“Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios, y Dios ha escogido a los flacos del mundo para confundir a los fuertes”. (1 Corintios 1, 27).
San Espiridión, uno de los más ilustres Confesores de Jesucristo, célebre en toda la Iglesia por su santidad y por sus milagros, nació en la isla de Chipre a mitad del siglo III. Su familia era cristiana, y se distinguía por la hospitalidad que ejercitaba con los siervos de Dios. Nuestro Santo pasó sus primeros años en el monte guardando el ganado de su padre, y esta soledad no sirvió poco para criarle y arraigarle en la inocencia. El Señor, que gusta derramar abundantemente sus gracias en las almas puras, le dio desde niño un gusto particular a la virtud. Espiridión gustaba de Dios; la soledad tenía muchos atractivos para él; y hubiera pasado su vida en este inocente y humilde retiro, si sus padres no le hubieran obligado a casarse. Aunque tenía repugnancia a abrazar este estado, obedeció, resuelto siempre a vivir una vida pura y cristiana en el matrimonio. Este nuevo estado no desconcertó la regularidad de sus costumbres ni su conducta. Quiso continuar su ejercicio de pastor, el que apartándole del comercio de los hombres, le daba más libertad para conversar con Dios, y no perderle jamás de vista. Su soledad le hacía cada día más interior, y el Espíritu Santo, que le instruía, le hacía admirar todos los dias las maravillas y las perfecciones del Criador en todas sus criaturas.
Por más oscuro que fuese el empleo y la habitación de Espiridión en los bosques, el resplandor de su alta virtud no dejaba de hacerse admirar en los poblados. No se hablaba en toda la isla sino de la santidad de este admirable pastor; cuando Maximino, apellidado Daya o Danés, habiendo sido creado césar con Severo el año 304, y habiéndole cabido en la particion el Oriente, comenzó a ejercer contra los Cristianos crueldades nunca oídas. La reputación de Espiridión estaba demasiado extendida por todo el país para no ser delatada a los ministros de Maximino como uno de los más célebres cristianos que había en la isla de Chipre. En efecto, fue preso y condenado a las minas después de haberle sacado el ojo derecho y desjarretado el nervio de la pierna izquierda. El santo Confesor, saltando de gozo por haber sido encontrado digno de padecer por Jesucristo, fue al lugar de su destierro, y trabajó en las minas hasta la muerte del tirano, que sucedió hacia el año 313. Habiendo cesado la persecución por la muerte de Maximino, volvió San Espiridión a la isla de Chipre, y gozó de la paz que dio a la Iglesia el reinado del gran Constantino.
Como el amor a su querida soledad se había hecho más vivo y mas ardiente despues de su gloriosa confesion de la fe, volvió San Espiridión a su primer ejercicio de pastor y a la oscuridad de su primer retiro. Pero no tardó Dios en manifestar con prodigios la eminente santidad de su siervo. Cuenta Sozomeno, que habiendo entrado una noche en su cabaña unos ladrones, se sintieron detenidos por una mano invisible, y como presos con cordeles que no los dejaban escapar. Habiendo ido por la mañana San Espiridión, segun costumbre, a apacentar su ganado, los encontró todavía suspensos e inmobles, y ellos, avergonzados de verse cogidos en esta postura, le confesaron su mala intención. El Santo se compadeció de ellos, se puso en oración, y habiendo conseguido desatarlos, les dio un carnero, añadiendo con gracejo, que quería pagarles la pena que habían tenido en guardar su ganado durante la noche: al despedirlos les dijo que hubieran hecho mejor si le hubieran pedido lo que necesitaban que en tomarlo por su mano; y después de haberles hecho una reconvención llena de dulzura y caridad sobre la vida que traían, les dejó irse en paz.
Nuestro Santo crecía todos los días en virtud, y su virtud se hacía admirar cada día más: cuando mientras él se ocupaba en apacentar las ovejas le escogió Dios como a otro Moisés para conductor de su pueblo. Habiendo muerto el obispo de Tremitunte en la isla de Chipre, el clero y el pueblo clamaron, sin duda por inspiración, que querían todos por obispo a Espiridión. Estaba viudo hacía muchos años, y su vida hubiera podido servir de modelo a los más santos religiosos y a los más perfectos anacoretas. Una elección, que tenía tantas señales de ser de Dios, no halló oposición sino de parte del Santo. Representó su poca capacidad, su simplicidad y su poca habilidad para encargarse del cuidado de una iglesia. Todo se despreció, y después de haber recibido todos los sagrados órdenes, fue consagrado obispo con universal aplauso. Su conducta, llena de prudencia y de piedad, justificó bien pronto una tan santa elección. Aunque la sencillez parecía ser el carácter particular de todas sus acciones, era una sencillez acompañada siempre de prudencia, una sencillez que le hacía familiar la comunicacion con Dios, y que le hacía caminar con seguridad: aunque no tenía letras, ni parecía haber estudiado las ciencias humanas, no dejaba de estar muy instruido en las santas Escrituras; y parecía haber sido instruido por el Espíritu Santo, según poseía la ciencia de la Religión, y según la exactitud con que observaba y hacía observar las tradiciones eclesiásticas.
Hallándose un dia en una junta de los obispos de Chipre, uno de ellos, llamado Trifilo, obispo de Ledres, hombre elocuente y de gran literatura, fue encargado de predicar al pueblo en la misa: teniendo que citar el pasaje del Evangelio en que Jesucristo dijo al paralítico que se levantara y cogiera su lecho, se sirvió de otra expresion griega como más noble. San Espiridión no pudo sufrir aquella falsa delicadeza, y levantándose, con una especie de indignación, representó al predicador con humildad que él no era más hábil que aquel que había dicho tolle grabátum, para que quisiera usar en lugar de grabátum de la palabra lectum. Se aplaudió su celo, y conocieron todos el respeto con que se deben mirar todas las palabras de la sagrada Escritura.
Jamás se vio más dulzura, más caridad, más celo en un pastor: todo el mundo le respetaba como a un varón de Dios, todos le miraban como a su padre. No hubo pobre en toda su diócesis que, por decirlo así, no fuese más rico que él, pues todo lo que tenía lo daba a los pobres. Había tenido de su matrimonio una hija llamada Irene, que había consagrado a Dios su virginidad; la cual vivia con él y le servía, haciendo profesión de una virtud muy ejemplar. Habiendo muerto esta hija antes que él, una particular vino a pedirle un depósito que había entregado a su hija sin noticia del padre. Habiendo buscado San Espiridión por toda la casa el depósito, y no habiéndole encontrado, se fue con la dueña al sepulcro de su hija; y en presencia de mucha gente que le había acompañado, la llamó por su nombre, y la preguntó dónde había puesto el depósito que le pedía aquella mujer. Y diciendo la difunta en voz inteligible a todos el lugar donde le había puesto, el Santo dijo: «Descansa en paz, hija mía, hasta que el Señor te resucite».
Los milagros acompañaban todas sus acciones, y se multiplicaban a cada paso. Saliendo un día de su casa para ir a la iglesia, se le puso delante una mujer joven, extranjera, que llevaba un hijo muerto entre sus brazos; y ya sea que el dolor la impidiese explicarse, sea que ignorase la lengua del país, no hizo otra cosa que poner su hijo a los pies del Santo, no hablando sino con gemidos, sollozos y lágrimas. El santo Obispo conoció fácilmente lo que esta mujer desconsolada quería; y movido a compasión suplicó a Dios consolase a aquella mujer, y al mismo instante resucitó el niño, lo que causó en la madre un gozo tan excesivo, que murió allí mismo, y fue necesario que el Santo hiciese otro milagro para dar la madre al hijo, así como había dado antes el hijo a la madre.
Hacia siempre a pie la visita de su diócesis, sin tren, sin fausto, sin equipaje: su pobreza y su sencillez en nada derogaban su carácter; su santidad le hacía en todas partes más respetable; y en efecto, no se veía obispo más respetado, confirmando Dios todos los días con nuevos milagros la veneración que le tenían. Habiendo sido calumniado un amigo suyo, que estaba ya para ser condenado al último suplicio, en este conflicto escribió al Santo rogándole que viniera a verle: el Santo tomó al punto su camino; pero hallándose detenido por un arroyo, hizo la señal de la cruz sobre las aguas, las que habiéndose separado, le dejaron libre el paso, y quedaron detenidas hasta que hubo llegado a la otra ribera.
Jamás se vio más dulzura, más caridad, más celo en un pastor: todo el mundo le respetaba como a un varón de Dios, todos le miraban como a su padre. No hubo pobre en toda su diócesis que, por decirlo así, no fuese más rico que él, pues todo lo que tenía lo daba a los pobres. Había tenido de su matrimonio una hija llamada Irene, que había consagrado a Dios su virginidad; la cual vivia con él y le servía, haciendo profesión de una virtud muy ejemplar. Habiendo muerto esta hija antes que él, una particular vino a pedirle un depósito que había entregado a su hija sin noticia del padre. Habiendo buscado San Espiridión por toda la casa el depósito, y no habiéndole encontrado, se fue con la dueña al sepulcro de su hija; y en presencia de mucha gente que le había acompañado, la llamó por su nombre, y la preguntó dónde había puesto el depósito que le pedía aquella mujer. Y diciendo la difunta en voz inteligible a todos el lugar donde le había puesto, el Santo dijo: «Descansa en paz, hija mía, hasta que el Señor te resucite».
Los milagros acompañaban todas sus acciones, y se multiplicaban a cada paso. Saliendo un día de su casa para ir a la iglesia, se le puso delante una mujer joven, extranjera, que llevaba un hijo muerto entre sus brazos; y ya sea que el dolor la impidiese explicarse, sea que ignorase la lengua del país, no hizo otra cosa que poner su hijo a los pies del Santo, no hablando sino con gemidos, sollozos y lágrimas. El santo Obispo conoció fácilmente lo que esta mujer desconsolada quería; y movido a compasión suplicó a Dios consolase a aquella mujer, y al mismo instante resucitó el niño, lo que causó en la madre un gozo tan excesivo, que murió allí mismo, y fue necesario que el Santo hiciese otro milagro para dar la madre al hijo, así como había dado antes el hijo a la madre.
Hacia siempre a pie la visita de su diócesis, sin tren, sin fausto, sin equipaje: su pobreza y su sencillez en nada derogaban su carácter; su santidad le hacía en todas partes más respetable; y en efecto, no se veía obispo más respetado, confirmando Dios todos los días con nuevos milagros la veneración que le tenían. Habiendo sido calumniado un amigo suyo, que estaba ya para ser condenado al último suplicio, en este conflicto escribió al Santo rogándole que viniera a verle: el Santo tomó al punto su camino; pero hallándose detenido por un arroyo, hizo la señal de la cruz sobre las aguas, las que habiéndose separado, le dejaron libre el paso, y quedaron detenidas hasta que hubo llegado a la otra ribera.
Habiendo sido convocado en su tiempo el primer concilio general de Nicea, asistió a él nuestro santo Obispo, y aumentó el número de tantos ilustres Confesores como hacían la mayor parte de este concilio. Una junta de tan sabios y tan santos prelados atrajo muchas gentes, y sobre todo muchos sofistas y filósofos paganos, muy versados en la dialéctica, los que pidieron los dejasen conferenciar con los obispos, esperando embrollarlos con sus sutilezas, y vengar con esta pretendida victoria el daño que la religión cristiana habia hecho al paganismo. Uno de los mas osados y mas hábiles de estos filósofos se presentó, y dio desde luego pruebas de su suficiencia. Aunque entre los obispos se encontraban muchos hombres sabios y ejercitados también en el arte de la disputa, ninguno pudo llegar a convencerle y cerrar la boca a este sofista insolente, el que por su artificiosa locuacidad y por sus sofismas eludía las más fuertes razones, y con tono y ademán de triunfo parecía insultar a los obispos. No pudiendo sufrir San Espiridión la arrogancia del filósofo pagano, que se burlaba de los defensores de la verdad con fausto y altanería, se levanta de su silla, y pide a los prelados de la asamblea que le dén permiso para hablar. Por más alta que fuese la idea que se tenía de su piedad, como no era tenido por sabio, su petición hizo reír a muchos; los más sabios llegaron a avergonzarse, pareciéndoles que la simplicidad del buen viejo había de dar a los enemigos de la Religión alguna ventaja sobre los Cristianos: sin embargo, el respeto que se tenía a su edad y a su santidad hizo que nadie se atreviera a embarazarle el que hablase. El filósofo, fiero como otro Goliat, le recibió como a un niño que aun no sabe articular las palabras. Habiéndose el Santo acercado a él, le dijo con un tono grave y majestuoso: «Oye, filósofo, en el nombre de Jesucristo, y aprende la verdad: No hay más que un Dios, criador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles; que lo ha hecho todo por la virtud de su Verbo, y que lo ha afirmado todo por la santidad de su Espíritu. Este Verbo, a quien nosotros llamamos el Hijo de Dios, tuvo compasión de los desbarros y miserias de los hombres, y quiso encarnar y nacer de una Virgen, conversar entre los hombres como uno de ellos, morir por ellos, resucitar para abrirles y allanarles el camino de una vida eterna. Al fin de los tiempos vendrá a juzgar a todos los hombres para premiarlos o castigarlos según el bien o el mal que hubiesen hecho. Hé aquí, filósofo, lo que nosotros creemos sin curiosidad y sin ostentacion. Ahora, pues, sin atormentarte inútilmente en buscar razones contra lo que acabo de decirte, ni examinar lo que ni tú ni yo somos capaces de comprender, respóndeme solamente si lo crees; esto es solamente lo que te pido». El filósofo, que le había estado escuchando atentamente y con respeto todo el tiempo que había hablado, dijo en voz alta que lo creía; y no pudo responder otra cosa. «Si crees estas verdades, replicó el santo Obispo, ven conmigo a la iglesia, y recibe la señal y el sello de esta fe». Como se había levantado un gran ruido en toda la sala, que estaba llena de una tropa innumerable de gentes, excitado por el pasmo de los unos y por la admiración de los otros, el filósofo, que se había puesto en ademán de seguirle, volviéndose hacia la gente exclamó: «Oidme, los que hacéis profesión de sabios: mientras que se ha disputado conmigo con palabras, he respondido con palabras, y he empleado el arte del raciocinio para refutar los raciocinios que se han empleado do contra mí; mas cuando a las palabras se ha hecho suceder una fuerza enteramente divina, las palabras humanas no han podido sostener esta fuerza, y el hombre no ha podido resistir a Dios. Sentid vosotros esta virtud sobrenatural y os rendiréis fácilmente a la verdad, creeréis en Jesucristo como yo creo, y seguireis como yo a este santo Obispo por quien Dios ha hablado». Este filósofo, a quien algunos llaman Eusebio, después de haber dado mil gracias al Santo por haberle convencido y convertido, se fue tras él, y recibió el Bautismo el mismo día.
Un suceso tan maravilloso dio un nuevo lustre a la virtud de nuestro Santo, e hizo célebre su nombre en todo el imperio. San Espiridión asistió aun muchos años después al concilio de Sárdica, donde la fe de Nicea fue confirmada, y absuelto San Atanasio. Habiendo caído enfermo el emperador Constancio, que había sucedido al gran Constantino su padre, y estando desahuciado de los médicos, recurrió al valimiento que tenía nuestro Santo con Dios, y le hizo venir a Antioquía a pesar de su avanzada edad. Habiéndose presentado a la puerta de palacio con un equipaje muy pobre, fue despedido con desprecio, y aun se dice le dieron una bofetada, y que habiendo presentado el otro carrilo, este acto de humildad del venerable anciano dio tal golpe al guardia, que le hizo arrepentir y pedir perdón de su arrebato. Habiendo entrado, oró a Dios por la salud del emperador, el cual sanó milagrosamente, lo que aumentó la veneración al Santo en la ciudad y en el palacio.
San Espiridión se volvió a su iglesia, donde tuvo revelación del día de su muerte, pero no tuvo mucho que hacer para disponerse a tener una muerte santa y preciosa, pues su larga vida no había sido otra cosa que una continua preparación para la muerte. Murió, en fin, lleno de días y de merecimientos, el 12 de diciembre según el Menologio de los griegos, que celebran todavía su fiesta con gran solemnidad, y la ponen entre las de primera clase y de primera obligación.
REFLEXIÓN
¿Quién no admira el poder de la gracia, que convierte hasta a los más rudos y sencillos pastorcillos en tan grandes santos? Ella se abre paso a través de todos los obstáculos si cuenta con la cooperación del hombre: y de ahí esa variedad tan asombrosa de santos de todas condiciones, sexos y edades de la Iglesia de Dios. Dichoso tú si, a ejemplo del santo obispo Espiridión, te vales para santificarte de tus mismas ocupaciones. Ofrécelas a Dios cada día por la mañana: levanta durante ellas a menudo tu corazón, y con eso no más, será tu vida una serie no interrumpida de actos de virtud.
ORACIÓN
Concédenos, Señor todopoderoso, en la augusta solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Espiridión, nuevo aumento de devoción y de salud. Por Jesucristo Señor Nuestro. Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)