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ORGULLOSAMENTE HISPANOHABLANTES

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domingo, 6 de julio de 2025

LOS OBISPOS DEFENDIENDO EL PRIMADO Y LA INFALIBILIDAD PAPAL

Discursos y escritos de algunos Padres conciliares en ocasión del Concilio Vaticano I (tomados de RADIO SPADA).
  
  • Monseñor Francesco Zunnui Casula, obispo de Ales y Terralba (Cerdeña): «Siendo la Iglesia edificada sobre Pedro la piedra, esto por la naturaleza de su destinación de fundamento, debe ser siempre y continuamente indefectible. Esto, a fin que el edificio nunca sea abatido, se requiere necesariamente por la ley de la firmeza y de la estabilidad y por la fe, en la cual radicalmente consiste (puesto que sin la fe es imposible agradar a Dios) la razón de la cohesión de todas las partes visibles de la Iglesia. En las partes que por fe están unidas a este edificio la fuerza de la cohesión, o la razón del asentimiento, debe ser tal que supere cualquier certeza metafísica. Si bien de veras se debe creer en Dios, la certeza moral en el asentimiento de fe es absurda. Ahora bien, ninguno cree en Dios visiblemente y adhiere al edificio de la Iglesia si no por medio de Pedro, que, solo, es el fundamento visible. Por tanto la divina asistencia por la cual el solo Romano Pontífice permanece infalible, a fin que a él crean con motivo de la fe, le es necesaria y propia por la naturaleza del lugar en que el orden constituido fue puesto por Cristo…
      
    [El Romano Pontífice] es él solo personalmente el Pastor Universal de los corderos y las ovejas, de los fieles y de los obispos; es personalmente el solo confirmador de los hermanos y de los Apóstoles; es personalmente el solo Doctor de la Iglesia Universal y el Maestro elegido desde antiguo para que por su boca las gentes oyesen el Evangelio de Dios y creyesen, y por tanto los Padres del octavo concilio ecuménico definieron al papa simplemente como “órgano del Espíritu Santo”. Por tanto, desde el momento que él [el Romano Pontífice] enseña las vías de la verdad y de la justicia del Señor a todos aquellos que son enseñados por Dios, y también a nosotros, iniciando por el Decano del Sacro Colegio de los Eminentísimos Cardenales hasta mí, el último de todos los Obispos, y en ellos confirma, no se puede decir que el Romano Pontífice es la boca de la Iglesia, sin mencionarse a Riquerio. No es realmente ministro de la Iglesia, sino maestro, vicario de Cristo Jesús, cuya doctrina transmite, del cual es la boca…
       
    De todo esto se desprende claramente que solo el Romano Pontífice es el fundamento visible, el principio activo y la causa formal de la infalibilidad de la Iglesia, que está gobernada total y visiblemente por Pedro, como Pedro es gobernado por Cristo. Pues la firmeza que Cristo atribuye a Pedro, es conferida a los Apóstoles por Pedro, en quien se fortalece la fuerza de todos. Lo cual el Discípulo de todos los Santos Doctores de la Iglesia, el Doctor Angélico, nos transmitió abiertamente con estas palabras: «La Iglesia Universal no puede errar, pues Aquel que fue escuchado en todo por su reverencia, le dice a Pedro, en cuya confesión se funda la Iglesia: Rogávi pro te, etc.». Si ciertamente fides ex audítu, audítus áutem per verbum Christi, y la palabra de Cristo debe ser escuchada y creída solo por boca de Pedro, entonces se sigue necesariamente que la infalibilidad del Romano Pontífice es el fundamento, el principio y la causa de la infalibilidad de la Iglesia, que es una y la misma. Pues solo del Romano Pontífice obtienen infalibilidad las decisiones de los concilios, ya que solo él es infalible y los demás son maestros por derecho a través de él y en unión con él.
       
    No temamos, pues, venerables Padres, las palabras solus et personális en relación con el Romano Pontífice porque implican aislamiento y división. Pues Cristo personalmente es, solo, el fundamento y la cabeza, pero no está dividido ni aislado, sino que tiene a la Iglesia como su Cuerpo Místico. Así, el Papa personalmente es el único Doctor de la Iglesia Universal y, sin embargo, no está dividido ni aislado de los discípulos, a quienes enseña con su magisterio. Él es personalmente la única cabeza visible de la Iglesia, y por lo tanto no está separado de los miembros que gobierna y que están bajo su gobierno… Cristo y su Vicario no están separados ni divididos del cuerpo de la Iglesia ni de la escuela de quienes enseñan, pero quienes no están sujetos a esta cabeza y maestro, estos están miserablemente separados y divididos del Papa y, por lo tanto, de Cristo, ya que el Sumo Pontífice es Cristo Jesús en verdad, en juicio y en justicia… Esta es mi fe, venerables hermanos, la razón de mi fe; de ​​hecho, la fe tiene su propia razón y lógica. Esta es la fe de la Diócesis [de Ales y Terralba] que me ha sido confiada, de hecho, la fe de toda la isla de Cerdeña. A esta fe debe, sin duda, mi querida patria, que la religión cristiana, desde que fue predicada allí por los santos apóstoles Pedro, Pablo y Santiago, por la infinita bondad de Dios, nutrida y fortalecida por San Clemente, Papa, su primer Obispo, y por tantos y tan grandes Mártires, con su propia sangre, semilla de cristianos, custodiada, propagada y purificada, ha permanecido hasta el día de hoy inalterada por errores, ni desgarrada por cismas, ni sacudida por persecuciones y vejaciones.
      
    Y esta será la fe que nos salvará a nosotros y a nuestras diócesis, reverendísimos padres, de la furia de las olas que la tempestad de la incredulidad y la impiedad de estos tiempos ha agitado con tanta fuerza. Quienquiera que esté en la barca de Pedro, que se eleva a alturas sublimes sobre estas aguas turbias, no se hundirá, pues aquel que fue escuchado en todo por su reverencia le dijo a Pedro: Ego pro te rogávi, ut non defíciat fides tua» (Discurso a la Diputación de la Fe, 2 de julio de 1870).
      
  • Monseñor Ignatius von Senestrey Gmeiner, obispo de Ratisbona: «En esta sagrada asamblea hemos escuchado no pocas cosas que, de no corregirse, podrían suscitar la sospecha de que la Alemania católica se aferra menos fielmente a la doctrina, común en la Iglesia, de la infalible autoridad del Romano Pontífice. Para que nadie piense así, apelaré a algunos nombres conocidos incluso fuera de Alemania.
       
    En primer lugar, mi santísimo y docto predecesor en la cátedra de Ratisbona, el beato Alberto Magno, la mayor lumbrera de Alemania, maestro de Santo Tomás de Aquino… Él en el comentario al capítulo XVI de San Mateo, retomando la acostumbrada exégesis, escribió: «“Te daré”. A ti individualmente, no en el sentido de que la persona de Pedro recibió individualmente las llaves, sino en el sentido de que en la unidad del orden de la Iglesia, solo hay uno que recibió la plenitud del poder, y este es el sucesor de Pedro, que es el mismo que Pedro en cuanto a poder. Dado que Pedro tenía la plenitud del poder y el privilegio de no errar en la fe, este mismo poder y privilegio también deben poseerlo todos los sucesores de Pedro, quienes, por razón de su oficio, son iguales a Pedro en poder».
       
    Y en el comentario al capítulo XXII de San Lucas, así enseña: «“Yo he orado por ti, para que tu fe no decaiga”. Esta es una prueba a favor de la sede de Pedro y de su sucesor, que su fe no decaiga hasta el fin».
       
    Y también otro gran y santísimo hombre, que mereció ser llamado el segundo Apóstol de Alemania, el beato Pedro Canisio… él en su celebérrima Suma de la doctrina cristiana, con pocas palabras, así enuncia la verdad católica: «Siempre estuvo en las manos de los Sumos Pontífices la suprema potestad de definir las materias de fe». Y en las notas explica esta sentencia con aquella misma autoridad, en base a las cuales los teólogos suelen probar la infalible autoridad de los Romanos Pontífices al definir las cosas sagradas… y contra los pérfidos detractores de los Sumos Pontífices exclama: «Ergo, el honor de la Cátedra de Pedro debe preservarse, independientemente de cómo viva quien la preside; él, con certeza, por razón de la Cátedra por ordenación divina, tiene el privilegio de no enseñar herejía alguna ni de padecer defecto de fe, ya que Cristo oró y suplicó que la fe de Pedro, de quien debe confirmar a todos en la verdadera doctrina, no flaqueara». Estas palabras del beato Pedro Canisio tienen su importancia contra aquellos que consideran que el Romano Pontífice deba también ser impecable para ser infalible…
      
    Observo que aquellos que eran los más eminentes en ciencia en las diversas universidades y colegios de Alemania enseñaron constantemente la doctrina del magisterio supremo e infalible de los Romanos Pontífices como verdad revelada, continua y común desde el nacimiento de la Iglesia; y la demostraron con testimonios de las Escrituras y de la Tradición, y con razones teológicas. Sobre este tema, no hubo disensión entre las escuelas teológicas de Alemania, y sin duda entre el pueblo católico, hasta aquellos tiempos que se consideran de iluminación e ilustración [la Era de las Luces], cuando Febronio, propagando por doquier ideas nacidas fuera de la Alemania católica, bebió de fuentes impuras errores pestilentes y los difundió; cuando, imbuidos por esas ideas, no solo los príncipes seculares se afanaban en apoderarse del poder eclesiástico, sino que también los principales prelados de Alemania, congregados en los baños de Ems, ávidos de falsa libertad, llegaron incluso a atacar la autoridad y los derechos de la Sede Apostólica. He aquí, desde entonces, la opinión discordante en los discursos; He aquí, desde entonces, la perversidad febroniana celebrada, promovida y practicada por los gobiernos; he aquí, desde entonces, la ruina de las escuelas teológicas corrompidas por los gobiernos; he aquí, desde entonces, las continuas advertencias y juicios de la Sede Apostólica contra los crecientes errores; he aquí, desde entonces, dudas y opiniones insanas incluso entre los eruditos católicos; he aquí, desde entonces, el inmenso daño a la catolicidad. Sin embargo, el nuevo error no conquistó ni eliminó la antigua verdad, ni se corrompió el recto sentir del pueblo católico. Este último cree, de hecho, que a los decretos y juicios supremos de la Sede Apostólica en materia de fe y moral, la obediencia debe darse no solo con la boca, sino también con el corazón y el asentimiento interno de la mente; lo cual nadie puede legítimamente postular, nadie puede dar correctamente, donde la autoridad no está libre de error.
       
    El pueblo aprendió esta fe de sus abuelos; mi diócesis la profesa por boca del beato Alberto Magno y del beato Pedro Canisio; los sacerdotes la enseñan; en las cuatro diócesis de Baviera, en las cuales tuve cura de almas, la encontré firme a tal punto que no se pueda profesar y sostener sin grande ofensa a todas las personas piadosas…
       
    En tiempos recientes, ¿no han profesado abiertamente algunos sínodos provinciales en Alemania, siguiendo los pasos de los Sínodos de Colonia y Praga, esta misma doctrina antigua y común? De esto se deduce claramente que la fe católica de Alemania no debe considerarse sobre la base de ciertas multitudes de innovadores, ni sobre la base de las acciones de los gobiernos, ni sobre la base de los escritos y el clamor de personas imprudentes que ahora planean presentarse como católicos, pero que de hecho no dejan de negar el nombre de católicos.
      
    El pueblo y el clero fiel venera la autoridad infalibile del concilio ecuménico; no teme su definición en esta materia ni considera que sea introducida una nueva doctrina, sino que se alegra por la confirmación de una verdad antigua que viene con mayor eficacia propuesta y establecida…» (Discurso del 28 de mayo de 1870).
      
  • Monseñor Pietro Alessandro Doimo Maupas, arzobispo de Zadar (Croacia): «[…] y por eso, siempre y cada vez más, los Romanos Pontífices, desde la cumbre del Vaticano, han anunciado a todas las naciones la divinidad de Cristo y la fe íntegra, de tal manera que con justo mérito los obispos y los fieles están obligados a clamar y repetir con el supremo doctor dálmata Jerónimo: «Esta es la fe, bendito Papa, que hemos aprendido en la Iglesia Católica, que siempre hemos mantenido, en la cual si por casualidad hay algo menos correcto o menos cauteloso, deseamos que sea enmendado por ti, que mantienes la fe y la sede de Pedro». A este ilustre testimonio, nosotros, reunidos en este concilio ecuménico, animados sobre todo por la divina asistencia del Espíritu Santo, añadimos: bendito Papa, la inerrancia e infalibilidad de la Iglesia es TU infalibilidad, ya que Pedro vive en ti, ya que siempre has pronunciado palabras de vida, siempre has enseñado la fe cristiana y la has defendido de los errores. Y si en el Concilio de Florencia los Padres reunidos te decretaron maestro y doctor, nosotros reunidos en este Concilio Vaticano nunca podemos permitir que nadie afirme que hay algo erróneo o dañino en tu enseñanza, porque entonces se necesitaría el trabajo de otro para enseñar, ni los fieles podrían adherirse jamás a tu enseñanza y a tu doctrina.
       
    […] Y por lo tanto, de todas las pruebas presentadas se me permite concluir que:
    1) de todas y cada una de las iglesias dispersas por el mundo desde los primeros tiempos de la Iglesia se ha recurrido a los romanos pontífices, sucesores de Pedro, para resolver cuestiones de fe y moral;
    2) de todas y cada una de las iglesias siempre y en todas partes se ha tenido como cierto que los romanos pontífices nunca se han equivocado al definir cuestiones de fe y moral;
    3) La infalibilidad en la fe y la moral pertenece al Romano Pontífice, como maestro supremo en la Iglesia y en virtud de su divina Primacía;
    4) La infalibilidad del Romano Pontífice es una y la misma que la infalibilidad de la Iglesia, tanto en el sujeto como en el objeto;
    5) Si la infalibilidad de la Iglesia es de Fe divina, la infalibilidad del Romano Pontífice que tiene su fundamento en la Fe divina, puede ser definida en forma de Dogma sin ninguna afirmación o peligro de novedad;
    6) Esta definición no solo es útil sino también necesaria en estos tiempos, por lo que otras prerrogativas, inherentes al Primado por derecho divino, tendrán que ser definidas;
    7) Existe en la Iglesia un criterio histórico-teológico, a través del cual los hechos históricos que parecen contrastar con esta definición, pueden ser cuestionados, resueltos, aclarados y fijados […]» (Discurso del 13 de junio de 1870).
      
  • Monseñor Pierre Simon Louis Marie de Dreux Brézé, obispo de Moulins (Francia): «[…] En resumen, o negamos a Pedro el supremo poder magisterial o lo predicamos como infalible. Y la fuerza de este argumento es válida para quienes, yendo en la dirección opuesta e intentando disminuir su alcance, intentaron separar la Primacía de la autoridad suprema, casi como si Pedro fuera el primero en el magisterio, pero no el supremo. […] Esta es una expresión galicana, no gala. En contraposición, nuestro idioma quiso indicar la supremacía papal con tal designación de excelencia que llamó al sucesor de Pedro no el primero, ni el más grande, sino el supremo: hablando del Papa en francés decimos «le souveraine pontife»; en italiano, «el soberano pontífice».
       
    Con esta palabra que nos ha llegado a través de los siglos, inconscientemente, pero quizás por una disposición divina de la Providencia, declaramos que el poder del Papa en la Iglesia es comparable al del rey, que una vez entre nosotros ejerció plena y no arbitrariamente su poder en el gobierno civil. […] Incluso la Sagrada Escritura muestra plenamente el significado de este poder real, aportando como siempre su tributo a la Verdad. ¿Por qué el rey porta la espada? ¿Por qué legisla? ¿Por qué afirma mediante las leyes los derechos de equidad y justicia, de modo que las leyes mismas merecen homenaje? ¿Por qué juzga, si no es para defender la Verdad con palabras y hechos?
       
    De hecho, toda autoridad, cuando está bien ordenada para este fin, es decir, para servir a la Verdad en un acto de suprema sumisión a la manifestación de la verdad misma, se compara con el ejercicio de la autoridad suprema, no sin atender al significado más profundo de ese servicio. De hecho, por boca de los profetas y por la voz de Dios mismo, Nuestro Señor es reconocido como Rey, sin otra causa principal que el anuncio y la proclamación de la Verdad. Ego áutem constitútus sum rex ab eo super Sion, montem sanctum ejus, prædícans præcéptum Ejus. Asimismo, cuando se le preguntó si era rey, vinculó su realeza a la predicación de la Verdad: Tu dicis quia rex sum ego, Ego in hoc sum natus, et ad hoc veni in mundo, ut testimónium perhíbeam veritáti. Finalmente, sufriendo en la cruz, convirtiéndola en la cátedra de su Magisterio, quiso que se le superpusiera el título real, para que entendiéramos que esta excelsa enseñanza de la caridad era enseñanza real y, por lo tanto, libre, obviamente solo por esa libertad que él mismo afirmó: Cognoscétis veritátem et véritas liberábit vos. Es decir, os hará libre de enemigos externos e internos, de lo visible y lo invisible.
      
    Cuántas veces a lo largo de los siglos el Vicario de Cristo, teniendo una cruz como sede, extendiendo sus manos a los pueblos creyentes y fieles, los habría atraído hacia sí y hacia la Verdad, si no hubieran intervenido los doctores que querían socavar la exaltación del Pontificado negando el privilegio de la Infalibilidad. Es, por tanto, nuestro deber enseñar, proclamar [al Papa] ante los pueblos y reyes como el Supremo Heraldo de la Verdad en el mundo entero […]» (Discurso del 2 de junio de 1870).
      
  • Monseñor Pierre Gervais Marie Carrier, obispo de Guadalupe y Tierra Baja (Francia): «[…] Vuestros padres, reverendísimos padres, en los concilios ecuménicos de Nicea y Éfeso glorificaron al Hijo y a la Madre, vosotros en cambio glorificaréis al vicario de Dios, y esto será afirmado por todos, tarde o temprano.
       
    Simón, hijo de Jonás, una vez caña sacudida por el viento, pero ahora Roca, desde que fuiste casi transubstanciado en roca por Cristo, eres pastor del rebaño, confirmador de tus hermanos por oficio. Nosotros, entre tu tumba, donde reposas temporalmente, y esta cátedra, donde vives y reinas por siglos, reunidos libremente, impulsados ​​por los ardientes estímulos de la Escritura, la Tradición, los Padres, los Doctores, los Santos, las Iglesias, los siglos, la experiencia del pasado, la visión del presente, la predicción del futuro, tras haber reflexionado extensamente, sin ceder a la adulación de la carne y la sangre, pero unidos a Cristo Nuestro Señor, no podemos sino decir esto, afirmamos y proclamamos.
      
    Tú, Pedro, con tus sucesores canónicamente elegidos hasta el final, enseñando desde tu cátedra a la Iglesia universal sobre asuntos de fe y moral, ¡eres infalible! Y si no lo decimos nosotros, el Papa no lo dirá, porque ya lo ha dicho.
      
    Todo Papa, todo Papa antes de Pío, y más aún el propio Pío IX, ha hablado de su propio juicio supremo. Pío IX ya habló de su oráculo infalible y usó esta palabra en la Bula Dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. […]

    Cristo en su Evangelio habla así: Y vosotros, aunque sous malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos. ¿Cuánto más vuestro Padre que está en el cielo dará cosas buenas a quienes le piden? Así que debemos pensar, reverendísimos padres, en NUESTRO PADRE que está en la tierra. ¿Nos dará el Papa una piedra en lugar de pan, un escorpión en lugar de un huevo, una serpiente en lugar de un pez? [Muchos obispos gritan en voz alta: ¡No, no!] Nunca, Él nos dará una verdad cierta y revelada pero no definida, pero cuando confirme su decreto, con su decreto nos dará a nosotros y al mundo la verdad definida» (Discurso del 25 de junio de 1870).
      
  • Monseñor Salvator Angelo Maria Demartis O. Carm., obispo de Galtelli y Nuoro (Cerdeña): «Me apresuro a declarar que en el Romano Pontífice venero y respeto al legítimo Sucesor de San Pedro, verdadero Vicario de Jesucristo en la tierra, Sumo Sacerdote, Príncipe de todos los Obispos, Padre, Líder, Señor, Maestro, Doctor universal e infalible de todo el pueblo cristiano. Él es, para citar al eminente Doctor San Bernardo, Abel por primacía, Noé por gobernador del arca mística, figura de la Iglesia, Abraham por patriarcado, Melquisedec por poder de orden, Aarón por dignidad, Moisés por autoridad, Samuel por juicio, Pedro por poder universal de jurisdicción, Cristo por unción y eficacia de obras y palabras… Haciéndome eco, por tanto, de la doctrina más común entre los católicos, y si no de fe, ciertamente próxima fídei… Declaro que sostengo y profeso solemnemente, si fuera necesario incluso a costa de sangre, que el Romano Pontífice, al definir con autoridad como Maestro universal ex Cathedra, lo que se debe hacer para creer en materia de fe y moral es infalible; por lo tanto, sus decretos dogmáticos son irreformables y obligan en conciencia incluso antes de que sean seguidos por el asentimiento de la Iglesia» [Carta al director del diario L’Unità Cattolica Giacomo Margotti, 17 de septiembre de 1868].
       
    «[La inerrancia papal] es, en mi opinión, la medicina saludable con la que se cura esa enfermedad letal y pestilente con la que los que odian el nombre cristiano se esfuerzan por infectar a toda la sociedad para eliminar por completo toda autoridad, ya sea profana o sagrada, y exponerla al escarnio y la risa de la plebe… Deseo fervientemente que lo antes posible la infalibilidad del Romano Pontífice sea definida por el Concilio Ecuménico» (Observaciones a los primeros diez capítulos del esquema “De Ecclesia Christi”, 10 de marzo de 1870; retomadas en el discurso del 14 de junio de ese año).
      
  • Monseñor José Caixal y Estradé, obispo de Urgel (España) y co-príncipe de Andorra: «El fundamento de la Iglesia es la fe de su Cabeza personal (es decir, el Papa). Siempre que el Romano Pontífice desea enseñar a la Iglesia universal, es seguro que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo para evitar el error, así como es seguro que el poder de Dios asiste al sacerdote durante la consagración del pan y el vino, aunque este falle en el resto de su labor. Por lo tanto, el don de infalibilidad por institución divina para el magisterio universal de toda la Iglesia está tan ligado a la persona del Romano Pontífice que no puede haber nada en común en ningún otro tema. Con toda razón, pues, al tratar de la Iglesia en concilio, comenzamos con la Cabeza de la Iglesia, cuya voz infalible une a todos los miembros en un solo cuerpo, de modo que no parezca que actuamos diciendo cosas similares a las del infame [Vincenzo] Gioberti sobre los jesuitas.

    O mejor dicho, “son cosas, no personas”. Así, merecidamente, por la infalibilidad personal y por la Inmaculada Concepción, las universidades españolas compitieron con celo y un digno espíritu de emulación. Cumplieron sus compromisos por la Inmaculada, y sin duda lo harán por la infalibilidad. Descansad ahora, venerables cenizas del cardenal [José Sáenz] de Aguirre OSB y de González, quienes en la Universidad de Salamanca fuisteis intrépidos y tenaces defensores de las prerrogativas de los romanos pontífices; descansad también vosotras, cenizas pacíficas de José de Yermo, canciller de la Universidad Complutense: fruto maduro de una semilla que cultivó con tanto esfuerzo será recogido. Descansad y regocijaos también vosotros, queridas cenizas de los célebres doctores de la Universidad de Cervera, los doctores José Pons y Pedro Juan Perpiñán SJ, cuyo recuerdo permanecerá inmortal en las glorias de esa Academia, por su excepcional devoción a cada una de las prerrogativas de la Sede Apostólica de Roma. Y tú, alma madre de todas nuestras universidades, Universidad Católica y Apostólica de París, regocíjate y renueva no los tiempos nefastos de los últimos tiempos, sino los días gozosos de tu juventud. […] Por lo tanto, los Romanos Pontífices no deben ser considerados profetas que se hacen heraldos de una nueva revelación recibida de Dios para el pueblo cristiano; ni es necesario que sean aprobados como santos e impecables, como alguien ha dicho, no sé por qué razón, pero deben ser verdaderos jueces y maestros de la Verdad del Evangelio, infalibles por la asistencia del Espíritu Santo. […]» (Discurso del 24 de mayo de 1870).
      
  • Monseñor Tommaso Michele Angelo Salzano  Guadagni OP, obispo titular de Tanis y auxiliar de Nápoles: «[…] Veamos cuál es el juicio de San Antonino al respecto. En la tercera parte de su Suma Teológica, título 22, sobre la naturaleza de los sumos pontífices, donde habla del papado, comienza a mostrar la altísima dignidad del sucesor de Pedro, al adaptar a él lo que se dijo proféticamente sobre Cristo en el Salmo VIII: «Lo pusiste un poco por debajo de los ángeles, lo coronaste de gloria y honor y lo pusiste sobre las obras de tus manos». San Antonino afirma que el Sumo Pontífice, a quien Cristo nos dejó como vicario en la tierra, es por naturaleza inferior a los ángeles, pero superior en autoridad y poder. De hecho, un ángel no puede desatar ni atar; el Papa, en cambio, tiene el poder pleno y universal de desatar y atar. El Papa es coronado de gloria y honor porque está situado en la cima de todas las dignidades, de ahí que se le llame merecidamente bienaventurado y santísimo. Él está coronado con la grandeza de la autoridad, porque juzga a todos y no es juzgado por nadie.
       
    Fue colocado por encima de todas las obras de Dios porque dispone de todos como inferiores, abre las puertas del cielo, establece el orden en todo el clero y consolida los imperios. De aquí, según San Antonino, surgen todos los privilegios que pertenecen al Pontífice, entre ellos la inerrancia en cuestiones de fe y costumbres. […]
       
    Por eso, con mayor claridad aún, en el mismo lugar, San Antonino defiende esta misma opinión, donde demuestra que el Sumo Pontífice es la cabeza suprema y monarca en la Iglesia de Dios y de aquí proviene naturalmente el privilegio de su misma inerrancia. […]
       
    Sin embargo, para algunos, esta definición de infalibilidad no es urgente, como si no tuviéramos a Aníbal a las puertas.
       
    Sabemos, en cualquier caso, que Aníbal fue derrotado no por la prudencia de Fabio, sino por el ardor de Escipión. En cualquier caso, no tenemos a Aníbal a las puertas, sino que lo hemos tenido dentro de nuestras murallas durante mucho tiempo. Desde cualquier punto de vista, es muy evidente con qué violencia, con qué ímpetu, con qué furia satánica se combate el principio de autoridad, tanto en la sociedad eclesiástica como en la civil. Contra este principio, los innovadores no cesan de celebrar sus furiosas bacanales.
       
    Podemos afirmar con certeza que la herejía dominante de nuestra época es la negación de la autoridad, una herejía que ha permeado la sociedad civil y la propia familia. Hombres infames han podido, con total seguridad, no solo susurrar al pueblo sus discursos, que se propagan como un cáncer, sino también difundir públicamente su veneno y vomitar su enfermedad pestilente con todos sus errores. […] Nosotros, investigadores en el templo de Dios, debemos traer una medicina a la sociedad moderna; no debemos acostumbrarnos a las enfermedades de esta misma sociedad.
       
    Aníbal no está a las puertas, sino dentro de los muros. ¿Quién ignora cuántos aduladores y charlatanes se esfuerzan hoy por derrocar la filosofía correcta, los principios de la vida social, los principios y la doctrina de la Iglesia? Los sumos pontífices, como siempre, estaban dispuestos a marcar con un estigma apostólico y a condenar estas operaciones, tal como lo hacen hoy quienes ostentan la cátedra de Pedro, nuestro amado pontífice.
       
    Sin embargo, el intento de los revolucionarios que afirman sin pudor y con gran difusión entre el pueblo que el Papa no es infalible [...], que sus condenas tienen valor por el consentimiento del concilio o de los obispos dispersos, es ahora evidente. De esta manera, condenar una proposición o doctrina no tendrá ningún valor, y mientras tanto el error se extenderá cada vez más, con la mayor ruina de almas y pueblos. Si, por lo tanto, en tiempos pasados, cuando no existía tanto afán por enseñar y escribir, no era necesario definir esta verdad católica, ahora es necesario, para que el error sea aplastado y dominado, y la verdad brille cada vez más en esta niebla de oscuridad.
       
    Aníbal no está a las puertas, sino dentro de los muros. De hecho, en aquella época, cuando los gobernantes de los estados eran grandes de nombre, de hecho y en autoridad debido a su sumisión a la Iglesia, estaban dispuestos a confirmar con su autoridad las leyes y sanciones canónicas de la Iglesia y a aplicarlas eficazmente en la práctica. De esto resultaron infinitos beneficios tanto para la Iglesia como para la sociedad civil. Hoy res ad triarios pervenit. Habiendo establecido el desafortunado principio de la separación entre Iglesia y Estado, es necesario que los vínculos de la jerarquía eclesiástica se fortalezcan, se consoliden con mayor validez y se exalten con mayor magnificencia, para que, tras perder los apoyos humanos y confiando en la ayuda de Dios y plenamente imbuida de la fe en la inerrancia de su Cabeza, la Iglesia pueda unirse con mayores lazos de seguridad y obediencia, alzarse como una falange compacta contra sus enemigos y luchar con resultados felices con mayor validez, más entusiasmo y más rapidez. […]
      
    No temo a las rebeliones, ni a las multitudes tumultuosas, ni a los pueblos, ni a los reyes; no temo a Garibaldi , no temo a Lucifer. Temo las divisiones entre los obispos: proclamemos juntos la misma verdad y que no haya divisiones entre nosotros. […]
        
    Abrazados en amor fraternal, no dudemos en repetir con el más amplio significado estas palabras de oro que San Jerónimo escribió al Papa Dámaso, palabras de oro para nuestros tiempos: “Yo, sin seguir a nadie más que a Cristo, me asocio a tu beatitud, es decir, a la Cátedra de San Pedro. Sé que la Iglesia está construida sobre esa piedra. Quien come el cordero fuera de ella es profano. Si alguien no está en el arca de Noé, perecerá en el diluvio. No conozco a Vital, rechazo a Melecio, ignoro a Paulino. Quien no recoge contigo, dispersa. Quien no es de Cristo, es del Anticristo”. […]» (Discurso del 2 de junio de 1870).
      
  • Monseñor Lorenzo Gastaldi Volpato, obispo de Saluzzo (Italia): «El Concilio de Florencia estableció que el Papa es el doctor de toda la Iglesia y de todos los cristianos. ¿Doctor del error o de la verdad? ¿Quien enseña errores es acaso un doctor? No es un doctor, sino un corruptor de mentes. El Sumo Pontífice, en el Bienaventurado Pedro, ha recibido pleno poder para pastorear. […]
       
    Apacentar significa dar alimento a todos los cristianos. ¿Acaso el error es alimento para la mente? Siempre he tenido muy claro que el error no es alimento, sino veneno para la mente. Solo la verdad nutre y vivifica nuestro espíritu; el error lo mortifica, lo mata, lo aniquila. […]
       
    ¿Podríamos creer jamás en una Iglesia que, como maestra, estamos seguros de que no puede errar, no puede alejarse de la verdad, no puede ser abandonada por Nuestro Señor Jesucristo?[…]
       
    Siempre afirmaré que la Santa Sede, en todo lo que hace pública y solemnemente, jamás podrá ser acusada de nada: todas sus decisiones y decretos pueden defenderse. Inglaterra abandonó la unidad católica por tres razones: el cesarismo, el calvinismo y la tibieza de los católicos hacia la Santa Sede.
       
    El cesarismo ya era evidente en el siglo XII, como se desprende de la historia de San Anselmo y Santo Tomás de Canterbury. Así pues, en lo que respecta a Santo Tomás de Canterbury, cabe destacar que casi todos los obispos de Inglaterra se oponían a él, quienes le decían: «Eres la causa de los males; mira las amenazas que lanza Enrique; si toda Inglaterra se arruina, será culpa tuya».
      
    Santo Tomás resistió indomable y su nombre está ahora entre los santos y los nombres de aquellos obispos yacen aplastados por el silencio.
       
    Cuando Enrique VIII quiso levantarse contra el Sumo Pontífice, todos los obispos de Inglaterra inclinaron la cabeza excepto el fortísimo Juan Bautista Fisher, que cayó mártir.
       
    Los demás dijeron: «Es necesario ceder ante la opinión pública, evitaremos males, salvaremos lo que podamos». El calvinismo se extendió por Inglaterra en tiempos de Enrique VIII, quien a la vez envió al verdugo a todos aquellos que no lo veneraban como papa. […]
       
    Mientras tanto, el calvinismo se extendía mientras Tomás Crammer, arzobispo de Canterbury, profería blasfemias e insultos durante diez largos años, jurando que celebraba la verdadera misa con la transubstanciación. Tras la muerte de Enrique VIII, el calvinismo causó furor en Inglaterra.
       
    Después de la muerte de Eduardo VI, bajo el reinado de María la Católica, quien utilizó el fuego y la espada contra los calvinistas, el calvinismo no pudo ser erradicado.
       
    De hecho, fue favorecido por Isabel en el palacio real y a su alrededor se reunieron quienes más tarde tomarían el poder. Y cuando al cardenal Reinaldo Pole, último arzobispo católico de Canterbury, le anunciaron la muerte de María, exclamó: «¡Ay! Mi Inglaterra, por la Santa Iglesia Católica, ha terminado en este reino».

    Quince días después de su ascenso al trono, Isabel prohibió la elevación de la Hostia, negando la transubstanciación. El sacerdote no obedeció y ella lo expulsó, proponiendo así la ley para restaurar el calvinismo en Inglaterra.

    Se temía que no contara con los votos necesarios. ¿Qué se hizo? Tres católicos fueron encarcelados por alta traición, lo que les permitió obtener la mayoría para entronizar el calvinismo. Es una verdad trágica que los católicos de aquella época, como se desprende de las cartas de Tomás Moro, también mártir y testigo del Supremo Poder Romano, no estaban muy apegados a la autoridad apostólica.
       
    Creían que podían ser católicos yendo a misa, confesándose y siendo sumisos a sus obispos, pero sin importarles la Santa Sede. Y durante trescientos años y más, se les ha impuesto un plácet real a todo ese clero bajo pena de alta traición. Por eso Inglaterra ha apostatado.
       
    La Santa Sede no habría podido jamás aprobar aquel juramento que se condenaba a sí misma, que condenaba al inmenso Gregorio VII, que condenaba al primer Concilio de Lyon, al cuarto Concilio de Letrán. […]
       
    Esta definición [de la Infalibilidad Papal] en el mismo momento en que sea proclamada producirá mucha alegría en el cielo, ya que la Iglesia triunfante gozará de la paz y de la concordia de la Iglesia militante, su hermana.
       
    Producirá tanta alegría en la Iglesia militante que podrá librar batallas externas sin tener que librar batallas internas. Ese día habrá tristeza y terror por el poder infernal, que será aplastado cada vez más bajo los pies de la Santísima Virgen» (Discurso del 30 de mayo de 1870).
        
    «[…] Por lo tanto, reverendísimos padres, me conmueve, y sobre todo me conmueve, que desde la inauguración de este Concilio, en todas las gacetas y periódicos, los nombres de los obispos que en esta sala han pronunciado algún lema contra la infalibilidad del Romano Pontífice hayan sido y son colmados de elogios. Los nombres de quienes defienden la infalibilidad papal son objeto de injurias e insultos.

    Por favor, en la misma página donde hay tantas blasfemias contra Jesucristo, contra su Iglesia, contra la presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía, leed las alabanzas, los aplausos, los elogios de quienes impugnan la infalibilidad papal. ¿Quién hablaría así, sino el diablo? ¿Quién, sino Satanás, puede al mismo tiempo blasfemar contra la Iglesia de Cristo y alabar al obispo que combate la infalibilidad de la Cabeza de la Iglesia?
      
    Si alguna vez leyera mi nombre en una de esas páginas y columnas, pensaría, como me dijeron algunos obispos, que ha llegado el momento de empezar a temblar. […]

    Temería que mi nombre, por estar escrito en esa página, hubiera sido borrado del libro de los vivos. En cambio, cuando veo mi nombre despreciado por aquellos asaltantes, enemigos y adversarios de la Iglesia, me llena de gran alegría. Tengo la esperanza de que mi nombre sea escrito entre los elegidos. Reverendísimos padres […], todos llevamos la fe católica en el corazón, todos somos pastores de Jesucristo, o mejor dicho, puestos por Él para gobernar la Iglesia, para apacentar las ovejas.

    No tenemos nada en común con el error, nada en común con Satanás. Satanás alaba a sus amigos y no a quienes lo combaten, a quienes se le oponen. […]» (Discurso del 2 de julio de 1870).
      
EXTRA: Discurso de monseñor Lucjan Bernacki Pankowski, obispo titular de Mela y auxiliar de Gniezno (Polonia) en el Concilio Vaticano II (1 de diciembre de 1962):
«El papado es una verdad revelada, a la que se oponen todos los hermanos separados. Es la piedra angular evangélica del edificio de la Iglesia de Cristo, que ellos han rechazado y rechazan. Por esta razón, me parece un deber muy serio del Concilio Ecuménico enfatizar esta doctrina de manera adecuada, y también en razón de su propósito pastoral y unitivo, asegurar que esta verdad revelada, fundamental para nuestra fe, se exponga claramente…
   
El papado no es una institución humana. Reconocerlo o rechazarlo no implica rechazar o reconocer una prerrogativa humana, ni un derecho de preeminencia fundado en ambiciones humanas. El papado es, ante todo, una verdad revelada por Cristo el Señor en persona, como el fundamento sobre el cual Cristo el Señor quiso construir, y construyó, su única Iglesia. Y reflexionemos que Cristo, al fundar su Iglesia, no distinguió entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, hablando simplemente de su única Iglesia.
   
Tales distinciones… no son esenciales… El problema esencial que debe plantearse toda comunidad cristiana, al investigar si es o no la verdadera Iglesia de Cristo, consiste en esto: si su constitución interna corresponde a la constitución que Cristo el Señor dio a su Iglesia; constitución que Jesucristo determinó implícitamente cuando dijo al apóstol: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”…
   
Se sabe quelas propiedades o características de la Iglesia [unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad] fueron elaboradas por los Concilios de Nicea y Constantinopla, para que en virtud de ellos apareciera más claramente la verdad de la Iglesia con respecto a aquellas comunidades religiosas que ya en la era apostólica se declararon verdaderas iglesias de Cristo, aunque carecieran de las características de la verdadera Iglesia de Cristo.
   
En nuestra época, otra característica o propiedad parece merecedora de ser considerada esencial… la nota de PETRINIDAD, que expresa que la verdadera Iglesia de Cristo no puede ser otra que la fundada en San Pedro y su legítimo sucesor…
  
Las antiguas notas de la Iglesia, enumeradas en el Credo, han perdido en cierto modo su fuerza distintiva en los últimos siglos, ya que las llamadas denominaciones separadas se apropian abusivamente de ellas, interpretándolas subjetivamente. Por lo tanto, considero sumamente apropiado que la nota de PETRINIDAD no solo se exponga profundamente en nuestro esquema, sino que, siguiendo el ejemplo de los Concilios anteriores, se inserte en el Credo, de modo que el texto del Credo sea el siguiente: “Creo en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica y PETRINA”».

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)