Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre,
de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad
Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez
Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José
Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas
(actual Tampico).
CAPÍTULO XX. LA SANTÍSIMA VIRGEN ANTE JESUCRISTO NUESTRO REDENTOR, BEFADO COMO REY DE BURLAS, CORONADO DE ESPINAS
Tan
dulce ministerio es el que en favor nuestro
recibió la Santísima Virgen para ponernos en relación de atender, de
sentir y de aprovechar los grandes misterios de la Pasión del Señor así
como todos
los otros de su bondad, que, a semejanza de la luna llena en el
firmamento, después de un día caluroso, nada
hay más apacible que María entre todo lo criado. Los
rigores que abruman el pensamiento al contemplar la
iniquidad judáica contra Jesucristo, y la nuestra que la
secunda, se tiemplan y se dulcifican en tal bonanza, que
no parece hecha esa admirable Reina luz de la noche
de nuestra alma, sino para convertir toda pena en alivio, y no podemos
menos de acordarnos de aquellas palabras del Génesis: «Y crió el Señor
la luna para que
alumbrase de noche».
Las atrocidades de los demonios
descargadas sobre
Jesucristo por medio de los tres aptísimos instrumentos
de maldad que todo lo abarcan, es a saber: el encono inextinguible e
inexorable de los fariseos, la barbarie de
la soldadesca romana y la cobardía gentílica del Presidente romano
también, que descargan, decimos, sobre
Jesucristo cuanto hay de tormentos, oprobios y blasfemias, reunidas en
ese Santo Ecce Homo, nos hacen buscar luego a la Madre de ese Hombre;
Ella sabrá enseñarnos con su dolor, con su ejemplo, con su perfectisima
conducta a la altura de esa divina situación, lo que
debemos hacer, sentir, querer, admirar, alabar, prometer, ante favores
tan desmedidos como los de ese Verdadero Dios y Verdadero hombre, tan
humillado y
anonadado por amor nuestro, por salvarnos de perecer.
¿Qué
hacéis, pues, qué sentis, qué queréis, Señora, a
vista de vuestro Hijo en trance semejante? Lo que Judit y más que Judit:
¡tiernísima y fortísima! Milagros sobre milagros son los que os
sostienen para soportar todo eso; pero, ¿a qué extrañarlo? ¿no sois vos
toda milagro?
Todo lo habéis visto, a todo habéis
asistido, en nada
habéis dejado de tomar parte principal; no podía ser de
otro modo, para valer tanto como valéis ¡oh Madre de
Dios!, con ser Madre suya, Madre verdadera del Redentor divino. Nos da
gozo, Señora, tanto como nos enternece, contemplaros en el atrio del
Pretorio, quizá
sin ser vista de humanos, sufriendo en vuestra alma
cuanto vuestro Hijo en su cuerpo y en su alma, Él como
Hijo de Dios, Redentor, Vos como Madre suya y Corredentrra. «Estaba
junto a la Cruz de Jesús, su Madre», dice el Evangelio; nosotros
diremos: estaba junto al escaño de los oprobios del Rey coronado de
espinas, y estaba junto al balcón del Ecce Homo dignísimo de compasión
(Jesu Mater ejus), la Madre de Él, diremos con la luz de muy buena razón
y más
aún con la luz de la revelación vuestra a vuestras siervas
Brígida y María de Agreda.
Cuánto nos admira y nos
consuela vuestra revelación a esta favorecida española, hija predilecta
de Vos: «Parecióle a Pilatos, dice, que un espectáculo tan lastimoso
como estaba Jesús Nazareno, movería y confundiría los
corazones de aquel ingrato pueblo; y mandóle sacar del
Pretorio a una ventana donde todos le veían así como
estaba azotado, desfigurado y coronado de espinas, con
las vestiduras ignominiosas de fingido rey. Y hablando el mismo Pilatos
al pueblo les dijo: “Ecce Homo (San Juan XIX, 5).
Véis aquí el hombre que tenéis por vuestro enemigo.
¿Qué más puedo hacer con él que haberle castigado con
tanto rigor y severidad? No tendréis ya que temerle.
Yo no hallo en él causa de muerte”. Verdad cierta y segura era lo que
decía el Juez; pero con ella misma condenaba su injustísima impiedad,
pues a un hombre que
conocía y confesaba per justo, y sabía que no era digno de muerte, le
había hecho atormentar, y consentídolo de manera, que le pudieran quitar
los tormentos una
y muchas vidas» (Mística Ciudad de Dios, Nro. 1346).
«La
bendita entre las mujeres María Santísima, vio a su benditísimo Hijo,
cuando Pilatos le manifestó y
dijo: Ecce Homo; y puesta de rodillas le adoró y confesó por verdadero
Dios hombre. Lo mismo hicieron
San Juan y las Marías y todos los ángeles que asistían a su gran Reina y
Señora; porque ella como Madre de
nuestro Salvador y como Reina de todos, les ordenó
que lo hiciesen así, a más de la volundad que los santos ángeles
conocían en el mismo Dios. Habló la prudentísima Señora con el eterno
Padre, con ios santos
ángeles y mucho más con su amantísimo Hijo palabras
llenas de gran peso, de dolor, compasión y profunda
reverencia, que en su inflamado y castísimo pecho se
pudieron concebir. Consideró también con su altísima
sabiduría que en aquella ocasión en que su Hijo santísimo estaba tan
afrentado, burlado, despreciado y escarnecido de los judíos, convenía en
el modo más oportuno conservar el crédito de su inocencia. Con este
prudentísimo acuerdo renovó la divina Madre las peticiones que arriba
dije (nro. 1306) hizo por Pilatos, para que continuase en declarar que
Jesús nuestro Redentor no era
digno de muerte, ni malhechor como los judíos pretendían, y que el mundo
lo entendiese» (Mística Ciudad de Dios, Nro. 1347).
¡Qué
exquisita delicadeza de verdad en los rasgos
de ese relato! La inconcebible inexorable dureza de los
Pontífices y fariseos, la evidente intervención diabólica en sustentar
semejante malicia nunca vista, y la cobarde contradicción de
sentimientos del Presidente: por
salvar de la muerte a Jesús, lo entrega a tormentos de
que si no muere tres y cuatro veces, a sólo milagros visto es que debía
atribuirlo. Ejemplo de semijustos cobardes. Pero la delicadísima verdad
que más nos complace, es la conducta de la Reina, ¡verdad de gran
magnificencia luego que se adapta la mirada del alma a tal
perspectiva, para la que no sirven los ojos del sentido
carnal! ¡Ante semejantes humillaciones de Jesús, ante esa gritería de
infierno, ante esa turba que afila sus
lenguas para despedazar y punzar todavía al que han
azotado tanto y escarnecido y clavádole tantas espinas, ¿qué queda sino
torrentes de voraces llamas para convertir luego en pavesas a tanto
prevaricador?
¡Qué queda! Queda una compensación de
soberana
gloria: que la Madre bendita mil veces, de ese mil veces bendito y
amable Ecce Homo, caiga de rodillas y
acompañada de las santas mujeres, de las santas mujeres, del afortunado
fiel Discípulo, y de invisible cortejo
del celestial ejército, diga con acento de caridad inmensa: «¡Hijo…
perdón! ¡perdón! ¡A Vos toda gloria,
todo honor, todo amor, todo agradecimiento; a Vos todo triunfo y el
mayor de todos, el de sobre los corazones de las criaturas, el de sobre
la admiración de los
ángeles y arcángeles, por vuestra gran proeza! ¡He
aquí la Esclava del Señor! ¡Si la ira de vuestro Padre
no ha estallado, Hijo querido y santísimo, en mares de
instantáneo fuego, porque esta Esclava del Señor haga
cun sus ángeles y con estas santas mujeres, que la fuerza del ruego
humillado, de estos corazones contritos y
anegados en mar de amargura, compense a la provocación de tanta maldad…
aquí está vuestra Esclava,
aquí estamos estos fieles todos presentes!».
La grandísima cooperación de la Virgen Santísima
en todos y cada uno de los lances de todo género de
la Pasión de su Hijo, por más inédita que tal cooperación esté en la letra del Evangelio, es evidente a todo
buen sentido y a todo buen querer.
Hay tal escándalo en
ese desmedido sufrir del Dios
hombre, es tan grande la ofensa, tan a ojos vistas, grande, con que al
Justo así se agravia, que la sabiduría, la
justicia y el decoro divino, pedían no pasase un instante sin la
condigna reparación; ¿qué más? Acompáñase
en concordancia de lugar y de tiempo, a tal escándalo una reparación
condigna, un «¡bien haya!», permítasenos la frase, un hossana, un ¡viva!
como diríamos, a tan
excelsa Majestad, que sólo por el bien de todos hasta
de los que así le ultrajaban, y sólo y nada más que por
su libre y bondadosa voluntad, se dejaba ultrajar así.
Pues bien, para todo erais aptísima, oh Reina Madre de Dios; porque si de imitar tan hermosa proeza
se trataba, vos la imitábais tanto como ninguno la imitará. «Ecce Homo» ha dicho Pilatos… «Ecce Mater»,
dirá el mismo Jesucristo: mirad qué mortales dolores,
qué amargura, qué maternidad, qué parto tan digno
de la que en otro tiempo alumbró a Dios sin dolor, tan
digno de la que parió al Redentor.
Y si de aplicar ya los efectos de esa proeza, si de repartir ya el botin riquísimo de esa victoria, se trata, lo
que ya sois y tanto como valéis, se debe, Señora, a1 precio previsto y muy bien aprovechado en Vos de todas
esas riquezas. Si de desagravio a tanto escándalo se trata,
ya el Cielo, ya los ángeles que os acompañan y no pocos de los humanos, están viendo que Vos os condoléis
con ternura eminente, que Vos amáis ese favor con caridad ordenadísima, que Vos levantáis estandarte sola
con unos cuantos, contra esa turba de feroces leones, de
venenosas serpientes; que Vos sois nada menos que como un ejército terrible en orden de batalla contra cobardes
enemigos; que en ese combate que supera en la verdad
de la lucha, en la calidad de la fuerza, en los intereses
que se disputan, a cuanto combate hubieran librado jamás criaturas angélicas o terrestres, sois consumada en
fortaleza, en ánimo, en denuedo, en decoro, en magnamimdad, en generosidad y en modestia tanta, como no
se viera antes ni se verá después de Vos.
Y en esas
reproducciones admirables en que es tan
fecundo el poder divino con todas sus obras, las de la
Redención contienen tantas y aun mejores que las de la
Creación misma, para belleza, para provecho, para mérito, para
glorificación de todos los que en ellas participan. Y así en nuestra
gran Reina se reproduce, se
imita, se aprovecha, se agradece en su esfera de Primogénita de las
criaturas, la Pasión santa de su Hijo
divino y con eso el Hijo y el Padre quedan complacidos y glorificados. Y
a su vez la Reina es imitada, es
reproducida, es objeto de agradecimiento, de alabanza
y gloria, en María Magdalena, en Juan, en las otras
santas mujeres, en grados subalternos, si bien inferiores a la gran
Reina, altísimos respecto de nosotros tan
pecadores; y así a partir de aquel paraíso de celestes
aromas y riquezas, de caudalosas aguas, todo es fertilizar, reproducir y
multiplicar bellísimos frutos de salvación, de santidad, de amor y de
gloria.
¡Oh Pasión Santa de Jesucristo! ¡Oh alteza de
hazañas del León de Judá, del Cordero Dominador! ¡Oh Madre de ese León y
de ese Cordero! ¡Oh Esposa del magnífico Salomón, azucena entre
espinas, tórtola que tras
de invierno riguroso de cuyos rigores gemís, entonáis
ya consoladoras voces de entrante primavera. La compasión de los que
miran vuestra dolorida belleza, y oyen
vuestros tiernísimos gemidos, ha comenzado por las santas mujeres, el
fiel Discípulo, los ángeles del cielo y las
almas ocultas que quizá no faltaron en medio de aquella
tumultuosa asonada del Pretorio; mas ¡cuán hermosa,
fecunda y productora de bienes de hijos fieles, de hossanas de amor y
virtud, ha cundido, desde tal día sin
cesar, esa compasión, ha ocupado la tierra y sigue ocupándola, ha
poblado el cielo y sigue poblándolo.
No permita
nuestra misericordiosa Reina, que olvidemos ni un día sus dolores del
Pretorio del divino «Ecce Homo», con ese contraste del «Ecce Mater»
que debemos a los divinos labios del dolorido Hijo.
¡Señora: una vez más, rogad hoy por nosotros y no
nos olvidéis en la hora de nuestra muerte!
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)