En
Noviembre de 1910 el príncipe-infante Maximiliano Guillermo de
Sajonia-Braganza, sacerdote católico y profesor de Derecho Canónico y
Liturgia en la Universidad de Friburgo (Suiza), publicó un artículo
titulado “Pensées sur la question de l’Union des Églises” en el primer
número de la entonces recién fundada revista Roma e l’Oriente,
dirigida por los monjes basilios de la abadía griega de San Nilo de
Grottaferrata (Italia). En el referido artículo, el autor decía que la
Iglesia Romana era la parte culpable del Cisma del año 1054, por
pretender imponerle a las iglesias orientales su criterio litúrgico y
doctrinal, y proponía para remediar el cisma que Roma debía abjurar de
sus dogmas y reconocerle igualdad a los patriarcados de Constantinopla,
Antioquía, Alejandría y Jerusalén.
Contra
tan injuriosa afirmación, claramente influenciada por el modernismo,
irritante a los oídos piadosos y contraria a la verdad histórica, que
claramente enseña que fueron los griegos levantiscos contra el Papa de
Roma quienes causaron los cismas, el Papa San Pío X, celoso y ardiente
defensor de la Iglesia, hizo llamar al autor del artículo para que diera
explicaciones, el cual se retractó solemnemente de su escrito. Luego el
Papa publicó la carta apostólica “Ex quo nono labénte sǽculo”
condenando dicho artículo y reiterando que la Iglesia Una, Santa,
Católica y Apostólica es la única que guarda en su totalidad el Depósito
de la Fe y la Moral que le confiara Nuestro Señor, y que la única
manera de restaurar la unidad es que los griegos, rusos, coptos,
armenios y siríacos abjuren de sus cismas y herejías.
“Ex
quo nono labénte sǽculo” es un documento único, casi desconocido
-especialmente para los lectores hispanoamericanos-, el cual condena el
meaculpabilismo de los antipapas conciliares y su corte, reflejado en
hechos como:
- La supresión de los patriarcados latinos de Antioquía y Alejandría (1964), y Constantinopla (1965).
- La equiparación del “Quam oblatiónem” de la Misa Romana Tradicional con la oración que los griegos llaman Epíclesis -donde le piden al Espíritu Santo que haga eficaces las Palabras Consecratorias-, negando injusta y heréticamente el rol in persóna Christi del sacerdote; y la introducción de dos Epíclesis explícitas (una previa y otra posterior a la “consagración”) en el Misal Montini-Bugniniano.
- La “devolución” de las reliquias de San Andrés Apóstol (el cráneo, conservado en el Vaticano, fue entregado por Pablo VI 24 de Septiembre de 1964; y la cruz, conservada en la abadía de San Víctor en Marsella, fue entregada el 19 de Enero de 1980 por Juan Pablo II) y San Marcos Evangelista (22 de Junio de 1968 a Cirilo VI de Alejandría de los Coptos); y del icono de Nuestra Señora de Kazán (entregado el 26 de Agosto de 2004 por Juan Pablo II a Alejo II de Moscú).
- La petición de perdón que hiciera Juan Pablo II (a Cristódulo de Atenas el 4 de Mayo de 2001, y a Bartolomé I de Constantinopla 29 de Junio de 2004) por la Cuarta Cruzada.
- El reconocimiento de la validez de la anáfora nestoriana de Addai y Mari -que no tiene las palabras consecratorias-, realizado el 20 de Julio de 2001.
- La renuncia al título Patriárcha Occidéntis por Benedicto XVI en el año 2008.
- El “me rindo, Beatitud” de Francisco I Bergoglio ante Bartolomé I Constantinopolitano, evidenciado en la influencia que este último ejerce en Laudato Sii, pedirle la bendición para él “y toda la iglesia de Roma” durante el viaje a Turquía, y tachar el proselitismo como pecado contra la unidad.
- Et álibi aliórum.
Como tal, esta Carta se encuentra en el original latín en Acta Apostólicæ Sedis, año III (1911), págs. 117-121. La traducción al Español fue tomada del sitio ADELANTE LA FE, a partir de la edición inglesa en THE REMNANT.
CARTA APOSTÓLICA “Ex quo nono labénte sǽculo”, CONDENANDO CIERTO ARTÍCULO SOBRE EL RETORNO DE LAS IGLESIAS A LA UNIDAD CATÓLICA
A los Arzobispos y Delegados Apostólicos de Bizancio en Grecia, Egipto, Mesopotamia, Persia, Siria, y las Indias Orientales.
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica:
Sería
difícil decir cuánto han hecho los hombres santos desde los años
finales del siglo IX, cuando las naciones de Oriente empezaron a ser
arrancadas de la unidad de la Iglesia católica, para que nuestros
hermanos separados pudieran ser devueltos a su seno. Por encima de todos
los demás, los Sumos Pontífices, nuestros predecesores, en cumplimiento
de su deber de proteger la fe y la unidad eclesiástica, no han dejado
nada por hacer, respecto de la disidencia paterna que trajo amargo dolor
a Occidente, pero que causó pérdidas a Oriente. Los testigos de esto,
por mencionar solo a algunos de entre muchos, son Gregorio IX, Inocencio
IV, Clemente IV, Gregorio X, Eugenio XIII, y Benedicto XI [1].
Pero
nadie ignora el gran fervor con el que más recientemente, nuestro
predecesor de feliz memoria, León XIII, invitó a las naciones de Oriente
a asociarse de nuevo con la Iglesia romana.
“En
cuanto a nosotros”, decía, “para ser sinceros, hemos de confesar que el
mismo recuerdo de la antigua gloria y los méritos incomparables de los
que Oriente puede jactarse nos son indescriptiblemente dulces. En
efecto, esta fue la cuna de la redención humana y de los primeros frutos
del cristianismo. De ahí en adelante, como afluentes de un río real, se
difundieron hacia Occidente las riquezas de las incalculables
bendiciones obtenidas por nosotros por medio del Evangelio de
Jesucristo… Mientras sopesamos estas cosas, venerables hermanos, en
nuestra mente no deseamos ni ansiamos nada tanto como el llevar a cabo
la restauración de toda la virtud y la grandeza de Oriente en el pasado.
Y más aún porque los signos que, en el desarrollo de los
acontecimientos humanos, aparecen de cuando en cuando, dan motivos para
esperar que los orientales, movidos por la divina gracia, podrían volver
la reconciliación con la Iglesia de Roma, de cuyo seno han estado
separados tantos años” [2].
Ni,
ciertamente, estamos nosotros, como vosotros bien sabéis, venerables
hermanos, menos deseosos de que el día por el que tan ardientemente han
rezado tantos hombres santos llegue rápidamente, y que el muro que ha
dividido por tanto tiempo a dos pueblos sea demolido hasta sus
cimientos, y que entre estos, envueltos en un abrazo de fe y caridad, la
paz tan largamente suplicada florezca en todo su esplendor, y que haya
un rebaño y un pastor (Juan 10, 16).
Mientras
estos eran nuestros pensamientos nos llegó un motivo para el dolor de
la mano de cierto artículo publicado en la nueva revista Roma e l’Oriente,
titulado “Pensamientos sobre la cuestión de la unión de las Iglesias”.
Pues, efectivamente, este artículo está lleno de tantos errores, no solo
teológicos, sino también históricos, que casi no podría incluirse una
colección más grande en un número de páginas tan reducido.
Los errores en el artículo
Y,
desde luego tan precipitada como falsamente, en el artículo se hace un
acercamiento a la posición de que el dogma de la procedencia del
Espíritu Santo del Hijo no deriva de ninguna manera de las palabras del
Evangelio ni se prueba por la creencia de los antiguos Padres. Con la
misma imprudencia, se expresa duda sobre si los sagrados dogmas del
Purgatorio y la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María
fueron asumidos por los santos hombres de los primeros siglos. De nuevo,
cuando el artículo viene a tratar la constitución de la Iglesia,
tenemos, primero, una renovación del error condenado hace mucho tiempo
por nuestro predecesor, Inocencio X [3], según el cual San Pablo es
considerado como si fuera exactamente igual a un hermano de San Pedro.
En segundo lugar, y no menos erróneamente, se sugiere que en los
primeros siglos la Iglesia Católica no fue gobernada por una única
cabeza —es decir, una monarquía— y que la primacía de la Iglesia
Romana no se sustentaba en argumentos válidos. El artículo tampoco deja
intacta la doctrina católica sobre la Santísima Eucaristía, puesto que
se afirma tenazmente que es admisible la visión extendida entre los
griegos de que las palabras de la consagración no tienen su efecto a
menos que se haya ofrecido primero la oración llamada “Epíclesis”, pese a
que es sabido que la Iglesia no tiene ningún poder para alterar la
sustancia de los sacramentos. Igualmente inadmisible es la idea de que
la confirmación administrada por cualquier sacerdote puede tenerse por
válida [4].
Incluso
con este resumen de los errores contenidos en este artículo entenderéis
fácilmente, venerables hermanos, la gravísima ofensa que se le ha hecho
a todos los que lo leyeron, y cuán grandemente nosotros mismos nos
hemos asombrado de que la enseñanza católica sea tan deliberadamente
pervertida por palabras abiertas, y de que muchos puntos históricos en
las causas del cisma oriental sean tan atropelladamente tergiversados
respecto de la realidad. En primer lugar, se imputa falsamente a los
santos Papas Nicolás I y León IX que una gran parte de la
responsabilidad del problema se debió al orgullo y la ambición de uno y a
las duras reprimendas del otro —como si la energía apostólica de aquel
en defensa de los derechos más sagrados pudieran atribuirse al orgullo, o
la persistencia del último en corregir a los malvados pudiera ser
llamada crueldad—.
Los
inicios de la historia también son pisoteados cuando aquellas santas
expediciones llamadas Cruzadas son difamadas como empresas de piratas o,
lo que es aún más serio, cuando a los Pontífices romanos se les
reprocha el fervor con el que llamaron a las naciones orientales a la
unión con la Iglesia romana, fervor que se atribuye al deseo de poder y
no a una diligencia apostólica por alimentar al rebaño de Cristo.
Grande,
también, fue nuestro asombro ante la afirmación en el mismo artículo de
que los griegos de Florencia fueron forzados por los latinos a convenir
con la unidad, y que el mismo pueblo fue inducido mediante falsos
argumentos a recibir el dogma de la procedencia del Espíritu Santo del
Hijo tanto como del Padre. El artículo llega incluso tan lejos,
desafiando los hechos de la historia, como para cuestionar si los
concilios generales que tuvieron lugar tras la secesión de los griegos,
desde el octavo hasta aquel del [Concilio] Vaticano, deben tenerse por
verdaderamente ecuménicos, de donde se postula una regla de una especie
de unidad híbrida según la cual solo lo que de entonces en adelante
fuera reconocido por cualquier Iglesia como su herencia común antes de
la separación sería legítimo, observándose un completo silencio sobre
todo lo demás como adiciones superfluas y espurias.
Exhortación para esforzarse en la Unidad
Hemos
pensado que estas cosas deberían seros indicadas, venerables hermanos,
no solo para que podáis saber que las proposiciones y teorías son
rechazadas por nosotros como falsas, temerarias y ajenas a la Fe
Católica, sino también para que, mientras esté en vuestro poder, podáis
tratar de ahuyentar una influencia tan perniciosa del pueblo confiado a
vuestro atento cuidado acompañándolos a todos a asumir sin demora las
enseñanzas aceptadas, no escuchando nunca ninguna otra, aunque un ángel
del cielo la predicara (Gálatas 1, 8). Al mismo tiempo, igualmente, os
pedimos seriamente que les recalquéis que no tenemos deseo más ardiente
que el de que todos los hombres de buena voluntad ejerzan
infatigablemente toda su fuerza para que la unidad esperada pueda ser
más rápidamente obtenida, para que aquellas ovejas a quienes las
divisiones separan puedan estar unidas en la profesión de una Fe
Católica bajo un pastor supremo. Y esto llegará más fácilmente si se
multiplican las oraciones fervientes al Espíritu Santo Paráclito, que
“no es Dios de confusión, sino de paz” (I Corintios 14, 33). Así
ocurrirá que la oración de Cristo que Él ofreció entre gemidos antes de
padecer el peor de los tormentos se realice, “que todos sean una cosa,
como Tú, Padre, en mí, y Yo en ti; que también ellos sean en Nosotros
una cosa” (Juan 17, 21).
Finalmente,
estemos todos seguros de que el trabajo con este objeto será en vano a
menos que, y sobre todo, abracen la verdadera y completa Fe Católica tal
y como ha sido entregada y consagrada en la Sagrada Escritura, la
Tradición de los Padres, el consentimiento de la Iglesia, los Concilios
generales y los decretos de los Sumos Pontífices. Dejad, entonces, que
todos aquellos que se esfuerzan por defender la causa de la unidad vayan
adelante; dejadlos seguir adelante llevando el casco de la fe,
sosteniendo el ancla de la esperanza, e inflamados con el fuego de la
caridad, para trabajar incesantemente en esta empresa divina y Dios, el
autor y amante de la paz en cuyo poder están los tiempos y las épocas
(Hechos 1, 7), apresurará el día en que las naciones de Oriente vuelvan a
la unidad católica y, unidos a la Sede Apostólica, tras desechar sus
errores, entren en el puerto de la salvación eterna.
La sumisión del príncipe Maximiliano de Sajonia, autor del artículo
Esta
carta, venerables hermanos, la haréis publicar tras ser diligentemente
traducida a la lengua vernácula del país que os esté confiado. Y
mientras nos regocijamos de informaros de que el amado autor de este
artículo, que ciertamente fue escrito por él desconsideradamente, pero
con buena fe, nos ha dado en nuestra presencia sinceramente y de corazón
su disposición para enseñar, rechazar y condenar hasta el final de su
vida todo lo que enseña, rechaza y condena la Santa Sede Apostólica, y
muy amorosamente en el Señor le impartimos la bendición apostólica como
una señal de los dones celestiales y como prueba de nuestra
benevolencia.
Dada en Roma, junto a San Pedro, el día 26 de Diciembre, año de 1910, octavo de Nuestro pontificado. PAPA PÍO X.
NOTAS
[1] Constitución “Nuper ad Nos” (16 de Marzo de 1743), que prescribe otra Profesión de Fe para los orientales.
[2]
Alocución “Si fuit in re” (13 de Diciembre de 1880) a los Cardenales
reunidos en el Vaticano. Publicada en Acta Sanctæ Sedis, tomo II, pág.
179; cf. Carta Apostólica “Præclára Gratulatiónis” (20 de Junio de
1894), en Acta Sanctæ Sedis, Tomo XIV, pág. 195.
[3] Decreto de la Congregación General de la Sagrada Romana y Universal Inquisición (24 de Enero de Enero de 1647).
[4]
Cf. Benedicto XIV, Constitución “Etsi Pastorális” (26 de Mayo de 1742)
para los ítalo-griegos, que declara írrita la confirmación conferida por
el simple sacerdote de rito latino en virtud de la sola delegación del
obispo.
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