LEX ORÁNDI, LEX CREDÉNDI
PADRE RAÚL SÁNCHEZ ABELENDA
Punto primero
No por conocido pierde actualidad este adagio dogmático-moral cuya formulación data de comienzos del siglo V en los escritos eclesiásticos [1] Y bien estampó Santa Teresa de Ávila que el progreso de la vida ascética en un todo va a la medida con el progreso en la vida de oración. La santidad se arraiga y consolida, fructifica y se dilata en la verdad y la caridad de Dios y a Dios se accede por la oración. A través de la oración se ejerce la virtud moral por excelencia, la religión, que iluminada por la fe, espoleada por la esperanza y nutrida por la caridad, nos asimila a Dios conforme a las exigencias de la participación real de su Divina Naturaleza en nuestra naturaleza creada, sobrenaturalizada por la Gracia [2] Toda exteriorización farisaica y todo pelagianismo endógeno quedan, así, excluidos y curados de raíz.
La vivencia ‒y no la mera y periférica aseveración polémica‒ del “extra Ecclésiam nulla salus”, cimiento y condición sine qua non del genuino ecumenismo que por naturaleza es soteriológico, nos urge, en aras de la virtud de la religión, el sentido y la necesidad de orar por la Iglesia. Aquí se da una reciprocidad causal por cierto vinculante: no sólo la Iglesia reza por nosotros ‒y en este orden no hay solución de continuidad ontológica entre la Esposa y el Esposo, entre el Cuerpo Místico y la Cabeza‒ sino que también nos confiere la aptitud y la capacidad de orar por ella. Por sus necesidades vitales. Pero, en este orden, con una variante: somos nosotros, miembros de la Iglesia, los que oramos por ella, poniendo en juego nuestra fidelidad filial, que es de la misma naturaleza que nuestra libre aceptación de Dios. Mal se puede orar a Dios, ser religiosos con Él, si se rechaza o tergiversa en un ápice su Revelación, lo que Él mismo nos ha revelado de Sí mismo para nuestro bien, en suma su Voluntad salvífica con todo lo que implica y todo lo que nos exige, la mutua correspondencia entre su Gracia y nuestra libertad.
El rechazo de la Revelación y de la Gracia no lo mengua a Dios en Sí mismo, pero sí desgarra a su Iglesia, hasta desnaturalizarla, en la medida en que se pretende tener conciencia de seguir integrándola. La herejía, el cisma, el naturalismo religioso, el ecumenismo igualitario e intramundano, mutilan y destruyen la realidad del principio “extra Ecclésiam nulla salus”.
Para creer así en la verdad de la Iglesia, que por encima de cualquier otra entidad legítima es sustancialmente el Cuerpo Místico de Cristo y Su esposa, urge y es necesario ‒porque “lex credéndi, lex orándi”‒ rezar [3] por las intenciones clásicas de los Romanos Pontífices: 1º) Por la extirpación de las herejías, 2º) Por la propagación de la fe, 3º) Por la conversión de los pecadores y 4º) Por la paz entre los príncipes cristianos. Esta sencillez gradual de prioridades es significativa: sin la incolumidad de la Iglesia en la integridad de su e y todo lo que ésta conlleva ‒“Ecclésia est constitúta supra fidem et sacraménta fidei”, dice Santo Tomás (Suma Teológica, parte III, cuestión 64, artículo 2, respuesta a la objeción 3ª)‒, no puede propagarse esta fe ni ser instrumento de conversión del pecador a la vida de la Gracia, ni, por añadidura ‒la añadidura histórica, como la hubo y la debe haber, de la cristiandad‒, concitar y afianzar la paz entre las repúblicas que reconocen el vasallaje de Cristo Rey.
El punto 1º) tiene por eco el “Ut inimícos sanctæ Ecclésiæ humiliáre dignéris…”. No hay peor enemigo que el enemigo endógeno, instrumento de temores de muerte. Los puntos 2º) y 3º) suplican: “Ut omnes errántes ad unitátem Ecclésiæ revocáre, et infidéles univérses ad Evangélii lumen perdúcere dignéris…”. El punto 4º) ruega: “Ut régibus, et princípibus Christiánis pacem, et veram concórdiam donáre dignéris…”, y su consecuencia lógica: “Ut cuncto pópulo Christiáno, pacem et unitátem largíre dignéris…”.
¿Han desaparecido, no son necesarias, no son “importantes”, son de “perfil bajo” como ahora suele decirse, son trasnochadas o pueriles estas intenciones de nuestra plegaria por la Iglesia? Como se cree se reza y como se reza se cree. “Ut Ecclésiam tuam sanctam régere, et conserváre dignéris…” [4].
Punto segundo
En relación con lo expuesto es oportuno tener presente las razones y motivos que señala el célebre “Exorcísmus in Sátanam et Ángelos Apostáticos”, promulgado por mandato del Papa León XIII con fecha 18 de mayo de 1890. El texto original de este documento (pues ediciones posteriores del Rituále Románum, v.gr. la edición típica del año 1952, pp. 873-878, lo traen mutilado), en su Plegaria a San Miguel Arcángel marca con fuerza que nuestra lucha con el Demonio es “cuerpo a cuerpo” y cuya soberbia, en su afán de borrar todo lo que es cristiano, lo impele, e incluso transfigurado en ángel de luz, a poner su trono de perfidia y abominación en la misma Cátedra Romana (“ubi sedes beatíssimi Petri et Cáthedra veritátis ad lucen géntium constitúta est”): faena abominable y tiránica del enemigo del género humano, dragón inmenso y serpiente antigua (Apocalipsis, XII), “homicida desde el principio”, que realiza mediante los hombres depravados en su inteligencia y corrompidos en su corazón, mentirosos, impíos y blasfemos, con su plétora de vicios, merced al influjo letal del espíritu de las tinieblas que bien sabe que “herido el pastor, se dispersa el rebaño que él devora”. Por eso nos urge el mencionado Sumo Pontífice a orar para evitarle a la Iglesia tanto daño.
Colofón
En este tenor oraba Santa Teresa de Ávila para pedir remedio en las necesidades de la Iglesia:
No por conocido pierde actualidad este adagio dogmático-moral cuya formulación data de comienzos del siglo V en los escritos eclesiásticos [1] Y bien estampó Santa Teresa de Ávila que el progreso de la vida ascética en un todo va a la medida con el progreso en la vida de oración. La santidad se arraiga y consolida, fructifica y se dilata en la verdad y la caridad de Dios y a Dios se accede por la oración. A través de la oración se ejerce la virtud moral por excelencia, la religión, que iluminada por la fe, espoleada por la esperanza y nutrida por la caridad, nos asimila a Dios conforme a las exigencias de la participación real de su Divina Naturaleza en nuestra naturaleza creada, sobrenaturalizada por la Gracia [2] Toda exteriorización farisaica y todo pelagianismo endógeno quedan, así, excluidos y curados de raíz.
La vivencia ‒y no la mera y periférica aseveración polémica‒ del “extra Ecclésiam nulla salus”, cimiento y condición sine qua non del genuino ecumenismo que por naturaleza es soteriológico, nos urge, en aras de la virtud de la religión, el sentido y la necesidad de orar por la Iglesia. Aquí se da una reciprocidad causal por cierto vinculante: no sólo la Iglesia reza por nosotros ‒y en este orden no hay solución de continuidad ontológica entre la Esposa y el Esposo, entre el Cuerpo Místico y la Cabeza‒ sino que también nos confiere la aptitud y la capacidad de orar por ella. Por sus necesidades vitales. Pero, en este orden, con una variante: somos nosotros, miembros de la Iglesia, los que oramos por ella, poniendo en juego nuestra fidelidad filial, que es de la misma naturaleza que nuestra libre aceptación de Dios. Mal se puede orar a Dios, ser religiosos con Él, si se rechaza o tergiversa en un ápice su Revelación, lo que Él mismo nos ha revelado de Sí mismo para nuestro bien, en suma su Voluntad salvífica con todo lo que implica y todo lo que nos exige, la mutua correspondencia entre su Gracia y nuestra libertad.
El rechazo de la Revelación y de la Gracia no lo mengua a Dios en Sí mismo, pero sí desgarra a su Iglesia, hasta desnaturalizarla, en la medida en que se pretende tener conciencia de seguir integrándola. La herejía, el cisma, el naturalismo religioso, el ecumenismo igualitario e intramundano, mutilan y destruyen la realidad del principio “extra Ecclésiam nulla salus”.
Para creer así en la verdad de la Iglesia, que por encima de cualquier otra entidad legítima es sustancialmente el Cuerpo Místico de Cristo y Su esposa, urge y es necesario ‒porque “lex credéndi, lex orándi”‒ rezar [3] por las intenciones clásicas de los Romanos Pontífices: 1º) Por la extirpación de las herejías, 2º) Por la propagación de la fe, 3º) Por la conversión de los pecadores y 4º) Por la paz entre los príncipes cristianos. Esta sencillez gradual de prioridades es significativa: sin la incolumidad de la Iglesia en la integridad de su e y todo lo que ésta conlleva ‒“Ecclésia est constitúta supra fidem et sacraménta fidei”, dice Santo Tomás (Suma Teológica, parte III, cuestión 64, artículo 2, respuesta a la objeción 3ª)‒, no puede propagarse esta fe ni ser instrumento de conversión del pecador a la vida de la Gracia, ni, por añadidura ‒la añadidura histórica, como la hubo y la debe haber, de la cristiandad‒, concitar y afianzar la paz entre las repúblicas que reconocen el vasallaje de Cristo Rey.
El punto 1º) tiene por eco el “Ut inimícos sanctæ Ecclésiæ humiliáre dignéris…”. No hay peor enemigo que el enemigo endógeno, instrumento de temores de muerte. Los puntos 2º) y 3º) suplican: “Ut omnes errántes ad unitátem Ecclésiæ revocáre, et infidéles univérses ad Evangélii lumen perdúcere dignéris…”. El punto 4º) ruega: “Ut régibus, et princípibus Christiánis pacem, et veram concórdiam donáre dignéris…”, y su consecuencia lógica: “Ut cuncto pópulo Christiáno, pacem et unitátem largíre dignéris…”.
¿Han desaparecido, no son necesarias, no son “importantes”, son de “perfil bajo” como ahora suele decirse, son trasnochadas o pueriles estas intenciones de nuestra plegaria por la Iglesia? Como se cree se reza y como se reza se cree. “Ut Ecclésiam tuam sanctam régere, et conserváre dignéris…” [4].
Punto segundo
En relación con lo expuesto es oportuno tener presente las razones y motivos que señala el célebre “Exorcísmus in Sátanam et Ángelos Apostáticos”, promulgado por mandato del Papa León XIII con fecha 18 de mayo de 1890. El texto original de este documento (pues ediciones posteriores del Rituále Románum, v.gr. la edición típica del año 1952, pp. 873-878, lo traen mutilado), en su Plegaria a San Miguel Arcángel marca con fuerza que nuestra lucha con el Demonio es “cuerpo a cuerpo” y cuya soberbia, en su afán de borrar todo lo que es cristiano, lo impele, e incluso transfigurado en ángel de luz, a poner su trono de perfidia y abominación en la misma Cátedra Romana (“ubi sedes beatíssimi Petri et Cáthedra veritátis ad lucen géntium constitúta est”): faena abominable y tiránica del enemigo del género humano, dragón inmenso y serpiente antigua (Apocalipsis, XII), “homicida desde el principio”, que realiza mediante los hombres depravados en su inteligencia y corrompidos en su corazón, mentirosos, impíos y blasfemos, con su plétora de vicios, merced al influjo letal del espíritu de las tinieblas que bien sabe que “herido el pastor, se dispersa el rebaño que él devora”. Por eso nos urge el mencionado Sumo Pontífice a orar para evitarle a la Iglesia tanto daño.
Colofón
En este tenor oraba Santa Teresa de Ávila para pedir remedio en las necesidades de la Iglesia:
Padre Santo que estáis en los cielos, no sois Vos desagradecido, para que piense yo dejaréis de hacer lo que os suplicamos, a honra de vuestro Hijo. No por nosotros, Señor, que no lo merecemos, sino por la sangre de vuestro Hijo y sus merecimientos, y de su Madre gloriosa, y de tantos mártires y santos como han muerto por Vos. ¡Oh Padre Eterno! Mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hico con tan ardiente amor de vuestro Hijo sea tenido en tan poco? Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo; quieren poner su Iglesia por el suelo: deshechos los templos, perdidas tantas almas, los Sacramentos quitados. Pues, ¿qué es esto, mi Señor y mi Dios? O dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males, que no hay corazón que los sufra, aún de los que somos ruines. Suplicoos, pues, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos, atajad este fuego, Señor, que si queréis, podéis; algún medio ha de haber, Señor mío; póngale vuestra Majestad.
“Habed lástima de tantas almas como se pierden, y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad. Señor: dad ya luz a estas tinieblas. Ya, Señor; ya, Señor, haced que sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos” (Del “Camino de perfección”).
El
Padre Raúl Sánchez Abelenda Ph.D. (1929-1996) fue profesor del
Seminario “Nuestra Señora Corredentora” de La Reja y colaborador en el
Priorato “San Pío X” de Buenos Aires, donde tenía a su cargo rezar la Misa de 11:00 de cada domingo.
NOTAS
[1] De suerte que la ley de la oración establezca la ley de la fe (“legem credéndi lex statúat supplicándi”).
[2]
Así lo señala San Pío X en su Carta del 7 de marzo de 1914. Respecto de
la intrínseca relación entre la oración y la virtud de la religión,
cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 83, artículo 3,
respuesta a las objeciones 1 y 3 (“orátio præéminet áliis áctibus
religiónis”).
[3] Conforme a las Normas I y II del “Manual de las Indulgencias”.
[4]
1º) Que te dignes abatir a los enemigos de la santa Iglesia; 2º) Que te
dignes devolver a la unidad de la Iglesia a todos los que viven en el
error, y traer a la luz del Evangelio a todos los infieles; 3º) Que te
dignes conceder una verdadera paz a los reyes y príncipes cristianos;
Que te dignes dar a todo el pueblo cristiano paz y unión; 4º) Que te
dignes regir y conservar tu Iglesia.
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