Oh María siempre Virgen, augustísima Soberana y Reina de los
Mártires, ninguna mente humana puede concebir, ni lengua humana expresar
la inmensidad del dolor que llenó vuestro Corazón de amargura y bañó de
lágrimas vuestra Faz, durante la Pasión y Muerte de vuestro amadísimo
Hijo Jesús. Después de su despedida, cuando partió de Vos para ir al
Sacrificio, llegó esa amarga noche cuando en espíritu Le contemplasteis
sudando sangre en el Huerto, aprehendido, torturado en mil maneras, y
apresado como un malechor. Y cuando vino la mañana, Vos le visteis
conducido de tribunal en tribunal, igualado con, y de hecho, pospuesto a
Barrabás, tomado por loco, cruelmente azotado y coronado con agudas
espinas.
Vos habeis escuchado la sentencia de Su
condenación y los ecos de las trompetas. Vos le seguisteis cuando cargó
la Cruz sobre sus hombros lacerados, cayó al suelo, y recibió nuevas
llagas de sus caídas. Vos Le visteis en esa Calle de la Amargura,
incapaz de veros por los escupitajos, la sangre y las lágrimas que
cubrían sus divinos Ojos. Vos estuvisteis presente allí cuando los
verdugos perforaron sus Manos y Pies con grandes clavos, Le levantaron
en la Cruz entre dos ladrones, y vuestros vestidos fueron salpicados con
su Preciosísima Sangre.
Vos escuchasteis sus Siete
Palabras en la Cruz, que como siete saetas traspasaron vuestro compasivo
Corazón; en especial aquella por la que Él os dio a Juan, y en su
persona a todos los hombres como hijos vuestros en Su lugar. Vos
fuisteis testigo de la crueldad de sus enemigos cuando, por la sed, a Él
le dieron hiel y vinagre para beber. Vos estuvisteis ante Él en las
últimas angustias de sus tres horas de agonía; y cuando, inclinando la
cabeza, entregó su espíritu, vuestra Alma también pareció salir de
vuestro cuerpo. Mas, como si no Lo hubieran insultado bastante, visteis
cómo un impío soldado, después de su Muerte, perforó con una lanza su
Sagrado y amantísimo Corazón.
Todas las heridas de
vuestro Corazón fueron reabiertas cuando, recibiendo en vuestros brazos
su inerte Cuerpo, pudisteis contar las innúmeras llagas y cicatrices con
las que fue cubierto, y desconsolada, las bañasteis con ardientes
lágrimas. Y ahora vuestra desolación llegó a su máximo cuando, después
de dejarlo en el Sepulcro, retornasteis sola y devastada a Jerusalén, y
allí en vuestra soledad nuevamente, una a una, recorristeis las tristes
escenas de sus tormentos y Muerte.
¿A qué podré
compararos, oh Madre Dolorosísima? ¿Con qué he de igualaros, para que os
consoléis, ¡oh Virgen Hija de Sion!? Porque de hecho grande como el mar
es vuestra destrucción, ¿y quién podrá sanaros? Yo deseo, oh Madre
afligida, desearía poder llorar con Vos en estos vuestros crudelísimos
sufrimientos, con lágrimas de sangre para borrar mis iniquidades, que
fueron la desdichada causa de la angustia y desolación de vuestra Alma.
Os suplico, Virgen compasivísima, por los tormentos de vuestro Divino
Hijo y por estos vuestros amargos Dolores, me obtengáis la gracia de
odiar el pecado, de comenzar a ser vuestro siervo devoto, y consolaros
con una vida santa. Dignaos también asistirme en todas mis necesidades,
tanto espirituales como temporales; pero, sobre todo, permaneced conmigo
en la hora de mi muerte, para que por vuestra poderosa protección,
pueda obtener el fruto de tan grandes sufrimientos, y bendecir a mi
amante Salvador y a Vos misma, mi Madre Dolorosa, con eterna gratitud en
el Reino Celestial. Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)