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ORGULLOSAMENTE HISPANOHABLANTES

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viernes, 21 de julio de 2023

BREVE “Dóminus ac Redémptor noster”, DE SUPRESIÓN DE LOS JESUITAS

Los jesuitas durante el generalato de Claudio Aquaviva se vieron inmersos en muchas controversias como la polémica “De auxíliis”, los ritos chinos y malabares, y el probabilismo moral. Además, muchas monarquías europeas los acusaron de conspirar contra el orden público (si fue cierto el cargo o mera propaganda, no se entrará en ese análisis aquí). El caso es que los jesuitas empezaron a ser expulsados de Brasil en 1754, de Portugal en 1759, de Francia en 1764, de España, Indias y Dos Sicilias en 1767, y de Parma en 1768.
   
Aun así, Clemente XIII Della Torre di Rezzonico, no quiso tomar medidas contra la Compañía, probando ser su máximo defensor (más, en su bula “Apostólicum pascéndi minis” del 12 de Enero de 1765 tachó de falsedad y calumnias las acusaciones contra los jesuitas, ratificando sus estatutos) y su sucesor Clemente XIV Ganganelli tuvo que enfrentar el problema y las instancias que particularmente presentó el rey Carlos III de España, advirtiéndole que los jesuitas supondrían amenaza a la unidad de la Iglesia y la paz pública de los países, por lo que este expidió el Breve “Dóminus ac Redémptor noster”, donde después de evocar la autoridad del Sumo Pontífice sobre las órdenes religiosas, y los cargos contra la Compañía de Jesús, decide finalmente su disolución.

Tráese en su totalidad el texto de este Breve traducido al español por el Dr. Carlos Alberto Disandro, publicado en La Plata en 1966. Y se agregan al final dos documentos de importancia histórica para la cuestión, a saber: la Pragmática Sanción del 2 de Abril de 1767 por el cual el rey Carlos III ordena el extrañamiento de los jesuitas de sus dominios, y el parecer del Real y Supremo Consejo de Castilla del día 30 del mismo mes y año, exponiendo algunos motivos para el decreto en comento.
  
Hoy, con más calma e información, si bien se sabe que hubo presión seglar sobre el Papa Ganganelli (y que en 1814 Pío VII, en ejercicio de su soberana autoridad y bajo otro tipo de circunstancias, restableció la Compañía –que sobrevivió en Rusia y desde allí se fue restableciendo– como señal de la misericordia que Dios les tuvo), es igualmente importante recordar que por su apostasía, los jesuitas actuales son indignos de su fundador San Ignacio de Loyola (el cual había tenido conocimiento celestial de que la Compañía se corrompería después de su muerte), quien en el Día del Juicio ciertamente no los reconocerá por suyos.
   
BREVE “Dóminus ac Redémptor noster”, DE SUPRESIÓN DE LOS JESUITAS
   
EL PAPA CLEMENTE XIV
Para perpetua memoria del asunto
   
1. Jesucristo, Señor y Redentor Nuestro, proclamado Príncipe de la paz por el profeta [Isaías], al venir a este mundo manifestó esa condición primeramente a los pastores por ministerio de los ángeles, y al final, antes de ascender a los cielos, una y otra vez la encomendó personalmente a sus discípulos; después que hubo reconciliado todas las cosas con Dios Padre, pacificando por la Sangre de la Cruz todo lo de la tierra y todo lo del cielo, confió también a sus Apóstoles un ministerio de reconciliación y puso en ellos un mensaje de reconciliación, para que investidos con la misma función de Cristo —que no es un Dios de discordia, sino de paz y amor— anunciaran la paz al orbe entero y empeñasen para esto, de un modo muy especial, sus preocupaciones y sus esfuerzos. De esta manera, todos los regenerados en Cristo debían guardar con diligencia la unidad de espíritu en el vínculo de la paz, un solo cuerpo y un solo espíritu, tal como son llamados en la esperanza de un único destino, que en vano sería procurada —como dice San Gregorio Magno— si no se la practicase con espíritu de dilección al prójimo.
   
2. Este mismo mensaje y ministerio de reconciliación —que no sin algún poderoso motivo Nos ha sido divinamente confiado— es el que Nos hemos recordado, cuando sin mérito nuestro fuimos elevado a la Sede de Pedro. Lo hemos tenido presente noche y día, conservándolo grabado en lo más profundo de nuestro corazón; hemos procurado cumplirlo según nuestras fuerzas, implorando asiduamente para ello el auxilio divino, a fin de que Dios se dignase infundirnos, a Nos mismos y a toda la grey del Señor, pensamientos y designios de paz, y Nos mostrase el camino más seguro y más firme para conseguirla. Además como sabemos que por divino designio hemos recibido una potestad sobre todos los pueblos y naciones, a fin de que al cultivar la viña del Señor y al cuidar el edificio de la Religión Cristiana —cuya piedra angular es Cristo— arranquemos y destruyamos, desechemos y disolvamos, edifiquemos y plantemos, por ello siempre hemos mantenido una intención y una voluntad invariable: así como hemos juzgado que nada debíamos omitir en favor de la quietud y tranquilidad de los Estados Cristianos, para lo cual era menester edificar y plantar lo que conviniese, así por exigencia de idéntico vínculo de unabmutua caridad, debíamos estar igualmente prontos y preparados para arrancar y destruir incluso lo más gozoso y grato para nosotros, y cuya extinción no podría ocurrir sin grandísimo dolor de nuestro corazón.
   
3. No puede dudarse en efecto que entre las cosas que promueven mayor bien y felicidad en los estados católicos se encuentran en primer lugar las órdenes regulares; de ellas ha procedido para toda la Iglesia de Cristo en todo tiempo singular decoro, defensa y utilidad. Por eso mismo, esta Sede Apostólica no sólo las aprobó y las fomentó con sus auspicios, sino que las consolidó, con variados beneficios, dispensas, privilegios y facultades, con el objeto de que con todo ello se aplicaran cada vez más y sintieran mayor entusiasmo en promover la piedad y la vida religiosa, en conformar cuidadosamente por medio de la palabra y el ejemplo las costumbres de los pueblos, en custodiar y consolidar entre los fieles la unidad de la Fe. En cambio, cuando se dio el caso de que el pueblo cristiano no obtuvo de alguna orden regular aquellos abundantísimos frutos y aquella tan deseada utilidad, para la cual habían sido instituidas primitivamente tales órdenes; o cuando por otra parte pareció que servían de daño y perturbación a la tranquilidad de los pueblos antes que de sostén a los mismos, esta misma Sede Apostólica, que había empeñado su acción para plantarlas, interponiendo para ello su autoridad, no dudó un solo momento o en dotarlas de nuevas leyes, o en reducirlas a la primitiva austeridad de vida, o incluso enarrancarlas y disolverlas.
    
4. Por esta razón justamente, el Papa Inocencio III, Predecesor nuestro, habiendo advertido, que la excesiva proliferación de órdenes regulares causaba una profunda confusión en la Iglesia de Dios, prohibió rigurosamente en el IV Concilio General Lateranense que en adelante se fundase alguna orden nueva; mandó que quien quisiera la vida religiosa, entrara en alguna de las órdenes aprobadas y determinó además que al fundarse alguna nueva comunidad religiosa se adoptara la regla y la institución de entre las ya aprobadas. En consecuencia, no fue lícito en adelante instituir una nueva orden religiosa sin licencia especial del Romano Pontífice y con justa razón. Pues si las nuevas congregaciones se instituyen en relación con una mayor perfección, es preciso que esta Santa Sede examine la forma de vida propuesta y la considere cuidadosamente, no sea que so pretexto de un mayor bien y de una vida más santa se originen en la Iglesia de Dios inconvenientes e incluso quizá males numerosos.
    
5. Sin embargo aunque Inocencio III, Predecesor nuestro, estableció esta disposición con tanta prudencia, posteriormente no sólo el importuno anhelo de los que deseaban hacer nuevas fundaciones obtuvo de la Sede Apostólica, casi por fuerza, la aprobación de algunas órdenes religiosas, sino también la presuntuosa temeridad de algunos inauguró una desenfrenada multitud de diferentes órdenes, en especial mendicantes, sin haber obtenido aprobación. Plenamente consciente de esto y con el fin de oponerse a tal desviación, el Papa Gregorio X, también Predecesor nuestro, renovó en el Concilio General Lugdunense la Constitución de Inocencio III, nuestro Predecesor, y prohibió con mayor rigor que alguien fundara nuevas órdenes o estableciera nuevas comunidades religiosas. Prohibió además a perpetuidad y en forma general todas las comunidades y órdenes mendicantes fundadas después del IV Concilio Lateranense, que no hubiesen obtenido confirmación de la Sede Apostólica. En cuanto a las que hubiesen obtenido confirmación, determinó que podrían subsistir bajo las siguientes condiciones: los profesos de tales órdenes podrían permanecer en ellas, si era su voluntad, siempre que en adelante no se admitiera a nadie más, no adquiriesen nuevas casas o posesiones, ni enajenasen las casas o posesiones que ya tenían, sin licencia especial de la Santa Sede. Gregorio X puso todas estas cosas a disposición de la Sede Apostólica, a fin de conseguir subsidios para Tierra Santa, ayuda para los pobres, o para otros fines piadosos. Quedaban encargados de ello o bien el ordinario de cada lugar, o bien otras personas comisionadas al efecto. A los integrantes de dichas órdenes les quitó por completo la licencia de predicar y confesar a los extraños o de sepultarlos. Aclaró sin embargo que en esta constitución no estaban incluidas la Orden de los Predicadores ni las Órdenes de los Menores, ya que el evidente beneficio que resultaba de ellas para la Iglesia Universal confirmaba su aprobación. Quiso además que las Órdenes de los Eremitas de San Agustín y del Carmelo, permanecieran sin cambio alguno, por cuanto el régimen de tales órdenes era anterior al IV Concilio Lateranense. Finalmente, concedió licencia general a todos los individuos de las órdenes comprendidas en esa Constitución, para pasar a las demás órdenes aprobadas, pero con la condición que ninguna orden se pasara enteramente a otra, ni ningún convento a otro convento y transfiriera la totalidad de sus posesiones, sin haber obtenido permiso especial de la SedeApostólica.
   
6. Estas mismas huellas siguieron, según las circunstancias de los tiempos, otros Romanos Pontífices, predecesores nuestros, cuyos decretos sería largo referir. Entre ellos sin embargo el Papa Clemente V, Predecesor nuestro, por letras expedidas con su sello, el 2 de Mayo de 1312, suprimió y extinguió totalmente la “orden militar de los Templarios”, a causa de estar desprestigiada en todas partes, aunque dicha orden había sido legítimamente confirmada y había obtenido en los Estados Cristianos un mérito tan notable que fue colmada por la Sede Apostólica con insignes beneficios, privilegios, facultades, exenciones y prerrogativas, y pese a que el Concilio General de Vienne, a quien el Pontífice había confiado el examen de la causa, creyó prudente abstenerse de pronunciar sentencia formal y definitiva.
   
7. San Pío V, también Predecesor nuestro, cuya insigne santidad, reverencia y venera piadosamente la Iglesia Católica, extinguió y abolió por completo la “Orden regular de los hermanos humillados”, que había sido fundada antes del Concilio Lateranense y aprobada por Inocencio III, Honorio III, Gregorio IX y Nicolás V, Pontífices Romanos, Predecesores nuestros, de feliz memoria; fue causa de tal abolición la desobediencia a los Decretos Apostólicos, las discordias domésticas y externas que suscitaron, porque no daba en absoluto ningún ejemplo de virtud para el tiempo venidero, y asimismo porque algunos miembros de esa misma orden conspiraron malvadamente para asesinar a San Carlos Borromeo, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Protector y Visitador de esa misma orden.
    
8. El Papa Urbano VIII, también Predecesor nuestro, de venerable memoria, por letras expedidas en esta misma forma de Breve, el 6 de Febrero de 1626, suprimió y extinguió a perpetuidad, la “Congregación de los Hermanos Conventuales Reformados”, aprobada solemnemente por el Papa Sixto V, de feliz memoria, y fomentada por él con innumerables beneficios y privilegios. Lo hizo en razón de que no resultaban de tales religiosos los debidos frutos espirituales, sino que por el contrario se habían multiplicado las discusiones entre esos Religiosos Conventuales Reformados y los no Reformados. Así mismo concedió y asignó a la orden de religiosos menores Conventuales de San Francisco, las casas, conventos, posesiones, muebles, bienes, efectos, acciones y derechos, pertenecientes a la Congregación extinguida. Solo exceptuó de esta medida la Casa de Nápoles y la Casa de San Antonio de Padua en Roma, que asimiló e incorporó a la Cámara Apostólica, y la reservó a su disposición y a la de sus sucesores. Finalmente permitió que los religiosos de la Congregación suprimida pasaran a los Conventos Regulares de la observancia de San Francisco, o a los Hermanos Capuchinos.
   
9. El mismo Papa Urbano VIII, por otras letras expedidas en igual forma de Breve, el 2 de Diciembre de 1643, suprimió a perpetuidad, extinguió y abolió la orden regular de San Ambrosio y San Bernabé “ad nemus”; sometió a los regulares de esa orden extinguida a la jurisdicción y potestad del ordinario en cada lugar, y concedió licencia a esos mismos religiosos para pasar a otras órdenes regulares aprobadas por la Sede Apostólica. El Papa Inocencio X, de veneranda memoria, por letras expedidas con su sello, el 1º de Abril de 1645, confirmó solemnemente esta supresión; además entregó al clero secular los beneficios, casas y monasterios de dicha orden, y determinó que en adelante pertenecerían a ese clero.
   
10. El mismo Inocencio X, Predecesor nuestro, por letras expedidas en igual forma de Breve, el 16 de Marzo de 1645, teniendo en cuenta las graves conmociones suscitadas entre los regulares de la orden de Pobres de la Madre de Dios, de las Escuelas Pías, y aunque ella había sido aprobada solemnemente, después de maduro examen, por el Papa Gregorio XIV, Predecesor nuestro, la redujo a una simple Congregación, eximida de toda clase de votos, semejante al Instituto de la Congregación de los Presbíteros Seculares, del Oratorio de San Felipe Neri (establecida en la Iglesia de Santa María in Vallicella de Roma). Asimismo concedió a los Regulares de dicha orden, así reducida, que pudiesen pasar a cualquier orden aprobada, les prohibió la admisión de novicios, y que profesaran los ya admitidos. Finalmente transfirió en forma total, al ordinario de cada lugar, la potestad y jurisdicción que residía en el Ministro General, en los Visitadores y otros Superiores. Todo ello se cumplió indefectiblemente por algunos años, hasta que esta Sede Apostólica, reconocida una vez más la utilidad de tal Instituto religioso, lo restituyó a la primitiva forma de los votos solemnes y la restableció con el carácter de una orden regular.
    
11. El mismo Inocencio X, Predecesor nuestro, por otras letras semejantes, expedidas también en forma de Breve, el 29 de Octubre de 1650, suprimió totalmente la orden de San Basilio de los Armenios, también a causa de la proliferación de discordia y disensiones; y sometió por completo, a los regulares de la orden suprimida, a la jurisdicción y obedienciadel ordinario de cada lugar, conforme a las disposiciones de los Clérigos seculares; lesasignó un adecuado sostenimiento, según las rentas de los Conventos suprimidos, y lesconcedió asimismo facultad de pasarse a cualquier otra orden aprobada.12. Habiendo advertido el mismo Inocencio X, Predecesor nuestro, que no podía esperarseninguna clase de fruto espiritual, de la Congregación ele Presbíteros Regulares del BuenJesús, por un Breve del 22 de Junio de 1651, extinguió a perpetuidad dicha congregación; sometió a esos regulares a la jurisdicción del ordinario en cada lugar, les asignó un adecuado sostenimiento según las rentas de la Congregación suprimida, otorgándoles la facultad de pasarse a cualquier otra orden, aprobada por la Sede Apostólica, y reservó a su arbitrio la aplicación de los bienes de esa misma congregación para otros fines piadosos.
    
13. Últimamente, el Papa Clemente IX, Predecesor nuestro de feliz memoria, habiendo advertido que tres órdenes Regulares (a saber, la de los Canónigos Regulares de San Jorge in Alga, la de los Jerónimos de Fiésole y en fin la de los Jesuatos, instituidos por San Juan Columbano), no significaban para el pueblo cristiano ningún beneficio y provecho, y que además no podía esperarse que lo hubiera en algún momento venidero, tomó resolución de suprimirlas y extinguirlas. Lo llevó a cabo por un Breve del 6 de Diciembre de 1668; a petición de la República de Venecia, determinó que los bienes considerables y las rentas de la orden fuesen invertidas en los gastos que era menester subvencionar en la Guerra Cretense contra los turcos.
    
14. Sin embargo, para resolver todos estos asuntos y para darles término, nuestros Predecesores siempre consideraron más acertado usar de aquel prudentísimo modo de obrar que resultaba más apropiado para cerrar del todo las puertas a la disputas y evitar toda disensión, o los manejos de los interesados. Por ello, omitiendo el prolijo y complicado procedimiento de tales asuntos, que es costumbre seguir en causas de trámite judicial; atendiéndose únicamente a las leyes de la prudencia y usando de la plenitud de potestad con que están investidos, como Vicarios de Cristo en la tierra y moderadores Supremos de la Cristiandad, procuraron resolver estos problemas sin dar a las órdenes regulares así suprimidas permisos ni facultad para plantear recursos en cuanto a sus derechos, o para rebatir aquellas gravísimas acusaciones, o para suprimir aquellos motivos que inducían a adoptar semejante resolución.
   
15. Teniendo pues a la vista estos y otros ejemplos (que son en el sentir de todos de gran peso y autoridad), y deseando al mismo tiempo con profundo fervor, proceder con espíritu de fidelidad y seguro paso, a la determinación, explicada más adelante, no hemos omitido ninguna diligencia y ninguna averiguación para conocer con exactitud todo lo que se refiere al origen, progreso y estado actual de la Orden Regular comúnmente llamada Compañía de Jesús. Así hemos encontrado que la orden fue instituida por su Santo Fundador para salvación de las almas, para la conversión de los herejes y másespecialmente la de los infieles, en fin para el crecimiento de la piedad y la religiosidad. Y para conseguir mejor y más fácilmente este tan deseado fin, fue consagrada a Dios con unestrechísimo voto de pobreza evangélica, tanto en común, como en particular, con la únicaexcepción de los Colegios de Estudios o de Letras, a los cuales se les otorgó el derecho yla potestad de tener rentas, siempre que de tales rentas no se invirtiese nunca nada en beneficio y utilidad de dicha Compañía, ni se los dispusiera para necesidades de ésta.
    
16. Según estas y otras leyes justísimas, fue primeramente aprobada la Compañía de Jesús por el Papa Pablo III, Predecesor nuestro de venerable memoria, por letras expedidas con su sello el 27 de Setiembre de 1540, y se le concedió por el mismo Pontífice la facultad de disponer la Regla y Constituciones, con las cuales habría de lograrse el gobierno, la estabilidad y el régimen de la Compañía. Y aunque el mismo Pablo, Predecesor nuestro, en un comienzo había circunscripto la Compañía a los estrictos límites de sesenta individuos solamente, sin embargo el mismo Papa por otras letras expedidas con su sello el 28 de Febrero de 1543, concedió lugar en esa misma Compañía a todos aquéllos que juzgasen oportuno o necesario hacer entrar los superiores. Y finalmente el mismo Papa Pablo, Predecesor nuestro, por Letras expedidas en forma de Breve, el 15 de Noviembre de 1549, otorgó a la misma Compañía de Jesús innumerables y amplísimos privilegios; entre éstos quiso y mandó que el permiso, anteriormente concedido por él mismo, a los prepósitos generales de la Compañía, por el cual podían admitir veinte Presbíteros como coadyutores espirituales y conferirles las mismas facultades, gracia y autoridad de que gozaban los individuos profesos de la orden) se extendiera a todos los que los mismos Prepósitos Generales juzgasen idóneos, sin limitación de número. Además eximió y liberó a la misma Compañía, a todos sus profesos, a todas las personas y a todos sus bienes, de toda autoridad, jurisdicción y corrección, que pudieran corresponderles a los ordinarios en cada lugar, y los tomó bajo su protección y la de la Sede Apostólica.
    
17. No fue menor la liberalidad y munificencia de los demás Predecesores nuestros con la Compañía de Jesús. Consta en efecto que Julio III, Pablo IV, Pío IV, Pío V, Gregorio XIII, Sixto V, Gregorio XIV, Clemente VIII, Pablo V, León XI, Gregorio XV, Urbano VIII y otros Pontífices Romanos, de venerable memoria, confirmaron o acrecentaron con nuevas concesiones, o hicieron más explícitos los privilegios anteriormente concedidos a la misma Compañía. Sin embargo por el mismo tenor de las Constituciones Apostólicas y por sus términos claramente se advierte que casi desde su origen habían comenzado a brotar variadas semillas de disensiones y rivalidades, no sólo entre los mismos profesos de la Compañía, sino también en sus relaciones con las otras órdenes regulares, el clero secular, las academias, las universidades, los colegios oficiales de Estudios Humanísticos, e incluso con los mismos soberanos, en cuyos dominios había sido admitida la orden. Esas rivalidades y discordias fueron suscitadas ya sea por la índole y naturaleza de los votos, por el tiempo necesario para admitir a los integrantes de la Compañía a la profesión de susvotos; ya sea por la facultad de expulsarlos, o de promoverlos a las órdenes sagradas sin congrua y sin haber hecho los votos solemnes (contra lo dispuesto por el Concilio de Trento y por el Papa Pío V, Predecesor nuestro de santa memoria); ya sea por la absoluta autoridad que se arrogaba el Prepósito General de la Compañía, y por otras cosas relacionadas con el gobierno de la misma Compañía; ya sea por diversas cuestiones de doctrina, u otras referidas a sus escuelas, exenciones, privilegios, que los ordinarios de cada lugar y otras personas, investidas de dignidades eclesiásticas o temporales, juzgaban nocivas para sus jurisdicciones respectivas y contrarias a sus derechos. En fin, contra los mismos integrantes de la Compañía fueron formuladas acusaciones sumamente graves, que conmovieron singularmente la paz y la tranquilidad de los Estados Cristianos
    
18. De aquí nacieron muchas quejas contra la Compañía, que apoyadas además por la autoridad y las comunicaciones de algunos soberanos, fueron expuestas ante Paulo IV, Pío V y Sixto V, Predecesores nuestros, de venerada memoria. Entre esos soberanos estuvo Felipe II, Rey Católico de España, de esclarecida memoria, el cual procuró hacer presente al Papa Sixto V, Predecesor nuestro, no sólo las gravísimas razones, que a él personalmente lo impelían con tanta fuerza, sino también los clamores que había recogido de los inquisidores de España, contra los inmoderados privilegios de la Compañía y su forma de gobierno, y los motivos de discusión, confirmados por algunos varones de la misma Compañía, notables por su saber y su piedad; el Rey Felipe II instó al mismo Sixto V para que dispusiera una Visita Apostólica a la Compañía y encomendara a alguien esa misión.
   
19. El mismo Sixto V, Predecesor nuestro, después de considerar que el Rey Felipe II se fundaba en algo absolutamente justo, accedió a sus reclamos e instancias, eligió para el cargo de Visitador Apostólico a un obispo de indudable capacidad por su prudencia, virtud y saber, y además nombró una Comisión de Cardenales de la Santa Iglesia Romana, para que cuidasen con diligencia la realización de este cometido. Pero habiendo prematuramente fallecido el Papa Sixto V, frustróse aquella resolución tan saludable, tomada por él, y quedó sin efecto alguno. Habiendo sido elevado al Pontificado el Papa Gregorio XIV, de feliz memoria, por letras expedidas con su sello el 4 de Julio de 1591, aprobó nuevamente y sin restricciones la Institución de la Compañía y ordenó se tuvieran por confirmados y firmes todos los privilegios conferidos por sus Predecesores a la misma Compañía, en especial aquél por el cual se había previsto que sus integrantes pudieran ser expulsados y separados, sin necesidad de procesos judiciarios, es decir, sin una previa fase informativa, sin formación de la causa, sin observar ninguna orden de jurisprudencia y ninguna clase de términos, incluso los que se consideran más importantes, atendiendo sólo a la verdad del hecho y considerando sólo el carácter razonable de la culpa o de la causa, y el carácter de las personas y otras circunstancias. Impuso además absoluto silencio respecto de estas cuestiones, y prohibió so pena, entre otras, de excomunión mayor latæ senténtiæ que nadie se atreviera a impugnar directa o indirectamente la Institución de la Compañía, sus constituciones o sus estatutos, o que se intentara modificarlos en algún aspecto. Mantuvo sin embargo el derecho de que cualquiera pudiese señalar o proponerle a él solamente y a los futuros Romanos Pontífices, ya sea directamente, ya sea por los Legados o Nuncios de la Sede Apostólica, todo lo que juzgase debía añadirse, restringirse o cambiarse de dichos estatutos.
    
20. Pero todo esto estuvo muy lejos de acallar los clamores y las quejas contra la Compañía; por el contrario con mayor intensidad se colmó casi todo el mundo con las más reñidas disputas acerca de su doctrina, que muchos consideraban contraria a la ortodoxia de la fe. Así mismo encendiéronse más y más las discusiones internas y externas y se multiplicaron las acusaciones contra la Compañía, sobre todo por su inmoderada codicia de bienes terrenales. En tales precedentes se originaron, como lo saben todos, aquellas conmociones que ocasionaron tanta aflicción e inquietud a la Sede Apostólica, y ciertas decisiones tomadas por algunos soberanos contra la Compañía. Ocurrió entonces que debiendo pedir la misma Compañía, al Papa Paulo V, Predecesor nuestro, de feliz memoria, una nueva confirmación de su institución y de sus privilegios, se vio obligada a solicitarle que diera por ratificadas y confirmase con su propia autoridad algunas resoluciones adoptadas en la Quinta Congregación General, las cuales en efecto se hallan transcriptas literalmente en el documento que el mismo Pontífice expidió sobre estas cuestiones, el 4 de Setiembre de 1606. En esas resoluciones se lee con absoluta claridad que tanto las discordias y peleas internas de los profesos de la Compañía, como los pedidos y las quejas de afuera contra la Compañía habían impelido a esa Quinta Congregación a establecer el siguiente régimen:
“Dado que nuestra Compañía, que ha sido suscitada por Dios para la propagación de la fe y ganancia de las almas, así como puede alcanzar felizmente el fin que se propone bajo el estandarte de la Cruz por medio del ministerio propio de la Institución, que son las armas espirituales, para beneficio de la Iglesia y edificación del prójimo, así también podría malograr todos estos bienes, y se expondría a los mayores peligros, si se ocupase de aquellas cosas que son del mundo y que se relacionan con las actividades políticas y el gobierno de los estados, por eso mismo con mucha sabiduría establecieron nuestros predecesores que como milicia de Dios no debemos mezclarnos en otras cosas ajenas a nuestra vocación religiosa. Ocurriendo empero que precisamente en estos tiempos sobremanera peligrosos, en varias regiones y ante muchos soberanos (cuya estima y afecto es menester cuidar, según nuestro Padre San Ignacio, como testimonio de un vínculo divino) nuestra orden religiosa no goza de buena fama quizá por culpa de algunos, o por ambición o por celo indiscreto; y que por otra parte es menester el buen olor de Cristo para los frutos espirituales, esta Congregación ha estimado que es preciso abstenerse de toda clase de mal y evitar, en cuanto sea posible, todos los motivos de queja, incluso los que proceden de sospechas sin fundamento. Por cuya razón, por el presente decreto, nos está prohibido a todos nosotros, severa y rigurosamente, mezclarnos por ningún concepto en semejantes asuntos políticos, aunque seamos invitados o incitados a ello, sin que podamos apartarnos de este mandato por ninguna clase de ruego o persuasión. Además la Congregación ha encomendado a los padres definidores que, establecieran y definieran con el mayor cuidado aquellos remedios más eficaces, cuya aplicación donde fuere necesario curase por completo esta enfermedad”.
   
21. Hemos observado sin embargo con harto dolor de nuestro corazón que tanto los remedios ya citados, corno muchos otros usados más adelante, no demostraron casi ningún valor y carecieron de autoridad para desarraigar y disipar tantas y tan graves conmociones, acusaciones y quejas contra la Compañía de Jesús. Fueron infructuosos además los esfuerzos de nuestros predecesores Urbano VIII, Clemente IX, X, XI y XIII, Alejandro VII y VIII, Inocencio X, XI, XII y XIII, y Benedicto XIV, quienes intentaron devolver a la Iglesia su tan deseada tranquilidad, mediante la sanción de muchas y muy saludables resoluciones, ya sea en cuanto a la obligación (por parte de la Compañía) de abstenerse en absoluto de todo manejo temporal, o bien en asuntos sin atingencia con las Misiones, o bien en lo que atañe a éstas; ya sea en cuanto a las gravísimas disputas y recriminaciones, suscitadas ásperamente por la misma Compañía contra los ordinarios de cada lugar, contra las órdenes regulares y los lugares piadosos, contra toda clase de comunidad, en Europa, Asia y América, no sin gran ruina de las almas y extrañeza de los pueblos; ya sea también sobre la interpretación y ejecución de diversos ritos gentílicos, que han practicado (los jesuitas) con cierta frecuencia en algunos países, sin cuidarse en absoluto de lo que ha sido aprobado tradicionalmente por la Iglesia Universal; o sobre la aplicación e interpretación de aquellas doctrinas que la Sede Apostólica ha condenado con razón por ser manifiestamente nocivas para el mejor afianzamiento de las costumbres; y finalmente sobre otras cosas de suma importancia, no sólo muy necesarias para conservar en su integridad la pureza de los dogmas cristianos, sino también motivo de que en esta nuestra edad (no menos que en otras épocas muy recientes) se originasen multitud de males y daños, por ejemplo, conmociones y tumultos en varios países católicos, persecuciones de la Iglesia en algunas regiones de Asia y Europa. Siguióse de ello, en fin, gran aflicción en nuestros predecesores, entre los cuales debemos mencionar al Papa Inocencio XI, de piadosa memoria, quien se vio forzosamente precisado a prohibir que la Compañía admitiese novicios; o al Papa Inocencio XIII quien se vio obligado a reiterarle el mismo castigo, o en fin al Papa Benedicto XIV, de venerada memoria, que consideró necesario decretar la visita de las casas y colegios existentes en los dominios de nuestro hijo, muy amado en Cristo, al rey fidelísimo de Portugal y los Algarves. No se obtuvo tampo coningún consuelo para esta Sede Apostólica, ni ayuda para la Compañía, ni beneficios para los Estados Cristianos, cuando el Papa Clemente XIII, nuestro Predecesor inmediato, de feliz recordación, publicó aquel último documento, obtenido más por la fuerza que solicitado (para usar de la expresión empleada por Gregorio X, nuestro Predecesor, en el ya mencionado Concilio Ecuménico Lugdunense), y con el cual se elogia grandemente la Institución de la Compañía de Jesús y se la aprueba de nuevo.
   
22. Después de tantas y tan grandes borrascas y de tempestades tan amargas, todos los buenos esperaban que al fin amanecería aquel día tan ansiado, que habría de afianzar definitivamente la paz y la tranquilidad. Sin embargo, regenteando la Cátedra de Pedro, el ya mencionado Papa Clemente XIII, nuestro inmediato Predecesor, sobrevinieron tiempos sumamente difíciles y turbulentos. Pues habiendo crecido cada vez más los clamores y las quejas contra la Compañía de Jesús y habiéndose suscitado además en algunos países revoluciones, tumultos, discordias y escándalos —que al debilitar y romper enteramente el vínculo de la Caridad Cristiana encendieron el ánimo de los fieles y los impulsaron a parcialidades, odios y rencores— la cuestión adquirió tal gravedad y peligro, que aquellos mismos soberanos, cuya tradicional piedad y cuya liberalidad para con la Compañía les viene como por herencia de sus antepasados y es motivo de gran alabanza en casi todos los países, esos mismos soberanos, a saber, nuestros hijos muy amados en Cristo los reyes de Francia, España, Portugal y las dos Sicilias se han visto absolutamente precisados a hacer salir y expulsar de sus reinos, dominios y provincias a los integrantes de la Compañía. Han creído que para tan graves males, solo quedaba este remedio absolutamente necesario para impedir que los pueblos cristianos en el seno mismo de la Santa Madre Iglesia se atacasen y se despedazasen entre sí.
    
23. Esos mismos hijos nuestros muy amados en Cristo llegaron sin embargo a la conclusión de que tal remedio no podía ser seguro y suficiente para reconciliar todo el orbe cristiano, sin la completa supresión y extinción de la misma Compañía. Por ello, expusieron ante el ya mencionado Clemente XIII, Predecesor nuestro, sus intenciones y deseos; y con la autoridad de que gozaban y con sus ruegos, solicitaron mediante unánimes requerimientos, para que movido por un motivo de tanta gravedad adoptara la más apropiada resolución en favor de la perpetua seguridad de sus propios súbditos y en bien de toda la Iglesia de Cristo. Sin embargo, el fallecimiento del Pontífice, inesperado para todos, interrumpió el desarrollo del asunto y frustró además su definición. De aquí es que, elevados Nosotros, por disposición de la clemencia divina, a la misma Cátedra de Pedro, se nos formularon iguales súplicas, instancias y requerimientos, a los que numerosos Obispos añadieron sus propias consideraciones y dictámenes, junto con otras razones, de indiscutible significación por su dignidad, su saber y su virtud.
   
24. Para tomar pues la más acertada resolución en asunto de tanta gravedad y de tanta importancia, juzgamos que necesitábamos un prolongado espacio de tiempo, no sólo para poder averiguar con diligencia, pesar cabal y prudentemente y reflexionar con maduro examen, sino también para pedir con mucho llanto y continua oración un especial auxilio y favor al Padre de las luces. Asimismo hemos procurado que en esta deliberación Nos ayudasen con mayor reclamo ante Dios las oraciones de todos los fieles y sus buenas obras. Entre otras cosas quisimos indagar cabalmente qué fundamento tiene la opinión tan divulgada entre muchos que la orden de los Clérigos de la Compañía de Jesús hubiese sido de un modo especial aprobada y confirmada por el Concilio de Trento. Hemos establecido sin embargo que nada se trató de ella en el citado Concilio, a no ser para exceptuarla del decreto general por el que dispuso, en cuanto a las demás órdenes regulares, que concluido el tiempo del noviciado, los novicios, tenidos por idóneos, debían ser admitidos como profesos, o excluidos en absoluto del monasterio. Por ello, el mismo Santo Concilio (Sesión 25, cap. 16, De reguláribus) declaró que no quería innovar cosa alguna o prohibir que la mencionada orden de Clérigos de la Compañía de Jesús pudiese servir a Dios y a la Iglesia, según la piadosa Constitución que para ellos había aprobado la Santa SedeApostólica.
     
25. Después de habernos valido de tantos y tan necesarios medios; asistidos, como confiamos, por el favor y la inspiración del Divino Espíritu, y compelidos por la obligación de nuestro oficio, por el cual nos vemos estrechísimamente urgidos a establecer, fomentar y consolidar, en cuanto depende de nuestras fuerzas, el sosiego y la tranquilidad de los Estados Cristianos, y a remover enteramente todo aquello que les pueda causar detrimento, aún el más pequeño; y habiendo considerado además que la mencionada Compañía de Jesús no podía ya producir los abundantísimos y variadísimos frutos y utilidades, para los cuales fue instituida, aprobada por tantos predecesores nuestros, y enriquecida con muchísimos privilegios, y que por el contrario, mientras ella perdurase, sería apenas posible, o absolutamente imposible, que se restableciese la verdadera y durable paz de la Iglesia: determinados pues por estas gravísimas causas y urgidos por otras razones que nos dictan las leyes de la prudencia y el mejor gobierno de la Iglesia Universal y que están siempre presente en lo más profundo de nuestro corazón; siguiendo las huellas de nuestros Predecesores, y en especial las del mencionado Gregorio X, en el Concilio General Lugdunense, y tratándose al presente de la Compañía, comprendida en el número de las órdenes mendicantes, tanto por razón de la Institución como de sus privilegios, con madura deliberación, con certidumbre de conocimiento y con la plenitud de la potestad apostólica, extinguimos y suprimimos la mencionada Compañía: abolimos y anulamos todos y cada uno de sus oficios, ministerios y direcciones; sus casas, escuelas, colegios, hospicios, granjas y cualquier otra posesión, sita en cualquier provincia, reino o dominio y que de cualquier manera le pertenezca; sus estatutos, usos y costumbres, decretos, constituciones, incluso las confirmadas por jurisdicción y resolución apostólica o de cualquier otro modo. Asimismo abolimos y anulamos todos y cada uno de sus privilegios e indultos generales o especiales, cuyos contextos queremos estén incluidos plena y totalmente en el presente Breve, como si estuviesen insertados palabra por palabra, cualquiera sea su fórmula o cláusula exceptuante, en cualquier referencia o decreto que hayan sido establecidas. Y en consecuencia, declaramos que queda perpetuamente abolida y enteramente extinguida toda y cualquiera autoridad que tenían el Prepósito General, los provinciales, los visitadores y todos los demás superiores de la mencionada Compañía, tanto en el orden espiritual como en el temporal; y transferimos totalmente y sin excepción alguna dicha jurisdicción y autoridad a los ordinarios de cada lugar, teniendo en cuenta el modo, los casos y las personas y bajo condiciones que más adelante detallamos. Prohibimos absolutamente por el presente Breve que en adelante se admita a alguien en dicha Compañía de Jesús, se le dé el hábito o se lo reciba en el noviciado; y en cuanto a losbque han sido admitidos hasta este momento, no pueden ni están facultados, en ninguna forma, para ser admitidos a la profesión de los votos simples o solemnes, bajo pena de nulidad de la admisión y profesión u otras reservadas a nuestro arbitrio. Por el contrario queremos, establecemos y mandamos que quienes invistan la condición de novicios sean despedidos en seguida, al punto, inmediatamente y sin reservas; y de igual modo prohibimos que quienes hubieren profesado ya los votos simples y que no han sido ordenados en algunas de las órdenes sagradas, puedan ser promovidos a alguna de las órdenes mayores, con el pretexto o a título de la profesión ya hecha en la Compañía, o de los privilegios concedidos a esa misma Compañía, contra los decretos del Concilio Tridentino.
   
26. Pero dado que nuestros afanes se dirigen precisamente a procurar la utilidad de la Iglesia y al sosiego de los pueblos, así también debemos proporcionar algún consuelo y auxilio a los individuos o miembros de dicha orden, cuyas personas amamos paternamente en el Señor, a fin de que libres de todas las contiendas, discordias y aflicciones, que han padecido hasta ahora, puedan cultivar con más fruto la viña del Señor, y servir con mayor eficacia a la salvación de las almas. Por tanto, decretamos y establecemos que los miembros de la Compañía, que sólo han hecho la profesión de los votos simples y que no han recibido las órdenes sagradas, dentro del término que juzgará el ordinario de cada lugar, y que sea adecuado para hallar un cargo, función o algún benévolo protector —aunque ese término no debe prolongarse más de un año a partir de la fecha de este Breve— deben abandonar sin excepción las casas y colegios de la mencionada Compañía, liberados de todo vínculo de los votos simples, a fin de que puedan adoptar el modo de vida más agradable a Dios, según la vocación, las fuerzas y la conciencia de cada uno. Lo decretamos así, dado que incluso por los privilegios de la Compañía, los profesos de voto simple podían ser excluidos de ella, sin otra causa que lo que los superiores juzgasen más conforme a la prudencia y a las circunstancias, sin preceder ninguna notificación, sin formar proceso y sin guardar ninguna orden judicial.
   
27. En cambio a todos los miembros de la Compañía, ya promovidos a las órdenes sacras, concedemos licencia y facultad para que abandonen las casas y colegios de la Compañía, o bien para pasar a alguna de las órdenes regulares, aprobada por la Sede Apostólica donde deberán cumplir el tiempo de aprobación, prescripto por el Concilio de Trento, si hubieran ya hecho la profesión de los votos simples en la misma Compañía; y si en cambio la hubiesen hecho con los votos solemnes, tendrán como lapso de aprobación seis meses íntegros, con los cuales los dispensamos benignamente de aquella obligación; o bien para permanecer en el mundo, como presbíteros o clérigos seculares, pero bajo la absoluta y total obediencia y sujeción a los ordinarios, en cuyas diócesis fijasen sus domicilios. Ordenamos además que a los que de este modo permanecieran en el mundo, mientras no tengan con qué proveerse de otra parte, se les asigne una pensión adecuada, obtenida de las ventas de aquellas casas o colegios, donde residían, teniendo en cuenta los beneficios y las cargas correspondientes a esas casas.
  
28. En cuanto a los profesos ya promovidos a las órdenes sagradas que o por temor de que les falte la decorosa asistencia por defecto o escasez de la pensión, o por carecer de un lugar donde fijar su domicilio; o por su avanzada edad, o por alguna otra causa justa y grave, considerasen absolutamente importuno abandonar las casas o colegios de la Compañía, podrán permanecer allí mismo, pero a condición de no tener en ninguna forma el manejo de esa casa o colegio, de usar el hábito de clérigo secular y de vivir sujeto sin restricciones al ordinario del lugar. Prohibimos además absolutamente que otros suplan las vacantes que se vayan produciendo y que adquieran por su lado casas o cualquier posesión, según lo ordenado por el Concilio Lugdunense; les prohibimos igualmente que puedan enajenar las casas, posesiones o efectos que ya tienen; teniendo en cuenta el número de miembros remanentes de la Compañía, podrán vivir congregados en una o varias casas, de tal modo que las que vayan quedando vacías puedan dedicarse en su tiempo y lugar, conforme a lo dispuesto por los sagrados cánones, a usos piadosos, a la voluntad de los fundadores, al aumento del culto divino, a la salvación de las almas y a la utilidad pública. Y mientras tanto se nombrará un clérigo secular dotado de prudencia y virtud, para que gobierne dichas casas, entendiendo que el nombre de la Compañía debe ser borrado y suprimido por completo.
    
29. Declaramos también que todos los miembros de la Compañía, de todos aquellos países de donde ya han sido expulsados, se encuentran comprendidos en esta general abolición de la Compañía de Jesús; y por lo mismo establecemos que dichos miembros ya expulsados, aunque hayan sido y se hallen promovidos a las órdenes mayores, a menos de pasarse a otra orden regular, quedan reducidos por el mismo hecho al estado de clérigos y presbíteros seculares y enteramente sujetos a los ordinarios locales.
   
30. Y si los ordinarios locales advirtiesen que aquellos miembros de la Compañía de Jesús (que por fuerza del presente Breve pasen a la condición de presbíteros seculares), poseen la debida virtud, doctrina e integridad de costumbre, podrán concederle a su arbitrio, onegarles, la facultad de recibir confesiones de los fieles, o de predicar al pueblo cristiano las sagradas homilías; sin esa licencia por escrito, que ninguno de ellos se atreva a desempeñar tales funciones. Los obispos u ordinarios locales sin embargo no concederán nunca esta licencia en relación a los que permanezcan sirviendo en los colegios o casa que antes pertenecían a la Compañía. Y en consecuencia a éstos les prohibimos perpetuamente que administren el Sacramento de la penitencia a personas ajenas a la casa y que prediquen, tal como les prohibió Gregorio X, Predecesor nuestro, en el citado Concilio General. Y hacemos de esto cargo de conciencia a los mismos obispos y deseamos que recuerden aquella estrechísima cuenta que han de dar a Dios de las ovejas confiadas a sucuidado, y también aquel rigurosísimo juicio con que el Supremo Juez de vivos y muertos conmina a todos los que gobiernan.
   
31. Por otra parte queremos que aquellos individuos profesos de la Compañía, encargados de enseñar las Humanidades a la juventud, o que son maestros en algún colegio o escuela, queden totalmente excluidos del mando, manejo o gobierno de esas casas, y que sólo se les permita seguir enseñando a aquellos que den algún signo de que pueda esperarse un cierto bien de sus trabajos; pero deben abstenerse por completo de aquellas disputas y cuestiones doctrinales, que por su liberalidad o por su vacío doctrinal suelen producir y acarrear gravísimas disensiones e inconvenientes. Y en consecuencia en ningún momento se podrá admitir o permitir que continúen en esas funciones de enseñanza, si no están dispuestos a mantener el sosiego en las escuelas y la tranquilidad en la vida pública.
   
32. A su vez en cuanto a las misiones de la Iglesia, que están expresamente incluidas en todo lo que hemos dispuesto acerca de la supresión de la Compañía, Nos reservamos el establecer los medios con los que se pueda conseguir y lograr con mayor facilidad y estabilidad tanto la conversión de los infieles como el apaciguamiento de las discordias.
    
33. Habiendo pues quedado completamente anulados y abolidos, según se ha dicho, todos los privilegios y estatutos de la mencionada Compañía, declaramos que sus miembros, una vez salidos de sus casas y colegios, y reducidos enteramente a la condición de clérigos seculares, están capacitados y habilitados para obtener, según los sagrados cánones y constituciones apostólicas, cualquier beneficio con cura o sin cura de almas, cualquier empleo, dignidad o representación y cualquier otra prebenda eclesiástica, cuya posesión les estaba absolutamente prohibida a todos los integrantes de la Compañía, según el Breve de Gregorio XIII, de feliz memoria, del 10 de Setiembre de 1584, y que empieza Satis, súperque. Asimismo les damos permiso para que puedan recibir la limosna por la celebración de las misas (lo que igualmente les estaba prohibido) y les concedemos que puedan gozar de todas aquellas gracias y favores de que hubieren estado excluidos a perpetuidad como clérigos regulares de la Compañía de Jesús. Derogamos también todas y cada una de las facultades otorgadas por el Prepósito General y demás superiores, según los privilegios obtenidos de los Sumos Pontífices, tal como la de leer los libros de los herejes u otros prohibidos y condenados por la Sede Apostólica; la de no guardar el ayuno o no ajustarse a los alimentos cuaresmales; la de anticipar o posponer el rezo de las horas canónicas, y otros semejantes; y les prohibimos severísimamente que puedan en lo sucesivo hacer uso de tales facultades. Nuestra intención y propósito es pues que todos ellos acomoden su régimen de vida a todo lo dispuesto por el derecho común.
   
34. Prohibimos que una vez promulgado y publicado este Breve nadie se atreva a impedir su ejecución, ni siquiera so color o a título y pretexto de cualquier instancia, apelación, recurso, declaración o consulta de dudas (que acaso pudiesen originarse) y por ningún otro pretexto, previsto o no previsto. Pues queremos que la extinción y abolición de toda la Compañía de Jesús y de todos sus miembros tenga efecto desde ahora e inmediatamente, en la forma y modo que hemos expresado más arriba, so pena de excomunión mayor en la que habrá incurrido ipso facto, reservada a Nos y a los Romanos Pontífices, sucesores nuestros, contra quien quiera intentare poner impedimento u obstáculos al cumplimiento de este Breve, o dilatar su ejecución.
   
35. Además mandamos y establecemos que en virtud de la Santa obediencia, todos y cada uno de los clérigos, regulares o seculares, de cualquier grado, dignidad, condición y calidad que sean, y señaladamente los que hasta ahora fueron incluidos y tenidos entre losbmiembros de la Compañía, no puedan defender, impugnar, escribir, e incluso ni hablar de esta abolición, de sus causas y motivos, ni tampoco de la Institución, reglas y constituciones y formas de gobierno de la Compañía, ni de ninguna otra cosa perteneciente a este asunto, sin expresa licencia del Romano Pontífice. Asimismo prohibimos absolutamente, so pena de excomunión reservada a Nos y a nuestros sucesores, que alguien se atreva en ocasión de esta supresión a afrentar y despreciar a nadie y mucho menos a quienes fueron miembros de la Compañía, ya sea por injurias, ofensas, acusaciones o cualquier otro género de menosprecio, sea de palabra o por escrito, en privado o en público.
   
36. Exhortamos a todos los gobernantes cristianos que con la fuerza, autoridad y potestad que tienen y que Dios les ha concedido para la defensa y protección de la Santa Iglesia Romana, y también según aquella consideración y reverencia que profesan a esta SedebApostólica, comprometan su colaboración y sus esfuerzos a fin que este Breve alcance sus efectos totales; y que ateniéndose en todo a sus resoluciones, expidan y publiquen los decretos correspondientes, para que se evite de modo absoluto que en ocasión de dar ejecución a esta nuestra voluntad se originen entre los fieles recriminaciones, disputas y discordias.
   
37. Finalmente, exhortarnos a todos los cristianos y les rogamos por las entrañas denuestro Señor Jesucristo, para que recuerden que todos tenemos un mismo Maestro, que está en los cielos; todos un mismo Redentor, por quien hemos sido rescatados a gran precio; que todos hemos sido regenerados por una misma agua bautismal y constituidos hijos de Dios y por ende coherederos de Cristo; todos hemos sido nutridos con el mismo alimento de la doctrina católica y de la palabra Divina; todos en fin somos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno de nosotros es miembro respecto de los otros. Y por esto mismo es absolutamente preciso que todos, juntamente unidos con el común vínculo de la Caridad, mantengan la paz con todos los hombres, sin otra deuda con nadie, excepto la de amarse unos a otros, pues quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Es preciso asimismo aborrezcan sin limitaciones las ofensas, enemistades, discordias y asechanzas y otras cosas semejantes excogitadas, sugeridas y suscitadas por el enemigo antiguo del género humano, a fin de perturbar la Iglesia de Dios e impedir la felicidad eterna de los fieles, bajo el rótulo y con el pretexto engañosísimo de sistemas, opiniones e incluso de perfección cristiana. En fin, deben comprometer todos sus esfuerzos para alcanzar una verdadera e inseparable sabiduría, de la que escribe el Apóstol Santiago (Epist. III, 13):
“¿Hay algún sabio e instruido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras ensabiduría, llena de mansedumbre. Porque si tenéis un celo amargo y reina la discordia en vuestros corazones, no queráis gloriaros, ni levantar mentiras contra la verdad. Pues esa sabiduría no es la que desciende de arriba sino que es terrena, animal y diabólica. Porque donde hay celo y discordia, allí viene la desidia y toda obra mala. En cambio la sabiduría que desciende de arriba, es en primer lugar, llena de pudor; además pacífica y modesta, dócil, concorde con lo bueno, llena de misericordia y de excelentes frutos; y no juzga y está exenta de hipocresía. En cambio el fruto de la justicia se siembra en paz para los que procuran la paz”.
   
38. Asimismo declaramos que las presentes letras jamás puedan en ningún tiempo, ser tachadas de vicio de subrepción, obrepción, nulidad o invalidación, ni de algún defecto de intención en Nos, o en cualquier otro, incluso el mayor que pueda suponerse, que hubiere pasado inadvertido, o supuestamente sustancial; que no pueda tampoco moverse instancia o litigio a causa de ellos, y que no puedan ser reducidas a los términos de derecho, ni puedan sustentarse contra ellas el remedio de la restitución a un todo anterior, ni el de una nueva audiencia; o de que sean observados los trámites y la vía judicial, ni ningún otro remedio de hecho o de derecho, de gracia o de justicia; y que ninguno pueda usar, ni aprovecharse de ningún modo, en juicio o fuera de él, de cualquier medio que le fuese concedido, o que hubiese obtenido por su cuenta, ni siquiera por causa de que los superiores y demás religiosos de la mencionada Compañía, ni de los demás que tienen o pretendan tener interés en lo anteriormente expresado, no hayan consentido en ello, ni hayan sido citados u oídos; ni tampoco por razón de que en las cosas mencionadas, o en algunas de ellas, no se hayan observado los trámites comunes y todo lo demás que debe observarse y guardarse; ni por ninguna otra razón que proceda de derecho o de alguna costumbre, aunque se halle comprendida en el cuerpo del Derecho (canónico), ni tampoco bajo pretexto de enorme, enormísima y total lesión, o bajo cualquier otro pretexto motivo o causa, por justa, razonable y privilegiada que sea, e incluso suponiéndola de tal magnitudque hubiese debido necesariamente ser manifestada en vista de la validez de todo lo anteriormente establecido.
    
LAS PRESENTES LETRAS, en cambio son y habrán de ser siempre y perpetuamente válidas, firmes y eficaces; producen y obran sus plenos e íntegros efectos y habrán de ser cumplidas inviolablemente por todos y cada uno a quien corresponda y a quien de cualquier modo correspondiere en adelante.
   
39. Declaramos que así y no de otra manera se debe juzgar y determinar acerca de todas y cada una de las cosas expresadas, en cualquier causa o instancia, por cualquiera de los jueces ordinarios, o delegados, incluso los que sean auditores de las causas del Palacio Apostólico; o Cardenales de la Santa Iglesia Romana, o Legados a látere, o Nuncios de la Sede Apostólica o cualquier otro que goce o gozare de cualquier autoridad y potestad, habiéndoles sustraído a todos y a cada uno de ellos cualquier facultad o autoridad de juzgar e interpretar de otro modo. Y declaramos nulo y de ningún valor lo que pudiere acontecer al margen de estas disposiciones, por causa de cualquier autoridad que fuere, ya sea sabiéndolo, ya sea ignorándolo.
   
40. No podrán oponerse ni las constituciones y disposiciones apostólicas, aunque hayan sido emitidas en Concilios Generales; ni tampoco en lo que correspondiere la regla de nuestra Cancillería acerca de aquellos requerimientos de derecho no abolibles; ni los estatutos y costumbres de la mencionada Compañía de Jesús, sus casas, colegios e iglesias, aunque hayan sido corroboradas con juramento y confirmación Apostólica, o con cualquier otra confirmación; ni los privilegios, indultos y letras apostólicas, concedidas, confirmadas y renovadas en favor de dicha Compañía y de sus superiores religiosos y de cualquier otra persona, de cualquier tenor y forma que sean esas Letras, sin tener en cuenta aquellas cláusulas derogativas de las derogativas ni aquellas decisiones que hacen írritas a otras, ni otros decretos, aunque hayan sido concedidos, confirmados y renovados motu proprio consistorialmente o de cualquier otra forma. A todos y cada uno de ellos, aunque para susuficiente derogación hubiere de hacerse especial, expresa e individual mención, y de todo su tenor palabra por palabra y no por cláusulas generales equivalentes; o aunque se hubierade guardar cualquier otra expresión, o respetar para esto alguna otra forma muy particular; y teniendo en el presente Breve todos esos contextos por plena y suficientemente expresados e insertos, como si se expresasen e insertasen palabra por palabra, sin omitir cosa alguna teniendo por observada la forma mandada en ellos, debiendo quedar en lo demás con su fuerza y vigor, a todos pues los derogamos especial y expresamente en relación con todo lo que antecede y por cualquier otra causa que se opusiere.
   
41. Queremos por otra parte que a las transcripciones del presente Breve, aunque sean impresas, suscriptas con la firma de algún notario público y munidas del sello de alguna persona dotada de dignidad eclesiástica, se les otorgue, ya sea en el proceso correspondiente, ya sea fuera de él, enteramente la misma fe que se le daría al presente Breve, si fuera exhibido o mostrado.
   
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, con el Sello de Pedro, el día 21 de Julio de 1773, año quinto de nuestro Pontificado.
   
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PRAGMÁTICA SANCIÓN DE SU MAJESTAD EN FUERZA DE LEY PARA EL EXTRAÑAMIENTO DE ESTOS REINOS DE ESPAÑA, INDIAS Y LAS FILIPINAS A LOS REGULARES DE LA COMPAÑÍA, OCUPACIÓN DE SUS TEMPORALIDADES, Y PROHIBICIÓN DE SU RESTABLECIMIENTO EN TIEMPO ALGUNO, CON LAS DEMÁS PREVENCIONES QUE EXPRESA

D. Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, Conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol y de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina, &c., al serenísimo príncipe D. Carlos, mi muy caro y amado hijo; a los Infantes, Prelados, Duques, Marqueses, Condes, Ricos-hombres, Priores de las órdenes, Comendadores y Subcomendadores, Alcaides de los castillos, casas-fuertes y llanas; y a los de mi Consejo, Presidente y Oidores de las mis Audiencias, Alcaldes aguaciles de la mi casa, Corte y Cancillerías, y a todos los Corregidores e Intendentes, Asistentes, Gobernadores, Alcaldes mayores y ordinarios, y otros cualesquier Jueces y Justicias de estos mis Reinos; así de realengo, como los de señorío, abadengo, y órdenes, de cualquier estado, condición, calidad y preeminencia que sean, así a los que ahora son, como a los que serán de aquí adelante, y a cada uno y cualquiera de vos: SABED que habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo real en el extraordinario que celebra con motivo de las resultas delas ocurrencias pasadas, en consulta de veinte y nueve de enero próximo; y de lo que sobre ella, conviniendo en el mismo dictamen, me han puesto personas del más elevado carácter y acreditada experiencia; estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica, que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos, y respecto de mi corona: he venido mandar extrañar de todos mis dominios de España e Indias, e Islas Filipinas y demás adyacentes, a los regulares de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos que hayan hecho la primera profesión y a los novicios que quisieren seguirles; y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis dominios; y para su ejecución uniforme en todos ellos, he dado plena y privativa comisión y autoridad por otro mi Real decreto de veinte y siete de febrero al conde de Aranda, Presidente de mi Consejo, con facultad de proceder desde luego a tomar las providencias correspondientes.
   
I. Y he venido asimismo en mandar que el consejo haga notoria en todos estos reinos la citada mi real determinación; manifestando a las demás órdenes religiosas la confianza, satisfacción y aprecio que me merecen por su fidelidad y doctrina, observancia de vida monástica, ejemplar servicio de la Iglesia, acreditada instrucción de sus estudios y suficiente número de individuos para ayudar a los Obispos y Párrocos en el pasto espiritual de las almas y por su abstracción de negocios de gobierno, como ajenos y distantes de la vida ascética y monacal.
   
II. Igualmente dará a entender a los Reverendos Prelados diocesanos, Ayuntamientos, Cabildos eclesiásticos y demás estamentos o cuerpos políticos del Reino, que en mi real persona quedan reservados los justos y graves motivos, que a pesar mío han obligado mi real ánimo a esta necesaria providencia: valiéndome únicamente de la económica potestad, sin proceder por otros medios, siguiendo en ello el impulso de mi real benignidad, como padre y protector de mis pueblos.
   
III. Declaro que en la ocupación de temporalidades de la Compañía se comprenden sus bienes y efectos, así muebles como raíces, o rentas eclesiásticas, que legítimamente posean en el Reino; sin perjuicios de sus cargas, según mente de los fundadores, alimentos vitalicios de los individuos, que serán de cien pesos, durante su vida, a los Sacerdotes; y noventa a los Legos, pagaderos de masa general, que se forme de los bienes de la Compañía.
   
IV. En estos alimentos vitalicios no serán comprendidos los jesuitas extranjeros que indebidamente existen en mis dominios dentro de sus colegios, o fuera de ellos, o en casas particulares; vistiendo la sotana o en traje de abates y en cualquier destino en que se hallaren empleados: debiendo todos salir de mis reinos sin distinción alguna.
  
V. Tampoco serán comprendidos en los alimentos los novicios que quisieren voluntariamente seguir a los demás, por no estar aun empeñados con la profesión y hallarse en libertad de separarse.
   
VI. Declaro que si algún jesuita saliere del estado eclesiástico (adonde se remiten todos), o diere motivo de resentimiento a la Corte con sus operaciones o escritos, le cesará desde luego la pensión que va asignada. Y aunque no debo presumir que el cuerpo de la Compañía, faltando a las más estrechas y superiores obligaciones, intente o permita que alguno de sus individuos escriba contra el respeto y sumisión debida a mi resolución, con título o pretexto de apologías o defensorios, dirigidos a perturbar la paz de mis Reinos, o por medio de emisarios secretos conspire al mismo fin; en tal caso, no esperado, cesará la pensión a todos ellos.
   
VII. De seis en seis meses se entregará la mitad de la pensión anual a los jesuitas por el banco del giro, con intervención de mi ministro en Roma, que tendrá particular cuidado de saber los que fallecen o decaen por su culpa de la pensión, para rebatir su importe.
   
VIII. Sobre la administración y aplicaciones equivalentes de los bienes de la Compañía en obras pías, como es dotación de parroquias pobres, seminarios conciliares, casas de misericordia y otros fines piadosos, oídos los ordinarios eclesiásticos en lo que sea necesario y conveniente, reservo tomar separadamente providencias, a fin de que en nada se defraude la verdadera piedad, ni perjudique la causa pública, o derecho de tercero.
   
IX. Prohíbo por ley y regla general que jamás pueda volver a admitirse en todos mis reinos en particular a ningún individuo de la Compañía, ni en cuerpo de comunidad, con ningún pretexto ni colorido que sea, ni sobre ello admitirá el mi Consejo, ni otro tribunal instancia alguna, antes bien tomarán a prevención las justicias las más severas providencias contra los infractores, auxiliadores y cooperantes de semejante intento; castigándolos como perturbadores del sosiego público.
   
X. Ninguno de los actuales jesuitas profesos, aunque salga de la orden con licencia formal del Papa y quede de secular o pase a otra orden, no podrá volver a estos Reinos sin obtener especial permiso mío.
  
XI. En caso de lograrlo, que se concederá tomadas las noticias convenientes, deberá hacer juramento de fidelidad en manos del Presidente de mi Consejo: prometiendo de buena fe que no tratará en público ni en secreto con los individuos de la Compañía, o con su General; ni hará diligencias, pasos, ni insinuaciones, directa ni indirectamente a favor de la Compañía; pena de ser tratado como reo de Estado, y valdrán contra él las pruebas privilegiadas.
   
XII. Tampoco podrá enseñar, predicar ni confesar en estos Reinos, aunque haya salido, como va dicho, de la orden, y sacudido la obediencia del General; pero podrá gozar de rentas eclesiásticas que no requieran estos cargos.
   
XIII. Ningún vasallo mío, aunque sea eclesiástico, secular o regular, podrá pedir carta de hermandad al Feneral de la Compañía, ni a otro en su nombre: pena de que se le tratará como reo de Estado, y valdrán contra él igualmente las pruebas privilegiadas.
   
XIV. Todos aquellos que las tuvieren al presente, deberán entregarlas al Presidente de mi Consejo, o a los Corregidores y Justicias del Reino, para que se las remitan y archiven y no se use en adelante de ellas; sin que les sirva de óbice el haberlas tenido en lo pasado, con tal que puntualmente cumplan con dicha entrega; y las Justicias mantendrán en reserva los nombres de las personas que las entreguen, para que de este modo no les cause nota.
   
XV. Todo el que mantuviere correspondencia, por prohibirse general y absolutamente, será castigado a proporción de su culpa.
   
XVI. Prohíbo expresamente que nadie pueda escribir, declamar, o conmover con pretexto de estas providencias en pro ni en contra de ellas; antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos, y mando que a los contraventores se les castigue como reos de lesa majestad.
   
XVII. Para apartar altercaciones, o malas inteligencias entre los particulares, a quienes no incumbe juzgar, ni interpretar las órdenes del Soberano; mando expresamente que nadie escriba, imprima ni expenda papeles u obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis dominios; no teniendo especial licencia del gobierno; e inhibo al Juez de imprenta, a sus subdelegados y a todas las Justicias de mis reinos, de conceder tales permisos o licencias; por deber correr todo esto bajo las órdenes del Presidente y Ministros de mi Consejo, con noticia de mi fiscal.
   
XVIII. Encargo muy estrechamente a los Reverendos Prelados diocesanos y a los Superiores de las Órdenes regulares no permitan que sus súbditos escriban, impriman, ni declamen sobre este asunto, pues se les haría responsables de la no esperada infracción de parte de cualquiera de ellos, la cual declaro comprendida en la ley del señor don Jaime I y Real cédula expedida circularmente por mi consejo en 18 de setiembre del año pasado, para su más puntual ejecución, a que todos deben conspirar, por lo que interesa al orden público, y la reputación de los mismos individuos, para no atraerse los efectos de mi real desagrado.
   
XIX. Ordeno a mi Consejo que con arreglo a lo que va expresado haga expedir y publicar la Real Pragmática más estrecha y conveniente para que llegue noticia a todos mis vasallos y se observe inviolablemente, publiquen y ejecuten por las Justicias y Tribunales territoriales las penas que van declaradas contra los que quebranten estas disposiciones para su puntual, pronto e invariable cumplimiento; y dará a este fin todas las órdenes necesarias con preferencia a cualquier otro negocio, por lo que interesa mi real servicio: en inteligencia de que a los Consejos de Inquisición, Indias, Órdenes y Hacienda he mandado remitir copias de mi Real Decreto para su respectiva inteligencia y cumplimiento. Y para su puntual e invariable observancia en todos mis dominios, habiéndose publicado en Consejo pleno este día el Real Decreto de 27 de marzo, que contiene la anterior resolución, que se mandó guardar y cumplir según y como en él se expresa, fue acordado expedir la presente en fuerza de ley y pragmática sanción, como si fuese hecha y promulgada en Cortes, pues quiero se esté y pase por ella, sin contravenirla en manera alguna, para lo cual siendo necesario derogo y anulo todas las cosas que sea o ser puedan contrarias a ésta. Por la cual encargo a los Muy Reverendos Arzobispos, Obispos, Superiores de todas las Órdenes regulares, mendicantes, monacales, Visitadores, Provisores, Vicarios y demás Prelados y Jueces eclesiásticos de estos mismos reinos, observen la expresada ley y pragmática como en ella se contiene, sin permitir que con ningún pretexto se contravenga en manera alguna a cuanto en ella se ordena, y mando a los de mi Consejo, Presidente y Oidores, Alcaldes de mi Casa y Corte y de mis Audiencias y Cancillerías, Asistentes, Gobernadores, Alcaldes mayores y ordinarios y demás Jueces y Justicias de todos mis dominios, guarden, cumplan y ejecuten la citada ley y pragmática sanción, y la hagan guardar y observar en todo y por todos, dando para ello las providencias que se requieran, sin que sea necesaria otra declaración alguna además de ésta, que ha de tener su puntual ejecución desde el día que se publique en Madrid y en las ciudades, villas y lugares de estos mis reinos, en la forma acostumbrada, por convenir así a mi real servicio, tranquilidad, bien y utilidad de la causa pública y de mis vasallos. Que así es mi voluntad y que al traslado impreso de mi carta, firmado de Don Ignacio Esteban de Higareda, mi Escribano de cámara más antiguo y de gobierno de mi Consejo, se le dé la misma fe y crédito que a su original. 
  
Dado en el Pardo, a dos de abril de mil setecientos sesenta y siete años. YO EL REY.
   
PARECER DEL REAL Y SUPREMO CONSEJO DE CASTILLA, EN RESPUESTA AL BREVE DEL PAPA CLEMENTE XIII AL REY CARLOS III SOBRE EL REAL DECRETO DEL 2 DE ABRIL DE 1767
  
Señor: Con papel de Don Manuel de Roda al conde de Aranda, presidente del Consejo, del día de ayer 29 de este mes, se dignó V. M. remitir al extraordinario el breve de Su Santidad, de 16 del corriente, en que se interesa a favor de los regulares de la Compañía del nombre de Jesús, a fin de que revoque el real decreto de su extrañamiento o que a lo menos se suspenda la ejecución, reduciendo a términos con términos estamateria; cuyo breve manda V. M. se vea por los ministros que componen el Consejo extraordinario para acordar la respuesta que debe darse a S. S.
   
Habiendo sido convocados en este día con asistencia de los fiscales de V. M. en la posada del conde de Aranda, se leyó con la real orden el citado breve, que estaba a mayor abundamiento traducido para lacompleta inteligencia de todos.
   
Los fiscales expusieron de palabra cuanto estimaron en este asunto, y con unanimidad de dictamen ha procedido el consejo, sin que por la brevedad se tuviere por necesario que aquellos extendiesen por escrito su respuesta, por ser idéntica con el dictamen del consejo.
   
En primer lugar se ha advertido que las expresiones de este breve carecen de aquella cortesanía de espíritu y moderación que se deben a un rey como el de España y de las Indias, y a príncipe de las altas calidades que admira el universo en V. M. y hacen el ornamento de nuestra patria y de nuestro siglo.
   
Merecería este breve que se le hubiese denegado, reconociéndose antes su copia, porque siendo temporal la causa de que se trata, no hay potestad en la tierra que pueda pedir cuenta a S. M., cuando por un acto de respeto dio con fecha 31 de marzo noticia a S. S. de la providencia que había tomado como rey, en términos concisos, exactos y atentos. Bien se hace cargo el consejo que por ser la primera que se recibe del Papa en este asunto, ha sido cordura admitir la carta, o sea Breve, para apartar con esta providencia, cuanto sea posible, todo pretexto de resistencia a la corte romana. Contienen las cláusulas de la carta de S. S. muchas personalidades para captar la benevolencia de V. M.; disimuladamente se mezclan otras expresiones con que el ministro de Roma en boca de S. S. quiere censurar una providencia cuyos antecedentes ignora, e injerir enuna causa impropia de su conocimiento, y de que V. M. prudentemente ha dado a S. S. aquella noticia de urbanidad y atención que corresponde.
   
El contestar sobre los méritos de la causa sería caer en el inconveniente gravísimo de comprometer la soberanía de V. M. que sólo a Dios es responsable de sus acciones. No extraña el consejo que el Papa, noticioso de la determinación tomada en España contra los regulares de la Compañía, pasase su intercesión a su favor, ya porque sabe la gran mano y poder de estos regulares en la curia Romana, ya por la declarada protección del cardenal Torregiani, secretario de S. S., íntimo confidente y paisano del general de la Compañía, Lorenzo Ricci, su consejero y director; pero es muy reparable el tono que se toma en esta carta, nada propio de la mansedumbre apostólica.
  
Pretende con exclamaciones ponderar el mérito de la Compañía, y haber debido su fundación especial a San Ignacio y a San Francisco Javier, no obstante que este último no profesó en ella. Pero al mismo tiempo omite el gran número de españoles virtuosos y doctos, como el obispo Don Francisco Melchor Cano, el obispo de Albarracín Lanuza, el arzobispo de Toledo D. Juan Salcedo, el célebre Benito Arias Montano, y otros insignes sujetos de aquellos tiempos, que se opusieron constantemente al establecimiento de este cuerpo con presagios nada favorables a él; y entre ellos se debe contar a San Francisco de Borja, su tercer general, que empezó a discernir el espíritu de la Compañía y en ello el orgullo que le daban sus inmódicos privilegios, consecuencias muy perniciosas para lo sucesivo; y en verdad que éste es un testimonio irreprehensible y doméstico.
   
Su sucesor el general Claudio Aquaviva redujo a un tal despotismo el gobierno y con pretexto de métodos de estudios abrió la puerta a la relajación de las doctrinas morales, a lo que se llama probabilismo; relajación que tomó tanta fuerza, que ya a mediados del siglo anterior no la pudo remediar el padre Tirso González.
   
El padre Luis Molina alteró la doctrina teológica, apartándose de San Agustín y de Santo Tomás, de que se han seguido escándalos notables. El padre Juan Arduino llevó el escepticismo hasta dudar de las Escrituras sagradas, cuyo sistema propagó su discípulo el padre Isaac Berryer, estableciendo la doctrina antitrinitaria del arrianismo.
   
En la China y en el Malabar han hecho compatibles a Dios y a Belial, sosteniendo los ritos gentílicos y rehusando la obediencia a las decisiones pontificias. En el Japón y en las Indias han perseguido a los mismos obispos y a las otras órdenes religiosas, con un escándalo que no se podrá borrar de la memoria de los hombres; y en Europa han sido el centro y punto de reunión de los tumultos, rebeliones y regicidios.
    
Estos hechos notorios al orbe no se ven atendidos en el breve pontificio, ni las certificaciones de los tribunales más solemnes de todos los reinos que los han declarado cómplices en ellos. El mismo padre Juan Mariana escribió un tratado en que manifestó la corrupción de la Compañía desde que se adoptó el sistema del general Aquaviva, y se opuso a él con los padres Sánchez, Acosta y otros célebres españoles; pero sin otro fruto que hacerse víctima de la verdad.
   
De lo dicho se infiere, por más que se prodiguen en la carta escrita a nombre de S. S. las alabanzas del Instituto, que nada hay más distante de los verdaderos hechos, que es imposible disimular por ser tan públicos, ni creer que todo el orbe se engaña y todas las edades, y que sólo los jesuitas tienen razón hablando en causa propia. Prelados, cabildos, órdenes regulares, universidades y otros cuerpos se han mantenido en estos reinos en perpetuas alteraciones, nacidas de la conducta y doctrina de los jesuitas, no habiendo orden alguna que se haya distinguido tanto en sostener estas opiniones, haciendo causa común entre sí para predominar los demás cuerpos, o dividirlos en facciones. Así se dio a conocer la Compañía desde que sefundó, y así se hallaba cuando V. M. se sirvió por su real decreto de 27 de febrero de este año mandar se extrañase de sus dominios.
   
Por más exageraciones que haya a favor de su instituto, los árboles se deben conocer por su fruto, y el que produce una facción tan abierta, más es espíritu antievangélico que regla ajustada de vivir. No obstante que el Consejo extraordinario podía, examinando las máximas del instituto, probar la contrariedad de muchas al derecho natural, como es la privación de defensa a los súbditos y la esclavitud de su entendimiento; al derecho divino, cual es estar prohibida entre los regulares la corrección fraterna y admitida la revelación del secreto de la penitencia a los superiores; al derecho canónico, como es la elección de los superiores por capricho del general, sin hacerse canónicamente como el Concilio lo manda; las exenciones exorbitantes de la jurisdicción episcopal, con perturbación de los mismos párrocos; al derecho real, en estar impedidos los súbditos de los recursos de protección contra sus superiores, y en la creación de congregaciones ocultas y perjudiciales, con otras muchas cosas a este modo; sin embargo se abstuvo de entrar en esta materia, para evitar que la corte romana tomase de ahí pretexto de queja.
   
Prosigue el breve pontificio ponderando la falta de estos operarios y sus méritos, especialmente en las misiones de infieles; por fortuna ni uno ni otro puede merecer cuidado a S. S. No faltan operarios, pues como V. M. manifestó en la pragmática sanción de este mes, los hay abundantes en los cleros regular y secular de estos reinos, reinando la mayor armonía y uniformidad, y un esmero a porfía en atender el bien espiritual de las almas, como se está experimentando en el mes que ha corrido desde la intimación de la providencia, sin que su falta se eche de menos para los ministerios espirituales, hallándose por otro lado hábil el gobierno, libre ya de aquellas zozobras, rumores e inquietudes, que ocasionaban el espíritu de facción de estos regulares.
   
Menos se puede decir que harán falta en las misiones para convertir infieles, cuando en Chile consta que toleran la superstición del Machitum, y en Filipinas rebelan a los indios en favor de los ingleses, y en todas las Indias, como en el Paraguay, Moxos, Mainas, Orinoco, California, Sinaloa, Sonora, Timeria, Nazariel, Taramulari y otras naciones de indios, se han apoderado de la soberanía; tratan como enemigos a losbespañoles, privándolos de todo comercio, y enseñándoles especies horribles contra V. M. Todo esto lo ignora el pontífice, porque con su artificio han hallado medio de desfigurar la verdad, que ni aun podrían haber percibido los ministros del Consejo extraordinario, a no hallar la evidencia en los mismos documentos de los jesuitas.
   
El abandono espiritual de sus misiones lo confiesan ellos mismos en su íntima correspondencia; la profanación del sigilo de la confesión, y la codicia con que se alzan con los bienes; en fin, por sus mismos papeles resulta que en el Uruguay salieron a campaña con ejércitos formados a oponerse a los de la corona, y ahora intentaban en España mudar todo el gobierno a su modo, enseñado y poniendo en práctica las doctrinas más horribles.
   
Abundando en estos reinos tanto número de clérigos y religiosos doctos, fieles, timoratos, se conoce que los jesuitas tienen fascinada la corte de Roma, figurándose solos y únicos para la conversión de infieles y salud de las almas, contra lo mismo que se está tocando. Si fuesen útiles e indispensables, ¿qué gobierno habría tan insensato que los expeliese? Pero si por el contrario, ni son necesarios, ni convenientes, antes notoriamente nocivos ¿quién los puede tolerar sin exponer a ruina cierta el Estado? No son tan reparables en el breve las ilaciones cuanto los antecedentes voluntarios de que se deducen [...]. La misma experiencia desengañará a S. S. y tranquilizará su ánimo, lo que en el día no se lograría con razones, por la grande influencia del Cardenal y del sobrino adictos a la Compañía [...].
   
Insensiblemente el breve prepara dos medios de defensa a los jesuitas, fundado el uno en que el delito de pocos no debe dañar la su orden en común; y el otro se fija en la indefensión por no haber sido oídos: en el primero funda la revocación del decreto de extrañamiento, y en la indefensión la sabiduría de que se suspenda la ejecución y admitan defensas, comparando el decreto de V. M. al del rey Asuero contra los israelitas. Esta es en resumen toda la sustancia del breve pontificio [...].
   
El admitir una orden regular, mantenerla en el reino, o expelerla de él es un acto providencial, meramente del gobierno, porque ninguna orden regular es indispensablemente necesaria a la Iglesia, al modo que lo es el clero secular de obispos y párrocos, pues si lo fuese lo habría establecido Jesucristo, cabeza y fundamento de la universal Iglesia; antes como material variable, de disciplina, se suprimen las órdenes regulares, como la de templarios y claustrales en España, o se forman como la de los calzados, o varían en sus constituciones que nada tienen de común ni con el dogma ni con la moral, y se reducen a unos establecimientos píos con el objeto de esta naturaleza, útiles mientras lo cumplan bien, y perjudiciales cuando degeneran.
   
Si uno u otro jesuita estuviese únicamente culpado en la encadenada serie de bullicios y conspiraciones pasadas, no sería justo ni legal el extrañamiento; no hubiera habido una general conformidad de votos por su expulsión, ocupación de temporalidades y prohibición de su restablecimiento; bastaría castigar los culpados como se está haciendo con los cómplices, y se ha ido continuando por la autoridad ordinaria del Consejo.
   
Al Papa no manifiesta su ministro la depravación de este cuerpo en España: ¿qué sabemos si alguno de aquellos ministros consienten en las novedades mismas, a vista de tan abierta protección? Con que no es cierto el supuesto de que por el delito de pocos se expele el común. El particular en la Compañía no puede nada: todo es su gobierno, y esta es la masa corrompida de la cual dependen las acciones de los individuos, máquinas indefectibles de los superiores. El punto de audiencia ya lo tocó el Consejo extraordinario en su consulta de 29 de enero [...]. En este breve se declama por la audiencia; en Francia se negó a los parlamentos por la corte romana la jurisdicción y aun a esto alude el breve, buscando jueces, obispos y religiosos, en quienes puede influir aquel ministerio a su arbitrio hasta exponer el reino a combustiones.
   
El arzobispo de Manila, el obispo de Ávila y el padre Manuel de Pinillos, obispos son y religiosos, y todos han convenido en la autoridad real para tomar esta providencia y aun en la necesidad de ella, sin haber visto más que las obras anónimas, impresas clandestinamente; y ¿qué dirían, enterados de tanto cúmulo sistemático de excesos como hay en la Compañía? ¿Qué seguridad tendrá V. M., ni príncipe alguno católico, si la causa de infidencia en los eclesiásticos exentos dependiese de la corte romana, en contradicción con el gobierno político, y el juicio de obispos y religiosos, haciéndolos jueces en causa propia? Con estas máximas pereció la monarquía de los godos en España y el imperio de Oriente.
   
Antonio Pérez en sus advertencias políticas previene hablando de los regulares que jamás han dejado de tener muy gran parte en las conjuraciones y rebeliones que siempre cubren con nombres falsos de religión; y así avisó del gran cuidado que se debe tener de ellos [...]. 
   
No es sólo la complicidad en el motín de Madrid la causa de su extrañamiento, como el breve lo da a entender: es el espíritu de fanatismo y de sedición, la falsa doctrina y el intolerable orgullo que se han apoderado de este cuerpo; este orgullo esencialmente nocivo al reino y a su prosperidad, contribuye al engrandecimiento del ministerio de Roma [...].
   
Por todo lo cual, Señor, es de unánime parecer, con todos los fiscales del Consejo extraordinario, V. M. se digne mandar concebir su respuesta al breve de S. S. en términos muy sucintos, sin entrar de modo alguno en lo principal de la causa, ni en contestación, ni en admitir negociación alguna, ni en dar oídos a nuevas instancias [...].
  
Madrid, 30 de Abril de 1767.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)