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jueves, 10 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DÉCIMO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
 
CAPÍTULO XIV. MARÍA Y JOSÉ EN LA PERDIDA Y RECOBRO DEL NIÑO DIOS.
Fieles a nuestro propósito, no olvidando que la excelsa María, contemplada en los admirables misterios de su vida, es el espejo ¡impiísimo en que mejor pueden reflejarse las perfecciones del Verbo humanado, en esos propios misterios que al Verbo Divino conciernen, detengámonos en esa contemplación.
  
Ya hemos puesto nuestros ojos deslumhrados en ese sol brillante; ya hemos admirado el testimonio del Cristo, cuando niño todavía de doce años, habla del gran negocio de su Padre como de la ocupación natural de su vida en la tierra; y liémosle admirado más al saber, que antes de esa solemne declaración y en seguida en el resto de su vida en la tierra, ha estado sujeto a María y a José con la ejemplar obediencia de un humilde artesano. Convirtamos ahora nuestra mirada a esos santos Esposos, para en tender y amar mejor, mediante ellos, Al que es objeto de sus complacencias así como de las complacencias del Altísimo.
 
Desde luego; la excelsa Madre de ese Niño, si recordaba las congojas de la huida a Egipto y los días de amargura del destierro, meditaba no menos en esa espada de dolor de que su alma se vería traspasada según la predicción de Simeón el justo; y tenía entendido que los días luminosos de su plácida posesión de Jesús habrían de ser turbados por tempestad terrible. Juzguemos por ahí cuán pavorosas conjeturas, cuán formidables presunciones, no asaltarían el afectuosísimo Corazón de la Madre de Dios, al darse cuenta con el digno Esposo suyo, de que era un hecho no encontrarse el divino Niño, ni entre ellos ni entre los demás viajeros que, salidos de Jerusalén de vuelta a Nazaret, habían concluido la jornada del primer día.
    
Era esta quizá la primera vez en que la Santa Virgen y su casto Esposo podían decir atribulados: «demasiado ha sido nuestro gozar el favor inmenso de nuestro Dios que nos ha dado a tal Hijo, quiere ya quitarlo de nuestra vista y de nuestra compañía y entregarlo quizá al sacrificio con que se cumpla su altísimo destino de Salvador del Mundo. ¿Cómo será ésto?». «Apiádese el Señor de esta su esclava», diría la Reina, «de este su inútil siervo», diría el incomparable tutor de Jesús. «Hágase en todo la voluntad del Señor», dirían esas escogidísimas Criaturas en quienes el cielo tanto se complacía.

Conveniente era ir preparando así el Corazón de la Madre al mayor sacrificio del Calvario, seguir probando su excelsa virtud para que diese frutos de obediencia, de paciencia y de caridad, cada día más admirables y merecedores de mayores gozos, de mayores pruebas y de nuevos gozos y triunfos; y digno era el justo José de secundar en eminente grado respecto de todos los justos, esos destinos, esas pruebas, esos gozos, esos triunfos de la Reina de todos los justos. Y esto segundo era tanto más conveniente, cuanto que en el plan divino entraba que José desapareciese de la escena, ya próxima a cumplirse la época de la vida oculta del Hijo putativo, y cuanto que al excelente Servidor de Cristo, no habría de asociársele a las realidades del dolor del Calvario y del gozo de la Resurrección; no quedaba, por eso, sino darle el dolor y el gozo de perspectiva del uno y de la otra como prueba y como premio debido de tan incomparable Servidor (Ecce fidélis servus et prudens, quem constituit Dóminus super Famíliam suam; glória et divítiæ in Domo ejus).
   
Los tres días de pena que nuestra dulce Madre y su amabilísimo Esposo padecieron mientras El Niño era recobrado, no nos parecen de tanta amargura, porque quizá nos lo impide la comparación con la grandeza de la mayor aflicción del Pretorio, del Calvario y de la desolación del Sábado Santo; mas no por eso dejarán de aparecer en toda su grandeza, en todo su mérito, en toda su gloria, a quien se detenga en considerar que fueron tales días, la viva prefiguración y preparación de las proezas de la Heroína para los grandes hechos del Pretorio y del Calvario, y a la vez fueron el suplemento para José, de una participación a que no sería llamada sino su Esposa. Y así, Varón santo, sabed que los consuelos que ahora dais a la congoja de vuestra Esposa por la inmolación que conjeturáis de vuestro divino común Hijo, no se los daréis en días más aciagos, porque ya entonces habréis emigrado del mundo; pero sabed también que vuestro gozo ahora que recobráis al niño Jesús, es sólo un preludio del que vuestra Esposa tendrá cuando una resurrección gloriosísima ponga término a esos días aciagos.

Ese gozo, por tanto, con que José y María recobran a su Hijo perdido, a su Dios perdido, es de tanta magnitud, que supera a toda inteligencia humana y angélica a lo menos el de la Virgen Madre, a la vez que por lo excelso del sentir de esos Santos Padres del Niño, también por la singularísima relación que los une con Él. Como que, si para entender del todo lo que es el amor de una madre o de un padre para con su hijo, es necesario ser madre o ser padre, para penetrarse de la apreciación de los afectos de la Madre verdadera de Dios o del Padre putativo de Dios, fuera necesario ser esa Madre a ese Padre.
   
Eso no obstante, ¿por qué no elevar nuestras almas a la contemplación de tan excelsa verdad, de tanta belleza, de tanta dulzura? Esa alma delicada de María, y no menos esa alma fortísima, esa alma sapientísima, y no menos plenísima en suaves afectos; esa alma virtuosísima, y no menos íntegra en toda su perfección en las dotes de sensibilidad, la más humana por decirlo así, ¿en qué grado no experimentaría los quebrantos y consuelos del amor materno?
  
Esa alma de María, a la vez de virgen y a la vez de madre, a la vez de Virgen servidora de su Dios hecho hombre, y Madre de la humanidad de ese hombre verdadero, del cual la persona no era el hombre sino Dios mismo, ¿en qué grado no sentiría los afectos de amor a semejante Hijo?

Esa incomparable Mujer, que podía, que quería y que debía amar a su Hijo hasta la adoración, y a la vez amar a su Dios hasta el enternecimiento; esa Mujer incomparable, esa Virgen incomparable, esa Madre incomparable, a quien era, (ya otra vez lo notamos) lícito, racional y ¿qué más? de razón forzosa el amar a su Hijo hasta la adoración de Dios y el adorar a su Dios hasta la ternura de Hijo de Ella, ¡cuánto sufriría perdiendo, y cuánto habría de gozo recobrando a ese Hijo de su amor!
   
Hoy se encontraba con que ya le tenía en sus brazos, que ya le estrechaba contra su Corazón y que quizá todavía por muchos años le tendría consigo y no le soltaría, porque con amorosa queja a la que el divino Niño no sabría resistir, le cautivaría siempre bajo su amorosísima obediencia.
  
Semejante a ese altísimo sentir de la Madre era sin duda el del Padre estimativo de ese Niño. Ningún mortal ha podido unir la mayor virtud de inteligencia y de afectos, a la más singular oportunidad de servir a su Dios con el alma y con el corazón, con el pensamiento y con la obra, con el sudor de su frente y con el trabajo de sus manos, como el escogidísimo Señor San José. ¡Qué Santo tan excelso! Ningún mortal ha tenido tampoco esa oportunidad tan dichosa de servir a la Madre de Dios como ese hombre, como ese santo, afortunadísimo con ser el esposo castísimo de la siempre intacta Señora, con ser en todo su Esposo, salvo la virginidad de la Señora y del servidor fiel, con ser en todo el Padre del Niño de esa Señora, salvo el no haberlo engendrado…, pero agraciado por su excelso matrimonio con todos los derechos de la ternura de un verdadero padre.

De manera semejante, pues, a la del gozo de la Madre, el gozo de José excede a toda comparación que se hiciese con otro gozo que no fuese el de Ella. Nuestro dulce Justo, ¡con qué transporte no estrecharía contra su pecho la adorable cabeza del crecido Niño!, y cómo a semejanza de la Reina no también le dijera: «Hijo, ya no te dejaré; en mi poder estás; he rodeado la Ciudad, he andado por las calles y plazas y he encontrado por fin al que ama mi alma». Si toda alma que encuentra por recobro a su Dios, dice esto con ternura, ¿con cuánta no lo diría un alma tan escogida como la de ese Padre de Jesús?
   
Mas para José, ¡qué motivos de santa satisfacción, y para nosotros, así como para él, qué testimonio y qué incentivo de admiración y de veneración, no entrañan esas palabras de queja amorosa con que la humilde María, hablando a Jesús, hace referencia a José: «Hijo, ¿porqué lo has hecho así con nosotros? Tu Padre y yo, llenos de dolor andábamos buscándote». Nota San Agustín, en ellas, la humildad de la Virgen, que sabiendo bien ser Ella sóla, la Madre de Cristo y por eso la Madre de Dios, de suerte que José no tenía en su generación parte ninguna, sumisamente se pospone a José como a Esposo suyo. «Todo lo expresa, dice el Anónimo en la Cadena griega, como Madre que es, con ingenuidad, con humildad y con afectuoso cariño».
  
Concluyamos: «Jesús volvió a Nazaret (descendió, dice el sagrado Texto) y les estaba sujeto». ¡Gozad Santos Esposos, gozad de ese bien que debéis al Cielo, jamás se viera ni se verá dicha tanta en la Tierra-; esa que a vosotros se da, no se dió ni á los ángeles! Pero nosotros podemos de ella participar porque vuestra  dicha no fué tanta porque tuviéseis a Dios humanado, en vuestro hogar, sino porque lo tuvisteis en estado de viadores, y en esto podemos imitaros; porque, quien ama en estado de prueba, ése es el que merece, no quien ama en estado de premio. Nosotros tenemos a nuestro Dios Sacramentado en nuestros templos y podemos amarle en esa Santa Eucaristía con toda la ternura de un hijo y de un niño, de un amigo, de un hermano; diario comensal nuestro, diario alimento nuestro, verdadero manjar, verdadero pan de vida que bajó de los cielos, que bajó no ya a Nazaret sólo sino a nuestros templos.
   
Pero sin vuestra intercesión, ¡oh José!, ¡oh María!, ¿de qué nos sirve bien tan asombroso? Alcanzadnos la gracia de vuestro Hijo, para que a semejanza de los dulces años que en Nazaret aprovechásteis la posesión doméstica del Verbo humanado, aprovechemos nosotros su posesión en la Santa y nunca bien amada Eucaristía. ¡Oh Jesús, oh María, oh José, tened misericordia de nosotros!

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