Nació San Andrés Huberto Fournet en Saint Pierre de Maillé, en Poitou, el año 1752. Santa Juana Isabel Bichiers des Âges Augier, su compatriota, en el castillo de Âges el 5 de Julio 1773.
Estas fechas son de una importancia capital. Si no hubieran atravesado ambos Ios peligros de la Revolución francesa, su destino hubiera sido totalmente diferente. Suponiendo incluso que ellos hubieran oído la llamada de la santidad, él hubiera sido un buen sacerdote, apreciable a las jerarquías establecidas, dejando tras él el doble recuerdo efímero de un hombre de Dios y un hombre de mundo, uno de esos a los que se echa de menos, pero a quien se olvida pronto porque no dejan ninguna traza durable; ella hubiera sido fiel esposa o santa religiosa; sus méritos no hubieran sido conocidos más allá de un pueblo o de los muros de un claustro.
Los acontecimientos los han formado de otro modo. Haberlos hecho nacer en un tiempo agitado, haberlos arrojado como puentes espirituales entre dos épocas «para salvar lo que estaba perdido»: son señales de predilección divina. Pero además este destino les emparenta con toda una familia de espíritus que resistieron de la misma manera a los trágicos acontecimientos del antiguo régimen. Desde entonces su historia toma proporciones inmensas. A través de ella se refleja un siglo de historia de la Iglesia. Hay más: está en el fondo el eco de lo que ha pasado y pasará siempre en semejantes circunstancias. Después de cada tormenta, la Iglesia, que se creía muerta, revive con más fuerza. El interés de estas dos existencias es poner de relieve una ley permanente de la vida espiritual del Cuerpo de Cristo: su perpetua regeneración.
Bajo el signo de trivialidad espiritual está lo que fueron los primeros años de Andrés Huberto e Isabel. No es necesario por tanto ensalzar fielmente sus rasgos.
El ambiente que rodea sus cunas mezcla curiosamente el afecto a los viejos principios y la parte vivida en la ligereza y en la frivolidad.
El que Andrés Huberto recibiera la tonsura a los diecisiete años no le obliga o le compromete apenas. Adquiere con ello el beneficio de la capilla de San Francisco en la iglesia de Bonnes. Pero su elección no está hecha. Pasa de la filosofía al derecho y tantea incluso la vida militar. Hijo de una cristiana madre, él le debe su sensibilidad, lealtad, aplicación y seriedad ante la vida, incluso en medio de las disipaciones propias de la juventud. Por fin decide ponerse al servicio de Dios y entra en el seminario.
Ya sacerdote, se sumerge en el cumplimiento cotidiano de su ministerio como vicario de su tío en Haims; después en San Felipe de Maillé y, finalmente, de párroco en San Pedro de la misma ciudad. La elección es buena: le gusta el contacto con las almas, las visitas a los feligreses, entre los que se hace popular por sus sencillas maneras, aprendidas en el medio familiar. Visita igualmente a los pobres, que, trabajando como campesinos o artesanos, forman la mayor parte de su parroquia. A todos va ganando su afecto hasta gozar de una gran estima, cumpliendo siempre con puntualidad las obligaciones de su ministerio. También consigue bienestar material.
Pero pronto Dios va a sacudir su alma y él sabrá reconocer en los pequeños detalles, al igual que en los acontecimientos de envergadura, la mano del Señor.
He aquí su primer ejemplo. Esperando cierto día a comer a unos amigos junto a una mesa abundantemente provista, presentóse un pobre a su puerta a pedir limosna. Cogido de improviso, se excusa diciendo «no tengo dinero». «Dinero no, pero vuestra mesa está repleta», responde el mendigo. Estas palabras hieren lo más profundo de su ser: en un momento se da cuenta del contraste entre su tren de vida y las exigencias de las bienaventuranzas. Desde entonces la austeridad penetra en su casa; incluso su predicación va a cambiar, tornando su estilo, hasta ahora florecido, por la palabra sencilla, directa, evangélica. Por eso, hasta el sacristán le abandona diciéndole: «¡Ah, señor párroco, al principio predicabais tan bien que nadie os comprendía. Ahora todo el mundo entiende lo que decís!».
Y en cuanto a los grandes acontecimientos, con él entramos en la gran Revolución de 1789, y ya sabemos lo que vino con ella: la persecución de la Iglesia en Francia. Los sacerdotes que se niegan a aceptar la Constitución civil del clero y a prestar juramento cismático no tienen otro remedio que la clandestinidad para poder escapar de la prisión, preludio de la guillotina. El padre Fournet también se oculta. Varias veces escapa de milagro de la muerte, merced a la ayuda de muchos de sus parroquianos. Pero su presencia es un peligro para las familias que le esconden y entonces, a imitación de su obispo y muchos otros sacerdotes, huye por Burdeos y Las Landas hasta San Juan de Luz, donde fácilmente puede tomar un barco para España. Así lo hace y permanece en San Sebastián hasta que un decreto del rey Carlos IV le obliga a fijar su residencia en una pequeña villa navarra: Los Arcos.
El destierro le abruma. 1797 trae consigo una cierta esperanza y poco después el padre Fournet vuelve a Maillé, cuando el Directorio asume el poder. Más aún se persigue a los refractarios y cae en gran delito quien evangeliza o administra algunos sacramentos. Y su corazón se siente desolado, se entristece, a la vista de las profundas miserias que la impiedad oficial ha operado en ausencia de todo ministerio sacerdotal organizado.
Juana Isabel María Lucía Bichiers des Âges procede igualmente de familia cristiana. Su tío, monseñor Félix Paul Laurent Augier de Moussac, es gran vicario en Poitiers. La desgracia marcará prematuramente su vida. A los diecinueve años, en 1792, queda huérfana de su padre Antonio, empleado del rey. Pero esto no es todo. La rabia de los hombres de la Revolución les lleva a jurar arrancarle la fortuna que le queda de su madre María Augier de Moussac. Ella se defiende ardientemente, triunfa después de interminables procesos, es una mujer de autoridad. Los representantes del pueblo terminan respetándola y ello le permite llevar socorro a los sacerdotes perseguidos.
Así es como se encuentra con el padre Andrés. Un día coge sitio en un hórreo que reemplaza a la iglesia parroquial. Son tantos los fieles que se amontonan junto al confesor, que tiene que esperar ocho horas para poder obtener una pequeña entrevista. Mucho tiempo de espera, pero poco tiempo en comparación con las consecuencias derivadas de este providencial encuentro de los Marsillys: «Las Hijas de la Cruz, escribirá más tarde, pueden venerar con devoción particular este rincón obscuro que fue para ellas la Cueva de Belén de su Instituto».
¿Sabe alguno de ellos la inmensa cosecha que promete este grano arrojado casi por casualidad sobre un terreno labrado? Es probable que no. ¿Quién puede prever que la atmósfera se esclarecerá tan pronto, que Francia volverá a encontrar su paz y la Iglesia su libertad por un Concordato que devuelve el derecho de ciudadanía en Francia a la religión cristiana?
Sin esperar a más, el clero recomienza el trabajo. Las misiones se multiplican. La vida cristiana, en sueño durante años, encuentra un nuevo vigor. El padre Fournet se encuentra en la primera línea del apostolado, en el puesto más humilde, donde él acaba de encontrarse.
Rápidamente mide la insuficiencia de estos primeros esfuerzos. Muchas almas, incluso algunas de los perseguidores de ayer, vuelven a Dios. Pero el mal es universal al mismo tiempo que profundo; es la misma sociedad la que está desorganizada. Los niños crecen sin formación; los viejos y enfermos mueren a falta de cuidados y sin recibir los sacramentos. Es necesario hacer mucho más.
¿Cuántos son los que en esta época sienten el mismo tormento? Se desconocen los unos a los otros, pero de todas partes sopla el espíritu. Una marea eleva las almas. El retroceso de la historia mostrará la simultaneidad y la convergencia de estos esfuerzos. Muy cerca de San Andrés Huberto un admirable sacerdote, Guillermo Chaminade, restaura la vida religiosa en Burdeos y ve a muchos jóvenes, chicos y chicas por él formados, entrar en la vida religiosa dando origen a los Marianistas, Hijas de María y a las Damas de la Misericordia. Pero él no está solo en Burdeos: Pedro Bienvenido Noailles funda La Santa Familia y Domingo Soupre la Doctrina Cristiana. Y así podríamos dar una vuelta a Francia recogiendo amplia cosecha. El viejo adagio de Tertuliano queda una vez más en pie a través de los tiempos: «Sánguis mártyrum, semen christianórum». Ya lo había dicho Cristo antes: «Si el grano de trigo no muere, no puede dar mucho fruto».
En Poitou San Andrés Hubert Fournet va a realizar esta obra con Isabel Bichiers des Âges. A su petición la joven ha entrado, después de algún tiempo, en la costosa tarea del don de sí mismo. En su parroquia de Béthines abre una escuela para la formación de las jóvenes. Pronto algunas compañeras se agrupan a su alrededor y aceptan una nueva sugerencia de su director espiritual, el cuidado de los enfermos.
¿Por qué este pequeño grupo inicial no puede ser la celda inicial de una nueva sociedad donde realice su apostolado? Isabel Bichiers des Âges no ve en esta primera tentativa más que un postulado que ha de conducirla hasta el Carmelo. Duda. Se dirige a Poitiers para buscar una orientación. El padre Fournet, después de seis meses, pone fin a sus deseos: «Apresuraos a venir aquí; hay niños que no conocen los primeros principios de la religión; pobres enfermos tendidos sobre sus lechos sin el más mínimo socorro, sin consuelo. Venid a cuidar de ellos, a atenderlos en la hora de la muerte».
La necesidad la lleva. El paso está dado. Todo marcha bien. Afluyen nuevos brotes. La casa no es suficiente y después de varios cambios se traslada a La Puye, en 1820, donde la congregación naciente fijará su casa madre. Cada vez más requerido por la formación de religiosas, el padre Fournet sacrificará su puesto en Maillé para entregarse por entero al nuevo Instituto que acaba de aprobar el obispo de Poitiers.
Ha descargado su conciencia, pero no ha arrancado de su corazón el atractivo que le había hecho entrar plenamente en la práctica de un ministerio rural que exige delicadeza, paciencia, celo pastoral intenso y condenado frecuentemente a quemarse sin arrojar exteriormente llamas vivas. La Puye y sus alrededores se benefician de su ministerio. Instintivamente se da cuenta de que la clave de los trabajos constantes se encuentra en el corazón de los sacerdotes: se desgasta, sin contar en la formación de sus compañeros que se asocian a su labor.
Siempre permanece primordial en la jerarquía de sus deberes el cuidado de sus hijas.
Es necesario seguirle en este terreno para buscar lo que tiene de original la nota particular con que él dota la espiritualidad de su familia religiosa. La orientación que le da es quizá más la exigencia de una época que la inclinación de una naturaleza individual. Por esta razón reviste una singular e instructiva autoridad.
Pasarnos por alto las prácticas de las virtudes evangélicas, la necesidad de la oración para mantener contacto con el Señor, todas estas cosas que extrañaría no encontrar en una regla religiosa.
Más interesantes son las prescripciones donde recomienda el cuidado de los pobres, la presencia en el mundo, la ruda mortificación, instrumento indispensable del desprendimiento.
«Páuperes evangelizántur». La evangelización de los pobres es, como dice el Señor, una de las señales del reino de Dios, así como los milagros que acompañan a la venida del Mesías. Cuando los ricos son preferidos a los pobres, planea sobre la cristiandad la señal de los castigos. Con la riqueza acaban las civilizaciones adornadas con el título de cristianas.
En el siglo XVII San Vicente de Paúl y San Juan Bautista de La Salle se habían inclinado sobre el doble problema de la miseria material y espiritual de las pobres gentes. San Andrés Huberto y Santa Isabel Bichiers des Âges encuentran de nuevo esta intuición esencial. Los niños y los enfermos son el dominio elegido por las Hijas de la Cruz, a ejemplo del Señor que, «durante los tres últimos años de su vida mortal, no se ocupa más que en instruir en todos los lugares, hasta en medio del agua; en todo tiempo, de día y de noche... ¿Qué más hizo el Señor en su vida mortal? Mostró el mayor celo por los enfermos, hasta aplicarles su saliva...». ¡Así habla el reglamento de vida escrito por los dos santos! Evangelizar a los pobres, aliviar a los desgraciados: dos polos de actuación del Salvador, dos obligaciones esenciales de las Hijas de la Cruz.
Esta misión exige la presencia. Es necesario estar en contacto con el pueblo, con sus niños, con sus ancianos, tener cuidado de preparar y prolongar la acción apostólica del clero. «Si conocierais el don de Dios en vuestra misión en Bayona, escribe a la superiora que el fundador ha enviado allí, vuestro corazón se dilataría... Hacéis lo que hace el señor obispo, lo que hacen los sacerdotes, los confesores, los predicadores: aprendéis a conocer a Dios y a la religión: predicáis la doctrina de la cruz y del desprendimiento; enseñáis con la práctica a escoger las privaciones a los placeres, las humillaciones a las alabanzas». La Hija de la Cruz estará, pues, mezclada con el mundo.
Hay que tener en cuenta estas últimas palabras. Estamos en la fuente de la santificación de las que deben permanecer en medio del mundo, las «Hijas de la Cruz», «espíritus desprendidos de todo por la pobreza completa, almas de pureza y castidad perfecta, seres muertos a todo lo que es voluntad propia por la obediencia absoluta», como dice uno de los historiadores del padre Andrés Huberto. No hay allí cláusulas de estilo. La redención es siempre costosa. Lo que nos impide descubrir al Señor y seguirle gozosamente es el mundo con todas sus inquietudes, que traba nuestra alma con las cadenas que le impone. El naturalismo del siglo XVII, las pretensiones de la «razón» asedian el espíritu del padre Fournet en una decoración de persecuciones, de súplicas, de sangre vertida. Quiere que sus hijas tengan una vida mortificada, que sea como una audaz respuesta a las pretensiones insensatas. La regla que redacta prevé ayunos y penitencias de toda clase, una austeridad como para volver atrás a las almas valerosas. Los vicarios capitulares de Poitiers no pudieron menos de dulcificar en algunos puntos los capítulos sobre la alimentación y el sueño. Aún hoy la austeridad se trasluce al primer golpe de vista en el hábito de las Hijas de la Cruz. Si la reciente reforma ha privado de esa larga toca que impedía casi la visión y toda muestra de afectación, el hábito negro, que cae sin pliegues, dice a la vez renunciamiento y rectitud, una rectitud que haría pensar en la rigidez si no hubiera en la mirada, hoy al descubierto, señales de acogimiento y bondad presta a prodigarse.
Hace ya cien años que San Andrés Hubert y Santa Juana Isabel han dejado este mundo; él murió el 13 de mayo de 1834; ella le encontró en el cielo el 26 de agosto de 1838. Es decir poco que en ese momento la Congregación contaba con 633 religiosas repartidas en 99 casas diseminadas por 23 diócesis de Francia. El árbol, ¿sobreviviría a las circunstancias que habían favorecido su desenvolvimiento? La Revolución francesa se convierte cada día más en un recuerdo. La mentalidad moderna parece preferir una espiritualidad de Encarnación a una espiritualidad de Redención, de la cual sería una locura poner en duda su necesidad.
Las Hijas de la Cruz, cada día más numerosas, continúan, no obstante, la obra de sus fundadores. Ellas, por su inmolación cotidiana, aseguran la perennidad de su bienhechora actuación.
PAUL GOUYON Año Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
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