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miércoles, 29 de junio de 2022

NO A LA FALSA UNIDAD: EL CARDENAL STRITCH CONTRA EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO

Traducción del artículo publicado en NOVUS ORDO WATCH.
   
  
Su Eminencia el cardenal Samuel Alphonsus Stritch O’Malley (1887-1958) fue el arzobispo de Chicago, Illinois, desde 1940 hasta 1958.
   
En 1910 fue ordenado sacerdote en Roma a la temprana edad de 22 años después que el Papa San Pío X le concediera una dispensa especial. El Papa Benedicto XV lo nombró obispo de Toledo, Ohio, yh le hizo Prelado Doméstico de Su Santidad en 1921. El obispo Stritch se convirtió en arzobispo de Milwaukee, Wisconsin, en 1930, y fue nombrado arzobispo de Chicago nueve años después. El Papa Pío XII lo elevó al rango de cardenal en 1946.
   
Fue en su rol como pastor principal de la grey católica de Chicago que el cardenal Stritch publicó una carta pastoral de inmenso valor doctrinal e histórico el 29 de Junio de 1954, después que el ecuménico-protestante Consejo Mundial de Iglesias anunciara que una conferencia promoviendo la “Unidad Cristiana” se llevaría a cabo en Evanston (cerca de Chicago) del 15 al 31 de Agosto de 1954.
   
El principal propósito de la epistola era explicar por qué los católicos no pueden tener parte en los esfuerzos por una falsa unidad religiosa como es la imaginada por el movimiento ecuménico, sin importar cuán de buena voluntad puedan ser sus proponentes. Sin escatimar ni en claridad ni en caridad, el documento primero toma de la Sagrada Escritura para proporcionar un breve marco general de la institución de la Iglesia Católica como una sociedad perpetua jerárquica y visible cuyo prpósito será el de enseñar, gobernar y santificar las almas mientras las ofrece a Dios la adoración verdadera y preserva intacta Su Divina Revelación. Se puso un énfasis especial en la institución del Papado, el primado de San Pedro y sus legítimos sucesores sobre todo el rebaño de Cristo.
     
Habiendo puesto el fundamento de la Iglesia Católica como la única Iglesia fundada y querida por Cristo, Su Eminencia pasa a explicar por qué los católicos “no toman ninguna parte en convenciones o encuentros o asambleas que tienen por su propósito establecer alguna suerte de unidad hecha por el hombre entre las sectas cristianas”. Al mismo tiempo, deja claro que la cooperación en asuntos civiles y otros no-religiosos es posible entre católicos y no católicos.
   
Como esta carta pastoral es de gran valor por su contenido doctrinal pero es muy difícil de encontrar en internet, la reproducimos a continuación. Ella ilustra cómo el ecumenismo, que por supuesto es abrazado completamente por la religión del Vaticano II, es inherentemente incompatible con el Catolicismo no simplemente como materia de disciplina sino de doctrina. El ecumenismo requiere a la Iglesia Católica abandonar su reclamo de ser la una y única Iglesia de Jesucristo, fuera de la cual no hay salvación. Como la Iglesia Católica no puede renunciar a sus afirmaciones, pues de hacerlo sería infiel a su Divino Fundador, ella no puede tomar parte en el proyecto ecuménico de buscar la verdad en común con las sectas heréticas, o de llegar a algún otro tipo de unidad religiosa que la qe Cristo le ha dado a Su Iglesia.
   
Pocos años después de la carta pastoral del cardenal Stritch, el Papa Pío XII había publicado una instrucción importante respecto al ecumenismo. Lo hizo a través de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, de la cual él mismo era jefe:
A continuación, el texto completo de la carta del cardenal Stritch. Como es de tamaño considerable, hemos subrayado las porciones más importantes que tratan específicamente los problemas circundantes al ecumenismo.
A los cléirigos y laicos de la Archidiócesis de Chicago:
  
Saludos en Cristo Jesús nuestro Señor.
  
Carísimos amados en Cristo:
  
La Fiesta de los Santos Pedro y Pablo, que la Iglesia celebra hoy, nos ofrece una ocasión apropiada para hablaros sobre un elemento esencial de nuestra Fe, nuestra unión con la Sede de Pedro y con el sucesor de Pedro en el Pontificado supremo, nuestro Santo Padre el Papa.
   
Esta fiesta recuerda a nuestras mentes las vidas santas, las labores apostólicas y los martirios de estos dos grandes apóstoles de Cristo. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que entre los que oyeron a San Pedro después del descendimiento del Espíritu Santo en Pentecostés habían “venidos de Roma” (Hechos II, 7). Puede haber sido que algunos de estos visitantes de Roma estaban entre los bautizados por San Pedro ese día y fueron los primeros romanos convertidos. Si lo fueron, no serían los últimos. Sabemos que San Pedro fue a Roma, entonces la capital del mundo. Él fue el primer Obispo de Roma. Desde allí escribió sus dos epístolas, documentos venerables y preciosos, que bien pueden ser llamados las primeras Encíclicas de un Romano Pontífice. Después de muchos años de labor santa, fue martirizado siendo crucificado cabeza abajo, en el Circo de Nerón en la Colina Vaticana. Después de su gloriosa muerte por Cristo nuestro Santísimo Salvador, sus hijos devotos en la Fe tomaron reverentemente su cuerpo y lo sepultaron en la misma Colina Vaticana.
   
Nos dicen los Hechos de los Apóstoles que San Pablo fue a Roma, y allí por dos años enteros estuvo “en la casa que había alquilado, en donde recibía a cuantos iban a verle, predicando el reino de Dios, y enseñando con toda libertad, sin que nadie se lo prohibiese, lo tocante a Nuestro Señor Jesucristo” (Hechos XXVIII 30-31). Él fue martirizado en un lugar en los suburbios de Roma llamado “Ad Aquas Sálvias,” y su cuerpo fue sepultado cerca al lugar de su martirio, donde hoy está sobre su tumba la gran basílica que lleva su nombre. La Roma pagana tuvo sus glorias, pero estos dos apóstoles le dieron una gloria imperecedera, una gloria que sus Césares nunca pudieron darle.
   
La tumba de San Pedro, el primer Obispo de Roma, se convirtió en los días de la Iglesia de los mártires un centro de peregrinaciones para los cristianos desde todo el mundo. Cuando vino la paz, se erigió sobre su tumba la gran Basílica de San Pedro, la cual fue conocida como la Basílica Constantiniana. Cuando el tiempo había volcado su caos sobre esta venerable iglesia, la escena de tantos importantes eventos históricos, la presente gran Basílica de San Pedro fue erigida sobre la tumba de Pedro. Esa tumba, de la cual recientes excavaciones nos han dado información importante, siempre ha sido y es un gran santuario central de la Iglesia. Debemos arrodillarnos hoy en espíritu y como si nos arrodilláramos allí queremos que nos escuchéis mientras decimos las cosas que vienen a nuestra mente sobre ese santo lugar.
   
De todos los santos de la Iglesia Católica, ¿por qué ponemos tal énfasis en San Pedro? Habían los otros apóstoles. ¿Por qué San Pedro tiene tan prominente lugar en nuestra Fe y en nuestra devoción? La razón es que mientras nuestro Santísimo Salvador comisionó a todos los apóstoles a ir y traer a los hombres a Su grey, y en ella enseñar, gobernar y santificarlos, fue a San Pedro solo que Él le dio el primado, esto es, la potestad suprema y el debe de enseñar, gobernar, guardar y apacentar todo el rebaño de Cristo. Fue a San Pedro que nuestro Santísimo Salvador le prometió este primado cuando dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas o poder del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra, será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos” (San Mateo, cap. XVI, v. 18s). San Pedro iba a ser la roca sobre la cual Cristo construiría Su Iglesia. Así como un edificio depende para su estabilidad y fuerza en sus cimientos, así en la mente y voluntad de Cristo, la Iglesia de Dios dependería para su unidad, estabilidad y fuerza en los poderes dados por Él a San Pedro.
   
Los poderes del primado en la Iglesia prometidos a San Pedro ese memorable día en Cesarea de Filipo fueron actualmente conferidos a él en la costa del Lago de Galilea después de la Resurrección. “Acabada la comida, dijo Jesús a Simón Pedro: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos?’. Le dijo: ‘Sí, Señor, tú sabes que te amo’. Le dijo: ‘Apacienta mis corderos’. Por segunda vez le dijo: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’. Le respondió: ‘Sí, Señor, tú sabes que te amo’. Le dijo: ‘Apacienta mis corderos’. Le dijo por tercera vez: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’. Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase si le amaba; y así respondió: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que yo te amo’. Le dijo Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’” (San Juan, cap. XXI, v. 15 s.). Con las palabras: “Apacienta mis corderos … Apacienta mis ovejas”, el Hijo de Dios puso toda Su grey a cargo de San Pedro. Puesto a la cabeza del rebaño, era responsabilidad de San Pedro proporcionarle alimento, alejar los peligros, guardarlo contra los insidiosos enemigos, defender a las ovejas contra la violencia; en una palabra, enseñarle las Divinas Revelaciones y administrarle los medios de santificación (los Sacramentos de Cristo) para dirigirlos y gobernarlos. San Pedro fue hecho por Cristo, nuestro Santísimo Salvador, el Pastor Principal de la Iglesia, el Vicario de Cristo en la tierra.
   
Este primado de San Pedro en la Iglesia era necesario según la mente y voluntad de nuestro Divino Señor para establecer y asegurar la unidad perfecta de todos Sus seguidores en una Fe, un culto, una obediencia y un cuerpo. En su primado está incluido el supremo oficio docente en la Iglesia, y la enseñanza de Pedro es salvaguardado por la infalibilidad. Esto significa que cuando Pedro, deseando ejercer su suprema autoridad apostólica como pastor y docente de todos los cristianos, pronuncia en materia de fe y costumbres, cuando Pedro define una verdad como contenida en el depósito de la divina revelación o condena los errores contrarios a ese depósito, él no puede errar o cometer un error, por la garantía de infalibilidad que Cristo le dio, porque si la Iglesia iba a ser una en la creencia, como nuestro Santísimo Señor quiso que fuera, la suprema autoridad tenía que ser cappaz de decidir sin peligro de error qué era una cuestión de fe y qué no. Pedro es la roca, dando a la Iglesia esa cohesión de unidad por la cual es una en la fe y sin la cual no sería ni permanecería lo que su maestro deseó que fuera. A Pedro le fueron confiadas las llaves del reino de los cielos, el poder de atar y desatar, esto es, el poder de hacer leyes, de juzgar y castigar, y por ende también de enseñar sobre fe y moral. Pero tal poder necesariamente implica que Cristo no podía estar equivocado en sus decisiones autorizadas respecto a las verdades confiadas a la Iglesia de Cristo. Ningún grupo, ninguna asamblea en la Iglesia, según el espíritu, la voluntad y el mandato de Cristo, tiene la autoridad para enseñar el Evangelio de Cristo excepto cuando lo enseña en unión con Pedro y es confirmado por Pedro, y eso es lo que nuestro Santísimo Salvador prometió en la Última Cena cuando, aludiendo a la negación que Pedro pronto iba a hacer, Él le dijo: “Simón, Simón mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos, como el trigo: Mas Yo he rogado por ti a fin de que tu fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma en ella a tus hermanos” (San Lucas, cap. XXII, v. 31 s.). La fe de Pedro no podía caer. No podía ser contaminada con el error, y podía dar certeza, firmeza, integridad y unidad en la verdad a todas las ovejas de Cristo.
    
Ahora, era necesario que debiera haber continuidad en la vida de la Iglesia, en la organización que Cristo le dio. La Iglesia debía vivir a través de los tiempos venideros como instrumento de Dios para la salvación de los hombres, el mismo instrumento que fue fundado por nuestro Salvador y vivificado por el Espíritu Santo. Nuestro Santísimo Salvador dijo: “Estad ciertos que Yo mismo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación de los siglos” (San Mateo, cap. XXVIII, v. 20). Los mismos poderes y funciones que nuestro Señor le dio a los apóstoles y a Pedro en su cabeza tenían que ser transmitidos a sus sucesores. La vida y la forma con la cual Cristo dotó a Su Iglesia no iban a desaparecer con la muerte de los doce. Antes de ascender al cielo, Jesús dijo a los apóstoles: “A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo mismo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación de los siglos” (San Mateo, cap. XXVIII, v. 18 ss). ¿Cómo, preguntamos con el Papa León XIII: “¿Y cómo había de suceder esto únicamente con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos. Los Apóstoles, en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act. 6, 4). Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que los revistieran de la misma autoridad y les confiriesen a su vez el cargo de enseñar. Así fue el mandato de San Pablo a Timoteo: ‘Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros’ (Epístola II, cap. 2, v. 1-2). Es, pues. verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los que sucedieron a los Apóstoles” (Papa León XIII – Encíclica “Satis Cógnitum”).
   
Es claro que los Obispos de la Iglesia Católica, unidos en un cuerpo, con el sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, son los sucesores de los Apóstoles, con Pedro a la cabeza. El Obispo de una diócess es el pastor de la grey confiada a él por el Santo Padre el Papa. Es el Papa quien es el pastor principal de todas las diócesis de toda la grey de Cristo. Sus ovejas no son solamente los laicos, sino tambien los sacerdotes y los Obispos de cada diócesis. Él es el pastor de los pastores.
   
Cristo nuestro Señor es la Cabeza invisible de Su Cuerpo Místico, que es la Santa Iglesia Católica Romana. El Santo Padre, el Vicario de Cristo en la tierra, es la cabeza visible de la Iglesia. Por su poder para enseñar infaliblemente en materias de fe y moral transmitido desde Pedro a través de la larga línea histórica de sus sucesores legítimos en la Sede de Roma, la doctrina de Cristo ha sido preservada incorrupta. La Fe de cada miembro de la Iglesia es la misma fe que fue enseñada por el Maestro a los Apóstoles. Su promesa de estar con ellos en sus sucesores hasta el fin de los tiempos siempre se ha cumplido. Es por su asistencia que la Fe de la Iglesia ha permanecido y siempre permanecerá igual, inviolada en su pureza hasta el día cuando Él venga a juzgar al mundo. Esa asistencia se ha realizado y verificado principalmente en el ejercicio del poder dado a San Pedro, el Príncie de los Apóstoles, y sus sucesores para enseñar infaliblemente y para gobernar toda la Iglesia con suprema autoridad. Es Cristo con Su Espíritu Santo que ha enseñado y gobernado a través de Pedro y los sucesores de Pedro, los Obispos de Roma.
  
Como católicos y miembros obedientes de la verdadera Iglesia de Cristo, habéis aceptado la autoridad de la Iglesia Católica para enseñaros y guiar vuestra vida en todo lo que pertenece a la Fe y la moralidad enseñada por Dios a los hombres por medio de Jesucristo, Su Hijo. Reconocéis y sometéis libremente vuestro intelecto y vuestra vida a esa autoridad como es ejercida por los Obispos que conforman la Jerarquía de la Iglesia divinamente establecida en unión con el Papa, el sucesor de San Pedro. Ahora, es principalmente por vuestra libre aceptación de, y sumisión a esa autoridad, que sois distinguidos de aquellos vuestros compatriotas acatólicos, que profesan ser cristianos e incluso, como en el caso de muchísimos, creen que Jesucristo es verderamente Dios y hombre, y el verdadero Salvador del mundo.
   
Al aceptar la autoridad de la Iglesia para enseñar en materia de fe y moral, gozáis de la mayor libertad. Estas verdades que son enseñadas por la Iglesia son verdades inmutables y objetivas y, así como en el reino de la razón pura aceptáis la verdad inmutable y evidente, por la misma libertad de vuestra mente para pensar rectamete, así también aceptáis en la fe estas verdades que la Iglesia enseña, y ella da a vuestra mente una libertad más grande que la que podíais haber tenido solamente en la luz de la razón. Que nadie diga que vuestra mente y vuestra razón no son libres de buscar la verdad en cada área del pensamiento humano en que la verdad no esté establecida. No puede haber contradicción entre las verdades de fe y las verdades de la razón o la ciencia. La verdad es una.
  
Habéis acetado y aceptáis la autoridad de la Iglesia Católica, porque sabéis que nuestro Santísimo Salvador dio a la Iglesia esa autoridad sobre vosotros. Sabéis que en Ella sola se encuentran verificadas las palabras de San Pablo: “Así, Él mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la perfección de los santos en las funciones de su ministerio, en la edificación del cuerpo místico de Cristo, hasta que arribemos todos a la unidad de una misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta según la cual Cristo se ha de formar místicamente en nosotros” (Efesios, cap. IV, v. 11-13). Estáis seguros que en Ella sola ha sido realizada la respuesta de la petición de Nuestro Señor para Sus Apóstoles: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro consuelo y abogado, para que esté con vosotros eternamente, a saber, el Espíritu de verdad, a quien el mundo, o el hombre mundano, no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conoceréis, porque morará con vosotros, y estará dentro de vosotros” (San Juan, cap. XIV, v. 16 s). Creéis que que fue a Ella en la persona de Sus Apóstoles que Jesús habló cuando dijo: “El que os escucha a vosotros, me escucha a mí; y el que os desprecia a vosotros, a mí me desprecia. Y quien a mí me desprecia, desprecia a aquel que me ha enviado” (San Lucas, cap. X, v. 16). Vosotros estáis en paz porque sabéis que la Iglesia de Cristo, vivificada por el Espíritu Santo, está enseñándoos el mismo Evangelio que nuestro Santísimo Salvador habló en la tierra y que Él confió a Sus Apóstoles para enseñar a todos los hombres. Sois uno en vuestra Fe, uno en el Santo Sacrificio de la Misa, uno en los siete Sacramentos que Cristo nos ha dado y uno en vuestra obediencia en la Iglesia a la Jerarquía, con el Papa, el sucesor de San Pedro, el Obispo de Roma, como su cabeza.
  
No necesitáis sin embargo mirar a vuestro alrededor en nuestro amado país para encontrar hombres congregados en muchas sectas religiosas diferentes. Estas numerosas divisiones, frecuentemente contradiciéndose una a la otra en sus diferencias, son el resultado natural e inevitable del rechazo de la autoridad docente que Cristo estableció en Su Iglesia. El juicio privado en la religión y en la interpretación de la Sagrada Escritura está obligado a resultar en división y desunión. La Unidad de la fe no puede tenerse sin la sumisión de la mente individual a la voz de Dios que habla por medio de la Iglesia y particularmente por la cabeza visible de la Iglesia, el Vicario de Cristo, nuestro Santo Padre el Papa.
  
Vuestra Fe es un don grande de Dios. Hace mucho nuestro Santísimo Salvador dijo a San Pedro, cuando San Pedro hizo ese gran acto de fe: “Tú eres el Cristo, o Mesías, el Hijo del Dios vivo” — “No te ha revelado eso la carne y la sangre u hombre alguno, sino mi Padre que está en los cielos” (San Mateo, cap. XVI, v. 17). La gracia de estar unido con la Iglesia en humilde sumisión a su autoridad es un don de Dios. Esto con la gracia de vuestro bautismo y de los otros Sacramentos que recibís os hace verdaderamente miembros del Cuerpo Místico de Cristo, esto es, Su  única Iglesia verdadera, la Iglesia Católica Romana. ¡Cuán agradecidos debéis estar por estos dones! Debéis apreciar vuestra Fe Católica siempre más altamente y dar gracias a Dios por ella. Debéis siempre esforzaros por conocerla mejor y profesarla abiertamente ante todos los hombres. Debéis también estar bien preparados para dar razón de vuestra Fe a los que buscan sinceramente la verdad, quienes, impelidos por la gracia de Dios desean conocer más sobre la Iglesia de la que estáis orgullosos, con la gracia de Dios, de ser miembros.
   
Hay hombres fuera de la Iglesia profesando el nombre cristiano que deploran las divisiones que existen entre ellos. Hablan sobre crear y establecer una unidad cristiana, o como a veces dicen, una unidad de acción cristiana. Ellos piensan en las palabras de nuestro Santísimo Salvador a Sus apóstoles, dichas la noche antes de morir: “Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que han de creer en mí por medio de su predicación; ruego que todos sean una misma cosa; y que como tú, ¡oh Padre!, estás en mí, y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado. Yo les he dado ya parte de la gloria que tú me diste, para que en cierta manera sean una misma cosa, como lo somos nosotros. Yo estoy en ellos, y tú estás siempre en mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me has enviado, y los amas a ellos, como a mí me amaste” (San Juan, cap. 17, v. 20-23). Ellos se reúnen en organizaciones internacionales, realizan congresos, convenciones y asambleas. Gran publicidad asiste a sus encuentros y asambleas. Conocéis lo que están haciendo, porque leéis de estas convenciones y asambleas y organizaciones en vuestros diarios.
   
Casi naturalmente surge la pregunta en vuestras mentes sobre cuál debe ser la opinión de un católico, y cuál su actitud respecto a estas organizaciones y sus actividades. La respuesta de la Iglesia a esta pregunta es: la Iglesia Católica no toma parte en estas organizaciones o en sus asambleas o conferencias. Ella no entra en ninguna organización en la cual los delegados de muchas sectas se sientan en concilio o conferencia como iguales para discutir la naturaleza de la Iglesia de Cristo o la naturaleza de Su unidad, o para proponer discutir cómo traer la unidad de la Cristiandad, o para formular un programa unificado de acción cristiana. Ella no permite a Sus hijos participar en ninguna actividad de conferencia o discusión basada en la falsa asunción que los Católicos Romanos, también, aún están buscando la verdad de Cristo. Porque hacer esto sería admitir que Ella no es más que una de las muchas formas en las cuales la verdadera Iglesia de Cristo puede o no existir, que ella no preserva en Sí misma la unidad de fe, gobierno y culto querida por Nuestro Señor para Su Iglesia, que Ella no conoce el verdadero significado y naturaleza de esa unidad y de estas otras propiedades dadas por Dios por la cual Ella es distinguida no solo como la una sino como la Iglesia santa, católica y apostólica fundada por nuestro Santísimo Señor y Salvador Jesucristo. Ella nunca puede hacer tal admisión, porque Ella es ahora como siempre ha sido, la sola y única Esposa de Cristo, el solo y único Cuerpo Místico de Cristo, la sola y única Iglesia de Cristo.
     
No puede ser admitido que la unidad querida por Nuestro Señor para Su Iglesia nunca ha existido o no existe hoy. Porque tal admisión implicaría falsamente que la voluntad y la predicación de Cristo fueron ineficaces y que Su oración al Padre aún sigue sin ser oída luego de casi dos mil años. Significaría que el Espíritu Santo, derramado sobre los Apóstoles y permanente para siempre en la Iglesia fundada por ellos, ha fracasado en Su misión. Por supuesto, tal fracaso es impensable. No, la unidad que Jesús dio a Su Iglesia es algo evidente e inequívoco. Consiste, como hemos indicado, muy simplemente en tres cosas. La primera es que todos los miembros de la Iglesia creen las mismas verdades, transmitidas por la Sagrada Escritura y la tradición divina, como enseñadas a ellos por la autoridad docente infalible establecida en la Iglesia por el mismo Cristo. La segunda es que todos obedecen a la autoridad divinamente constituida de la Iglesia en todo lo que concierne a su vida moral y la salvación de sus almas. La tercera es que todos comparten el mismo culto de Dios y usan los mismos medios de santificación, como dirigidos y provistos por la autoridad docente y gobernante de la Iglesia: en concreto, que todos participan en el Santo Sacrificio de la Misa y la oración de la Iglesia, y que todos admiten y usan de acuerdo a su estado de vida los siete santos Sacramentos instituidos y dados a nosotros por el mismo Jesucristo.
    
Ahora esta unidad, clara y obvia como es, existe en la Iglesia de Cristo actualmente. Está fundada en la Iglesia Católica Romana y en Ella sola. Ella y solo Ella es la verdadera Iglesia de Jesucristo. Solo hay un camino para la unidad tan ansiosamente buscada por algunos hombres. Esa es la entrada en la grey de la Iglesia de Cristo, la participación en Su vida, la sumisión sin reserva a Su autoridad docente y gobernante. Si somos cuestionados si la Iglesia Católica Romana desea la unidad de todos los hombres creyentes, nuestra respuesta es que Ella por todos los medios desea la unidad, mas no una unidad forjada según las concepciones humanas falibles. La unidad que Ella desea para todos los cristianos y ofrece a todos los que la buscan es esa que fue establecida en Ella por Jesucristo y preservada en Ella siempre por Su poder omnipotente.
    
Si la Iglesia Católica no toma parte en estos concilios, conferencias y asambleas internacionales y nacionales, no es porque Ella no esté interesada en cooperar con Nuestro Señor en traer a Sus otras oveja a Su grey. Ella espera, ora y hace todo lo que puede hacer para restaurar la unidad completa una vez existente entre los creyentes en Cristo. Ella no escatima esfuerzos para reparar las divisiones que surgieron cuando hombres en el Este durante el siglo IX y en el Oeste durante el siglo XVI se separaron de la única grey de Cristo, escindiéndose del único Cuerpo de Cristo. Ella siempre mantiene las puertas abiertas y está pronta para recibir con los brazos abiertos a todos los que vienen a la unidad establecida por Cristo en Su Iglesia. Ella les ofrece la verdad y ora fervientemente que todos puedan recibir la luz del Espíritu Santo en sus almas para verla, y Su amor y valor en sus voluntades para abrazarla. Fervientemente e incesantemente, la Iglesia Católica ora para que todos los hombres puedan entrar en esa unidad cristiana que fue establecida en Ella por Jesucristo, Su Fundador.
    
Esta actitud de la Iglesia respecto a nuestros hermanos separados no es de arrogancia y soberbia. ¡Lejos de eso! Es en cambio la de un padre amoroso hacia sus hijos descarriados. Ella conoce Su deber para con Cristo. Ella une amor con firmeza. Como Cristo nuestro Señor, Ella está llena de compasión y simpatía hacia los que van a tientas en las tinieblas del error, pero Ella no puede traicionar Su confianza, Ella no puede ser falsa al encargo que Él le ha dado de preservar el depósito de la Fe a Ella confiado, mantenerlo intacto e incontaminado por la falsedad, y predicarlo a los hombres en toda su pureza e integridad.
   
Algunos hombres tratarán de deciros que la Iglesia Católica se corrompió, que Ella corrompió la doctrina de Cristo, y eso en tal medida que algunos hallaron necesario en conciencia separarse de Ella, para ellos poder preservar la verdad del Evangelio. VUestra respuesta será que la Iglesia del siglo XVI no creyó ni enseñó nada que no fuera creído por la Iglesia de los siglos I y II: una Jerarquía divinamente establecida, el primado y la infalibilidad del Obispo de Roma, el Santo Sacrificio de la Misa, los siete Sacramentos, la Divina Maternidad de María, dignísima de honor y devoción, y todas las verdades dadas por Dios y contenidas en la Sagrada Escritura y la Divina Tradición confiadas por Nuestro Señor a Sus Apóstoles, y por medio de ellos a sus sucesores. La Iglesia Católica nunca ha estropeado la verdad revelada por Dios por medio de Su Hijo Jesucristo. Ella nunca ha removido un solo dogma ni añadido una sola doctrina a esa revelación. Si en el correr del tiempo, bajo el impulso y la guía del Espíritu Santo, Ella ha venido a una realización clara y explícita de las creencias que antes Ella sostenía y enseñaba en una forma implícita, ningún hombre sensato puede decir que Ella ha inventado así dogmas hechos por hombres. No es necesario negar que existieron males en el siglo XVI. Debe admitirse que la reforma de la disciplina y la moral traídas por el gran Concilio de Trento era de hecho saludable. Pero la verdad de Cristo siempre ha permanecido en Su Iglesia en toda su prístina pureza incontaminada. La institución que Jesús formó ha sido por el poder de Dios preservada desde elcomienzo, esencialmente la misma a través de los tiempos. Cristo prometió que las puertas del infierno nunca prevalecerían contra Ella. Esa promesa fue guardada en los siglos IX y XVI, como es guardada en el siglo XX, y será guardada hasta el fin de los tiempos.
     
De acuerdo a esto, se entiende que los fieles de la Iglesia Católica no pueden en ninguna capacidad asistir a las asambleas o concilios de los acatólicos que buscan promover la unidad de las iglesias. Os pedimos, sin embargo, orar por nuestros hermanos separados y suplicar a Dios les dé el don de la Fe Católica. Ellos necesitan gracias grandes para superar los prejucios, para derribar elmuro del malentendido que por mucho tiempo ha existido entre nosotros. Orad para que ellos, con la gracia de Dios, puedan encontrar en la Iglesia de Cristo la Madre Iglesia que espera por ellos con los brazos abiertos y ansía recibirlos. Orad para que puedan venir a mirar a María la Madre de Jesús como su propia y verdadera Madre en Cristo. Orad que, como los Magos antiguos, les pueda ser dada la estrella de la Fe para encontrar “al Niño con María, su Madre”.
    
Nuestra Fe demanda que practiquemos la verdadera caridad cristiana. Seríamos menos que cristianos si excluimos de esa caridad a cualquier hombre, sin importar su condición o sus profesiones. Sosteniendo firmemente la Fe que está en nosotros, debemos vivir en caridad con todos nuestros conciudadanos. Con algunas excepciones, ellos creen en Dios y muchos de ellos creen que nuestro Santísimo Salvador era Dios y hombre y el Salvador de todos los hombres.
     
En este gran país, que amamos con un verdadero amor patriótico, hay cosas que podemos hacer en cooperación con nuestros conciudadanos. El gran fantasma de un ateísmo armado está en el horizonte de nuestro mundo libre. Conocemos su odio a la religión, y sabemos cómo ha derramado ese odio principalmente hacia la Iglesia en los países cuyo control ha obtenido por la violencia. Hay muchas cosas como ciudadanos que nosotros con nuestros conciudadanos podemos y debemos hacer. Estamos listos para unirnos a ellos como ciudadanos en realizar estas cosas. Su discusión de muchos de los problemas sociales que nos confrontan en nuestro día nos resultará útil para nosotros. No somos un grupo aislado en nuestra democracia. Ningúm grupo en nuestro país está más dedicado en nuestra democracia que nuestro pueblo católico. Concluimos que en este día todos los hombres de buena voluntad, y particularmente todos los hombres que se arrodillan y oran al Dios viviente, deberían unirse contra los peligros comunes: el peligro del ateísmo, que con retórica engañosa, al menos en efecto, busca desterrar a Dios de todo nuestro pensamiento social. Si en la unidad de la Iglesia establecida por Cristo no tomamos parte alguna en convenciones o encuentros o asambleas que tienen por propósito establecer alguna suerte de unidad hecha por el hombre entre las sectas cristianas, siempre estamos listos y ansiosos en los niveles sociales y cívicos para trabajar junto con nuestros conciudadanos, particularmente con los que adoran al Dios viviente, por el bien de nuestro país y de la sociedad.
   
Que la caridad cristiana reine en vosotros y sea vuestro espíritu motivante al tratar y asociaros con vuestros conciudadanos. En nuestro país hay una variedad de creencias religiosas. En esta condición y en estas circunstancias debemos vivir juntos en caridad y, mientras no sacrifiquemos una jota de nuestra Fe que la Santa Madre Iglesia nos ha enseñado, colaboremos fervientemente y honestamente con nuestros conciudadanos contra la impiedad en la vida pública y social, contra las agresiones e intrusiones de estos males que están atacando los mismos cimientos de nuestra democracia. A todos los hombres de buena voluntad enviamos la invitación para unirse con nosotros y trabajar con nosotros, aun con las limitaciones pertinentes, para que la medida del bien que es posible para nosotros asegurar.
   
Como por la Fe que profesáis en común con vuestros hermanos católicos de todos lados testificáis la unidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia de Cristo, cuidad también de mostrar siempre en vuestras vidas Su exaltada santidad. Que todos se dén cuenta que es especialmente por el ejemplo de su vida vivida de acuerdo con las doctrinas de nuestra que que aquellos que no son del rebaño sean inspirados con el deseo de conocer mejor la Fe Católica e incluso aceptar Su doctrina.
   
Mantened ante vuestros ojos la santidad inefable de Jesús, el Hombre-Dios, cuyo Sagrado Corazón es el abismo de todas las virtudes. Mirad a Su Madre Inmaculada, la impecable Virgen María, nuestra Madre y protectora en la lucha contra las fuerzas del mal. Volved con ferviente devoción a vuestros santos patrons en los cuales cada uno encontrará el modelo de esa virtud cristiana de las cuales se encuentra más necesitado. Esforzaos en crecer más fuertes en la fe, más confiados en la esperanza, y sobre todo más generosos y ardientes en la caridad, en el amor de Dios y vuestro prójimo. En este día de confusión, en este día cuando muchos corazones están suspirando por la paz, vosotros, un pueblo católico, en vuestras vidas diarias, debéis ser un faro para todos los hombres. Recordad que nuestro Santísimo Salvador oró por las “otras ovejas”, que no estaban en Su redil, para que pueda haber un solo rebaño y un solo pastor. Uníos con Él en esta oración. Mostrad en vuestra vida diaria la santidad de la Iglesia. Que vuestros conciudadanos que no son de la casa de la Fe vean en vosotros un ejemplo brillante de caridad cristiana que abraza a todos los hobres en el amor de Dios.
   
Deseamos, queridos hijos e hijas en Cristo, que oréis fervientemente a los Santos Pedro y Pablo. Orad por vosotros y orad por vuestros hermanos separados para que les pueda ser dada la gracia de encontrar la paz y unirse a ella. En este Año Mariano, cuando oráis fervientemente a nuestra Santísima Señora la Madre de Dios, acordáos de vuestros hermanos y pedid a nuestra Santísima Señora que los traiga a la unidad de la Iglesia.
   
Y ahora hemos hablado de arrodillaros en espíritu en la Tumba de San Pedro en la Colina Vaticana en Roma. Lo que hemos dicho no es una cosa nueva para vosotros, pero escucharla nuevamente os dará fuerza y alivio espiritual. Antes de abandonar en espíritu la Tumba de San Pedro, digamos una oración por Nuestro Santo Padre, el Papa Pío XII, el Obispo de Roma, el Vicario de Cristo en la tierra, y pidamos a Dios que nos lo guarde por un largo tiempo, y le demos en vuestra devoción a San Pedro puestos a los pies de su sucesor en la Iglesia hoy nuestro profundo homenaje y amor filial.
   
Fielmente vuestros en Cristo,
  
Samuel Card. Stritch
Arzobispo de Chicago
  
Fiesta de los Santos Pedro y Pablo, de 1954
  
[Fuente: Servicio de Noticias de la Conferencia Nacional de Bienestar Católico, Actualización de noticias del 5 de Julio de 1954, págs. 2a-2i; subrayado añadido].

El significado para la vida de la Iglesia de la carta pastoral del cardenal Stritch es subrayada por el hecho que mucho de su contenido fue incluido en el Canon Law Digest, vol. IV (Milwaukee, WI: The Bruce Publishing Company, 1958), págs. 378-384.
    
Desafortunadamente, este documento verdaderamente caritativo no fue recibido bien por el Consejo Mundial de Iglesias y algunas otras organizaciones ecuménicas. La revista TIME citó algunas reacciones en su edición del 19 de Julio de 1954 bajo el título “Católicos prohibidos”.
    
El 1 de Marzo de 1958, el Papa Pío XII recompensó al cardenal Stritch por su fiel servicio a la Iglesia nombrándolo pro-prefecto de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. Sin embargo, Dios tenía otros planes.
   
El 27 de Mayo de 1958, nuestro Santísimo Señor llamó misericordiosamente a Su Eminencia al juicio, cinco meses antes de la toma modernista de las estructuras vaticanas que tendría como su resultado el desmantelamiento gradual de la religión Católica Romana, aparentemente (mas no realmente) siendo perpetrada por la misma jerarquía católica, incluyendo el “Papa”. Los frutos podridos de este infernal “artificio del error” (2.ª Tesalonicenses II, 10) están a nuestra vista hoy.
   
Hoy el Vaticano Novus Ordo nunca aceptaría la doctrina planteada en la carta pastoral de 1954 publicada por el cardenal Stritch. Y sin embargo, Su Eminencia meramente enunció en manera resumida las demandas de la Fe Católica Romana respecto a la unidad religiosa, y sus apuntalamientos doctrinales.
   
Haz tu elección, pues: el Catolicismo Romano o la religión del Vaticano II. Ambas no pueden ser la verdad.

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