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miércoles, 9 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA NOVENO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
 
CAPÍTULO XIII. MISTERIO QUINTO: EL NIÑO DIOS PERDIDO Y TRES DÍAS DESPUÉS HALLADO EN EL TEMPLO ENTRE LOS DOCTORES.
¡Cuánta teología, cuánta sabiduría, cuántas enseñanzas morales y místicas encúbrense en este Misterio! En la portentosa sencillez de la narración evangélica es regla que lo más sencillo al parecer, encubre a lo más profundo, lo más vulgar a lo más singular, lo más discordante a lo más concertado y armónico, a lo más excelso lo más humilde.

José y María llevan al Niño Jesús, por la Pascua, a Jerusalén, cuando el Niño tenía ya doce años de edad, siendo moradores de Nazaret. En Jerusalén pasaron los días de la solemnidad, y vueltos de la Ciudad Santa, al concluir la primera jornada echan de ver la pérdida del divino Niño; vuelven acongojados a Jerusalén, y al cabo de tres días le encuentran en el Templo sentado entre los Doctores, interrogándoles y respondiéndoles, con asombro de ellos por la sabiduría del preguntar y de las respuestas. La Madre se queja tiernamente a su divino Hijo. Él habla entonces la primera palabra suya que el Evangelio nos conserva y consagra: «¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que me conviene estar en las cosas que son de mi Padre?». Después de esto el Niño Jesucristo, sumiso como siempre a José y María, se oculta y calla hasta llegar a los treinta años. Véamos qué esplendidez, qué magnificencia, qué opulencia de sabiduría y virtudes celestiales en la humildad de las escenas de este Misterio.

Decididamente en esa obscuridad, en esa profesión de obediencia de nuestro Dios humanado, en todo el tiempo de su vida de treinta y tres años, con excepción de los últimos tres, en el hogar doméstico y en el ejercicio del oficio de carpintero, está lo más grandioso de la sabiduría divina, lo más glorioso de la grandeza de la Madre de Dios; y enjueg o y armonía con ese plan de portentosa aparente inacción y sublime obscuridad, está esa interrupción excepcional causada por la escena del Niño Dios perdido tres días y gloriosamente recobrado.
  
Esa obediencia de Jesucristo (obœ́diens) y obediencia voluntaria (factus obœ́diens), y hasta la muerte y muerte de Cruz (úsque ad mortem, mortem autem Crucis), obediencia al Padre celestial («me convenía estar en las cosas de mi Padre»); obediencia desde niño, hasta el momento de expirar en la Cruz («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»), y obediencia a María y a José («Erat súbditus illis»), también desde niño, hasta el momento de expirar en la Cruz («después dijo al discípulo: “he ahí a tu Madre”»); esa obediencia, repetimos, con que nuestro Jesús practica y enseña un ideal que escandalizó a la Sinagoga, que provocó el desprecio de parte de los gentiles y que al fin pobló de Santos el universo mundo; esa obediencia, volvemos a decir, prueba admirablemente que Jesús es el Cristo, que Cristo es el Hijo de Dios vivo, y prueba también, que quien esa obediencia ha recibido como Madre del hombre-Dios, merece, como Ella misma lo ha cantado ante cielos y tierra asombrados, que la llamen bienaventurada las generaciones todas. Y como de boca del mismo Jesús sabemos que no conviene ocultar del todo la luz de la buena obra, sabiduría hermosa fue el interrumpir ese silencio de treinta años con la escena del Niño Dios perdido y recobrado.
  
Con eso, ante todo, se haría notar que Jesús, no por Niño, dejaba de ser Dios, cuando en la edad tan tierna de los doce años, ya habla de un Padre que no es por cierto el humilde José, sino Dios mismo consubstancial a su Unigénito; con eso, Aquél que se ofreció como Dios Hijo a Dios Padre en sacrificio matutino el día de la Purificación de María, se muestra a los doce años bien enterado de que su negocio, su ministerio, su misión en este mundo es ser ofrecido como víctima a su Padre celestial.
 
De ahí los temores doloridos de aquella dulce Madre que no olvidaba la palabra de Simeón. Con eso la dulce Madre hacía ya el aprendizaje de los dolores del Calvario y el de los gozos de la Resurrección el tercero día; porque sin duda la especialísima y singular providencia con que el Altísimo gobernaba el alma de la Santa Virgen y Madre, siempre bajo la hermosa ley de su fórtiter y suáviter, de la suavidad en alianza con la fortaleza, a la vez que prefiguraba los grandes sucesos de la vida y muerte de Jesucristo, preparaba el Corazón de la Madre a tomar en ellos el grandioso participio de la Corredentora.
 
Y así, la pérdida del Niño Jesús, evadido del regazo de la dulce Madre para ir al Templo a ocuparse en hacer la voluntad de su Padre Celestial, es ya la anticipación de la despedida que el varón Jesucristo a la salida del Cenáculo, da a su Santísima Madre, ya para irse a ocupar definitivamente en el gran negocio de su ofrecimiento de víctima en el Huerto de los Olivos y a día seguido en el patíbulo de la Cruz.
   
Con hermosa razón observa por eso un eminente sabio y piadoso apologista moderno, la maravillosa concordancia de la solemne declaración que precede a la humillación del súbditus ilis de Nazaret, con otra solemnísima declaración que se hace antes de la humillación del lavatorio de los pies en el Cenáculo; cada una de esas dos estupendas humillaciones, son en el Evangelio precedidas del correspondiente y prévio reclamo de atención hacia la dignidad del gran personaje que va a humillarse.
  
En cuanto a lo de Nazaret, no se va a decir que Jesús descendió a allí a pasar la vida sujeto a la obediencia de José y de María, sin que antes se haya consignado este solemne testimonio de su divinidad: «¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que me conviene estar en las cosas que son de mi Padre?». De la misma manera, en cuanto a lo del Cenáculo, no se va a decir que Jesús se levanta de la mesa, se desnuda de sus vestiduras, se ciñe la toalla, derrama el agua en la vasija y se pone a lavar los pies de sus discípulos, sin que antes precedan estas solemnísimas palabras que son otro testimonio de su divinidad, eterno testimonio de sublime ternura y de incontrastable majestad: «Sabiendo Jesús que su Padre le había hecho Señor de todo, y que nacido de Dios, iba a volver a Dios».
  
Y un testimonio tan solemne, que parece tan sólo referirse a hacer contraste con la humillación del Cenáculo, sin duda que se refiere a toda la serie de las humillaciones de ahí sin interrupción seguidas hasta el suplicio de la Cruz y hasta morir en ella, como el Apóstol lo dice con brevedad que pone admiración: «Humiliávit semetípsum factus obœ́diens usque ad mortem, mortem autem Crucis».
  
Por eso hemos llamado la atención hacia la sabiduría y portentosas enseñanzas que en el sencillo misterio del Niño perdido se encierran.
  
Pero como antes indicamos, en la proporción que del preparativo va a lo preparado, así como la resurrección de Jesucristo vendría a ser el desenlace glorioso para el Hijo, y el consuelo y premio grandioso para la Dolorosa, así el hallazgo del Niño Dios en medio de los Doctores. Este feliz suceso y la sumisión suya a la voluntad de la quejosa Madre, para vivir sumiso a Ella durante 19 años, eran consuelo y gloria tanta, cuanto no es dable comprender sino apenas columbrar, a quien contemple todo lo que vale ser Madre de Dios, tener a Dios mismo hecho hombre en el hogar propio, con todas las condiciones de verdadero hombre, de verdadero Dios, de verdadero hijo de la Madre que le tiene, le alimenta, le asiste y sin cesar le contempla y le gobierna á todas horas de día y de noche, por semanas, por meses, por años, por muchos años!
   
¡Qué inmensa dicha! ¡Qué horas tan breves! ¡Qué semanas tan breves! ¡Qué meses tan breves! ¡Qué años tan breves! Breves y todo, y no obstante esa brevedad, ¡qué certeza de que por desenlace de, tanta dicha no podría esperarse, sino el favor eterno de ese Hijo en la perpétua bienaventuranza de la vida futura!
  
Estupenda es la profundidad de las bellezas y dulzuras que en sí contienen los misterios de la Religión Católica que más desprovistos parecen de riqueza. ¡Oh dulcísimo Cristo! ¡oh dulcísima Madre suya y Madre nuestra por adopción, haced que en los años o quiza meses de esta breve vida, nos sujetemos a vuestra blanda paternidad, para evitar los daños eternos que nos amenazan, para ganar los premios eternos de que deséais colmarnos, para tener desde ahora la inmensa dicha de que os amemos, pues que bastára amaros aun cuando el Infierno no nos amenazara, ni el Cielo se nos ofreciera, como dicen vuestros Santos en esos transportes con que los regaláis!
  
Admirable es, pues, el Verbo humanado, que al destinar los tres últimos años de su vida para desplegar sus divinos labios, para enseñarnos la ciencia de su Padre y predicar la Buena Nueva, que al destinar esos tres años para ejecutar prodigios cada vez mayores, a partir desde la conversión del agua en vino en las bodas de Caná hasta resucitarse a sí propio al tercero día de su muerte, quiso no obstante vindicar esa aparente desproporción entre los treinta años de su vida oculta, y los solos tres de su vida pública. Por eso ha cuidado de hacernos saber que, sí callaba, que si no desplegaba sus divinos labios durante esos treinta años, que si contenía la omnipotencia de su brazo, que si la maravilla de su vida oculta en el taller de carpintero de Nazaret, bajo la obediencia de José y de María, era la que de preferencia entraba en su admirable plan de EL ROSARIO ejemplos de virtud a la humana soberbia, cuidaba no obstante de recordar a los humanos esta gran sentencia: que no por ser su hermano según la carne, que no por humillarse como su servidor con su voluntaria abnegación. dejaba de ser su Señor y su Dios como Unigénito del Padre, Rey de los siglos y Sabiduría eterna.
   
Tanta razón así, tiene escena, al parecer tan sencilla y tan inmotivada, en que el Niño Jesús interrumpe la apacible obscuridad de su vida oculta en el taller, con su radiante y esplendorosa aparición en medio de los Doctores de la Ley, y con la declaración solemne que de ella hace a sus Padres sorprendidos: «¿No sabíais que me conviene estar en las cosas que son de mi Padre?».
   
A la luz, pues, de ese gran testimonio de divinidad de nuestro Niño Jesús, testimonio dado de una manera a los Doctores de la Ley, y de otra a la excelsa María y al justo José, contemplemos ese estado de obscuridad y obediencia, a más del de pobreza y virginidad con que el Verbo humanado planteó con estupenda enseñanza la vida clerical y monástica que hoy es la piedra de escándalo para los racionalistas. Estos apóstatas modernos, pretenden osados e insensatos desechar la única verdadera piedra angular que es nuestro Jesús, tal como nos le presenta la Santa Iglesia Católica, y no como nos le desfiguran tan soberbios restauradores de la perfidia Herodiana, de la hipocresía Farisaica y de la solapada persecución de Juliano apóstata. Menospreciemos con animosa franqueza esas falsas enseñanzas, y fiemos más cada día, en que Cristo quiso de toda preferencia hacer la maravilla de su obscuridad de treinta años como la más prolongada y ejemplar de todas, como la más fecunda en doctrina de virtud y de perfección, y concluyamos recreándonos dulcemente con San Bernardo en estas palabras suyas:
«Habiendo permanecido (Jesús) en Jerusalén, y dicho, que le convenía estar en las cosas que eran de su Padre, no accediendo sus Padres a esa determinación, no desdeñó (Jesús) seguirlos a Nazaret; (Jesús) es decir, seguir el Maestro a los discípulos, Dios a los hombres, el Verbo y la Sabiduría a un artesano y a una mujer; y ya en Nazareth—continúa diciendo San Bernardo— estaba sujeto a ellos. ¿Quién a quienes? Dios a los hombres, y no sólo a María sino también a José. Por todas partes el asombro, por todas el milagro. Dios obedeciendo a una mujer: humildad jamás vista; una mujer mandando a Dios: sublimidad sin igual… Avergüénzate, soberbia ceniza, Dios se humilla y tú te exaltas; Dios se sujeta a los hombres, y tú tratando de dominar a los hombres quieres anteponerte a su autor; pues cuantas veces intento dominar a los demás, otras tantas me decido a anteponerme a Dios».

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)