El espectáculo era realmente desolador. Pero la reacción no se hizo esperar. La vida monástica cobró una vitalidad espléndida, insospechada. Aparte de las dos reformas benedictinas –cistercienses y cartujos–, surgieron otras nuevas Ordenes y Congregaciones. Francisco de Asís ha escuchado la llamada divina apremiante y, desposándose con la pobreza, se ha lanzado por aldeas y ciudades predicando penitencia. La misma llamada oyeron el obispo de Osma, Diego de Acevedo, y Domingo de Guzmán al llegar en embajada de paz a Tolosa. Dice el Beato Jordán de Sajonia, refiriéndose a Domingo de Guzmán, que «en cuanto advirtió que los habitantes de aquel país habían caído en la herejía, llenóse de compasión su pecho misericordioso, considerando las innumerables almas que vivían engañadas». Fue entonces cuando, inflamados de caridad, marcharon a Roma y expusieron a Inocencio III un amplio plan de evangelización en tierra de cumanos, al que hubieron de renunciar por indicación del Pontífice, que ordenó al santo obispo el regreso a su diócesis para proseguir allí su gobierno y la reforma del cabildo.
Obedientes y dóciles a los deseos del Papa, Diego de Acevedo y Domingo de Guzmán emprendieron su viaje de retorno a España sin sospechar la gran sorpresa que la Providencia les reservaba en Montpellier y que transformaría su retirada en marcha victoriosa.
Cuando llegaron a esta ciudad, en la primavera de 1206, coincidieron con una asamblea de obispos y abades cistercienses de la región, presidida por el beato Pedro de Castelnau un legado pontificio. Se hallaban reunidos para estudiar la grave situación e iniciar una campaña definitiva contra la herejía. Solicitaron el consejo del santo y prudente obispo de Osma y las palabras de éste fueron una invitación a abrazar la pobreza evangélica, comenzando por renunciar a toda ostentación y aparato. Esta sería el arma más eficaz para combatir y acabar con las críticas propagadas por las sectas. Y dando ejemplo el santo obispo, puso por obra sus recomendaciones, despidiendo a todo su séquito, quedándose en el Languedoc con Domingo de Guzmán y un grupo de clérigos. Los abades repitieron la escena y se reservaron tan sólo los libros imprescindibles para el rezo y la controversia. La empresa había comenzado. Apiñados alrededor del buen obispo de Osma, aquella primera expedición de animosos apóstoles inició su ruta, saliendo de Montpellier hacia la capital de la herejía. A pie, sin dinero, en voluntaria pobreza, van predicando la fe católica. A su paso, los herejes se inquietan y arrecian sus ataques. Pero la marcha hasta Tolosa fue triunfal, ya que su presencia, sus discursos y muchas veces sus milagros despertaron la conciencia de muchas pobres gentes.
Embarcado en esta colosal obra de predicación y apostolado permaneció el santo obispo de Osma hasta mediado el año 1207. Pero comprendiendo que la ausencia de su diócesis se había prolongado demasiado y temeroso de ser juzgado negligente de su gobierno, decidió regresar a España, dejando al frente de aquélla empresa de evangelización a su querido subprior e inseparable compañero Domingo de Guzmán. Los propósitos del obispo eran visitar la diócesis y volver para dedicarse plenamente a esta gran obra, soñando «ordenar en aquélla región, con asentimiento del Papa, algunos varones idóneos que se dedicasen a refutar errores y a estar prontos para defender la verdad de la fe». Pero la muerte puso fin a todos sus planes. La Providencia había reservado la realización de aquellos ambiciosos proyectos a Domingo de Guzmán y sus frailes, los hermanos predicadores…
La noticia de la muerte del santo obispo se difundió rápidamente y, al conocerla los que con él habían quedado en aquellas tierras de Tolosa, se volvieron a sus casas. «Fray Domingo quedó solo allí en la brega de la predicación». Algunos le siguieron algún tiempo. Pero inaccesible al desaliento, prosiguió incansable su actividad apostólica.
Fue en esta época verdaderamente heroica de Domingo de Guzmán cuando se asoció Bertrán de Garriga, apellidado así por el lugar de su nacimiento, en la diócesis de Nimes. Corazón generoso y alma noble, no pudo menos de vibrar y sentirse contagiado por la santidad y elocuencia de fray Domingo. Según afirma uno de sus biógrafos, «fue escogido por la Providencia para llenar en el corazón del bienaventurado Domingo el vacío que don Diego de Acevedo había dejado». Desde entonces le vemos con frecuencia al lado de fray Domingo, gozando de su más pura amistad y apareciendo en las crónicas como compañero inseparable en muchos de sus viajes, haciéndole partícipe en numerosos milagros. Imitador de la santidad de fray Domingo, llegó a ser –en frase de Bernardo Guidón– «verdadera imagen de Domingo de Guzmán».
La corrupción, las guerras y el desorden seguían estragando las costumbres y minando la autoridad de la Iglesia. Los legados pontificios presentaron a Inocencio III un informe de la situación, ante el cual, viendo el Papa que los medios pacíficos de persuasión eran insuficientes, expidió la Bula de Cruzada contra los herejes del Languedoc, confiando así poder acabar con tales males. En un principio el llamamiento del Pontífice no halló eco entre los nobles, pero el asesinato de Pedro de Castelnau, legado pontificio, perpetrado por los herejes, levantó una fuerte indignación y movió a los condes de Tolosa a tomar las armas y emprender la Cruzada, poniendo al frente a Simón de Montfort. Unidos se batían en aquel territorio los dos caudillos de la causa de la Iglesia: Domingo de Guzmán y sus compañeros con la palabra y Simón de Montfort y sus huestes con la espada.
Por aquella época fue propuesto fray Domingo para ocupar diversas sedes, pero siempre se resistió a aceptar estas dignidades alegando: «Tengo que ocuparme de mi nueva plantación de predicadores y de las monjas de Prulla, que me pertenecen». Precisamente entonces se habían unido algunos discípulos más y se arregló el problema del alojamiento gracias a la donación de dos grandes casas que entregó a fray Domingo un caballero de Tolosa llamado Pedro de Seila, que más tarde sería prior de Limoges. Desde aquel momento fijaron su residencia en Tolosa, viviendo en aquellas casas juntos, acostumbrándose a una vida más humilde y conforme con las costumbres de los religiosos. Fue aquélla la cuna de la futura Orden de Hermanos Predicadores. Y no habían transcurrido tres meses allí instalados fray Domingo y sus diez compañeros, cuando el obispo Fulco les nombra predicadores contra la herejía en su diócesis.
En agosto de 1215 salió el obispo Fulco hacia Roma para asistir al IV Concilio de Letrán, y le acompañó fray Domingo, esperando poder exponer juntos al Papa su proyecto de fundación de una Orden que se llamase y fuese de Predicadores. Pero antes de partir para Roma, fray Domingo escogió a Bertrán de Garriga para superior de aquella incipiente comunidad, que había de constituir el núcleo básico de la nueva Orden. En este período el grupo de predicadores alternaba su apostolado con la asistencia a las lecciones de Teología de un insigne maestro que había traído el obispo Fulco para regentar estas enseñanzas en la catedral de Tolosa. Era deseo expreso de fray Domingo que sus discípulos adquiriesen una sólida preparación científica para luego poder discutir con los herejes.
Mientras fray Domingo se encontró ausente, Bertrán de Garriga recibió algunos compañeros más en la comunidad, pues según las crónicas, al regresar Domingo de Roma, la pequeña familia religiosa había aumentado, eran ya dieciséis… En el mes de febrero de 1216 estaba fray Domingo de vuelta en Tolosa con su comunidad. La Cuaresma la consagraron a la predicación y después, durante las fiestas de Pascua –seguramente en el convento de Prulla–, se dedicaron a tratar los problemas de la fundación y las sugerencias hechas a fray Domingo por el Papa y el cardenal Hugolino. En primer lugar eligieron por Regla la de San Agustín. Una vez escogida la Regla y redactadas las Constituciones, urgía la erección del primer convento sobre el que recaería directamente la aprobación del Pontífice. El obispo Fulco, con asentimiento del cabildo, otorgó a fray Domingo y sus frailes la capilla de San Román, junto a la cual levantaron el convento. Pero, estando ocupados en la fundación, llegó la noticia de la muerte de Inocencio III y la designación de Honorio III como sucesor en el Pontificado. No demoró más fray Domingo su viaje a Roma, presentando al nuevo Papa la causa de su Orden. La acogida no pudo ser mejor. Honorio III confirmó la Orden de los Hermanos Predicadores y la tomó bajo su especial protección.
Cuando en la primavera de 1217 regresó a Tolosa con las dos encomiásticas bulas de confirmación de la Orden, su pequeña comunidad debió saltar de gozo. Pero una visión profética que tuvo fray Domingo le hizo comprender los peligros que se cernían sobre la ciudad. En la visión II se le mostró –cuenta el Beato Jordán– «un árbol de grandes proporciones y agradable aspecto, en cuyas ramas se cobijaban muchas aves. Resquebrajóse el árbol y los pájaros que en él anidaban huyeron». Entendió aquel hombre, lleno del espíritu de Dios, a través de la visión, que el conde de Montfort, príncipe y tutor de muchos desvalidos, iba a morir en breve. Domingo y sus frailes, que se amparaban bajo la singular protección del conde, tomaron el partido de las aves. Pese a lo reducido de su número, había llegado la hora de la dispersión. Así fue como a los pocos días de la visión salieron los dieciséis de Tolosa para refugiarse en el monasterio de Prulla, auténtica cuna de la Orden. Notificó Domingo a los obispos y al mismo conde de Montfort de su propósito decidido de dispersar sus frailes por el mundo. Invocado el Espíritu Santo, una vez reunidos los frailes, les manifestó su resolución y, aunque todos se admirasen de tan prematura dispersión, conocían bien la santidad de fray Domingo y en él habían depositado su fe y esperanza.
Domingo reunió a sus hijos en el monasterio de Prulla, para que Nuestra Señora, que había alcanzado del Señor la fundación de la Orden, bendijera la dispersión de los frailes por el mundo. Tuvo lugar precisamente aquel «Pentecostés dominicano» en la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen del año 1217. Después de la más tierna y patética de las despedidas, marcharon cuatro frailes hacia España y siete a París. Mateo de Francia iba como superior de la nueva comunidad de París y con él salió fray Bertrán de Garriga, a quien el beato Jordán presenta en este momento como «varón de gran santidad y de un rigor inexorable para consigo, acérrimo mortificador de su carne, que había copiado en muchas cosas la vida ejemplar de su maestro Santo Domingo». Con ellos iban otros dos frailes para estudiar en la universidad. Uno de ellos, fray Lorenzo de Inglaterra, antes de entrar en París, tuvo una visión, revelándole el Señor muchas noticias acerca de la fundación, lugar del convento y prosperidad de la comunidad, que pronto se vería favorecida con selectas vocaciones. Los otros tres compañeros designados a París, entre los que se encontraba fray Manés, hermano de Santo Domingo, habían llegado antes. Todos ellos marchaban con el mismo fin: «para estudiar, predicar y fundar un convento».
Una vez instalados los frailes en París, fray Bertrán de Garriga regresó a Tolosa. La situación se agravaba por días en la capital del Languedoc, hervía la insurrección, que, al fin, estalló, y en el asalto a las murallas de Tolosa murió Simón de Montfort. Pero el convento de San Román, custodiado por fray Bertrán y la pequeña comunidad, se salvó.
Por aquellos días fray Domingo abandona Roma para cursar visita a las distintas fundaciones, Estamos ya avanzado el otoño de 1218. Pudo comprobar al pasar por Prulla, Tolosa y cruzar la región del Lanquedoc que, pese a los acontecimientos, la «Santa Predicación» se había extendido y enraizado. Continuó su viaje a España, donde consolidó la fundación de Madrid y fundó en Segovia, recorriendo muchas ciudades. Regresó a Francia y de nuevo pasó por Prulla y Tolosa, donde tomó por compañero a fray Bertrán de Garriga para reanudar la ruta hacia París.
En las Vidas de los Frailes Predicadores, de Gerardo de Frachet, se recoge aquí el milagro que tuvo lugar durante este viaje. Caminando fray Bertrán con el santo fundador hacia París, después de hacer noche en el santuario de Nuestra Señora de Rocamador, se les unieron al paso unos peregrinos alemanes que, oyéndoles cantar salmos y la letanía de la Virgen, no pudieron menos de sentirse edificados. Al llegar a una aldea les invitaron a quedarse y les obsequiaron espléndidamente, y así cuatro días seguidos. Al quinto día el bienaventurado Domingo manifestó a fray Bertrán, enternecido: «Fray Bertrán, tengo por cierto que cosecharemos cosas carnales de estos peregrinos, si no sembramos en ellos bienes espirituales. Por tanto, si te parece, arrodillémonos y pidamos al Señor nos otorgue entender y hablar su idioma para que podamos predicarles a Jesucristo». Así lo hicieron y, con gran asombro de los peregrinos, comenzaron a hablar alemán, caminando juntos aún otros cuatro días, hablándoles de Jesucristo, hasta llegar a Orleáns, donde los alemanes, que deseaban ir a Chartres, se despidieron de ellos, encomendándose a sus oraciones.
Al día siguiente dijo el bienaventurado Domingo a fray Bertrán: «Hermano, he aquí que estamos ya para entrar en París, y si supieran los frailes el milagro que el Señor ha realizado con nosotros, nos tendrían por santos, siendo, en verdad, pecadores…, así es que por obediencia te prohíbo que digas algo mientras yo viva». Y así lo hizo fray Bertrán. Pero después de la muerte del bienaventurado Domingo contó estas cosas a los frailes.
También el Beato Jordán relata otro milagro que le contó fray Bertrán. En cierta ocasión, viajando con el bienaventurado Domingo, estalló una gran tormenta y la lluvia inundaba los caminos. Entonces el maestro Domingo hizo la señal de la cruz y pudieron proseguir la marcha sin que el agua les tocase, formándose una especie de cortina protectora a tres codos de distancia según andaban. Este hecho tuvo lugar entre Montreal y Carcasona. La devoción popular para perpetuar este suceso levantó una ermita, que la Revolución Francesa destruyó, erigiendo el pasado siglo un monumento con la siguiente inscripción: «Aquí, en el siglo XIII fueron milagrosamente preservados de la lluvia torrencial el glorioso Santo Domingo y su compañero San Bertrán de Garriga. Santo Domingo y San Bertrán, rogad por nosotros y libradnos de las tormentas».
Los últimos años de Santo Domingo fueron de una fecundidad sorprendente. Viajes, fundaciones, visitas a monasterios, negociaciones con el Papa, con los prelados y con los príncipes, envíos de misioneros a las regiones más remotas y un celo infatigable en la predicación, que se traducía en nuevas y escogidas vocaciones. Preocupado por la organización de la Orden, aún pudo celebrar los dos primeros Capítulos Generales. En el segundo, el año 1221, celebrado también en Bolonia, se dividió la Orden en ocho provincias, siendo nombrado fray Bertrán de Garriga prior provincial de la región meridional francesa, llamada Provenza. Uno de sus principales cuidados, sobre todo al morir el santo fundador, fue el sostenimiento y aliento de las monjas de Prulla, procurando conservar el espíritu que Santo Domingo les había infundido. Y fiel discípulo suyo, recorrió a pie el Languedoc predicando y atrayendo a las gentes con su ejemplo, levantando muchos conventos…
Su fundación predilecta era Montpellier. Allí tuvo lugar un notable episodio que nos cuenta Gerardo de Frachet en la Vida de los Frailes: «…casi todos los días celebraba la misa por sus pecados. Y advirtiendo esto fray Benito, varón bueno y prudente, le preguntó por que tan pocas veces ofrecía la misa por los difuntos y, en cambio, con tanta frecuencia por sus pecados. A lo cual respondió fray Bertrán: “Porque los difuntos, por quienes ora la lglesia, ya están seguros y es cierto que llegarán a la gloria. Mas nosotros pecadores nos vemos en muchos peligros y azares”. Díjole fray Benito: “Decidme, carísimo prior, si aquí hubiera dos mendigos igualmente pobres, pero uno de ellos tuviera los miembros sanos, ¿a quién auxiliarías primero?”. “A aquel que se pudiera valer menos”, respondió fray Bertrán. Entonces añadió fray Benito: “Así son los difuntos, los cuales no tienen boca para confesar, ni oídos para oír, ni ojos para llorar, ni manos para trabajar, ni pies para caminar, sino que sólo esperan y desean nuestra ayuda; mas los pecadores, además de sufragios, se pueden valer de los demás miembros”. Mas como ni por esas razones se convenciese fray Bertrán, se le apareció la noche siguiente un difunto terrible, que le golpeó duramente con un féretro de madera, el cual le despertó, espantó y atormentó más de diez veces aquella noche. En cuanto amaneció, fray Bertrán se levantó, llamó a fray Benito y, acercándose devotamente llorando al altar, ofreció desde entonces la misa por los difuntos».
El año 1230, siendo todavía provincial, difundida su fama de santidad por la región, estando predicando a las monjas cistercienses de Botichet, una rápida enfermedad le condujo a la muerte. Su cuerpo, que recibió sepultura en el cementerio de las monjas, fue hallado incorrupto después de veintitrés años. Durante el Cisma de Occidente los dominicos le trasladaron al convento de Orange, donde recibió culto público por privilegio de Martín V. Pero en el siglo XVI, asaltada y saqueada la iglesia, pereció en el incendio llevado a cabo por los herejes.
León XIII ratificó sus méritos y confirmó su culto, fijando la fecha del 6 de septiembre para conmemorar su fiesta. Los cronistas e historiadores de su época son unánimes en los elogios de sus singulares virtudes, resaltando su humildad, espíritu de penitencia y oración.
ANTONIO DEL MAZO ZUAZAGOITIA OP. Año Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
ORACIÓN (Del Misal Dominico)
Oh Dios, que uniste al Bienaventurado Bertrán como socio y eximio imitador del Santo Patriarca Domingo, concédenos por su piadosa intercesión, que sigamos también sus huellas para merecer los premios eternos. Por J. C. N. S. Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)