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ORGULLOSAMENTE HISPANOHABLANTES

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miércoles, 19 de diciembre de 2018

DUDAS Y CONVERSIÓN DE SAN JOSÉ

San José ante la Virgen María (Anónimo, Museo Nacional del Virreinato-Tepotzoplán, México)
     
El Evangelio nos cuenta que San José estaba desposado con María Santísima, y que habiendo regresado Ella de la casa de San Zacarías y Santa Isabel, luego de tres meses de estadía allí, San José se entera de que su Esposa esperaba un hijo. San José ignoraba la causa, y como hombre justo que era decide repudiarla en secreto marchándose de Nazaret, donde él vivía y tenía su negocio, para no exponerla a la infamia de una acusación. Pero cuando tomó esa resolución, envióle Dios en sueños a un ángel, diciendo «José, hijo de David, no temas acoger a María tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”, ante lo cual resuelve perseverar en el matrimonio.
  
Para comprender con más detalle este pasaje, María Santísima le reveló a Sor María de Jesús de Ágreda varios detalles del Misterio y esclarecióla con celestial doctrina para aplicar en su vida y religión. Leamos pues, los cuatro primeros capítulos de la parte segunda de la Mística Ciudad de Dios:
  
Capítulo 1: Conoce el santo José el preñado de su esposa María Virgen y entra en grande cuidado sabiendo que en él no tenía parte.
  
375. Del divino preñado de la Princesa del cielo corría ya el quinto mes cuando el castísimo José, esposo suyo, había comenzado a tener algún reparo en la disposición y crecimiento de su vientre virginal; porque en la perfección natural y elegancia de la divina esposa, como arriba dije (Cf supra n. 115), se podía ocultar menos y descubrirse más cualquiera señal y desigualdad que tuviera. Un día, saliendo María santísima de su oratorio, la miró con este cuidado San José y conoció con mayor certeza la novedad (Mt 1, 18), sin que pudiese el discurso desmentir a los ojos en lo que les era notorio. Quedó el varón de Dios herido el corazón con una flecha de dolor que le penetró hasta lo más íntimo, sin hallar resistencia a las fuerzas de sus causas que a un mismo tiempo se juntaron en su alma. La primera el amor castísimo, pero muy intenso y verdadero, que tenía a su fidelísima esposa, donde desde el principio estaba su corazón más que en depósito, y con el agradable trato y santidad sin semejante de la gran Señora se había confirmado más este vínculo del alma de San José en obsequio suyo. Y como ella era tan perfecta y cabal en la modestia y humilde severidad, entre el respeto cuidadoso de servirla, tenía el santo José un deseo, como natural a su amor, de la correspondencia del de su esposa. Y esto ordenó así el Señor para que con el cuidado de esta recíproca satisfacción le tuviese mayor el santo en servir y estimar a la divina Señora.
  
376. Cumplía con esta obligación San José como fidelísimo esposo y despensero del sacramento que aún le estaba oculto; y cuanto era más atento a servir y venerar a su esposa y su amor era purísimo y castísimo, santo y justo, tanto era mayor el deseo de que ella le correspondiese; aunque jamás se lo manifestó ni le habló en esto, así por la reverencia a que le obligaba la majestad humilde de su esposa, como porque no le había sido molesto aquel cuidado a vista de su trato y comunicación, conversación y pureza más que de ángel. Pero cuando se halló en este aprieto, testificándole la vista la novedad que no podía negarle, quedó su alma dividida con el sobresalto. Aunque satisfecho que en su esposa había aquel nuevo accidente, no dio al discurso más de lo que no pudo negar a los ojos, porque como era varón santo y recto (Mt 1, 19), aunque conoció el efecto, suspendió el juicio de la causa; porque si se persuadiera a que su esposa tenía culpa, sin duda el santo muriera de dolor naturalmente.
  
377. Juntóse a esta causa la certeza de que no tenía parte en el preñado que conocía por sus ojos, y que la deshonra era por esto inevitable, cuando se llegase a saber. Y este cuidado era de tanto peso para San José, cuanto él era de corazón más generoso y honrado y con su gran prudencia sabía ponderar el trabajo de la infamia propia y de su esposa, si llegaban a padecerla. Y la tercera causa, que daba mayor torcedor al santo esposo, era el riesgo de entregar a su esposa para que conforme a la ley fuese apedreada (Lev 20, 10; Dt 22, 23-24) —que era el castigo de las adúlteras— si fuese convencida de este crimen. Entre estas consideraciones, como entre puntas de acero, se halló el corazón de San José herido de una pena o de muchas juntas, sin hallar de improviso otro sagrado con que aliviarse más de la asentada satisfacción que tenía de su esposa. Pero como todas las señales testificaban la impensada novedad y no se le ofrecía al santo varón alguna salida contra ellas, ni tampoco se atrevía a comunicar su dolorosa aflicción con persona alguna, hallábase rodeado de los dolores de la muerte (Sal 17, 5) y sentía con experiencia que la emulación es dura como el infierno (Cant 8, 6).
  
378. Quería discurrir a solas, y el dolor le suspendía las potencias. Si el pensamiento quería seguir al sentido en las sospechas, todas se desvanecían como el hielo a la fuerza del sol y como el humo en el viento, acordándose de la experimentada santidad de su recatada y advertida esposa. Si quería suspender el afecto de su castísimo amor, no podía, porque siempre la hallaba digno objeto de ser amado, y la verdad, aunque oculta, tenía más fuerzas para atraer que el engaño aparente de la infidelidad para desviarle. No se podía romper aquel vínculo asegurado con fiadores tan abonados de verdad, de razón y de justicia. Para declararse con su divina esposa, no hallaba conveniencia, ni tampoco se lo permitía aquella igualdad severa y divinamente humilde que en ella conocía. Y aunque veía la mudanza en el vientre, no correspondía el proceder tan puro y santo a tal descuido como se pudiera presumir, porque aquella culpa no se compadecía con tanta pureza, igualdad, santidad, discreción, y con todas las gracias juntas en que era manifiesto el aumento cada día en María santísima.
 
379. Apeló de sus penas el santo esposo José para el tribunal del Señor, por medio de la oración, y puesto en su presencia, dijo: «Altísimo Dios y Señor eterno, no son ocultos a vuestra divina presencia mis deseos y gemidos. Combatido me hallo de las violentas olas que por mis sentidos han llegado a herir mi corazón. Yo le entregué seguro a la esposa que recibí de vuestra mano. De su grande santidad he confiado (Prov 31, 11), y los testigos de la novedad que en ella veo me ponen en cuestión de dolor y temor de frustrarse mis esperanzas. Nadie que hasta hoy la ha conocido, pudo poner duda en su recato y excelentes virtudes, pero tampoco puedo negar que está preñada. Juzgar que ha sido infiel y que os ha ofendido, será temeridad a la vista de tan peregrina pureza y santidad; negar lo que la vista me asegura, es imposible; mas no lo será morir a fuerza de esta pena, si aquí no hay encerrado algún misterio que yo no alcanzo. La razón la disculpa, el sentido la condena. Ella me oculta la causa del preñado, yo le veo; ¿qué he de hacer? Conferimos al principio los votos de castidad que entrambos prometimos para vuestra gloria, y si fuera posible que hubiera violado vuestra fe y la mía, yo defendiera vuestra honra y por vuestro amor depusiera la mía. Pero ¿cómo tal pureza y santidad en todo lo demás se puede conservar, si hubiera cometido tan grave crimen? ¿Y cómo siendo santa y tan prudente me cela este suceso? Suspendo el juicio y me detengo, ignorando la causa de lo que veo. Derramo en vuestra presencia (Sal 141, 3) mi afligido espíritu, oh Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob. Recibid mis lágrimas en acepto sacrificio, y si mis culpas merecieron vuestra indignación, obligaos, Señor, de vuestra propia clemencia y benignidad y no despreciéis tan vivas penas. No juzgo que María os ha ofendido, pero tampoco, siendo yo su esposo, puedo presumir misterio alguno de que no puedo ser digno. Gobernad mi entendimiento y corazón con vuestra luz divina, para que yo conozca y ejecute lo más acepto a vuestro beneplácito».
 
380. Perseveró en esta oración San José con muchos más afectos y peticiones; porque si bien se le representó que había algún misterio que él ignoraba en el preñado de María santísima, pero no se aseguraba en esto, porque no tenía más razones de las que por mayor se le ofrecían y para dar salida al juicio de que tenía culpa en el preñado, respetando la santidad de la divina Señora; y así no llegó al pensamiento del santo que podía ser Madre del Mesías. Suspendía las sospechas algunas veces, y otras se las aumentaban y arrastraban las evidencias, y así fluctuando padecía impetuosas olas por una y otra parte; y de mareado y rendido solía quedarse en una penosa calma, sin determinarse a creer cosa alguna con que vencer la duda y aquietarse el corazón y obrar conforme la certeza que de una parte u otra tuviera para gobernarse. Por esto fue tan grande el tormento de San José, que pudo ser evidente prueba de su incomparable prudencia y santidad, y merecer con este trabajo que le hiciera Dios idóneo para el singular beneficio que le prevenía.
 
381. Todo lo que pasaba por el corazón de San José en secreto era manifiesto a la Princesa del cielo, que lo estaba mirando con ciencia divina y luz que tenía; y aunque su santísimo corazón estaba lleno de ternura y compasión de lo que padecía su esposo, no le hablaba palabra en ello, pero servíale con sumo rendimiento y cuidado. Y el varón de Dios al descuido la miraba con mayor cuidado que otro hombre jamás ha tenido; y como sirviéndole a la mesa y en otras ocupaciones domésticas la gran Señora, aunque el preñado no era grave ni penoso, hacía algunas acciones y movimientos con que era forzoso descubrirse más, atendía a todo San José y certificábase más de la verdad con mayor aflicción de su alma. Y no obstante que era santo y recto, pero después que se desposó con María santísima, se dejaba respetar y servir de ella, guardando en todo la autoridad de cabeza y varón, aunque lo templaba con rara humildad y prudencia. Pero mientras ignoró el misterio de su esposa juzgó que debía mostrarse siempre superior con la templanza conveniente, a imitación de los padres antiguos y patriarcas, de quienes no debía degenerar, para que las mujeres fuesen obedientes y rendidas a sus maridos. Y tenía razón en este modo de gobernarse, si María santísima, Señora nuestra, fuera como las demás mujeres. Mas aunque era tan diferente, ninguna hubo ni habrá jamás tan obediente, humilde y sujeta a su marido como lo estuvo la Reina eminentísima a su esposo. Servíale con incomparable respeto y puntualidad; y aunque conocía sus cuidados y atención a su preñado, no por eso se excusó de hacer todas las acciones que le tocaban, ni cuidó de disimular ni excusar la novedad de su divino vientre; porque este rodeo y artificio o duplicidad no se compadecía con la verdad y candidez angélica que tenía, ni con la generosidad y grandeza de su nobilísimo corazón.
  
382. Bien pudiera la gran Señora alegar en su abono la verdad de su inocencia inculpable y la testificación de su prima Santa Isabel y San Zacarías, porque en aquel tiempo era cuando San José, si sospechara culpa en ella, se la podía mejor atribuir; y por este modo, o por otros, aunque no le manifestara el misterio, se podía disculpar y sacar de cuidado a San José. Pero nada hizo la Maestra de la prudencia y humildad, porque no se compadecía con estas virtudes volver por sí y fiar la satisfacción de tan misteriosa verdad de su propio testimonio; todo lo remitió con gran sabiduría a la disposición divina. Y aunque la compasión de su esposo y el amor que le tenía la inclinaban a consolarle y despenarle, no lo hizo disculpándose ni ocultando su preñado, sino sirviéndole con mayores demostraciones y procurando regalarle y preguntándole lo que deseaba y quería que ella hiciese y otras demostraciones de rendimiento y amor. Muchas veces le servía de rodillas, y aunque algo consolaba esto a San José, por otra parte le daba mayores motivos de afligirse, considerando las muchas causas que tenía para amar y estimar a quien no sabía si le había ofendido. Hacía la divina Señora continua oración por él y pedía el Altísimo le mirase y consolase; y remitíase toda a la voluntad de Su Majestad.
 
383. No podía San José ocultar del todo su acerbísima pena, y así estaba muchas veces pensativo, triste, suspenso; y llevado de este dolor hablaba a su divina esposa con alguna severidad más que antes, porque éste era como efecto inseparable de su afligido corazón y no por indignación ni venganza; que esto nunca llegó a su pensamiento, como se verá adelante (Cf. infra n. 388). Pero la prudentísima Señora no mudó su semblante ni hizo demostración alguna de sentimiento, antes por esto cuidaba más del alivio de su esposo. Servíale a la mesa, dábale el asiento, traíale la comida, administrábale la bebida, y después de todo esto, que hacía con incomparable gracia, la mandaba San José que se asentase y cada hora se iba asegurando más en la certeza del preñado. No hay duda que fue esta ocasión una de las que más ejercitaron no sólo a San José, pero a la Princesa del cielo, y que en ella se manifestó mucho la profundísima humildad y sabiduría de su alma santísima, y dio lugar el Señor a ejercitar y probar todas sus virtudes; porque no sólo no le mandó callar el sacramento de su preñado, pero no le manifestó su voluntad divina tan expresamente como en otros sucesos. Todo parece lo remitió Dios y lo fió de la ciencia y virtudes divinas de su escogida esposa, dejándola obrar con ellas sin otra especial ilustración o favor. Daba ocasión la divina providencia a María santísima y a su fidelísimo esposo San José, para que respectivamente cada uno ejercitase con heroicos actos las virtudes y dones que les había infundido, y deleitábase —a nuestro entender— con la fe, esperanza y amor, con la humildad, paciencia, quietud y serenidad de aquellos cándidos corazones en medio de tan dolorosa aflicción, y para engrandecer su gloria y dar al mundo este ejemplar de santidad y prudencia y oír los clamores dulces de la Madre santísima y su castísimo esposo, que le eran gratos y agradables; y que se hacía como sordo —a nuestro entender— porque los repitiesen, y disimulaba el responderles hasta el tiempo oportuno y conveniente.
 
Doctrina de la santísima Reina y Señora nuestra.
384. Hija mía carísima, altísimos son los pensamientos y fines del Señor, y su providencia con las almas es fuerte y suave, y en el gobierno de todas admirable, especialmente de sus amigos y escogidos. Y si los mortales acabasen de conocer el amoroso cuidado con que atiende a dirigirlos y encaminarlos este Padre de las misericordias, descuidarían más de sí mismos y no se entregarían a tan molestos, inútiles y peligrosos cuidados con que viven afanados y solicitando varias dependencias de otras criaturas; porque se dejarían seguros a la sabiduría y amor infinito, que con dulzura y suavidad paternal cuidaría de todos sus pensamientos, palabras y acciones y de todo lo que les conviene. No quiero que tú ignores esta verdad; pero que entiendas del Señor cómo desde su eternidad tiene en su mente divina presentes a todos los predestinados que han de ser en diversos tiempos y edades, y con la invencible fuerza de su infinita sabiduría y bondad va disponiendo y encaminando todos los bienes que les convienen, para que al fin se consiga lo que de ellos tiene el Señor determinado.
  
385. Por esto le importa tanto a la criatura racional dejarse encaminar de la mano del Señor, entregándose toda a su disposición divina; porque los hombres mortales ignoran sus caminos y el fin que por ellos han de tener, y no pueden por sí mismos hacer elección con su insipiencia, si no es con grande temeridad y peligro de su perdición. Pero si se entregan de todo corazón a la providencia del Altísimo, reconociéndole por Padre y a sí mismos por hijos y hechuras suyas, Su Majestad se constituye por su protector, amparo y gobernador con tanto amor, que quiere conozca el cielo y la tierra cómo es oficio que le toca a él mismo gobernar a los suyos y gobernar a los que de él se fían y se le entregan. Y si fuera Dios capaz de recibir pena o de tener celos como los hombres, los tuviera de que otra criatura se hiciera parte en el cuidado de las almas, y de que ellas acudan a buscar cosa alguna de las que necesitan en otro alguno fuera del mismo Señor, que lo tiene por su cuenta. Y no pueden los mortales ignorar esta verdad, si consideran lo que entre ellos mismos hace un padre por sus hijos, un esposo por su esposa, un amigo con otro y un príncipe con el privado a quien ama y quiere honrar. Todo esto es nada en comparación del amor que Dios tiene a los suyos y lo que quiere y puede hacer por ellos.
  
386. Pero aunque por mayor y en general crean esta verdad los hombres, ninguno puede alcanzar cuál es el amor divino y sus efectos particulares con las almas que totalmente se resignan y dejan a su voluntad. Ni lo que tú, hija mía, conoces, lo puedes manifestar, ni conviene, mas no lo pierdas de vista en el Señor. Su Majestad dice (Lc 21, 18) que no perecerá un cabello de sus electos, porque todos los tiene numerados. El gobierna sus pasos a la vida y se los desvía de la muerte, atiende a sus obras, corrige sus defectos con amor, adelántase a sus deseos, anticípase en sus cuidados, defiéndeles en el peligro, los regala en la quietud, los conforta en la batalla, les asiste en la tribulación; defiéndelos del engaño con su sabiduría, santifícalos con su bondad, fortalécelos con su poder; y como infinito, a quien nadie puede resistir ni impedir su voluntad, así ejecuta lo que puede y puede todo lo que quiere y quiere entregarse todo al justo que está en gracia y se fía de sólo él. ¡Quién puede ponderar cuántos y cuáles serán los bienes que derrama en un corazón dispuesto de esta manera para recibirlos!
 
387. Si tú, amiga mía, quieres que te alcance esta buena dicha, imítame con verdadero cuidado y conviértelo todo desde hoy a conseguir con eficacia una verdadera resignación en la providencia divina. Y si te enviare tribulaciones, penas o trabajos, recíbelos y abrázalos con igual corazón y serenidad, con quietud de tu espíritu, paciencia, fe viva y esperanza en la bondad del Altísimo, que siempre te dará lo más seguro y conveniente para tu salvación. No hagas elección de cosa alguna, que Dios sabe y conoce tus caminos; fíate de tu Padre y Esposo celestial, que con amor fidelísimo te patrocina y ampara; atiende a mis obras, pues no se ocultan: y advierte que fuera de los trabajos que tocaron a mi Hijo santísimo, el mayor que padecí en mi vida fue el de las tribulaciones de mi esposo San José y sus penas en la ocasión que vas escribiendo.
 
Capítulo 2: Auméntanse los recelos a San José, determina dejar a su esposa y hace oración sobre ello.
 
388. En la tormenta de cuidados que combatían al rectísimo corazón de San José, procuraba tal vez con su prudencia buscar alguna calma y cobrar aliento en su afligido ahogo, discurriendo a solas y procurando reducir a duda el preñado de su esposa, pero de este engaño le sacaba cada día el aumento del vientre virginal, que con el tiempo se iba manifestando con mayores evidencias; y no hallaba otra causa el Santo glorioso adonde recurrir, y ésta se le frustraba y era poco constante, pues pasaba de la duda que buscaba a la certeza vehemente, cuanto más crecía el preñado. Y en sus aumentos estaba más agradable y sin sospecha de otros achaques la divina Princesa, que de todas maneras la iba perfeccionando en hermosura, salud, agilidad y belleza; cebos y motivos mayores de la sospecha y lazos de su castísimo amor y pena, sin poder apartar todos esos efectos a un tiempo con varias olas que le atormentaban y de manera le rindieron, que llegó a persuadirse del todo en la evidencia. Y aunque siempre se conformaba su espíritu con la voluntad de Dios, pero la carne enferma sintió lo sumo del dolor del alma, con que llegó a su punto, donde no halló salida alguna en la causa de su tristeza. Sintió quebranto o deliquio en las fuerzas del cuerpo, que aunque no llegó a ser enfermedad determinada, con todo eso se le debilitaron las fuerzas y puso algo macilento, y se le conocía en el rostro la profunda tristeza y melancolía que le afligía. Y como la padecía tan a solas sin buscar el alivio de comunicarla o desahogar por algún camino el aprieto de su corazón, como lo hacen ordinariamente los otros hombres, con esto venía a ser más grave y menos reparable naturalmente la tribulación que el Santo padecía.
  
389. No era menos dolor el que a María santísima penetraba el corazón; pero aunque era grandísimo, era también mayor el espacio de su dilatadísimo y generoso ánimo y con él disimulaba sus penas, pero no el cuidado que le daban las de San José su esposo; con que determinó asistirle más y cuidar de su salud y regalo. Pero como en la prudentísima Reina era inviolable ley el obrar todas las acciones en plenitud de sabiduría y perfección, callaba siempre la verdad del misterio que no tenía orden de manifestar, y aunque sola ella era la que pudiera aliviar a su esposo San José por este camino, no lo hizo por respetar y guardar el sacramento del Rey celestial. Por sí misma hacía cuanto podía; hablábale en su salud y preguntábale qué deseaba hiciese ella para su servicio y alivio del achaque que tanto le desfallecía. Rogábale tomase algún descanso y regalo, pues era justo acudir a la necesidad y reparar las fuerzas desfallecidas del cuerpo para trabajar después por el Señor. Atendía San José a todo lo que su esposa divina hacía, y ponderando consigo aquella virtud y discreción y sintiendo los efectos santos de su trato y presencia, dijo: «¿Es posible que mujer de tales costumbres y donde tanto se manifiesta la gracia del Señor, me ponga a mí en tal tribulación? ¿Cómo se compadece esta prudencia y santidad con las señales que veo de haber sido infiel a Dios, y a mí, que tan de corazón la amo? Si quiero despedirla o alejarme, pierdo su deseable compañía, todo mi consuelo, mi casa y mi quietud. ¿Qué bien hallaré como ella, si me retiro? ¿Qué consuelo, si me falta éste? Pero todo pesa menos que la infamia de tan infeliz fortuna y que de mí se entienda he sido cómplice en algún delito. Ocultarse el suceso, no es posible, porque todo lo ha de manifestar el tiempo, aunque yo ahora lo disimule y calle. Hacerme yo autor de este preñado, será mentira vil contra mi propia conciencia y reputación. Ni lo puedo reconocer por mío, ni atribuirlo a la causa que ignoro. Pues ¿qué haré en tal aprieto? El menor de mis males será ausentarme y dejar mi casa, antes que llegue el parto, en que me hallaré más confuso y afligido, sin saber qué consejo y determinación tomaré, viendo en mi casa hijo que no es mío».
 
390. La Princesa del cielo, que con gran dolor miraba la determinación de su esposo San José en dejarla y ausentarse, convirtióse a los santos ángeles y custodios suyos, y dijoles: «Espíritus bienaventurados y ministros del supremo Rey que os levantó a la felicidad de que gozáis y por su dignación me acompañáis como fidelísimos siervos suyos y centinelas mías, yo os pido, amigos míos, que presentéis a su clemencia las aflicciones de mi esposo José. Pedid que le consuele y mire como verdadero Dios y Padre. Y vosotros, que prestamente obedecéis a sus palabras, oíd también mis ruegos; por el que siendo infinito se quiso encarnar en mis entrañas, os lo pido, ruego y suplico, que sin dilación acudáis al aprieto en que se halla el corazón fidelísimo de mi esposo, y aliviándole de sus penas le quitéis del ánimo y pensamiento la determinación que ha tomado de ausentarse». —Obedecieron a su Reina los Ángeles que destinó para este fin y luego ocultamente enviaron al corazón de San José muchas inspiraciones santas, persuadiéndole de nuevo que su esposa María era santa y perfectísima, que no se podía creer de ella cosa indigna, que Dios era incomprensible en sus obras y ocultísimo en sus rectos juicios y que siempre era fidelísimo en los que confían en Él, que a nadie desprecia ni desampara en la tribulación.
  
391. Con estas y otras inspiraciones santas se sosegaba un poco el turbado espíritu de San José, aunque no sabía por el orden que le venían; pero como el objeto de su tristeza no se mejoraba, luego volvía a ella sin hallar salida de cosa fija y cierta en que asegurarse, y volvió a renovar los intentos de ausentarse y dejar a su esposa. Conociendo esto la divina Señora, juzgó que ya era necesario prevenir este peligro y pedir al Señor con más instancia el remedio. Convirtióse toda a su Hijo santísimo que tenía en su vientre, y con íntimo afecto y fervor le dijo: «Señor y bien de mi alma, si me dais licencia, aunque soy polvo y ceniza, hablaré en vuestra presencia real y manifestaré mis gemidos que a vos no pueden esconderse. Justo es, Dueño mío, que yo no sea remisa en ayudar al esposo que me disteis de vuestra mano. Véolo en la tribulación que está puesto, por vuestra providencia, y no será piedad dejarle en ella. Si hallo gracia en vuestros ojos (Ex 34, 9), suplicóos, Señor y Dios eterno, por el amor que os obligó a venir a las entrañas de vuestra esclava para remedio de los hombres, tengáis por bien de consolar a vuestro siervo José y disponerle para que ayude al cumplimiento de vuestras grandes obras. No estará bien vuestra esclava sin esposo que la ampare y patrocine y le sirva de resguardo. No permitáis, Dios y Señor mío, que ejecute su determinación y ausentándose me deje».
   
392. Respondió el Altísimo a esta petición: «Paloma y amiga mía, yo acudiré con presteza al consuelo de mi siervo José y, en declarándole yo por medio de mi Ángel el sacramento que ignora, le podrás hablar en él con claridad todo lo que contigo he obrado, sin que para adelante guardes en esto más silencio. Yo le llenaré de mi espíritu y le haré capaz de lo que debe hacer en estos misterios. Y él te ayudará en ellos y te asistirá a todo lo que te sucediere».—Con esta promesa del Señor quedó María santísima confortada y consolada, dando rendidas gracias al mismo Señor que con tan admirable orden disponía todas las cosas en medida y peso (Sab 11, 21); porque a más del consuelo que tuvo la gran Señora, quedando sin aquel cuidado, conoció cuan conveniente era para su esposo José haber padecido aquella tribulación en que se probase y dilatase su espíritu para las cosas grandes que se habían de fiar de él.
 
393. Al mismo tiempo estaba San José confiriendo sus dudas consigo mismo, habiendo ya pasado dos meses en esta gran tribulación; y vencido de la dificultad, dijo: «Yo no hallo medio más oportuno a mi dolor que ausentarme. Mi esposa confieso que es perfectísima, y nada veo en ella que no la acredite por santa, pero al fin está preñada y no alcanzo este misterio. No quiero ofender su virtud con entregarla a la ejecución de la ley, pero tampoco puedo aguardar el suceso del preñado. Partiré luego y dejaréme a la providencia del Señor que me gobierne».—Determinó partir aquella noche siguiente, y para la jornada previno un vestido que tenía con alguna ropa que mudarse, y todo lo juntó en un fardelillo. Había cobrado un poco de dinero que de su trabajo le debían y con esta recámara dispuso partir a media noche. Pero por la novedad del caso, y por la costumbre, habiéndose recogido con este intento, hizo oración al Señor, y le dijo: «Altísimo Dios eterno de nuestros padres Abrahán, Isaac y Jacob, verdadero y único amparo de los pobres y afligidos, manifiesto es a vuestra clemencia el dolor y aflicción de que mi corazón está poseído, y también, Señor, conocéis, aunque soy indigno, mi inocencia en la causa de mi pena y la infamia y peligro que me amenaza del estado de mi esposa. No la juzgo por adúltera, porque conozco en ella grandes virtudes y perfección, pero con certeza veo que está preñada. La causa y el modo del suceso yo lo ignoro, mas no le hallo salida en que quietarme. Determino por menor daño el alejarme de ella a donde nadie me conozca y entregado a vuestra providencia acabaré mi vida en un desierto. No me desamparéis, Señor mío y Dios eterno, porque sólo deseo vuestra mayor honra y servicio».
 
394. Postróse en tierra San José haciendo voto de llevar al templo de Jerusalén a ofrecer parte de aquel poco dinero que tenía para su viaje; y esto era porque Dios amparase y defendiese a su esposa María de las calumnias de los hombres y la librase de todo mal. Tanta era la rectitud del varón de Dios y el aprecio que hacía de la divina Señora. Después de esta oración se recogió a dormir un poco, para salirse a media noche a excusa de su esposa; y en el sueño le sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. La gran Princesa del cielo, segura de la divina palabra, estaba desde su retiro mirando lo que San José hacía y disponía; que el Todopoderoso se lo mostraba. Y conociendo el voto que por ella había hecho y el fardillo y peculio tan pobre que había prevenido, llena de ternura y compasión, hizo nueva oración por él con hacimiento de gracias, alabando al Señor en sus obras y en el orden con que las dispone sobre todo el pensamiento de los hombres. Dio lugar Su Majestad para que entrambos, María santísima y San José, llegasen al extremo del aprieto y dolor interior, para que, a más de los méritos que con este dilatado martirio acumulaban, fuese más admirable y estimable el beneficio de la consolación divina. Y aunque la gran Señora estaba constantísima en la fe y esperanza de que el Altísimo acudiría oportunamente el remedio de todo, y por esto callaba y no manifestaba el sacramento del Rey, que no le había mandado declarar, con todo eso la afligió muchísimo la determinación de San José; porque se le representaron los grandes inconvenientes de dejarla sola, sin arrimo y compañía que la amparase y consolase por el orden común y natural, pues no todo se había de buscar por orden milagroso y sobrenatural. Pero todos estos ahogos no fueron bastantes a que faltase a ejercitar virtudes tan excelentes como la de la magnanimidad, tolerando las aflicciones, sospechas y determinaciones de San José; la de la prudencia, mirando que el sacramento era grande y que no era bien por sí determinarse en descubrirle; la del silencio, callando como mujer fuerte, señalándose entre todas, sabiendo detenerse en no decir lo que tantas razones humanas había para hablar; la paciencia, sufriendo; y la humildad, dando lugar a las sospechas de San José. Y otras muchas virtudes ejercitó admirablemente, en este trabajo, con que nos enseñó a esperar el remedio del Altísimo en las mayores tribulaciones.
 
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
395. Hija mía, la doctrina que te doy, con el ejemplar que has escrito de mi silencio, sea que le tengas por arancel para gobernarte en los favores y sacramentos del Señor, guardándolos en el secreto de tu pecho. Y aunque te parezca conveniente para el consuelo de alguna alma manifestarlos, este juicio no le debes hacer por ti sola, sin primero consultarlo con Dios y después con la obediencia; porque estas materias espirituales no se han de gobernar por afecto humano, donde obran tanto las pasiones o inclinaciones de la criatura, y con ellas hay grande peligro de que juzgue por conveniente lo que es pernicioso y por servicio de Dios lo que es ofensa suya; y el discernir entre los movimientos interiores, conociendo cuáles son divinos que nacen de la gracia, y cuáles humanos, engendrados de afectos desordenados, esto no se alcanza con los ojos de la carne y de la sangre. Y aunque distan mucho estos dos afectos y sus causas, con todo eso, si la criatura no está muy ilustrada y muerta a las pasiones, no puede conocer esta diferencia ni separar lo precioso de lo vil. Y este peligro es mayor cuando concurre o interviene algún motivo temporal y humano, porque entonces el amor propio y natural se suele introducir a dispensar y gobernar las cosas divinas y espirituales con repetidos y peligrosos precipicios.
 
396. Sea, pues, documento general, que si no es a quien te gobierna, jamás sin orden mío declares cosa alguna. Y pues yo me he constituido por tu maestra, no faltaré a darte orden y consejo en esto y en todo lo demás, para que no te desvíes de la voluntad de mi Hijo santísimo. Pero advierte que hagas grande aprecio de los favores y beneficios del Altísimo. Trátalos con magnificencia (Eclo 39, 20), y prefiere su estimación, agradecimiento y ejecución a todas las cosas inferiores, y más a las que son de tu inclinación. A mí me obligó mucho al silencio el temor reverencial que tuve, juzgando como debía por tan estimable el tesoro que en mí estaba depositado. Y no obstante la obligación natural y el amor que tenía a mi señor y esposo San José y el dolor y compasión de sus aflicciones de que yo deseara sacarle, disimulé y callé, anteponiendo a todo el gusto del Señor y remitiéndole la causa que él reservaba para sí solo. Aprende también con esto a no disculparte jamás, aunque más inocente te halles, en lo que te imputan. Obliga al Señor, fiándolo de su amor. Pon por su cuenta tu crédito; y en el ínterin vence con paciencia, humildad y con obras y palabras blandas a quien te ofendiere. Sobre todo esto, te advierto que jamás de nadie juzgues mal, aunque veas a los ojos indicios que te muevan; que la caridad perfecta y sencilla te enseñará a dar salida prudente a todo y a deshacer las culpas ajenas. Y para esto puso Dios por ejemplo a mi esposo San José, pues nadie tuvo más indicios y ninguno fue más prudente en detener el juicio; porque en ley de caridad discreta y santa, prudencia es y no temeridad remitirse a causas superiores que no se alcanzan, antes que juzgar y culpar a los prójimos en lo que no es manifiesta culpa. No te doy aquí especial doctrina para los del estado del matrimonio, porque la tienen manifiesta en el discurso de mi vida; y de ésta se pueden aprovechar todos, aunque ahora la enderezo a tu aprovechamiento, que deseo con especial amor. Oyeme, carísima, y ejecuta mis consejos y palabras de vida.
  
Capítulo 3: Habla el ángel del Señor a San José en sueños y le declara el misterio de la encarnación, y los efectos de esta embajada.
   
397. El dolor de los celos es tan vigilante despertador a quien los tiene, que repetidas veces, en lugar de despertarle, le desvela y le quita el reposo y sueño. Nadie padeció esta dolencia como San José, aunque en la verdad ninguno tuvo menos causa para ellos, si entonces la conociera. Era dotado de grande ciencia y luz para penetrar y ver la santidad y condiciones de su divina esposa, que eran inestimables. Y encontrándose en esta noticia las razones que le obligaban a dejar la posesión de tanto bien, era forzoso que añadiendo ciencia de lo que perdía, añadiese el dolor (Ecl 1,18) de dejarlo. Por esta razón excedió el dolor de San José a todo lo que en esta materia han padecido los hombres, porque ninguno hizo mayor concepto de su pérdida, ni nadie pudo conocerla ni estimarla como él. Pero junto con esto hubo una gran diferencia entre los celos o recelos de este fiel siervo y los demás que suelen padecer este trabajo. Porque los celos añaden al vehemente y ferviente amor un gran cuidado de no perder y conservar lo que se ama, y a este afecto, por natural necesidad, se sigue el dolor de perderlo e imaginar que alguno se le puede quitar; y este dolor o dolencia es la que comúnmente llaman celos, y en los sujetos que tienen las pasiones desordenadas, por falta de prudencia y de otras virtudes, suele causar la pena y dolor efectos desiguales de ira, furor, envidia contra la misma persona amada, o contra el consorte que impide el retorno del amor, ahora sea mal o bien ordenado; y levántanse las tempestades de imaginaciones y sospechas adelantadas, que las mismas pasiones engendran, de que se originan las veleidades de querer y aborrecer, de amar y arrepentirse, y la irascible y concupiscible andan en continua lucha, sin haber razón ni prudencia que las sujete e impere, porque este linaje de dolencia oscurece el entendimiento, pervierte la razón y arroja de sí a la prudencia.
 
398. Pero en San José no hubo estos desórdenes viciosos, ni pudo tenerlos, no sólo por su insigne santidad, sino por la de su esposa, porque en ella no conocía culpa que le indignase, ni hizo concepto el santo que tenía empleado su amor en otro alguno, contra quien o de quien tuviese envidia para repelerle con ira. Y sólo consintieron los celos de San José en la grandeza de su amor una duda o sospecha condicionada de que si su castísima esposa le había correspondido en el amor; porque no hallaba cómo vencer esta duda con la razón determinada como lo eran los indicios del recelo. Y no fue menester más certeza de su cuidado para que el dolor fuese tan vehemente, porque en prenda tan propia como la esposa justo es no admitir consorte, y para que las experiencias obrasen tal dolencia bastaba que el amor vehemente y casto del Santo poseyera todo el corazón a vista del menor indicio de infidelidad y de perder el más perfecto, hermoso y agradable objeto de su entendimiento y voluntad. Que cuando el amor tiene tan justos motivos, grandes y eficaces son los lazos y coyundas que le detienen, fortísimas las prisiones, y más, no habiendo contrarios de imperfecciones que las rompan. Que nuestra Reina en lo divino, ni natural, no tenía cosa que moderase y templase el amor de su santo esposo, sino que le fomentase por repetidos títulos y causas.
  
399. Con este dolor, que ya llegó a tristeza, se quedó un poco dormido San José después de la oración que arriba dije, seguro que se despertaría a su tiempo para salir de su casa a media noche, sin que a su parecer fuese sentido de su esposa. Estaba la divina Señora aguardando el remedio y solicitando con sus humildes peticiones el reparo, porque conocía que, llegando la tribulación de su turbado esposo a tal punto y a lo sumo del dolor, se acercaba el tiempo de la misericordia y del alivio de tan afligido corazón. Envió el Altísimo al santo Arcángel Gabriel para que, estando San José durmiendo, le manifestase por divina revelación el misterio del preñado de su esposa María. Y el Ángel, cumpliendo esta legacía, fue a San José, y le habló en sueños, como dice San Mateo (Mt 1, 20-23), y le declaró todo el misterio de la encarnación y redención en las palabras que el evangelista refiere. Alguna admiración puede hacer —y a mí me la ha motivado— por qué el Santo Arcángel habló a San José en sueños y no en vela, pues el misterio era tan alto y no fácil de entender, y más en la disposición del santo tan turbada y afligida, y a otros se les manifestó el mismo sacramento, no durmiendo, sino estando despiertos.
  
400. En estas obras del Señor la última razón es de su divina voluntad en todo justa, santa y perfecta; pero de lo que he conocido diré algunas cosas, como pudiere, para nuestra enseñanza. La primera razón es porque San José era tan prudente y lleno de divina luz y tenía tan alto concepto de María santísima Señora nuestra, que no fue necesario persuadirle por medios más fuertes, para que se asegurase de su dignidad y de los misterios de la encarnación; porque en los corazones dispuestos se logran bien las inspiraciones divinas. La segunda razón fue porque su turbación había comenzado por los sentidos, viendo el preñado de su esposa, y fue justo que, si ellos dieron motivo al engaño o sospecha, fuesen como mortificados y privados de la visión angélica y de que por ellos entrase el desengaño de la verdad. La tercera razón es como consiguiente a ésta, porque San José, aunque no cometió culpa, padeció aquella turbación con que los sentidos quedaron como entorpecidos y poco idóneos para la vista y comunicación sensible del Santo Ángel; y así era conveniente que le hablase y diese la embajada en ocasión que los sentidos, escandalizados de antes, estuviesen entonces impedidos con la suspensión de sus operaciones; y después el santo varón, estando en ellos, se purificó y dispuso con muchos actos, como diré, para recibir el influjo del Espíritu Santo; que para todo impedía la turbación.
 
401. De estas razones se entenderá por qué Dios hablaba en sueños a los padres antiguos, más que ahora con los fieles hijos de la ley evangélica, donde es menos ordinario este modo de revelaciones en sueños y más frecuente hablar los ángeles con mayor manifestación y comunicación. La razón de esto es porque, según la divina disposición, el mayor impedimento y óbice que indispone para que las almas no tengan muy familiar trato y comunicación con Dios y sus Ángeles, son los pecados, aunque sean leves, y aun las imperfecciones de nuestras operaciones. Y después que el Verbo divino se humanó y trató con los hombres, se purificaron los sentidos y se purifican cada día nuestras potencias, quedando santificadas con el buen uso de los sacramentos sensibles, con que en algún modo se espiritualizan y elevan, se desentorpecen y habilitan en sus operaciones para la participación de las influencias divinas. Y este beneficio debemos más que los antiguos a la sangre de Cristo nuestro Señor, en cuya virtud somos santificados por los sacramentos, recibiendo en ellos efectos divinos de gracias especiales y en algunos el carácter espiritual que nos señala y dispone para más altos fines. Pero cuando el Señor hablaba o habla ahora alguna vez en sueños, excluye a las operaciones de los sentidos, como ineptas o indispuestas para entrar en las bodas espirituales de su comunicación e influjos espirituales.
  
402. Colígese también de esta doctrina, que para recibir el alma los favores ocultos del Señor no sólo se requiere que esté sin culpa y que tenga merecimientos y gracia, sino que tenga también quietud y tranquilidad de paz; porque si está turbada la república de las potencias, como en el santo José, no está dispuesta para efectos tan divinos y delicados como los que recibe el alma con la vista del Señor y sus caricias. Y esto es tan ordinario, que por mucho que esté mereciendo la criatura con la tribulación y padeciendo aflicciones, cual estaba el esposo de la Reina, con todo eso, impide aquella alteración, porque en el padecer hay trabajo y conflicto con las tinieblas y el gozar es descansar en paz en la posesión de la luz, y no es compatible con ella estar a la vista de las tinieblas aunque sea para desterrarlas. Pero en medio del conflicto y pelea de las tentaciones, que es como en sueños o de noche, se suele sentir y percibir la voz del Señor por medio de los Ángeles, como sucedió a nuestro santo José, que oyó y entendió todo lo que decía San Gabriel, que no temiese estar con su esposa María, porque era obra del Espíritu Santo lo que tenía en su vientre, y pariría un hijo, a quien llamaría Jesús, y sería Salvador de su pueblo, y en todo este misterio se cumpliría la profecía de Isaías, que dijo (Is 7, 14) cómo concebiría una Virgen y pariría un hijo que se llamaría Emmanuel, que significa Dios con nosotros. No vio San José al Ángel con especies imaginarias, sólo oyó la voz interior y en ella entendió el misterio. De las palabras que le dijo se colige que ya San José en su determinación había dejado a María santísima, pues le mandó que sin temor la recibiese.
 
403. Despertó San José capaz del misterio revelado y que su esposa era Madre verdadera del mismo Dios. Y entre el mismo gozo de su dicha y no pensada suerte y el nuevo dolor de lo que había hecho, se postró en tierra y con otra humilde turbación, temeroso y alegre, hizo actos heroicos de humildad y reconocimiento. Dio gracias al Señor por el misterio que le había revelado y por haberle hecho Su Majestad esposo de la que escogió por Madre, no mereciendo ser esclavo suyo. Con este conocimiento y acciones de las virtudes, quedó sereno el espíritu de San José y dispuesto para recibir nuevos efectos del Espíritu Santo. Y con la duda y turbación pasada se asentaron en él los fundamentos muy profundos de la humildad, que había de tener a quien se fiaba la dispensación de los más altos consejos del Señor; y la memoria de este suceso fue un magisterio que le duró toda la vida. Hecha esta oración a Dios, comenzó el santo varón a reprenderse a sí mismo a solas, diciendo: «Oh esposa mía divina y mansísima paloma, escogida por el Muy Alto para morada y Madre suya, ¿cómo este indigno esclavo tuvo osadía para poner en duda tu fidelidad? ¿Cómo el polvo y ceniza dio lugar a que le sirviese la que es Reina del cielo y tierra y Señora de todo lo criado? ¿Cómo no he besado el suelo que tocaron tus plantas? ¿Cómo no he puesto todo el cuidado en servirte de rodillas? ¿Cómo levantaré mis ojos a tu presencia y me atreveré a estar en tu compañía y desplegar mis labios para hablarte? Señor y Dios eterno, dadme gracia y fuerzas para pedirla me perdone, y poned en su corazón que use de misericordia y no desprecie a este reconocido siervo, como lo merezco. ¡Ay de mí, que como estaba llena de luz y gracia, y en sí encierra el autor de la luz, le serían patentes todos mis pensamientos y, habiéndolos tenido de dejarla con efecto, atrevimiento será parecer delante sus ojos! Conozco mi grosero proceder y pesado engaño, pues a vista de tanta santidad admití indignos pensamientos y dudas de la fidelísima correspondencia que yo merecía. Y si en castigo mío permitiera vuestra justicia que yo ejecutara mi errada determinación, ¿cuál fuera ahora mi desdicha? Eternamente agradeceré, altísimo Señor, tan incomparable beneficio. Dadme, Rey poderosísimo, con qué volver alguna digna retribución. Iré a mi señora y esposa, confiado en la dulzura de su clemencia, y postrado a sus pies le pediré perdón, para que por ella, vos, mi Dios y Señor eterno, me miréis como Padre y perdonéis mi desacierto».
 
404. Con esta mudanza salió el santo esposo de su pobre aposento, hallándose despierto tan diferente, como dichoso, de cual se había recogido al sueño. Y como la Reina del cielo estaba siempre retirada, no quiso despertarla de la dulzura de su contemplación, hasta que ella quisiese (Cant 2, 7). En el ínterin deslió el varón de Dios el fardelillo que había prevenido, derramando abundantes lágrimas con afectos muy contrarios de los que antes había sentido y llorado. Y comenzando a reverenciar a su divina esposa, previno la casa, limpió el suelo que habían de hollar las sagradas plantas y preparó otras hacenduelas que solía remitir a la divina Señora cuando no conocía su dignidad, y determinó mudar de intento y estilo en el proceder con ella, aplicándose a sí mismo el oficio de siervo y a ella de señora. Y sobre esto desde aquel día tuvieron entre los dos admirables contiendas sobre quién había de servir y mostrarse más humilde. Todo lo que pasaba por San José estaba mirando la Reina de los cielos, escondérsele pensamiento ni movimiento alguno. Y cuando fue hora, llegó el santo al aposento de Su Alteza, que le aguardaba con la mansedumbre, gusto y agrado que diré en el capítulo siguiente.
 
Doctrina que me dio la divina Señora María santísima.
405. Hija mía, en lo que has entendido sobre este capítulo, tienes un dulce motivo de alabar al Señor, conociendo el orden admirable de su sabiduría en afligir y consolar (1 Sam 2, 6) a sus siervos y escogidos; en lo uno y otro sapientísimo y piadosísimo para sacarlos de todo con mayores aumentos de merecimiento y gloria. Sobre esta advertencia quiero que tú recibas otra muy importante para tu gobierno y para el estrecho trato que quiere el Altísimo contigo. Esto es, que procures con toda atención conservarte siempre en tranquilidad y paz interior, sin admitir turbación que te la quite ni impida por ningún suceso de esta vida mortal, sirviéndote de ejemplo y doctrina lo que sucedió a mi esposo San José en la ocasión que has escrito. No quiere el Altísimo que con la tribulación se turbe la criatura, sino que merezca, no que desfallezca, sino que haga experiencias de lo que puede con la gracia. Y aunque los vientos fuertes de las tentaciones suelen arrojar al puerto de la mayor paz y conocimiento de Dios y de la misma turbación puede la criatura sacar su conocimiento y humillación, pero si no se reduce a la tranquilidad y sosiego interior, no está dispuesta para que la visite el Señor, la llame y levante a sus caricias; porque no viene Su Majestad en torbellino (3 Re 19, 12), ni los rayos de aquel supremo Sol de Justicia se perciben, mientras no hay sereno en las almas.
  
406. Y si la falta de este sosiego impide tanto para el trato íntimo del Altísimo, claro está que las culpas son mayor óbice para alcanzar este beneficio grande. En esta doctrina te quiero muy atenta y que no pienses tienes derecho para usar de tus potencias contra ella. Y pues tantas veces has ofendido al Señor, clama a su misericordia, llora y lávate ampliamente (Sal 50, 4), y advierte que tienes obligación, pena de ser condenada por infiel, de guardar tu alma y conservarla para eterna morada del Todopoderoso, pura, limpia y serena, para que su Dueño la posea y dignamente habite en ella. El orden de tus potencias y sentidos ha de ser una armonía de instrumentos de música suavísima y delicada, y cuanto más lo son, tanto mayor es el peligro de destemplarse, y el cuidado ha de ser mayor, por esta razón, de guardarlos y conservarlos intactos de todo lo terreno; porque sólo el aire infecto de los objetos mundanos basta para destemplar, turbar e inficionar las potencias tan consagradas a Dios. Trabaja, pues, y vive cuidadosa contigo misma y ten imperio sobre tus potencias y sus operaciones. Y si alguna vez te destemplares, turbares o desconcertares en este orden, procura atender a la divina luz, recibiéndola sin inmutación ni recelos y obrando con ella lo más perfecto y puro. Y para esto te doy por ejemplo a mi santo esposo José, que sin tardanza ni sospecha dio crédito al Santo Ángel y luego con pronta obediencia ejercitó lo que le fue mandado; con que mereció ser levantado a grandes premios y dignidad. Y si tanto se humilló, sin haber pecado en lo que hizo, sólo por haberse turbado con tantos fundamentos, aunque aparentes, considera tú, que eres un pobre gusanillo, cuánto debes reconocerte y pegarte con el polvo, llorando tus negligencias y culpas, hasta que el Altísimo te mire como Padre y como Esposo.
  
Capítulo 4: Pide San José perdón a María santísima su esposa, y la divina Señora le consuela con gran prudencia.
 
407. Aguardaba el reconocido esposo San José que María santísima y esposa suya saliera del recogimiento, y cuando fue hora abrió la puerta del pobre aposento donde habitaba la Madre del Rey celestial y luego el santo esposo se arrojó a sus pies y con profunda humildad y veneración la dijo: «Señora y esposa mía, Madre verdadera del eterno Verbo, aquí está vuestro siervo postrado a los pies de vuestra clemencia. Por el mismo Dios y Señor vuestro, que tenéis en vuestro virginal vientre, os pido perdonéis mi atrevimiento. Seguro estoy, Señora, que ninguno de mis pensamientos es oculto a vuestra sabiduría y luz divina. Grande fue mi osadía en intentar dejaros y no ha sido menor la grosería con que hasta ahora os he tratado como a mi inferior, sin haberos servido como a Madre de mi Señor y Dios. Pero también sabéis que lo hice todo con ignorancia, porque no sabía el sacramento del Rey celestial y la grandeza de vuestra dignidad, aunque veneraba en vos otros dones del Altísimo. No atendáis, Señora mía, a las ignorancias de una vil criatura, que ya reconocida ofrece el corazón y la vida a vuestro obsequio y servicio. No me levantaré de vuestros pies, sin saber que estoy en vuestra gracia y perdonado de mi desorden, alcanzada vuestra benevolencia y bendición».
  
408. Oyendo María santísima las humildes razones de San José su esposo, sintió diversos efectos; porque con gran ternura se alegró en el Señor, de verle capaz de los misterios de la encarnación, que los confesaba y veneraba con tan alta fe y humildad. Pero afligióla un poco la determinación, que vio en el mismo esposo, de tratarla para adelante con el respeto y rendimiento que ofrecía, porque con esta novedad se le representó a la humilde Señora que se le iba de las manos la ocasión de obedecer y humillarse como sierva de su esposo. Y como el que de repente se halla sin alguna joya o tesoro que grandemente estimaba, así María santísima se contristó con aprehender que San José no la trataría como a inferior y sujeta en todo, por haberla conocido Madre del Señor. Levantó de sus pies al santo esposo y ella se puso a los suyos, y aunque procuró impedirla, no pudo, porque en humildad era invencible, y respondiendo a San José, dijo: «Yo, señor y esposo mío, soy la que debo pediros me perdonéis, y vos quien ha de remitir las penas y amarguras que de mí habéis recibido, y así os lo suplico puesta a vuestros pies, y que olvidéis vuestros cuidados, pues el Altísimo admitió vuestros deseos y las aflicciones que en ellos padecisteis».
 
409. Parecióle a la divina Señora consolar a su esposo, y para esto y no para disculparse, añadió y le dijo: «Del oculto sacramento que en mí tiene encerrado el brazo del Altísimo, no pudo mi deseo daros noticia alguna por sola mi inclinación, porque como esclava de Su Alteza era justo aguardar su voluntad perfecta y santa. No callé porque no os estimo como a mi señor y esposo; siempre soy y seré fiel sierva vuestra, correspondo a vuestros deseos y afectos santos. Pero lo que con lo íntimo de mi corazón os pido por el Señor que tengo en mis entrañas, es que en vuestra conversación y trato no mudéis el orden y estilo que hasta ahora. No me hizo el Señor Madre suya para ser servida y ser señora en esta vida, sino para ser de todos sierva y de vos esclava, obedeciendo a vuestra voluntad. Este es, señor, mi oficio, y sin él viviré afligida y sin consuelo. Justo es que me le deis, pues así lo ordenó el Altísimo, dándome vuestro amparo y solicitud, para que yo a vuestra sombra esté segura y con vuestra ayuda pueda criar al fruto de mi vientre, a mi Dios y Señor». Con estas razones y otras llenas de suavidad eficacísima consoló y sosegó María santísima a San José y le levantó del suelo para conferir todo lo que era necesario. Y para esto, como la divina Señora no sólo estaba llena de Espíritu Santo, pero tenía consigo, como Madre, al Verbo divino de quien procede con el Padre, obró con especial modo en la ilustración de San José, y recibió el santo gran plenitud de las divinas influencias. Y renovado todo en fervor y espíritu dijo:
 
410. «Bendita sois, Señora, entre todas las mujeres, dichosa y bienaventurada en todas las naciones y generaciones. Sea engrandecido con alabanza eterna el Criador de cielo y tierra, porque de lo supremo de su real trono os miró y eligió para su habitación y en vos sola nos cumplió las antiguas promesas que hizo a nuestros padres y profetas. Todas las generaciones le bendigan, porque con ninguna se magnificó tanto como lo hizo con vuestra humildad, y a mí, el más vil de los vivientes, por su divina dignación me eligió por vuestro siervo».—En estas bendiciones y palabras que habló San José estuvo ilustrado del Espíritu divino, al modo que Santa Isabel cuando respondió a la salutación de nuestra Reina y Señora, aunque la luz y ciencia que recibió el santísimo esposo fue admirable, como para su dignidad y ministerio convenía. Y la divina Señora, oyendo las palabras del bendito Santo, respondió también con el cántico de Magníficat, que repitiéndolo como lo había dicho a Santa Isabel, añadió otros nuevos, y en ellos fue toda inflamada y elevada en un éxtasis altísimo y levantada de la tierra en un globo de refulgente luz que la rodeaba, y toda quedó transformada como con dotes de gloria.
 
411. Con la vista de tan divino objeto quedó San José admirado y lleno de incomparable júbilo, porque nunca había visto a su benditísima esposa con semejante gloria y eminente excelencia. Y entonces la conoció con gran claridad y plenitud, porque se le manifestó juntamente la integridad y pureza de la Princesa del cielo y el misterio de su dignidad, y vio y conoció en su virginal tálamo a la humanidad santísima del niño Dios y la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo; y con profunda humildad y reverencia le adoró y reconoció por su verdadero Redentor y con heroicos actos de amor se ofreció a Su Majestad. Y el Señor le miró con benignidad y clemencia, cual a ninguna otra criatura, porque le aceptó y dio título de padre putativo, y para corresponder a tan nuevo renombre le dio tanta plenitud de ciencia y dones celestiales como la piedad cristiana puede y debe presumir. Y no me detengo en decir lo mucho que de las excelencias de San José se me ha declarado, porque sería menester alárgame más de lo que pide el intento de esta Historia.
  
412. Pero si fue argumento de la grandeza del ánimo del glorioso San José y claro indicio de su insigne santidad, no morir o desfallecer con los celos de su amada esposa, de mayor admiración es que no le oprimiese el inopinado gozo que recibió con lo que le sucedió en este desengaño. En lo primero se descubrió su santidad; pero en lo segundo recibió tales aumentos y dones del Señor, que si no le dilatara Dios el corazón ni los pudiera recibir, ni resistir el júbilo de su espíritu. En todo fue renovado y elevado, para tratar dignamente con la que era Madre del mismo Dios y esposa propia suya y para dispensar juntamente con ella lo que era necesario al misterio de la encarnación y crianza del Verbo humanado, como adelante diré. Y para que en todo quedase más capaz y reconociese las obligaciones de servir a su divina esposa, se le dio también noticia que todos los dones y beneficios recibidos de la mano del Altísimo le habían venido por ella y para ella y los de antes de ser su esposo, por haberlo elegido el Señor para esta dignidad, y los que entonces le daban, por haberlos ella granjeado y merecido. Y conoció la incomparable prudencia con que la gran Señora había procedido con el mismo santo, no sólo en servirle con tan inviolable obediencia y profunda humildad, pero consolándole en su tribulación, solicitándole la gracia y asistencia del Espíritu Santo, disimulando con suma discreción, y después pacificándole, quietándole y disponiéndole para que estuviese apto y capaz de recibir las influencias del divino Espíritu. Y así como la Princesa del cielo había sido el instrumento de la santificación del San Juan Bautista y de su madre Santa Isabel, lo fue también para la plenitud de gracia que recibió San José con mayor abundancia. Y todo lo conoció y entendió el dichosísimo esposo y correspondió a todo como siervo fidelísimo y agradecido.
 
413. De estos grandes sacramentos y otros muchos que sucedieron a nuestra Reina y a su esposo San José, no hicieron memoria los sagrados evangelistas, no sólo porque ellos los guardaron en su pecho, sin que la humilde Señora ni San José a nadie los manifestasen, pero también porque no fue necesario introducir estas maravillas en la vida de Cristo nuestro Señor que escribieron, para que con su fe se defendiese la nueva Iglesia y ley de gracia; antes pudiera ser poco conveniente para la gentilidad en su primera conversión. Y la admirable providencia con sus ocultos juicios, secretos inescrutables, reservó estas cosas para sacar de sus tesoros las que son nuevas y son antiguas (Mt 13, 52), en el tiempo más oportuno previsto con su divina sabiduría, cuando, fundada ya la Iglesia y asentada la fe católica, se hallasen los fieles necesitados de la intercesión, amparo y protección de su gran Reina y Señora. Y conociendo con nueva luz cuán amorosa madre y poderosa abogada tienen en los cielos con su Hijo santísimo, a quien el Padre tiene dada la potestad de juzgar (Jn 5, 22), acudiesen a ella por el remedio como a único refugio y sagrado de los pecadores. Si han llegado estos afligidos tiempos a la Iglesia, díganlo sus lágrimas y tribulaciones, pues nunca fueron mayores que cuando sus mismos hijos, criados a sus pechos, ésos la afligen, la destruyen y disipan los tesoros de la sangre de su Esposo, y esto con mayor crueldad que los más conjurados enemigos. Pues cuando clama la necesidad, cuando da voces la sangre de los hijos derramada y mucho mayores las de la sangre de nuestro pontífice Cristo conculcada y poluta con varios pretextos de justicia, ¿qué hacen los más fieles, los más católicos y constantes hijos de esta afligida Madre? ¿Cómo callan tanto? ¿Cómo no claman a María santísima? ¿Cómo no la invocan y no la obligan? ¿Qué mucho que el remedio tarde, si nos detenemos en buscarle y en conocer a esta Señora por Madre verdadera del mismo Dios? Confieso se encierran magníficos misterios en esta ciudad de Dios (Sal 86, 3) y con fe viva y confesión los predicamos. Son tantos, que su mayor noticia queda reservada para después de la general resurrección y los santos los conocerán en el Altísimo. Pero en el ínterin atiendan los corazones píos y fieles a la dignación de esta su amantísima Reina y Señora en desplegar algunos de tantos y tan ocultos sacramentos por un vilísimo instrumento, que en su debilidad y encogimiento sólo pudiera alentarle el mandato y beneplácito de la Madre de piedad intimado repetidas veces.
 
Doctrina de la divina Reina y Señora nuestra.
414. Hija mía, con el deseo que te manifiesto de que compongas tu vida por el espejo de la mía, y mis obras sean el arancel inviolable de las tuyas, te declaro en esta Historia no sólo los sacramentos y misterios que escribes, pero otros muchos que no puedes declarar ni manifestar; porque todos han de quedar grabados en las tablas de tu corazón, y por eso renuevo en ti la memoria de la lección donde debes aprender la ciencia de la vida eterna, cumpliendo con el magisterio de maestra. Sé pronta en obedecer y ejecutar como obediente y solícita discípula, y sírvete ahora por ejemplo el humilde cuidado y desvelo de mi esposo San José, su sumisión y el aprecio que hizo de la divina luz y enseñanza, y cómo, por hallarle el corazón preparado y con buena disposición para cumplir con presteza la voluntad divina, le trocó y reformó todo con tanta plenitud de gracia, como le convenía para el ministerio a que el Altísimo le destinaba. Sea, pues, el conocimiento de tus culpas para humillarte con rendimiento, y no para que con pretexto de que eres indigna impidas al Señor en lo que de ti se quisiere servir.
   
415. Pero en esta ocasión te quiero manifestar una justa queja y grave indignación del Altísimo con los mortales, para que la entiendas mejor con la divina luz a vista de la humildad y mansedumbre que yo tuve con mi esposo San José. Esta queja del Señor y mía es por la inhumana perversidad que tienen los hombres en tratarse los unos a los otros sin caridad y humildad; en que concurren tres pecados que desobligan mucho al Altísimo y a mí para usar de misericordia con ellos. El primero es que, conociendo los hombres cómo todos son hijos de un Padre que está en los cielos, hechuras de su mano, formados de una misma naturaleza, alimentados graciosamente, vivificados con su providencia y criados a una mesa de los divinos misterios y sacramentos, en especial con su mismo cuerpo y sangre; que todo esto lo olviden y pospongan, atravesándose un liviano y terreno interés, y como hombres sin razón se turban, se indignan y llenan de discordias, de rencillas, de traiciones y murmuraciones y tal vez de impías e inhumanas venganzas y mortales odios de unos con otros. Lo segundo es que, cuando por la humana fragilidad y poca mortificación, turbados por la tentación del demonio, caigan en alguna culpa de éstas, no procuren luego arrojarla y reconciliarse entre sí mismos, como hermanos que están a la vista del justo juez, y le nieguen de padre misericordioso, solicitándole juez severo y rígido de sus pecados, pues ninguno más que los del odio y venganza irritan su justicia. Lo tercero, que mucho le indigna, es que tal vez cuando alguno quiere reconciliarse con su hermano, no lo admita el que se juzga por ofendido y pide más satisfacción de la que él mismo sabe que satisface al Señor, y aun de la que se quiere valer con Su Majestad; pues todos quieren que contritos y humillados los reciba, admita y perdone el mismo Dios, que fue más ofendido, y ellos, que son polvo y ceniza, piden la venganza de su hermano y no se dan por satisfechos con aquello que se contenta el supremo Señor para perdonarlos.
 
416. De todos los pecados que cometen los hijos de la Iglesia, ninguno es más aborrecible que éstos en los ojos del Altísimo; y así lo conocerás en el mismo Dios y en la fuerza que puso en su divina ley, mandando perdonar al hermano, aunque peque contra él setecientas veces (Mt 18, 22); y aunque cada día sean muchas, como diga que le pesa de ello, manda el Señor que el hermano ofendido le perdone otras tantas veces sin número (Lc 17, 3-4). Y contra el que no lo hiciere pone tan formidables penas, porque escandaliza a los demás, como se colige de decir el mismo Dios aquella amenaza: ¡Ay del que escandalizare, y por quien el escándalo viene y sucede! Mejor le fuera caer en el profundo del mar con una pesada muela de molino al cuello (Lc 17, 1-2); que fue significar el peligro del remedio de estos pecados y su dificultad, como la tiene el que cayere en el mar con una rueda de molino al cuello, y también señala el castigo que tendrá en el profundo de las penas eternas; y por esto será sano consejo a los fieles que antes quieran sacarse los ojos (Lc 17, 1-2; Mt 18, 6) y cortarse las manos, pues así lo mandó mi Hijo santísimo, que escandalizar a los pequeños con estos pecados.
 
417. Oh hija mía carísima, ¡cuánto debes llorar con lágrimas de sangre la fealdad y los daños de este pecado! El que contrista al Espíritu Santo (Ef 4, 30), el que da soberbios triunfos al demonio, el que hace monstruos de las criaturas racionales y les borra la imagen de su Padre celestial. ¡Qué cosa más fea, más impropia y monstruosa que ver a un hombre de tierra, que sólo tiene corrupción y gusanos, levantarse contra otro como él con tanta soberbia y arrogancia! No hallarás palabras con que ponderar esta maldad, para persuadir a los mortales que la teman y se guarden de la ira del Señor. Pero tú, carísima, guarda tu corazón de este contagio y estampa y graba en él doctrina tan útil y provechosa para ejecutarla. Y nunca juzgues que en ofender a los prójimos y escandalizarlos hay culpa pequeña, porque todas pesan mucho en la presencia de Dios.
 
Enmudece y pon custodia (Sal 140,3) fuerte a todas tus potencias y sentidos para la observancia rigurosa de la caridad con las hechuras del Altísimo. Dame a mí este agrado, que te quiero perfectísima en tan excelente virtud y te la impongo como precepto riguroso mío, y que jamás pienses, hables ni obres cosa alguna en ofensa de tus prójimos, ni por algún título consientas que tus súbditas lo hagan, si pudieres, ni otro alguno en tu presencia. Y pondera, carísima, lo que te pido, porque ésta es la ciencia más divina y menos entendida de los mortales. Sírvate de único y eficaz remedio para tus pasiones, y de ejemplo que te compela, mi humildad, mansedumbre, efecto del amor sencillo con que amaba no sólo a mi esposo, mas a todos los hijos de mi Señor y Padre celestial, que los estimé y miré como redimidos y comprados con tan alto precio. Con verdad y fidelidad, fineza y caridad, advierte a tus religiosas de que, aunque se ofende gravemente la divina Majestad de todos los que no cumplen este mandamiento que mi Hijo llamó suyo y nuevo (Jn 13, 34; 15, 12), sin comparación es mayor la indignación contra los religiosos, que habiendo de ser ellos los hijos perfectos, de su Padre y Maestro de esta virtud, hay muchos que la destruyen como los mundanos, y son éstos más odiosos que ellos.

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