero y
fieles, distinción que es de derecho divino. Es lo que recuerda, entre
otras cosas, un teólogo romano, el Cardenal Mazzella:
“En tercer lugar, de los mismos documentos se sigue, sea la distinción entre Clérigos y Laicos, sea el hecho de que la jerarquía constituida en el orden clerical es de derecho divino; y entonces que por el mismo derecho divino la forma democrática está excluida del gobierno de la Iglesia. Esta forma democrática subsiste cuando la autoridad suprema se halla en toda la multitud; no en cuanto que toda la multitud mande y gobierne en acto, lo que sería imposible; sino ‘en cuanto que, como dice Belarmino (de Rom. Pont., l. 1, c. 6), allí donde está en vigor el régimen popular, los magistrados son constituidos por el pueblo mismo, y reciben de éste su autoridad; no pudiendo legislar por sí mismo, el pueblo debe al menos instituir representantes que lo hagan en su nombre’. Pero, supuesta una jerarquía divinamente constituida en el orden clerical, es a esta y no a todo el pueblo que la autoridad ha sido comunicada por Cristo; y por consiguiente, es por institución de Cristo que el derecho de constituir a los gobernantes no reside en el pueblo, y que éstos no gobiernen la Iglesia en nombre del pueblo. Para una mejor comprensión de lo dicho, observamos:
1) como dice Belarmino (de mem. Eccles., l. 1, c. 2), ‘en la creación de los Obispos se contienen tres cosas: la elección, la ordenación y la vocación o misión; la elección no es otra cosa que la designación de una persona determinada a la prelatura eclesiástica; la ordenación es una ceremonia sagrada por la cual, mediante un rito determinado, el futuro Obispo es ungido y consagrado; la misión o vocación confiere la jurisdicción, y por el hecho mismo hace al pastor y al prelado’.
2) Así, el hecho de elegir, de pedir y de dar testimonio, son cosas muy diferentes. En efecto, quien da testimonio en favor de alguien o pide que el tal sea elegido, no le confiere un derecho a obtener una dignidad; sino que cumple solamente la función de una persona que alaba y pide. Aquel que elige, en cambio, llama canónicamente a la dignidad, y confiere un verdadero derecho a recibirla (…)” (16).
En
resumen, en las elecciones eclesiásticas el pueblo puede dar testimonio
de las cualidades de un sujeto (testimonium reddere) y pedir su
elección (petere), pero no puede en absoluto votar en una elección
canónica y elegir entonces a un candidato para un cargo eclesiástico
dándole el derecho de recibir –en cuanto persona elegida– dicho cargo. Y
esta conclusión se funda en un principio que pertenece a la fe y a la
voluntad del Señor: es decir, el hecho de que la Iglesia no es una
sociedad democrática sino jerárquica (e incluso monárquica) (17),
fundada en la distinción –de derecho divino– entre Clérigos y Laicos.
Los “tradicionalistas” que atribuyen a personas que no forman parte de
la jerarquía de jurisdicción, e incluso a simples fieles, el poder de
elegir hasta al Sumo Pontífice, están paradójicamente contaminados con
la herejía de una Iglesia democrática tan difundida entre los
“modernistas”, del estilo “comunidad de base” o “la Iglesia somos
nosotros”.
Padre FRANCESCO RICOSSA, IMBC. La elección del Papa (fragmento). Revista Sodalitium, N.º 55 de la edición italiana (54 francesa).
NOTAS (del original)
[14] Como ya he probado en otra parte (F. RICOSSA, Le consacrazioni episcopali,
C.L.S., Verrua Savoia, 1997), la Iglesia enseña que el Obispo no recibe
la jurisdicción mediante la Consagración, sino sólo mediante el Papa,
aunque el Vaticano II enseñe lo contrario. Contra esta doctrina,
enseñada repetidamente por el magisterio ordinario, no sirve de nada
objetar con ejemplos históricos de elecciones (y consagraciones)
episcopales durante la sede vacante. Estas elecciones demuestran sólo la
no ilicitud –en caso de sede vacante por ejemplo– de consagraciones
episcopales, pero no demuestran que los elegidos gozaran de la
jurisdicción episcopal, que sólo recibieron, con la confirmación de su
elección canónica, del nuevo Papa. Esto no impide que hayan podido creer
de buena fe tener jurisdicción ya antes de la confirmación papal, dado
que la doctrina que defendemos (según la cual la jurisdicción episcopal
viene del Papa y no de la consagración) ha sido precisada por el
magisterio en períodos posteriores a estos hechos históricos, mientras
que todavía era discutida en el Concilio de Trento. Señalo entre otras
cosas que la doctrina de Cayetano a este propósito –también en esto fiel
discípulo de Santo Tomás– es la que acabamos de recordar (cfr. no 267).
[15] Journet concluye remitiendo al Dictionnaire de théologie catholique, en la voz Election des papes, para “una exposición histórica de las diversas condiciones en las cuales los papas han sido elegidos”. Aprovecho para señalar cuan decepcionante es el DTC en la cuestión que estamos tratando (y no es el único caso). El redactor de la voz “elección de los papas” se limita en efecto a una exposición histórica, omitiendo en cambio los puntos de vista teológicos y dogmáticos que son mucho más importantes: un punto de vista que ha inducido a error –por omisión– a muchos lectores e investigadores.
[16] Camillo Card. MAZZELLA, De Religione et Ecclesia, Prælectiones Scolastico-Dogmaticæ, Roma, 1880. Agradezco a Mons. Sanborn que me señaló esta cita hace años (mientras que es a mí que pertenece toda falta por los errores de traducción).
[17] Cfr. SAN PÍO X, ep. Ex quo nono, 26/12/1910, DS 3555, donde se condena el error opuesto profesado por los cismáticos orientales. Recientemente, en cambio, Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha negado que la Iglesia sea monárquica.
Excelente página y excelente artículo, ¡ya está bién de conclavismos espúreos y demás quijotadas rocambolescas!.
ResponderEliminarAmados, quisiera que me recomendaran alguna obrita, o tratadito, más o menos moderno si puede ser, había pensado de la B.A.C. v.g. de los años 50, sobre CELIBATO Y SACERDOCIO en general. A modo de estudio histórico y fundamentación teológica-dogmática-moral.
Buscando he encontrado realmente poco. Por eso quería un MONOGRÁFICO sobre el tema y no meros capítulos dispersos en diferentes manuales de temática general. Si es más antiguo no se preocupen, también me sierve.
Muchas gracias y Dios les asista.
Hemos encontrado solamente el libro De continentia et abstinentia, de Alfonso Pisano SJ (https://books.google.com.co/books?id=M2o-AAAAcAAJ&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false) en 1579; y el tratado Defensa del celibato eclesiástico de Mons. Manuel José Mosquera, arzobispo de Santa Fe de Bogotá (https://books.google.com.co/books?id=vIRPAAAAYAAJ&pg=PA88&dq=Jos%C3%A9+Manuel+Mosquera+Defensa+del+Celibato+Eclesi%C3%A1stico&hl=es-419&sa=X&ved=0ahUKEwizlMrPytXgAhXMqFkKHb7hBV0Q6AEILDAB#v=onepage&q=Jos%C3%A9%20Manuel%20Mosquera%20Defensa%20del%20Celibato%20Eclesi%C3%A1stico&f=false) escrito en 1838.
EliminarMil gracias, es más que suficiente y quedo ufano y cumplimentado en extremo.
EliminarReciban mis agradecímientos. Adictísimo de udes.