Novena
compuesta hacia 1850 por el P. Fray Rafael Sanz OM, Misionero
Apostólico, Cura interino del Santuario de Nuestra Señora de Copacabana y
Definidor de la Orden Franciscana en Bolivia, y publicada con licencia
de Mons. Manuel Ángel del Prado Cárdenas, Obispo de Santa Cruz de la
Sierra, y Mons. José María Yáñez de Montenegro, Obispo de Cochabamba,
quienes concedieron 40 días de Indulgencia para cada oración de la
Novena. Puede rezarse en cualquier momento del año.
NOVENA EN HONOR A NUESTRO SEÑOR DEL HUERTO
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Señor
mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío,
en quien creo, en quien espero, a quien amo sobre todas las cosas! ¿Mas
qué digo? ¿ Cómo tengo valor para asegurar que amo a Dios a vista de
las angustias que mis pecados le hacen padecer? ¡Ay Padre mío,
angustiado Salvador, perdonadme el atrevimiento! Pues lejos de haberos
amado, os he aborrecido, os he ultrajado como el enemigo más cruel.
Conozco, ¡Dios mío! que mis iniquidades me declaran traidor a vuestra
Majestad infinita: veo que mis culpas han humillado atrozmente a vuestra
humanidad sacrosanta. Ellas son la triste causa de vuestros
padecimientos. ¡Sí, Padre amado! yo que debía ser vuestro hijo y vuestro
siervo más fiel, he sido, ¡infeliz de mí!, vuestro azote, vuestro
enemigo, vuestro verdugo. Yo he renovado mil veces los acerbos dolores
de vuestra Pasión. ¡Mis enormes pecados han afligido vuestro Corazón
divino, lo han llenado de angustia, han cubierto vuestro hermoso rostro
de palidez mortal, le han hecho sudar Sangre purísima hasta empapar la
tierra! Por seguir al mundo y mis pasiones, he huido de Vos, os he
abandonado en vuestro desamparo, peor que los discípulos; y si me he
acercado ha sido para daros como Judas un abrazo sacrílego, un ósculo
traidor para poneros las manos, como los judíos; para arrastraros
maniatado y llenaros de golpes y de ultrajes. ¡Sí, Jesús mío!, todo esto
he cometido contra Vos. Pero ¡ah!, ¡perdonadme, angustiado Señor! Me
pesa de haberos ofendido y de haberos causado tantas amarguras. Dadme un
dolor intenso de mis pasados extravíos, y gracia eficaz para no
repetirlos ni afligiros más. Haced que mi corazón llore sangre a vista
de la que Vos sudasteis y derramasteis por mí. Esta Sangre que debe
lavar mis culpas y darme la eterna gloria. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
¡Amantísimo
Redentor! Esposo purísimo de mi alma, que por sacarla del profundo
abismo de la culpa, bajasteis del Cielo, os revestisteis de nuestra
carne, os humillasteis con la marca infame de la esclavitud y del
pecado, os cargasteis con el enorme peso de todos los crímenes de los
hombres, para satisfacer con vuestra muerte a la justicia divina,
permitidme que por un momento os acompañe al monte de las Olivas, donde
vais a agonizar por mi amor. Permitidme que entre con Vos en el huerto
solitario de Getsemaní, para consolaros. ¡Ah!, yo no soy un Ángel que os
pueda confortar: pero vuestro abatimiento, vuestra angustia, ¡Dios
mío!, me confortará a mí, miserable pecador. Pues el veros tan sumiso en
cumplir la voluntad de vuestro Padre, para pagar siendo inocente, la
deuda inmensa de mis iniquidades, me alentará para sufrir con
resignación los trabajos y aflicciones que me manda su adorable
Providencia, tanto para purificar mi alma, como para enseñarme que sin
padecer algo por su amor no seria digno de acompañarlo en la gloria
donde, aunque sea a fuerza de angustias, quiero ir a gozar los frutos
dulcisimos de su Sangre derramada por mí. Amén.
DÍA PRIMERO
MEDITACIÓN: IDA DE JESÚS AL HUERTO – SU TRISTEZA.
Considera,
alma mía, cómo Jesucristo después de haber instituido el Santísimo
Sacramento del altar, después de haber lavado los pies a sus Discípulos y
después de haberse despedido tiernamente de su santísima Madre, sale
del santo cenáculo con sus discipulos. Júntate tú a ellos, y no dejes al
divino Maestro, pues va a orar y agonizar por ti. Es de noche, los
mortales están durmiendo, sus Apóstoles pronto se rendirán al sueño: mas
sus enemigos se agitan furiosamente. Por lo mismo, despiértate tú y
síguele: mira y observa bien sus pisadas. Jesús va caminando y saliendo
de Jerusalén con majestad en sus pasos, con humildad en su rostro, con
silencio en su boca, mas con profunda tristeza en su divino Corazón. ¿Y
por qué será esto, alma mía? ¡Ay!, los Apóstoles lo miran confusos, sin
atreverse a preguntarle la causa de su aflicción: recelan que aquella
noche se verificará el funesto vaticinio de Zacarías, anunciando por
Jesús mismo: Heriré al Pastor, y serán dispersadas las ovejas de mi
rebaño. Este presentimiento turba sus almas y cierra sus labios, así
como se los cerró a los amigos de Job la vista desu
vehemente dolor. Las tiernas miradas del Señor, el silencio de la
noche, la solitaria obscuridad de Getsemaní aumenta su timidez y su
pavor. Al entrar en ese huerto rompe Jesús su silencio, y les dice con
voz medrosa: «¡Discípulos míos carísimos! Quedaos aquí, descansad,
mientras yo voy a orar. Y tú, mi Juan amado, Pedro, Santiago, vosotros
que me habéis visto transfigurado y glorioso sobre el Tabor, venid
conmigo para ver de cerca mi aflicción y agonía. Si, acompañadme: no me
dejéis. Quizá vuestra fiel compañía mitigará ese tedio desolante, ese
pavor terrible que penetra hasta mi alma: esa alma, que da vida al
mundo, y que ahora temo que va a morir de tristeza. ¡Tal es la angustia
de muerte que la combate! Tristis est ánima mea usque ad mortem».
¡Qué declaración tan triste, qué palabras tan misteriosas en la boca
del eterno Verbo! Esto parece incompatible con la divinidad. Así es,
¡alma mia! Pero advierte que el Eterno Padre desde la entrada al huerto
hasta la cruz le retira a Jesucristo los consuelos de su naturaleza
divina, haciendo que su humanidad sacrosanta al ir a satisfacer la deuda
inmensa de todos los pecados de los hombres, se sintiese abrumada y
oprimida de tanto peso como el que causaba en su alma tan mortales
angustias. ¡Ah!, y ¿cómo no se habia de entristecer, cómo no se había de
angustiar Jesús, cuando en aquel momento se le cargaban todos los
dolores, todas las penas, todas las desolaciones, todas las angustias y
todos los tormentos que nuestras culpas merecían? Él conoce toda la
extensión del cargo que va a satisfacer, de la deuda que va a pagar. Sin
embargo, su carne se siente enferma y desfallece, su Corazón se
acongoja y se perturba; su alma se aflige y casi muere de tristeza, a
vista de una responsabilidad tan inmensa. ¿Y tú, alma mía, al ver a Dios
en esa consternación y abatimiento, en que tú lo pusiste, no te
afliges, no te angustias? ¡Qué dureza, qué crueldad la tuya! Al entrar
en el huerto parece que el Corazón de Jesucristo se sobrecoje de espanto
y le va a salir de su pecho, con más razón que el de Eliú (Job 37). Él
puede exclamar con más verdad que Jeremías: «Siento que mi corazón se
parte y que mis huesos se dislocan: me siento desfallecer como ebrio a
la presencia de Dios». Él puede asegurar mejor que Elifáz: «En el horror
de esa nocturna visión, ahora que el sueño oprime a los hombres, se han
apoderado de mí el pavor y el temblor, y hasta mis huesos se estremecen
y tiemblan con tan profunda tristeza. Y así, discipulos míos, ¡almas
que me amáis!, no me desamparéis, consoladme, poneos junto a mí;
siquiera vuestra vista mirará mi acerba tristeza. Entristeceos pues,
orad y velad conmigo, ya que mi alma por vosotros está triste hasta la
muerte».
AFECTOS
Angustiado Jesús, Padre amoroso de mi alma, ¿como no muero yo de dolor al ver que, siendo Vos inocente y santo agonizáis, al contemplar los tormentos en que os ponen mis abominaciones criminales? Ay de mí. Yo soy más cruel que los parricidas, pues no me conduelo de la triste angustia de mi Padre. Esa angustia que yo mismo he causado a su amante Corazón. Sí, Salvador mío, mis risas impuras, mis alegrías mundanas, mis gustos ilícitos, mis placeres criminales, mis complacencias inicuas han sido y son todavía las que contristan vuestro Corazón, las que estristecen vuestra alma, hasta el punto de agonizar y de morir. Pero hasta, Señor, basta de reir con el pecado, basta de alegrarme con los pecadores. Quiero entristecerme con Vos, ya que mis culpas lo merecen, y ya que Vos tanto os entristecisteis por mí. Y así las tristezas y angustias que el mundo me causare y que me mandare vuestra providencia, las uniré a las vuestras, las sufriré por amor de las vuestras, no solo para alcanzar lo que os pido en esta novena, sino tambien para gozar en el Cielo de los gozos inefables que Vos prometeis a los fieles que por Vos se entristecen y lloran en este mundo. Así sea.
Angustiado Jesús, Padre amoroso de mi alma, ¿como no muero yo de dolor al ver que, siendo Vos inocente y santo agonizáis, al contemplar los tormentos en que os ponen mis abominaciones criminales? Ay de mí. Yo soy más cruel que los parricidas, pues no me conduelo de la triste angustia de mi Padre. Esa angustia que yo mismo he causado a su amante Corazón. Sí, Salvador mío, mis risas impuras, mis alegrías mundanas, mis gustos ilícitos, mis placeres criminales, mis complacencias inicuas han sido y son todavía las que contristan vuestro Corazón, las que estristecen vuestra alma, hasta el punto de agonizar y de morir. Pero hasta, Señor, basta de reir con el pecado, basta de alegrarme con los pecadores. Quiero entristecerme con Vos, ya que mis culpas lo merecen, y ya que Vos tanto os entristecisteis por mí. Y así las tristezas y angustias que el mundo me causare y que me mandare vuestra providencia, las uniré a las vuestras, las sufriré por amor de las vuestras, no solo para alcanzar lo que os pido en esta novena, sino tambien para gozar en el Cielo de los gozos inefables que Vos prometeis a los fieles que por Vos se entristecen y lloran en este mundo. Así sea.
Aliéntese la confianza, y pida cada cual la gracia o favor que desea conseguir.
Después se rezarán tres Credos en la forma y oraciones siguientes:
- Recemos un Credo al Señor del Huerto, para que nos dé su santa gracia, a fin de que nuestras culpas no vuelvan a renovar en su alma santísima la mortal tristeza que sintió en Getsemaní. Creo en Dios Padre, etc.
- Recemos otro Credo al Señor del Huerto, para que por su amor nos dé la gracia de sufrir con resignación las tristezas, las angustias, las aflicciones, las persecuciones, las injusticias, las infamias y cuantas penas nos causaron nuestros enemigos, y cuantos trabajos el Señor nos permita. Creo en Dios Padre, etc.
- Recemos otro Credo más al Señor del Huerto, para que por los méritos de su triste agonia dulcifique con su gracia las agonias de nuestra muerte, lave nuestras almas con las gotas purísimas de su sanguíneo sudor, y las reciba como Padre en los gozos eternos. Creo en Dios Padre, etc.
LAMENTOS
Triste y lleno de pavor,
Triste y lleno de pavor,
Y agonizando en el huerto, ¡ven a verme, pecador!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Mira mi rostro abatido,
Mira mi rostro abatido,
Y mis ojos eclipsados;
Y sabe que tus pecados
Mi tristeza han producido.
Y sabe que tus pecados
Mi tristeza han producido.
¿Y no lloras compungido
Viendo así a tu Creador?
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Solo me retiro a orar
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Solo me retiro a orar
Mis Apóstoles dejando.
Infiel ingrato, ¿hasta cuándo
Tú me harás agonizar?
¿Tus ojos no hace llorar
Ver así a tu Redentor?
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Padre mío, tú no oyes
Mis suplicantes gemidos!
Mis discípulos dormidos
Están, ¡y tú, fiel, desoyes
Mis quejidos, mis terrores,
Mi triste pena y dolor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Ya repito mi oración,
Mas mi Padre no la atiende.
Entonce un Ángel desciende
Que el cáliz de la pasión
Me da y tomo… ¡Qué aflicción
En mí causa su licor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Mi Corazón desfallece…,
Al suelo me caigo y postro.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Padre mío, tú no oyes
Mis suplicantes gemidos!
Mis discípulos dormidos
Están, ¡y tú, fiel, desoyes
Mis quejidos, mis terrores,
Mi triste pena y dolor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Ya repito mi oración,
Mas mi Padre no la atiende.
Entonce un Ángel desciende
Que el cáliz de la pasión
Me da y tomo… ¡Qué aflicción
En mí causa su licor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Mi Corazón desfallece…,
Al suelo me caigo y postro.
¡Mira, pecador, mi rostro!
Sangre suda, sangre ofrece,
Por la angustia que padece
En obsequio de tu amor.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Huerto de Getsemaní,
Regado con Sangre mía,
Sangre suda, sangre ofrece,
Por la angustia que padece
En obsequio de tu amor.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Huerto de Getsemaní,
Regado con Sangre mía,
Tú que viste mi agonía
Y cuanto yo padecí!
Suda y llora tú por mí,
Pues no llora el pecador.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Si tú no lloras ni sudas
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Si tú no lloras ni sudas
Viéndome a Mí agonizar,
Viendo a la turba asomar
Viendo a la turba asomar
Con sus espadas desnudas,
¡Si serás tú ya otro Judas,
Otro pérfido traidor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Él con ósculo me vende,
Dándome abrazo de paz…
¡Y tú, ay, cuántos me das!
Otro pérfido traidor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Él con ósculo me vende,
Dándome abrazo de paz…
¡Y tú, ay, cuántos me das!
¡Ah, cuánto tu alma me ofende!
Horrorizate y comprende
De tu crimen el horror.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Tú te irritas al mirar
Que Judas traidor me entrega…
¡Y no ves que quien se llega
Con pecado a comulgar
Me vende y vuelve a entregar!
¡No renueves mi terror!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Con furibunda bravura
Me arremeten los sayones,
Y me llenan de baldones…
Mas yo con dulce ternura
Quiero ablandar su ira dura
Con dos prodigios de amor.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
A mi voz omnipotente
Ellos caen oprimidos:
Mas se vuelven atrevidos
Contra el Cordero inocente.
¡Pecador incontinente,
No te hielas de estupor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Ah, sí! Helarte tú debieras;
Pues tú eres quien me atas,
Me arrastras y me maltratas
Con mil infames maneras…
¡Si al fin, hijo, conocieras
Que padezco por tu amor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Mas ¡ay!, ¡tú te huyes de Mí,
Cual discípulo cobarde…
Tú que hacías tanto alarde
De morir conmigo! Di:
¿Por qué tanto frenesí
Contra tu Dios Salvador?
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Deja ya, pues, tu pecado:
¡No vuelvas más a ofenderme!
Mírame atado a inerme,
Escupido, ensangrentado,
Hasta morir enclavado
Por ti, ¡ingrato pecador!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Horrorizate y comprende
De tu crimen el horror.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Tú te irritas al mirar
Que Judas traidor me entrega…
¡Y no ves que quien se llega
Con pecado a comulgar
Me vende y vuelve a entregar!
¡No renueves mi terror!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Con furibunda bravura
Me arremeten los sayones,
Y me llenan de baldones…
Mas yo con dulce ternura
Quiero ablandar su ira dura
Con dos prodigios de amor.
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
A mi voz omnipotente
Ellos caen oprimidos:
Mas se vuelven atrevidos
Contra el Cordero inocente.
¡Pecador incontinente,
No te hielas de estupor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
¡Ah, sí! Helarte tú debieras;
Pues tú eres quien me atas,
Me arrastras y me maltratas
Con mil infames maneras…
¡Si al fin, hijo, conocieras
Que padezco por tu amor!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Mas ¡ay!, ¡tú te huyes de Mí,
Cual discípulo cobarde…
Tú que hacías tanto alarde
De morir conmigo! Di:
¿Por qué tanto frenesí
Contra tu Dios Salvador?
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
Deja ya, pues, tu pecado:
¡No vuelvas más a ofenderme!
Mírame atado a inerme,
Escupido, ensangrentado,
Hasta morir enclavado
Por ti, ¡ingrato pecador!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia, Señor!
℣. Nos redimiste Señor con tu sangre purisima.
℟. Y con ella nos hiciste tu reino de delicia.
ORACIÓN
Omnipotente y sempiterno Dios, que a tu Hijo unigénito lo constituiste Redentor del mundo, y quisiste que tu justicia divina fuese aplacada con su preciosa Sangre: te rogamos por la que sudó en el huerto, que después de haber venerado con pura devoción este precio divino de nuestra salud eterna, seamos defendidos por su virtud de los males de este mundo, y gozemos en el Cielo de sus dulcisimos frutos, por la pasión sagrada de Aquel que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
Omnipotente y sempiterno Dios, que a tu Hijo unigénito lo constituiste Redentor del mundo, y quisiste que tu justicia divina fuese aplacada con su preciosa Sangre: te rogamos por la que sudó en el huerto, que después de haber venerado con pura devoción este precio divino de nuestra salud eterna, seamos defendidos por su virtud de los males de este mundo, y gozemos en el Cielo de sus dulcisimos frutos, por la pasión sagrada de Aquel que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
Recemos
una Salve a las angustias de María santísima, por la exaltación de la
Santa Fe Católica, extirpación de las herejías, paz y concordia entre
los príncipes cristianos, acierto y prosperidad a nuestros Superiores
civiles y eclesiásticos, tranquilidad y orden público, y resignación en
nuestros trabajos, para que seamos felices en esta vida y en la otra.
Dios te salve, Reina y Madre etc.
Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, y la Virgen concebida sin pecado original.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
DÍA SEGUNDO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: APÁRTASE JESÚS DE SUS DISCÍPULOS, Y ORA A SU PADRE.
Al
fin ya se cumplieron los deseos de la Iglesia santa, que tantos siglos
antes clamaba al eterno Verbo con la Esposa de los cantares: «Venga mi
amado a su huerto». ¡Sí; ya está Jesus en el huerto deseado, en ese
Jardín no de delicias, sino de angustias. Y al ir a empezar su combate
doloroso, Él también llama a la Iglesia, para que venga a ser testigo de
las aflicciones que en ese huerto padecerá por sus hijos, diciéndole
con Salomón: «¡Hermana mía, Esposa mía, ven a mi huerto (Cant. 5). Sí,
ven tú, con tus hijos los fieles, y ved si hay dolor igual a mi dolor».
¡Alma mía! A ti también te llama Jesucristo, y así míralo atentamente y
considera lo que pasa en su espíritu, cada vez más triste y angustiado.
Como si no hubiera sido bastante causa de aflicción el haber dejado a su
dulcísima Madre, se aparta ahora de sus discipulos, para rogar a su
Padre, ya que las criaturas ningun consuelo le dan. ¡Qué dolor para el
Corazón de Jesús ver que sus Apóstoles queridos, a quienes Él protestó
antes que los amaba tanto, como el Padre lo ama a Él, y a quienes ahora
declara su profunda tristeza, no le contestan una sola palabra para
consolarlo! Para un Padre agonizante son de gran consuelo las tiernas
palabras de sus hijos. Y vosotros, hijos queridos de Jesús, ¿vosotros
calláis al ver agonizar a vuestro digno Maestro? ¡Que apatía! ¡Pedro! Tú
que en el cenáculo le acabas de jurar que morirás con Él, ¿por qué no
lo consuelas ahora? ¡Juan! Tú que eres su discípulo predilecto, tú que
para consolarte te has recostado en la cena sobre su sagrado pecho, ¿por
qué no lo abrazas? ¿Por qué no lo haces recostar sobre tu corazón, para
que desahogue un momento la acerba aflicción que parte el suyo? ¡Ah!
Vosotros os calláis oprimidos de temor y de sueño; y al ver la triste
pena de Jesús vuestros labios y vuestro amor se han helado… vuestro
cuerpo se ha rendido… «Descansad, quedaos aqui y velad, mientras yo me
retiro un poco para orar. Yo no soy el pródigo: pero voy a buscar a mi
Padre: ibo ad Patrem». Mira, alma mía, la desolación de Jesús al
separarse de sus discópulos: mira como se va retirando despacio,
volviéndose entristecido para mirarlos con ternura. Oye los profundos
suspiros que exhala su aflgido Corazón: observa la palidez y la congoja
de su rostro y dile: «Jesús amado, ya que sabíais que la tribulación
estaba próxima, ¿por qué no trajisteis aquí a vuestra querida Madre?
Ella os hubiera consolado. ¿Acaso ella era indigna de acompañaros?». «Ay
de mí, quizá la hubiera traido. Pero su presencia aquí hubiera sido
para mayor tormento. Ella hubiera muerto de angustia y e dolor, al ver
mi dolor y mi angustia… ¡Ah, triste Madre mía! Mañana os avisarán en
donde está vuestro hijo. Entretanto voy a desahogar mi tristeza en la
oración, voy a consolarme con mi Padre: ibo ad Patrem». ¿Y dónde
va, dónde se retira Jesus, alma mía? Síguelo, y verás que con la
humildad mas profunda se hinca, se postra sobre una dura peña como dice
el Venerable Beda. El peso de su angustia lo hace caer y pegar su rostro
con la tierra, como dice San Mateo. En esta postura humillante, en esa
postracion dolorosa, sin atreverse a levantar sus ojos al Cielo, exclama
con voz turbada: «¡Padre mío, Padre mío! Vos sois omnipotente: si os es
posible, haced pasar este caliz de mí. Es cierto que yo salí
responsable de satisfacer a vuestra justicia por los pecados de los
hombres. Pero ellos son tantos y tan enormes, que su multitud y gravedad
me oprime. El castigo que ellos merecen es tan terrible que su sola
idea me espanta, hace estremecer mi cuerpo y desfallecer mi Corazón. Yo
ya agonizo antes de empezar a padecer. La acerbidad de los tormentos que
me aguardan, y sobre todo, la negra ingratitud con que los hombres me
corresponderán, me espanta, me acobarda, me desalienta. Y así Padre mío,
si es posible, haced pasar de mí ese cáliz amargo». Oye bien esta
súplica, alma mía, y oye también la conclusión de Jesús: «Pero no se
haga mi voluntad, sino la tuya».
AFECTOS
¡Angustiado
Jesús! ¡Padre amoroso de mi alma! ¿Es posible que por mí os veáis Vos
en tan triste desamparo? ¿Y es posible que siendo yo vuestro hijo,
vuestro redimido, no os acompañe y no os consuele? ¡Ay de mí! Yo no solo
me rindo, como los fatigados Apóstoles, sino que me duermo tranquilo en
el sueño profundo de mis culpas. Viéndoos afligido, no solo me callo
sin deciros una palabra de consuelo, sino que os insulto con mis
crímenes, os ultrajo con mis pecados, os aumento las angustias y huyo de
Vos con mis iniquidades. Siendo yo tan abominable, Vos os separáis, Vos
os apartáis de mi y me abandonáis. Pero, Dios mío, no me dejéis, porque
si me aparto de Vos pereceré, como dijo David. Seré como una oveja
descarriada, que si su buen Pastor no la recoge, los lobos la destrozan y
devoran. Y así, Pastor mío, recogedme, no me separéis de Vos. Yo quiero
volver a vuestro rebaño: quiero entrar en ese huerto donde agonizáis
por mí: quiero acompañaros en vuestra angustia y en vuestra oración,
para confortar mi fe con vuestro ejemplo, para que en mis angustias le
diga de corazón al Padre celestial: «Si es posible, pasad de mí este
cáliz; y si no, hágase vuestra santísima voluntad». Esta gracia os pido,
y la particular de esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA TERCERO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: DESPIERTA JESÚS A LOS APÓSTOLES, Y VUELVE A ORAR.
Alma
mía, llama hoy toda la atención de tus potencias y sentidos, para
considerar la desolación de Jesús, ya que nadie lo oye ni atiende.
Míralo prostrado en el suelo, poniendo su cara divina donde los
pecadores ponen sus pies inmundos. Él gime, y sus gemidos más tristes
que los de la viuda tortolita, hacen resonar el Monte de las Olivas. Él
llora, y sus lágrimas riegan el huerto de Getsemaní. Él ora con el más
profundo rendimiento. Mas, ¡ay! Su Padre no le atiende ni le responde.
Los Ángeles, que en otro tiempo le sirvieron en el desierto, no lo
asisten. Su Madre está ausente… ¿Dónde irá pues, a consolarse? ¡Ah!
Entonces sí pudo Jesús decir con más verdad que David: «Esperé quien se
contristase conmigo, y no lo hallé; quien me consolase, y no lo
encontré». Viéndose pues, desamparado del Cielo y de la tierra, se
resuelve a ir a buscar a sus discípulos. Observa pues, alma fiel, cómo
hecha esta resolución, empieza Jesucristo a levantar su abatido cuerpo
apoyando sus manos sobre la tierra; mira su divino rostro bañado de
sudor; míralo un momento, cómo estando hincado todavía toma un poco de
aliento, se limpia el sudor de la cara, da un suspiro y se levanta. Mas,
¡ay!, sus rodillas le tiemblan, adormecidas con la frialdad de la peña,
su cabeza agobiada cae sobre su pecho palpitante, sus divinos ojos
empañados por su llanto y su pavor. Y así trémulo y angustiado se dirige
al lugar en que los ha dejado. Pero, ¡nueva pena, mayor angustia! ¡Los
encuentra dormidos…! ¡Qué aflicción para el tierno Corazón de Jesús!
Este sueño le indica el poco amor de sus discípulos y la poca fidelidad a
sus preceptos. Él al retirarse a orar les encargó que velasen y orasen,
para librarse de la tentación, cuyo precepto debían haber cumplido
tanto para observar la llegada de Judas cuanto para socorrer y consolar a
su divino Maestro. Pero, alma mía, no inculpes a los Apóstoles
tendidos. En su adormecimiento y en su sueño, reconoce el adormecimiento
fatal de la culpa: el sueño funesto del pecado, mil veces y por muchos
años te ha aletargado profundamente, sin oir la voz paternal y congojosa
de Dios que te venía a despertar. ¿Cuántas veces una voz interior, una
desgracia propia o la muerte funesta de tu cómplice en la maldad, han
dicho a tu corazón dormido y muerto a la gracia, lo que San Pablo decía a
los de Éfeso: «Despiértate, levántate tú que duermes, sal del sepulcro
de la culpa y Cristo te iluminará? Pues ya que no has oído estas
llamadas de Dios, oye ahora las reconvenciones que hace Jesús a sus
discípulos y aplícalas al sopor sordo de la conciencia. «Pedro (clama),
cómo te has dormido. Juan, Santiago, vosotros también os habéis rendido.
¿Tan cansados estáis que ni una hora habéis podido velar conmigo? ¡Ah!
Yo venía a consolarme de mi triste desamparo con vosotros, y vosotros os
dormís? Yo no esperaba de vosotros tal abandono. Por lo que os vuelvo a
suplicar que veléis y oréis, para que no entréis en tentación. Conozco
que el espíritu está pronto, mas la carne está enferma. Esforzaos, pues,
y orad, que yo también vuelvo a la oración». Represéntate, alma mía, al
desconsolado Señor volviendo a su soledad. Ya el Padre celestial había
desoído su primera súplica, y Él vuelve a repetirla con más humilde
ternura. Míralo postrado segunda vez, sin atreverse ya a levantar sus
ojos al Cielo, suspirando tristemente, como un criminal que pide perdón
de su delito. El horroroso temor que la cercana pasión ha infundido en
su alma, es tan terrible, que no puede resolverse a morir tan
cruelmente; y por eso repite: «Padre mío, oídme. Soy vuestro Hijo amado.
Así lo habéis declarado Vos mismo en el Jordán y en el Tabor. Oíd pues,
mi sumisa petición. Si es posible (y para Vos todo lo es), no me hagáis
beber este cáliz amargo, lleno de la hiel abominable de las inmundicias
de Babilonia, de las prevaricaciones de Jerusalén, de las profanaciones
de Sión y de las iniquidades de toda la tierra. Sí, Padre mío, no me
hagáis beber esta copa, que contiene todos los torrentes de vuestro
furor y justicia. Con todo, si Vos lo queréis así, aquí me tenéis.
Cumplase vuestra voluntad, y no la mía».
AFECTOS
¡Desamparado
Jesús! Vos que sois las delicias del Padre, el gozo de los Ángeles, el
consuelo de los Apóstoles, la alegria del Cielo y de la tierra, ¡os veis
ahora abandonado de la tierra y del Cielo, de los Apóstoles y Ángeles, y
de vuestro mismo Padre! ¡Ay de mí! Vuestro desamparo penetra mi corazón
y me hace conocer, ¡Dios mío!, mi abandono criminal a las pasiones, mi
sueño profundo en la iniquidad. ¡Ah, Jesús amado! Despertadme de una
vez, para que ore, vele, gima y llore por mis culpas. Mi oración, mi
arrepentimiento y mis lágrimas serán vuestro consuelo. Sí, ¡despertadme,
Señor!, y despertadme en vuestros brazos paternales; porque sino me
iría a despertar en las garras de satanás. ¡Por vuestra angustia, por
vuestra Sangre no permitáis a este pecador contrito una desgracia tan
terrible! Humilladme, castigadme, heridme con vuestra mano ahora
mientras vivo; porque prefiero despertarme a vuestro lado, aun cuando
sea en las agonías del huerto, antes que verme rodeado y abismado en las
llamas del Infierno. Dadme pues, vuestra gracia, para que mi alma esté
siempre vigilante contra los asaltos de la tentación. Iluminad mis ojos
para que nunca me duerma en la muerte de la culpa, ni diga el enemigo
que ha prevalecido contra mí. Esta es, Jesús mío, la gracia que os pido,
junto con la de esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA CUARTO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: ORA JESÚS TERCERA VEZ – UN ÁNGEL LE CONFORTA.
¡Alma
amante de Jesúsm no te moleste el volver a considerar la triste
oración, que Él vuelve a repetir por tercera vez! Sí; no te salgas del
huerto, no te duermas, ponte al lado del Salvador, sino para consolarlo,
a lo menos para aprender a orar. Considera pues, cómo Jesús, a pesar de
la inexplicable aflicción que causaría en su alma el silencio y la no
contestación de su Padre celestial a su súplica por dos veces repetida
tan sumisamente, vuelve con mayor sumisión a implorar su clemencia y a
sujetarse de nuevo a su voluntad soberana. ¡Míralo no solo postrado como
antes, sino enteramente tendido en el suelo, su santísimo rostro cosido
con la tierra, su pecho hundido en en ella, sus brazos extendidos en
cruz, como si fuese el más abyecto de los suplicantes! Ah, ¿quién no se
conmoviera al ver al Creador y Conservador del Cielo y de la tierra en
tan abatida postración? Aprende, pecador, aprende a humillarte en la
presencia de Dios, y oye atento la sumisión de su súplica: «¡Padre mío,
Dios mío! Vos que antes de crear la luz me engendrásteis entre los
resplandores de los Santos, vedme ahora el más humillado, el más
anonadado de los mortales! Miradme en vuestro acatamiento, para saber
vuestra voluntad, para saber vuestra última resolución, mi vida o mi
muerte. ¿No os basta, Padre mío, el que yo haya nacido en un establo
siendo yo envuelto en pañales, reclinado en un pesebre? ¿Si lágrimas
queréis? Lloré cuando niño y después sobre la ingrata Jerusalén. ¿Si
Sangre? La derramé circuncidado. ¿Si trabajos? Pobre nací y he vivido
entre trabajos desde mi niñez. ¿Si persecución? Sufrí con mi Madre la de
Herodes. ¿Si fatigas? Fatigado me senté sobre el pozo de Jacob,
buscando a una pecadora, y con fatigas busqué siempre las ovejas
descarriadas. ¿Si tristeza? ¡Ay Padre mío, ya casi no puedo hablar!
Nadie ha estado jamás más triste que yo. Mi alma se anega en un mar de
tristeza… ¡Voy a expirar de pura angustia! Y así, si es posible, aliviad
mi dolor: haced pasar de mí ese cáliz. Mas también conozco la multitud
innumerable de pecados con que los hombres han ofendido y ofenderán a tu
majestad, y la obligación que yo contraje de satisfacer por ellos a tu
divina justicia. Y así hágase, Padre mío, hágase tu voluntad y no la
mía. Declarádmela pues, que la cumpliré fielmente, aun cuando me cueste
la vida. Fiat volúntas tua!». ¡Oh combate terrible el de Jesús!
El temor lo abate, el amor lo alienta; la pasión lo asusta, la redención
lo anima; la cruz le infunde pavor, la obediencia le da valor y se
decide: «¡hágase tu voluntad!». Mas yo observo que a pesar de tan
humilde sumisión, el Padre no le responde. ¿Y yo presumido y soberbio,
quiero que Dios me conceda al instante lo que le pido altanero, sin ser
digno de su gracia, antes sí, siendo digno de sus castigos? ¡Qué
atrevimiento, qué orgullo! El Santo de los santos pide, suplica, se
humilla, no se le responde y se resigna al más atroz de los suplicios; y
yo delincuente, rebelde, sin méritos y lleno de abominación… ¿yo me
quejo de Dios cuando no me oye, y tal vez blasfemo de su providencia,
cuando me manda algún trabajo? ¡Ah, cuán mal imito la humilde
resignación de mi angustiado Salvador! Mi soberbia le aumenta su
angustia. Queriendo el Padre celestial que se cumpliese el eterno
decreto, no le responde a su Hijo suplicante, y le manda un Ángel que lo
conforte. Considera cómo ese Ángel toma al Señor de la mano con el más
profundo respeto, lo levanta, le enjuga su sudor y le dice: «¡Verbo
increado, hijo divino de María! Yo soy uno de los que en tu nacimiento
cantamos “¡Gloria a Dios en los cielos, y en la tierra paz a los hombres
de buena voluntad!”. Mas los hombres no tendrán paz en la tierra ni
gloria en el Cielo, si tú no consumas la Redención. Anímate pues, no
desmayes: bebe con valor este cáliz amargo, bébelo hasta sus heces. Si
lo rehúsas, mira qué ignominia para ti, qué desgracia para el género
humano. Y si lo bebes, ¡ah!, qué gloria para ti, qué felicidad para los
Ángeles y los hombres. Acéptalo pues: los Patriarcas y Profetas lo
esperan, los justos lo desean, los pecadores te lo ruegan, los Ángeles
te lo suplican y el Padre Eterno te lo manda». «Embajador celestial, lo
acepto, me resigno. Voy a morir y a consumar mi sacrificio».
AFECTOS
Bendito
seáis, Príncipe de las eternidades. Sí, seáis bendito, ya que por mí
habéis aceptado el cáliz de la pasión. ¿Qué sacrificio tan grande es el
vuestro? ¿Cómo os lo pagará mi amor? Mas, ¡ay de mí!, yo soy quien lejos
de agradeceros tanta fineza, lejos de dulcificaros con mi gratitud las
amarguras de este cáliz desolador, yo las aumento, yo las acibaro más
con mis iniquidades. En vez de disminuir vuestras angustias, ayudándoos a
beber la copiosa dosis de dolor que contiene la copa del Ángel, le
añado más acíbar y más ponzoña, haciendo refluir en ella los derrames
impuros de la copa inicua de la nefanda Babilonia. Sí, Dios mío, yo me
embriago no sólo en el licor, que obscurece mi razón y me arrastra a mil
pecados; sino también con el furor de la ira, de la lujuria, de la
venganza, de la impiedad y con el frenesí de todas las pasiones. Y el
producto de mis vergonzosos excesos, esto es lo que yo os hago beber;
esto es lo que os preciso a tomar, en pago de vuestra angustia. Pero,
basta, Padre mío, basta de embriaguez. Perdonad mi delirio. Mis labios
no se mancharán más con el pecado. Concededme, Señor, esta gracia y la
resignación necesaria a las disposiciones de vuestra voluntad soberana,
para el consuelo de mis trabajos, y el logro de lo que os pido en esta
novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA QUINTO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: JESUCRISTO SUDA SANGRE.
Ya
has visto, alma mía, la profunda tristeza de Jesús, su repetida y
desolada oración, su soledad congojosa, su humilde sumisión a la
voluntad divina y la aceptacion voluntaria del amargo cáliz. Mas ahora
te resta ver lo más terrible, lo más angustioso y desolante del afligido
Corazón de Jesucristo. No presumas, alma mía, que el Ángel consolase al
Señor. Lo confortó, lo alentó para que se resolviese al sacrificio; mas
no le quitó el gran temor que le infundía la idea de la muerte y de
todo lo demás que afligía su alma. Por esto dice San Lucas que la
aparición del Ángel hizo poner a Jesús en mayor agonía, la cual fue tan
íntima, tan penetrante que empezó a sudar copiosamente gotas de sangre
que corrían y se empapaban en la tierra. Pregúntate pues, alma fiel,
¿cuál es la causa de este sanguíneo sudor, que arroja por sus poros el
sacrosanto cuerpo del Redentor? Antes Él ha sudado, ha llorado, se ha
angustiado, y ahora arroja Sangre y riega con ella la tierra… ¿Qué es
esto, alma mía? ¡Ah! ¿Qué ha de ser? La aglomeración, el peso inmenso de
tus culpas y de todo el mundo sobre el angustiado Corazón de
Jesucristo… Sí, pecador; considéralo bien, y verás que no es tanto la
aproximación de la muerte, ni la viva representación de todos sus
tormentos lo que hace transpirar sangre viva de su cuerpo, cuanto el
perfecto conocimiento de todas las iniquidades de los hombres. Entonces
se le representaron clara y distintamente, particular e individualmente
todos los fratricidios, desde Abel hasta el fin del mundo; todas las
violaciones, desde Dina hasta el fin de los siglos; todos los
adulterios, desde David hasta el juicio; todas las abominaciones de los
pueblos y ciudades, desde Sodoma y Gomorra hasta Babilonia; todos los
sacrilegios, desde Filipo que tomó a Sión hasta el último dia; todos los
hurtos, desde Acán hasta el último ladrón; en una palabra, todos las
infamias, injusticias y ofensas hechas a Dios y al prójimo, todo se le
representó. También conoció Jesús la multitud de infieles e impíos que
no se aprovecharían de su pasión; los cristianos débiles que lo habían
de abandonar como los discípulos, y negar como San Pedro; las
infidelidades sacrílegas de tantos Católicos, Sacerdotes y Esposas
suyas, que como Judas, lo recibirán en su pecho al lado del demonio, y
quizá lo entregarán a sus enemigos, como este discípulo traidor. Además
se le representaron claramente los suplicios de los Mártires, los
trabajos de los Confesores, las tramas y conspiraciones de los impíos,
las terribles persecuciones a la Iglesia, la triste aflicción y soledad
en que quedaría su santísima Madre, y sobre todo la asombrosa multitud
de réprobos que se condenarían por el abuso de su misericordia.
Considera ahora si todo esto junto, y mucho más que nosotros no podemos
comprender, era suficiente para infundir pavor y aflicción, angustia y
espanto hasta en un corazón de piedra ¿cuánto más en el tiernísimo y ya
demasiadamente angustiado Corazón de Jesús? Mira pues, cómo primero el
cuerpo de nuestro Señor queda pálido y frío, porque la Sangre se retira
al corazón, apenas anhelante de angustia y casi sofocado por el peso de
tan tristes representaciones. ¡Ah! ¡Míralo bien! Su palidez mortal, su
respiración cortada, sus eclipsados ojos te harán temer que la
vehemencia de tanta agonía ya lo ha hecho expirar. ¡Oh exceso de dolor!
Mas no temas: su divino amor lo reanima al instante y obra en su Corazón
un prodigio de valor. Ese esfuerzo divino hace que la Sangre, que antes
se había concentrado al Corazón para corroborarlo, retroceda y vuelva a
las partes exteriores del cuerpo con tal ímpetu, que abriéndose paso
por todos los poros, salíó y se derramó por los conductos de los ojos ,
del rostro, del pecho, de las manos, de los pies, del cuello, de la
espalda, de todo el cuerpo. Así es como Jesús sangre suda, sangre
derrama, en sangre está bañado su cuerpo, en sangre está empapada su
túnica, en su sangre está regada la tierra… ¿Y este sudor sanguíneo,
este derramamiento de la Sangre de tu Dios, no te hace derramar a ti
lágrimas de sangre? ¡Ah pecador! ¡Ah corazón mío, cuán duro eres, cuán
cruel! Mas no permanezcas en tu dureza: póstrate, y con lágrimas de
dolor dile a Jesús con todo tu corazón.
AFECTOS
¡Ensangrentado
Padre mío! Ahora conozco que Vos sois por mi amor un Varón de dolores,
de angustias y de sangre. Pues la copia con que la derramáis no es más
que la anticipación de mi rescate. Mas, no, Dios mío, no la derraméis
toda en la agonía de Getsemaní: no la sudéis toda sobre la tierra.
Haced, ¡Señor! que siquiera una gotita caiga sobre mi alma. Sí,
agonizante Jesús, lavadme, bañadme, purificadme con una sola gota de
vuestra Sangre purísima. Bien conozco, Padre mío, que no lo merezco,
porque yo os he causado esta angustia sangrienta, y porque, ¡ay de mí!,
(el pecho se me rompe; pero os lo confesaré, Señor) porque con mis
sacrilegios he profanado, he derramado, he pisado esa Sangre preciosa,
ese precio divino de mi Redención. Angustiado Jesús, perdónadme;
perdonadme tanta maldad. Ya que hasta ahora tanto he sudado para el
demonio tentador, para complacer a esa carne impura; haced que solo sude
y agonize por vuestro amor. Y haced que en mis agonías vuestro sudor y
vuestra Sangre sean mi refrigerio, mi consuelo, mi dicha: que en este
mundo vuestra Sangre sea mi sustento, que en el Purgatorio vuestra
Sangre sea mi felicidad eterna. Esta gracia os pido, y la particular de
esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA SEXTO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: VUELVE JESÚS A SUS DISCÍPULOS – LLEGADA DE JUDAS.
Considera,
alma devota, cómo después del copioso sudor de sangre se sintió Jesús
alentado para levantarse; no porque hubiese cesado en su alma la triste
angustia que no lo dejó hasta su muerte: usque ad mortem: sino
porque el amor que nos tenía a nosotros y la obediencia a su eterno
Padre le infundieron valor para ir a recibir la muerte. Míralo pues como
lo miraba San Buenaventura, mira cómo Jesús se levanta de la oración
todo bañado en su Sangre, y cogiendo una esquina de su manto se limpia
el rostro con ella, pues su pobreza era tal que ni siquiera un pañuelo
tenía. Llégate y ofrécele uno, aunque sea hecho de una tela de tu
corazón; pero que no esté manchado, sino limpio con la gracia; pues si
está sucio con la culpa, aumentarás más su angustia. Observa la
mansedumbre con que se llega a sus discípulos. Él los encuentra
dormidos, como antes; y lejos de increparles su poca vigilancia en una
noche de tanto peligro, les dice con la mayor ternura: «Ahora sí,
queridos míos, dormid y descansad tranquilamente un momento, pues ya se
aproximó la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de
los pecadores». Como si les dijera: «Yo velaré hasta que lleguen mis
enemigos: entre tanto descansad vosotros un rato; cuando se aproximen,
yo os despertaré». Al ver esta benignidad del Señor y el silencio de los
Apóstoles, que nada le contestaron, dile tú, alma mía, dile siquiera
por su triste desamparo: «¡Jesús mío! Vos estáis sumamente abatido, Vos
habéis batallado con la tristeza y el pavor más acerbo, Vos os habéis
desangrado; y por lo mismo a Vos os toca descansar, para rehaceros y
para que entréis con valor en el combate de la pasión, que ya está
cerca. Entretanto yo velaré, y os avisaré cuando vuestros enemigos se
acerquen a ese huerto». El Señor aceptaría tu oferta, si el sordo ruido
de las armas, la funesta luz de las linternas y hasta el siniestro
chichisbeo de la turba, no le indicase que sus enemigos han salido ya de
Jerusalén y se acercan a Getsemaní. ¡Ay! Cierto es; ya están asomando…
Ya están ahí, tras de la cerca hablando en secreto y conviniendo cn el
modo de prenderlo. Mira al discípulo traidor, mira al malvado Judas cómo
les da la contraseña del beso y del abrazo, para que no se equivoquen y
prendan por Él a San Juan, que tanto se le parece. ¡Pero detente,
hombre infernal! ¡Vuélvete, alma sacrílega!… ¿Tienes valor para entregar
a tu Maestro y a tu Dios? ¿Tu corazón no se hiela de espanto al ir a
cometer una traición tan infame, un atentado tan horrendo? ¡Ah, no pases
más adelante! Siquiera por la humildad con que en el cenáculo te ha
lavado y besado los pies; por el amor con que te ha comulgado su Cuerpo y
Sangre preciosa, por el amor que aun ahora te tiene y con que te está
mirando, detente, vuélvete… Mas la obstinación de Judas es igual a la
del demonio, que estaba en su corazón, como dice San Juan. Y en vez de
detenerse, se entra al huerto silenciosamente, para observar si el Señor
está en el mismo lugar de la oración, en que él lo había visto orar
otras veces. Se va acercando con pasos taimados, cual lobo astuto que
quiere asaltar a un cordero inocente. Ya lo ha visto; lo reconoce y se
vuelve cautelosamente a prevenir a sus cómplices. Mas, no creas, alma
mía, que Jesucristo esté durmiendo, no: Él está orando y velando, y ha
visto muy bien la entrada y la salida de Judas, así como ve todos tus
pasos y extravíos, aunque sean de noche, y hasta tus más ocultos
pensamientos. Considera ahora cuánto afligiría el Corazón de Jesucristo
el ver a un discípulo suyo hecho el capitán de sus asesinos. ¡Oh
avaricia! ¿Qué no has de hacer, cuando haces apostatar a un Apóstol,
cuando de un hombre que obraba prodigios y lanzaba los demonios de los
cuerpos, lo haces peor que el mismo demonio? ¡Ah! El Señor se
estremecería al observarlo, porque este extravío nefando le representaba
los sacrilegios de tantos cristianos, las apostasías de tantos
ministros suyos, las infidelidades de tantas almas a quienes él
favorecía como a sus queridas esposas. Reconoce pues, si tú eres una de
estas almas traidoras, y dile compungida al afligido Señor.
AFECTOS
¡Amado
Maestro mío! ¡Dulce Esposo de mi corazón! Yo me reconozco y confieso
traidor, porque yo he vendido vuestra gracia, yo he entregado vuestro
cuerpo. ¡Sí, Dios mío!, yo soy peor que Judas, pues os he vendido a mi
vergüenza, comulgando con mala confesión: os he entregado a mis
pasiones, recibiéndoos con hipocresía: os he colocado en mi corazón
inmundo al lado de satanás: os he entregado a la befa y escarnio de
vuestros enemigos, alejándome de Vos y burlándome de los justos que os
recibían con fervor. He vendido también vuestra gracia a mis pasiones, a
los halagos del mundo, a las seducciones de Lucifer. Más de mil veces
he sido perjuro, pues más de mil veces he quebrantado en ofensa vuestra
no sólo los juramentos del santo bautismo, sino también las repetidas
promesas hechas en el santo tribunal de la penitencia. Por lo mismo
necesito, Señor, que me miréis con más caridad y amor que al discípulo
alevoso; para que no vuelva jamás a repetir traiciones tan viles contra
vuestra Majestad. Dadme pues, vuestra gracia, para que siempre os sea
fiel a Vos, y perdone generoso las alevosías que me hicieren mis
prójimos. Esta caridad os pido por vuestro amor, junto con la gracia de
esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA SÉPTIMO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: RECIBE JESÚS A JUDAS – SU ÓSCULO Y TRAICIÓN.
¡Alma
amante de Jesús! Hoy debes considerar el más generoso amor del divino
Maestro y la más inicua traición del discípulo sacrílego. Mira pues cómo
Jesucristo después de la tristeza de su alma, hasta la muerte; de su
prolija oración hasta la agonía, de su extremada angustia hasta sudar
sangre, parece que va a desfallecer; pues no solo se ve desamparado de
su celestial Padre, sino vendido por su malvado discípulo. Y esto es lo
que traspasa más cruelmente su Corazón. ¡Ah! ¿Con qué pena se levantaría
Jesús, para avisar a sus dormidos Apóstoles la llegada del traidor? Yo
me lo represento caminando fatigado y volviendo a cada paso su vista
amorosa hacia el paraje por donde asoma la turba; no por miedo que le
tenga, sino por compasión a su desventurado conductor. Al fin, es su
discípulo, lo ha querido, y aun lo ama. Mas viendo que se van acercando
para consumar su horrendo atentado, despierta a Pedro, a Juan y
Santiago, diciéndoles: «Basta, súfficit. Sí, queridos míos, basta
ya de domir. Ya ha llegado la hora fatal. Abrid vuestros ojos, y mirad
que el Hijo de Dios va a ser entregado en manos de los pecadores.
Levantaos pues, vamos a morir. Ved aquí al traidor: ya está en este
huerto el que me viene a entregar (Lucas 14)». Levantaos, súrgite.
A este aviso tan urgente se levantaron los Apóstoles atónitos y
despavoridos, mas el Señor no se asusta. Al ver la cohorte impía,
mandada por los pontífices y fariseos, capitaneada por el infame
Iscariotes, al ver relucir las armas con la siniestra luz de las hachas y
linternas, Jesucristo se para, Judas se le acerca, y como si el Señor
no penetrara sus pensamientos, le dice con la más alevosa hipocresía:
«Dios te salve, Maestro mío», y para colmo de iniquidad tiene la osadía
de aproximársele más, lo abraza, lo estrecha contra su corazón, y con
sus labios sacrílegos le da un ósculo inicuo en su rostro sacrosanto.
¡Ah traidor! ¿Cómo no te traga la tierra? ¿Cómo no se abre el Infierno a
tus plantas? ¿ Vienes a entregar a tu Maestro divino, y le dices que
Dios lo salve? ¡Qué perfidia! Alma de Lucifer, yo me horrorizo al ver
que con una señal de paz y de amor, con un abrazo y un ósculo cometes el
crimen más atroz! Sí, mi alma se horroriza de tu maldad, y al mismo
tiempo me asombro de ver la infinita manscdumbre de Jesús. ¡Ah! Él ve el
depravado ánimo de Judas, conoce su negra traición, prevé sus dolorosos
resultados, y sin embargo lo abraza tiernamente, le hace sentir en su
pecho endurecido los amorosos latidos de su Corazón sagrado, estampa sus
labios purísimos y pega su rostro divino con la cara del traidor. ¡Qué
dignación! ¡Qué humildad! ¡Qué amor! Y como si estas sinceras
demostraciones de caridad no fueran suficientes para manifestarle la
infinita misericordia con que lo mira, y la entrañable ternura con que
aún lo ama, le pregunta dulcemente: «Amigo mío, discípulo querido, ¿qué
quieres de mí? ¿A qué has venido?». Mas ¡ay!, estas dulces palabras,
capaces de ablandar un mármol, no penetraron aquel obstinado corazón
poseído del demonio: por eso nada contestó. Mira cómo Jesús, viendo su
silencio y deseando todavía salvarlo, le vuelve a preguntar «¿Judas,
tienes valor para entregar con un ósculo al Hijo de Dios?» Esto le dijo
Jesucristo no tanto para reconvenirlo, cuanto para hacerle comprender
toda la grandeza de su crimen y para indicarle las ansias con que
deseaba su arrepentimiento y su salvación. Pero la obstinación de Judas
era aún más grande que su traición; por eso en vez de responderle al
Señor le dió la espalda, y se volvió a sus cómplices criminales, para
instigarles a consumar su sacrilehio infernal. Parece que los verdugos
no se atrevían a cometer una acción tan impía por respeto al Dios de la
santidad: mas Judas les insta, porque la presencia y las tiernas miradas
de su Maestro agitan en su conciencia los remordimientos de su gran
pecado, que en vez de serle saludables producen en su alma la ira, la
rabia y la desesperación. Por eso se agita para que lo prendan y maten
cuanto antes. Esto es el odio del pecador cuando se rebela contra Dios.
Mas Dios lo sufre con paciencia, lo llama con amor, lo recibe con
misericordia.
AFECTOS
¡Mansísimo
Jesús! ¡Dulcísimo Maestro y Padre caritativo de mi alma! Al veros
abrazado de vuestro discípulo traidor, correspondiendo con ternura al
ósculo que él os dio, conozco vuestra generosidad divina, vuestra
humildad profunda y vuestra caridad sin par: aquí en esa humillación Vos
me hacéis conocer mi altivez, mi orgullo, mi ira y mi venganza; esas
pasiones viles que Vos reprobáis, y que yo disfrazo bajo el velo del
honor vulnerado, de la honra perdida, del celo ultrajado y hasta de la
religión zaherida: sin conocer que estas son cavilaciones de mi amor
propio para no perdonar al que me ha ofendido, para vengarme mejor de
mis enemigos: Sí, ¡Dios mío!, la venganza, esa pasión diabólica es la
que domina mi soberbio corazón. Mas viéndoos a Vos abrazando y
perdonando a vuestro enemigo mortal, yo también perdono a mis enemigos
con todo mi corazón. ¡Ah Señor! Vos me perdonáis a mí, más traidor que
Judas, las ofensas, los ultrajes, las traiciones con que todos los días
hiero a vuestra Majestad soberana ¿y no perdonaré a un hermano mío, a un
hijo vuestro, que me ha agraviado, y por cuyo perdón Vos mismo me
suplicáis? No, ¡Jesús mío! ¡No más venganza, no más rencor! Por vuestro
amor perdono de corazón a mis enemigos, perdono a cuantos me han
agraviado, para que Vos me perdonéis. Concededme pues esa gracia
caritativa, y la particular que deseo en esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA OCTAVO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: JESÚS SE PRESENTA A LOS SOLDADOS Y LOS POSTRA.
En
la meditación pasada nos ha dado Jesucristo un ejemplo asombroso de ‘su
caridad’ y mansedumbre, abrazando a Judas y llamándolo su amigo: ahora
veremos su valor, su misericordia y su omnipotencia. Míralo pues, alma
mía, y aprende lo que Él te enseña. Sí, mira cómo al ver que aquellos
hombres inicuos aguijoneados por Iscariotes se le iban acercando
furibundos, como lobos rabiosos que van a devorar un manso cordero, y
sabiendo (como dice San Juan) todas las cosas que habían de venir sobre
Él, lejos de asustarse ni confundirse, reanima su Corazón y sale a
recibirlos. Mira la entereza con que se para a su frente y les pregunta:
«¿A quién buscáis?». Ellos respondieron: «A Jesús Nazareno». Considera,
cristiano, la ceguedad de aquellos hombres. Ellos lo habían visto mil
veces en Jerusalén, habían oído su doctrina, habían presenciado sus
milagros; además el ósculo de Judas era la contraseña inequívoca: por lo
mismo no podían desconocerlo. Y en vez de contestarle que buscaban a
Jesús nazareno, debían heberle dicho: «A ti buscamos». Mas ellos no lo
conocieron, porque el Señor los cegó para hacerles conocer que Él era
aquel mismo Dios que hirió con la ceguera a los nefandos Sodomitas, que
iban a violar la casa de Lot y a los Ángeles purísimos; el mismo que
confundió con la ceguera a los enemigos del pueblo de Israel; el mismo
que había probado su divinidad dando vista a tantos ciegos, se la
quitaba ahora a ellos, para que no cometiesen una iniquidad tan grande,
como era la de poner las manos en su mismo Dios y llevarlo al suplicio.
Jesucristo sabía que había de morir: no lo rehusaba. Pero deseaba el
bien y deseaba la salvación de sus enemigos. Mas, ¡ay! Este milagro no
los hace desistir de su impía empresa: por eso gritan que buscan a Jesús
nazareno. Oye ahora, alma mía, la dulzura con que Jesucristo les dice:
«Yo soy: Ego sum». Como si les dijera: «Yo soy ese cordero
inocente, cuya sangre deseáis derramar. Yo soy ese justo a quien deseáis
arrancar de la tierra de los vivientes. Yo soy el enviado del Padre
para la redención de los hombres. Yo aquel a quien Él ha constituido
Juez de vivos y muertos. Yo soy el que soy, Dios omnipotente y eterno,
Dios criador de cielos y tierra, Dios premiador de los justos y
castigador de los perversos. Sí: Yo soy todo esto y mucho mas. Ego sum».
Pondera aquí la fuerza de la palabra divina; pues apenas pronuncia
Jesús «yo soy», cuando los impíos en vez de lanzarse sobre Él para
prenderlo, caen hacia atrás, como heridos de un rayo, y allí estarían
caídos todavía si Jesús no les diera permiso para levantarse. Mas, ¡oh
ceguedad del pecador obstinado! Esta caida que debía hacerles abrir los
ojos del cuerpo y del alma, causándoles un saludable arrepentimiento,
los hace más feroces y más impíos. Pues lejos de aprovecharse del
beneficio de Jesús, que les permite levantarse, insisten más obstinados
en prenderlo. Asombra el ver en ellos tanta malicia y tanta mansedumbre
en Jesús. Él les vuelve a preguntar que a quien buscan, no porque lo
ignora, sino porque quiere hacerles conocer su sacrílego atentado. Ellos
le contestan con más rabia: «A Jesús Nazareno». «Ya os he dicho (les
contesta el Salvador), ya os he dicho que Yo soy. Si a mí me buscáis,
aquí me tenéis, pero dejad ir libres a mis discípulos, para que se
cumpla el oráculo de no perder a ninguno de los que me ha dado mi
Padre». ¡Oh amor, oh celo de mi Dios por sus hijos! Mira, alma mía, el
cuidado que Jesús tiene de ti y de tu salvación, aun en su más grande
peligro. Él se entrega voluntariamente en manos de sus enemigos, porque
tú quedes salva: Él va a morir, para que tú vivas. Agradece tanta
fineza, ámalo, sírvelo, sacrifícate y entrégate por Él, ya que Él por ti
se entrega y sacrifica. No, no te unas jamás a esa turba de impíos que
va a prenderlo. ¡Desgraciada de ti si te alistas a la compañía de Judas!
Porque, come dice San Agustín y San León Papa, «el que echó por el
suelo con su sola palabra a los que fueron a prenderlo en el huerto,
cuando Él mismo se entregaba tan humildemente, ¿qué hará de sus
enemigos, dónde los arrojará, cuando venga a juzgarnos como Juez
omnipotente? ¡Ah! Ellos, ellos perecerán sin remedio». Considera esto
bien, alma mía, y dile con humildad al Señor.
AFECTOS
¡Soberano
Salvador mío! ¡Víctima divina de mis expiaciones! Perdonadme, tened
misericordia de mí. Sí, tenedla; porque yo también he sido, y aún soy
uno de vuestros enemigos. ¡Ay de mí! Cuántas veces yo también os he
buscado, no para amaros, sino para ultrajaros y renovaros vuestros
tormentos. Ahora conozco, Padre mío, que cuando yo buscaba ansioso el
objeto maldito de mis culpas, el ídolo de mis criminales extravíos, Vos
me hacíais sentir en mi corazón vuestra voz paternal. Los remordimientos
de mi conciencia eran los ecos amorosos de aquella voz del huerto: «Yo
soy». Sí: «Yo soy», me gritabáis en mi interior, «Yo soy ese Dios a
quien vas a ofender con tus iniquidades; detente pues, detente, hijo
mío». Mas yo, atrevido y obstinado, ciego y enfurecido, he querido
satisfacer mis pasiones, asesinándoos a Vos y a mi pobre alma. ¡Ay Jesús
mío, perdonadme tanta obstinación! Ahora veo que las enfermedades, las
persecuciones y las infamias son postraciones con que Vos queréis abrir
mis ojos, curar mi orgullo; hacerme vuestro hijo. Sí, lo conozco; y
lejos de murmurar de vuestra Providencia cuando me vea caído, perseguido
y postrado, adoraré humilde vuestra mano soberana; para que me deis
resignación y me ayudéis a levantarme. Concededme esta gracia, y la
particular de esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
DÍA NOVENO
Por la señal…
Acto de contrición y Oración para todos los días.
MEDITACIÓN: PRENDIMIENTO DE JESÚS Y SUS CIRCUNSTANCIAS.
Cuando
San Pablo animaba a los primeros fieles a sufrir con resignación los
trabajos de esta vida y las persecuciones por la fe de Jesucristo, los
exhortaba con estas palabras: «Deponiendo el peso de vuestros pecados,
corred por la paciencia al combate que el mundo os presenta; mirando,
para confortaros, en el Autor y consumador de la fe, Jesús, que
despreciando la confusión humillante de su pasión, sufrió valerosamente
los tormentos de la cruz. Por eso está ahora sentado a la diestra de
Dios. Pensad pues y meditad lo que sufrió el Señor por los pecadores,
qué contradicción tan terrible padeció en si mismo. Sí, meditadlo, y no
desfalleceréis de ánimo cuando os veáis en angustias por Él. Porque si
bien lo miráis, vosotros todavía no habéis resistido ni peleado contra
el pecado, hasta derramar vuestra sangre… Y sabed que Dios castiga al
que ama, y azota a los hijos que recibe en su amor (Hebreos 12)». ¡Alma
mía, estas palabras son para ti! Sí, ellas deben penetrar hasta lo
íntimo de tu corazón, para que conozcas lo poco que tú has padecido por
Dios y lo mucho que Dios ha padecido por ti. Viendo sus terribles
tormentos, tú tendrás más resignación en los tuyos. Entra pues en
Getsemaní, ponte al lado de Jesús, y no huyas de miedo como los
discípulos. Mira cómo aquella turba de malvados tan luego como oyó que
el Señor se declaraba y entregaba a Sí mismo, se lanzaron sobre Él para
prenderlo. ¡Ah!, ¿y no habrá quien lo defienda? Sí hay. Pedro, a pesar
de su temor, al ver que ya se adelantahan contra su Maestro, saca una
espada; los arremete valerosamente y hiere al criado del príncipe de los
Sacerdotes. Mas, ¡oh mansedumbre infinita de Jesús! ¡Oh benignidad
incomprensible! Él cura y restituye la oreja cortada al criado atrevido
que iba a prenderle, y reprende a Pedro que lo quería defender. «Vuelve,
le dice, vuelve la espada a su lugar: todos los que hieren con espada, a
filo de espada perecerán. Si yo quisiera defenderme, no necesitaba de
tu brazo. ¿No sabes que si yo rogase a mi Padre, me mandaría ahora mismo
más de doce legiones de Ángeles? ¿No quieres que las Escrituras se
cumplan en Mí? ¿No sabes que mi muerte es necesaria para salvar al
mundo? Desde la eternidad me ofrecí víctima voluntaria de la redención:
ahora mismo acabo de aceptar el cáliz que mi Padre me ha enviado, ¿y tú
no quieres que lo beba? No, Pedro: tu celo no es laudable: envaina tu
espada y déjame ir a morir…». Asómbrate aquí, alma mía, tú que huyes el
padecer algo por Dios, asómbrate de ver el ansia que Él tenía de morir
por tu rescate. Él no quiere que sus Apóstoles ni sus Ángeles lo
defiendan de sus enemigos. Solo sí, parece que extraña el aparato
ruidoso con que lo vienen a prender: por eso le dice «¿Por qué habéis
venido a prenderme con espadas y lanzas, con linternas y hachas, con
palos y tantas armas, como a un ladrón malhechor? Todos los días me
habéis visto en medio de vosotros, enseñando en el templo con la mayor
pacifiquez, y no me tomásteis; mas ahora, bien lo podéis hacer, porque
esta es vuestra hora y la potestad de las tinieblas». Apenas Jesús les
dio licencia con estas palabras, se arrojaron furiosos sobre su divina
majestad, como perros rabiosos que quisiesen devorarlo. Mira con qué ira
tan infernal arremeten al Señor: con furia indecible unos lo cogen por
los cabellos, otros por la túnica, estos por las manos y brazos,
aquellos por el cuello, los de atrás lo oprimen por las espaldas, los de
delante lo sofocan por el pecho, los de cerca hieren su santísimo
rostro con crueles bofetadas, los distantes maltratan su cuerpo con las
astas de las lanzas, éste le escupe, aquel le ultraja, y cargando todos
de tropel sobre su divina majestad lo tiran al suelo, lo pisan, lo
hieren con golpes cruelísimos, tirando cada uno a partirle los huesos, a
sumirle las costillas, a destrozar su cuerpo: de manera que de mil y
cien soldados (que componiam la cohorte) ninguno quedó que no lo hiriese
o injuriase… ¡Ah! No de balde los Profetas al vaticinar ese pasaje
aflictivo, compararon la furia rabiosa de esos ministros de satanás a la
furia del unicornio, a la bravura de los toros acosados, a la rabia de
los perros, a la fiereza de los leones, a la voracidad de los tigres, a
la rapacidad de los lobos. Sí: tal fue la ferocidad de aquellos
corazones luciferinos, que para explicarla, los comparó el Espiritu
Santo a los monstruos más atroces, a las fieras más crueles… Y tú, alma
mía, ¿qué dices al ver tanta iniquidad? ¿No te horrorizas al ver que
unos hombres tan impíos maltratan tan cruelmente a tu Dios, y al ver a
ese Dios tan ultrajado, tan abatido, tan humillado que ni siquiera abre
su boca para quejarse? ¡Qué paciencia tan grande en Jesús, y qué ultraje
tan sacrílego en sus enemigos! Mas no te indignes contra ellos,
cristiano; indígnate contra ti mismo, porque tus pecados son los que han
prendido y maltratado a Jesús. Claro te lo dice con tristes lamentos el
profeta Jeremias: «Christus Dóminus captus est in peccátis nostris».
(Trenos 4, 20). Sí; no lo dudes, pecador. El mismo Jesucristo se lo
declaró así a sus Apóstoles cuando les dijo: el Hijo del hombre será
entregado en manos de los pecadores. Reconoce pues, alma mía, que tus
pecados son los verdugos de tu Redentor. Ellos son los que no
satisfechos de haber desahogado su rabia brutal con un ultraje tan
cruel, le atan fuertemente sus manos por atrás con una soga dura, con
otra cuerda lo amarran de la cintura; con una cadena oprimen sus brazos y
con otra le aprietan su cuello, sofocando su respiracion. Este
amarramiento lo hacen, teniéndolo al Señor en el suelo tendido boca
abajo, oprimiéndolo con sus rodillas y sus pies, para que no se les
escapara. Mira cómo después de haberlo atado tan cruelmente que reventó
la sangre por las muñecas, lo tiran con violencia, lo arrastran con
crueldad, dándole de palos y empellones como al más facineroso criminal.
Así lo sacan del huerto para llevarle al suplicio. Entonces sus
discípulos huyen despavoridos, y el Señor queda solo, como un manso
cordero, hecho presa de lobos infernales... Y tú, alma mía, ¿qué haces
viendo esto? ¿No se te rompe el corazón? ¿O quieres aumentar más todavía
los ultrajes de Jesús? Entonces sigue pecando, sigue con tus
iniquidades: y si no estás satisfecha, únete a esos forajidos, agarra
una soga de esas, tira una de sus cadenas, arrástralo, písalo, descarga
sobre él golpes impíos, dale de bofetadas, derrama su sangre, insúltalo,
blasfémalo y mátalo de una vez. ¿Tendrás valor para hacer todo esto con
tu Dios y Redentor? ¡Ah no, alma cristiana!, no seas tan cruel. Deja
que los sayones lo arrestren solos del huerto a casa de Anás: no vayas
con ellos; no huyas tampoco con los discípulos: quédate en Getsemaní,
póstrate á los pies de tu ultrajado Señor y dile con todo tu corazón.
AFECTOS
¡Amante
Padre mío, vilipendiado, ultrajado, atado, herido, abofeteado y
arrastrado por mi amor! ¡Luz de mis ojos, eclipsada; vida de mi alma,
agonizante; consuelo de mi corazón, pisado y saciado de oprobios, aquí
me tenéis, no para prenderos, ¡no, Dios mío!, sino para pediros perdón, y
si posible es, para consolaros. Sí; consolaros quiero, angustiado
Señor, ya que tantas veces os he renovado los dolores y malos
tratamientos del huerto. Pues yo, ingrato y vil pecador, con mis
avaricias y usuras os he vendido; con mis perjurios y sacrilegios os he
entregado como Judas; con mis impurezas he escupido en vuestro rostro
santísimo: con mis blasfemias os he insultado en vuestra cara: con mis
iras os he atado vuestras manos sacrosantas: con mis venganzas he puesto
atrevido mis manos en Vos, ¡Padre mío!: con mis pasos a la iniquidad os
he pisado: con mis lazos criminales os he arrastrado: con mis
impiedades os he llenado de improperios: con todos mis pecados os he
maltratado, os he cargado de golpes y cadenas, como los soldados impíos.
¡Sí, Jesús amado! Todo esto he hecho yo con Vos. Pero ¡ah!, Vos
curásteis a Malco, Vos recibisteis con amor al mismo Judas. ¿Y no me
curaréis, no me recibiréis, no me abrazaréis a mí? Sí; perdonadme,
curadme, recibidme, abrazadme, dadme un ósculo de paz y de amor, ¡Dios
de misericordia y de amor! Dadmelo, y dadmelo en mi corazón, para que se
cambie, para que deje la culpa, para que no renuove más vuestras
angustias, para que se llene de gracia, para que jamás me separe de Vos,
para que os acompañe siempre en el Huerto y el Calvario, sudando por
Vos, padeciendo por Vos, agonizando con Vos, muriendo con Vos; para que
al fin pueda también reinar con Vos en el Cielo. Esta es, Salvador mío,
la gracia principal que os pido y espero de vuestro amor, junto con la
de esta novena.
Medítese, aliéntese la confianza y después récese lo demás, como el primer día.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)