Una hermana carmelita, sor Isabel Bautista, monja en el monasterio de Compiègne (Francia), tuvo una vez un sueño en el que, según dijo, se le habían aparecido todas las religiosas de su convento, en el cielo, cubiertas de resplandeciente manto blanco y sosteniendo en las manos una palma, símbolo o señal con que tradicionalmente la Iglesia indica la gloria del martirio.
Un siglo más tarde aquélla visión iba a concretarse en realidad. Y posteriormente un decreto de la Iglesia de Roma declaraba mártires con todos los honores de veneración a dieciséis carmelitas del monasterio de Compiègne que habían dado la vida por su fe.
El sueño de sor Isabel Bautista se había cumplido. Pero para que se cumpliese hubo necesidad de que el mundo pasara por una situación gravísima. Al siglo XVIII le faltaba una decena de años para terminarse. Francia comenzaba a padecer los primeros síntomas de la Revolución, y las ondas de aquel movimiento ideológico y social, provocado, al principio, por un déficit económico, dieron, al igual que contra otros muchos, contra los muros del convento de Compiègne, donde, desde la fundación en 1641, generaciones sucesivas de religiosas conservaban en santa y piadosa reclusión el espíritu de su regla.
La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiègne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-lgualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados.
Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes.
Era ya 1792. A menudo les venía a la memoria el sueño de sor Isabel. Un día la madre priora, entendiendo el deseo que cada día se hacía más patente en el corazón de sus monjas, les propuso hacer «un acto de consagración por el cual la comunidad se ofreciera en holocausto para aplacar la cólera de Dios y por que la divina paz que su querido Hijo había venido a traer al mundo volviera a la Iglesia y al Estado».
Las dos más ancianas rehusaron en el primer momento, horrorizadas por la idea de la muerte en la guillotina, más por el espantoso medio que por el sacrificio en sí. Pocas horas después, sin embargo, acudieron llorando a solicitar el favor de unirse en el ofrecimiento a sus hermanas en religión. La fe y la esperanza las habían ayudado a superar el humano miedo.
A partir de entonces, diariamente, renovaron este acto de consagración.
La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.
La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.
Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo, «considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en comunidad», que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.
El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, «prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así». Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.
Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina. Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían maltratado: «Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio».
Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Monte Carmelo. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiègne.
Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Antonio Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: «Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio».
Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra «fanático» que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue: «Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión».
Era, sin la menor duda, su amor a Dios, su fidelidad a sus votos y a su religión lo que les había hecho merecer el castigo. Habían ganado heroicamente en la constancia el honroso título de mártires.
Una hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono. En el trayecto la gente las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente. Cantaron el Miserére y luego el Salve, Regína. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creátor. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de religión.
Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudáte Dóminum omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de recibir el golpe de gracia. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo.
Era el día 17 de julio por la tarde. Fueron 16 monjas:
- Teresa de San Agustín (en el siglo Magdalena Claudina Ledoine), priora: Nació en París el 22 de Septiembre de 1752, y profesó en Mayo de 1775. Hija de un empleado del Observatorio de París, fue educada según se acostumbraba en la época, y destacaba por su talento en las letras. Su dote había sido pagada por la reina María Antonieta.
- María Francisca de San Luis (en el siglo María Ana [o Antonieta] Brideau), subpriora: Nació en Belfort el 7 de Diciembre de 1752, de un soldado profesional acantonado en el distrito de Compiègne. Profesó en Septiembre de 1771.
- Enriqueta de Jesús (en el siglo María Francisca Gabriela de Croissy), maestra de novicias: Nació en París el 18 de Junio de 1745, era sobrina nieta de Juan Bautista Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV. Había sido rechazada inicialmente por ser demasiado joven, pero finalmente profesó en Febrero de 1764. Fue priora entre 1779 y 1785.
- María de Jesús Crucificado (en el siglo María Ana Piedcourt). Nació en 1715, y profesó en 1737. Subiendo al cadalso, dijo: «Os perdono tan fervorosamente como deseo que Dios me perdone».
- María Carlota de la Resurrección (en el siglo Ana María Magdalena Thouret), sacristana: Nació en Mouy el 16 de Septiembre de 1715, y profesó en Agosto de 1740. Era la de mayor edad del grupo de mártires. Ingresó al convento después de presenciar cuando joven una tragedia en medio de un baile. Fue subpriora en 1764 y 1778. Atendía a las monjas enfermas con tal dedicación hasta el punto que su salud se resiente. Se sanó milagrosamente de una intoxicación causada por exposición a pintura de plomo que la afectó por dos años.
- Eufrasia de la Inmaculada Concepción (nacida María Claudia Cyprienne). Nació en 1736 en Bourth. Profesó en 1757, un año después de entrar al carmelo de Compiègne. Durante 30 años mantuvo voluminosa correspondencia con sacerdotes y conocedores de la vida religiosa por dirección espiritual.
- Teresa del Santísimo Corazón de María (nacida María Antonieta Hanisset). Nació en Reims en 1740 ó 1742, y profesó en 1764. Hija de un fabricante de guarniciones para cabalgaduras, ella era la tornera del carmelo, es decir, la encargada de recibir las donaciones del exterior.
- Julia Luisa de Jesús (en el siglo Rosa Cristiana de la Neuville): Nació en Loreau (o Évreux), en 1741. Profesó probablemente en 1777, luego de enviudar prematuramente. Escribió cinco estrofas que recitaron las hermanas antes del martirio.
- Teresa de San Ignacio (nacida María Gabriela Trezel): Nació en Compiègne el 4 de Abril de 1743. Profesó en 1771. Era llamada «una mística con sentido del Absoluto».
- María Enriqueta de la Providencia (nacida María Ana Pelras), enfermera: Nació en Cajarc el 17 de Junio de 1760. Profesó en Octubre de 1786. Proveniente de una familia piadosa (cinco de sus hermanas eran religiosas, y dos de sus hermanos eran sacerdotes), perteneció a las Hermanas de la Caridad de Nevers, pero temiendo que su natural belleza fuese ocasión de peligro para la congregación, decidió la clausura.
- Costanza de Jesús (nacida María Genoveva Meunier): Nació en San Dionisio, el 28 de Mayo de 1765 ó 1766. Era la más joven del grupo. Cuando ingresó al convento, su hermano fue a sacarla porque la consideraba demasiado joven, pero ella convenció a la policía que ingresó por su propia decisión. No pudo profesar solemnemente porque la Revolución prohibió los votos religiosos, por lo que los profesó ante la madre Teresa de San Agustín antes de subir al cadalso.
- María de Santa Marta (nacida María Dufour), hermana conversa: Nació en Beaune, el 1 ó 2 de Octubre de 1742. Entró a la orden en 1772.
- María del Espíritu Santo (en el siglo Angélica Roussel). Nació en Fresnes el 4 de Agosto de 1742. Profesó como hermana conversa en 1769.
- Estefanía Juana de San Francisco Javier (nacida Julia Vérolot), hermana conversa: Nació en Laignes o Lignières, el 11 de Enero de 1764, y profesó en 1789. Aunque iletrada, se distinguió por su amor a Cristo y su celo. Ella atendía a las religiosas de avanzada edad.
- Catalina y María Teresa Soiron: Hermanas de sangre, se hicieron terciarias en 1772 y eran las porteras del convento.
Sus restos fueron enterrados, con los de otros veinticuatro condenados, en lo que se llamó más tarde cementerio de Picpus. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice: «Beati qui in Dómino moriúntur», Felices los que mueren en el Señor.
La Iglesia declaró que el sacrificio de aquellas nobles mujeres no había sido en vano, puesto que «apenas habían transcurrido diez días de su suplicio cuando cesaba la tormenta que durante dos años había cubierto el suelo de Francia de sangre de sus hijos» (decreto de declaración de martirio, 24 de junio de 1905). En efecto, el 27 de Junio, Robespierre, instigador del Terror, cayó en desgracia y fue guillotinado junto a sus secuaces.
El cardenal Richard, arzobispo de París, inició el proceso de su beatificación el 23 de febrero de 1896. El 16 de diciembre de 1902 el Papa León XIII declaraba venerables a las dieciséis carmelitas. Se sucedieron los milagros, como una garantía de su santidad, y en 1905 San Pío X declaraba beatas a aquellas «que, después de su expulsión, continuaron viviendo como religiosas y honrando devotamente al Sagrado Corazón».
MARY G. SANTA EULALIA. Año Cristiano, tomo III. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
El compositor católico Francis Poulenc inmortalizó tamaño drama en su gran ópera DIÁLOGOS DE CARMELITAS.
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