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lunes, 25 de julio de 2022

CUANDO ALBIÓN NO PUDO CONQUISTAR SANTO DOMINGO

Por César Cervera para ABC (España).
  
Como en pasadas y futuras expediciones a América, la logística británica no supo adaptarse a las peculiaridades del terreno de Santo Domingo y se topó con otro Blas de Lezo empeñado en que el Imperio español resistiera a toda costa.
     
Cuadro de la Batalla de Gibraltar (Hendrick Cornelisz Vroom).
  
Si como supone el relato nacionalista británico tras la Armada invencible Inglaterra asumió el tridente de los mares en detrimento de España, parece que el instrumento Neptuno le pesó en exceso. En 1625, ambos países sostuvieron una breve pero intensa guerra donde la monarquía de Felipe IV salió triunfante. Bajo el protectorado de Oliver Cromwell, años después, se vivió de nuevo una derrota en el Caribe de dimensiones dantescas. Ambos tropiezos británicos apenas ocupan unas líneas en la historiografía tradicional…
  
Mientras España entraba en una fase declinante de la Guerra de los 30 años, las dos potencias atlánticas chocaron de nuevo en un conflicto bélico a causa de la rivalidad comercial en tiempos de Cromwell. La acusación, tantas veces repetidas, de que el monopolio español era un foco de retraso para todo el globo, sirvió de detonante de la contienda. No deja de resultar paradójico que Inglaterra, que siempre justificó sus guerras y sus ataques piratas contra España en la necesidad de un comercio global, fuera en sus colonias enormemente restrictivo. Solo los navíos ingleses (ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos.
  
El plan mesiánico de Cromwell
Oliver Cromwell, el político y militar protestante que decapitó a Carlos I, inició en la segunda mitad del siglo XVII un verdadero proyecto de construcción naval. Como explica el historiador Esteban Mira Caballos en su libro ‘Las armadas del imperio’ (La Esfera de los libros 2020), fue en ese momento y no antes cuando Inglaterra empezó a elevarse como «una potencia naval indiscutible». Hacia 1652 se estima que contaban ya con una escuadra de 180 barcos. España, por el contrario, vivió un momento de total fragilidad con asaltos, saqueos e incendios de más de 18 ciudades, cuatro villas y 35 aldeas entre 1655 y 1671.
  
Inmerso en varias guerras largas y penosa, Felipe IV se vio obligado a librar con Inglaterra en 1655 un conflicto que no deseaba y que sorprendió al embajador español en Londres, Alonso de Cárdenas, negociando una oferta de alianza que incluía incluso libertad de culto para los ingleses en España. El Rey Habsburgo pudo conformarse, al menos, con que la primera fase del Designio Occidental, el mesiánico plan de Cromwell para arrebatar a España su imperio americano, fracasó estrepitosamente.
  
Sin que mediara declaración previa por parte de los ingleses, Cromwell organizó una incursión en las Indias españolas. El 26 de diciembre de 1654 zarpó de Portsmouth en dirección al Caribe la Western Design, una expedición compuesta por 18 navíos de guerra y veinte de transporte bajo el mando del almirante William Penn, con 2.500 soldados de infantería, con el objetivo de ocupar una o varias islas y apoderarse de la flota del tesoro española. En Barbados reclutaron a otros 5.000 hombres, que lejos de sumar fuerzas las restaron dada su indisciplina y la imposibilidad de alimentar tantas bocas.
   
Como en pasadas y futuras expediciones a América, la logística británica no supo adaptarse a las peculiaridades del terreno y del clima, de modo que se vieron expuesta a epidemias de toda clase. La inexperiencia, las enfermedades y el hambre fueron demasiado para un ejército que ya a su partida estaba mal equipado y peor alimentado, incluso había escasez de brandy. La mayor parte del reclutamiento lo realizó un cuñado de Cromwell, el mayor general John Disbowe, que reunió a golpe de tambores a gente inexperta de los barrios bajos de Londres, a los que se sumaron agricultores sin entrenamiento militar de las posesiones inglesas de Barbados y St. Kitts.
    
La relación entre el almirante William Penn, encargado de la flota, y el general Robert Venables, a cargo del ejército, tampoco era la mejor posible. Cuando abrieron, a su llegada a las Antillas, las instrucciones secretas por las que se les ordenaba atacar Santo Domingo, cada uno planteó su propia estrategia y, al final, se asumió una mezcla de ambas con lo peor de cada una.
   
El 14 de abril de 1655, la escuadra tomó control de la costa sudoeste de Santo Domingo. Un pequeño destacamento desembarcó cerca de la ciudad, cuya defensa estaba encabezada por el gobernador Bernardino de Meneses, y el grueso de las fuerzas británicas, dirigido por Venables, lo hizo a 40 kilómetros con el objeto de distraer a los españoles y dividir sus fuerzas. Tres días de marcha bajo un sol abrasador sobre un terreno seco y repleto de arenales no distrajo, en absoluto, a los españoles. Más bien los fortaleció.
   
Jamaica, una presa menor
Apenas lograron reunirse ambos ejércitos, el 18 de abril, los ingleses sufrieron una primera emboscada. A pesar de que los españoles no pudieron juntar más que de un millar de soldados válidos, concentrados en la Ciudad Primada, Bernardino de Meneses supo jugar con la ventaja que le daba el terreno escarpado y planteó una resistencia valiéndose de zonas boscosas y de cuevas.
    
Los ingleses carecían de los conocimientos más básicos sobre la situación geográfica y las características de Santo Domingo. Se cuenta, entre el mito y la realidad, que el ruido provocado durante la noche por los cangrejos en las playas mantuvo en estado de tensión permanente a los ingleses, haciéndoles pensar que los españoles estaban desembarcando más tropas en la isla. Los soldados se pasaban las noches disparando hacia la oscuridad creyendo que la luminosidad de los insectos eran chispas de pedernal producidas por el enemigo.
   
El 25 de abril, 6.000 soldados se dirigieron al fin hacia la capital, siendo atacados por una caballería de 120 jinetes que les tendieron otra emboscada en un paso angosto. Al llegar frente a las murallas, una nueva acometida española provocaron el desplome definitivo de la disciplina inglesa. Las tropas españolas dirigidas por el gobernador Bernardino de Meneses, junto con los esclavos negros y mulatos, les acosaron en su retirada en lo que fue toda una lección sobre la guerra de guerrillas y en la que participó, al menos, una mujer, doña Juana de Sotomayor, que «constó haber peleado en la campaña vestida de hombre con armas».
   
La flota inglesa trató inútilmente de bombardear la ciudad durante el repliegue, pero finalmente el ejército volvió a embarcar de nuevo y se retiró del lugar a mediados de mayo dejando tras de sí a mil fallecidos y 200 prisioneros. Gran parte de los oficiales, entre ellos el comisionado de Cromwell, murieron durante la huida o en las semanas dormitando en barcos infectos de miseria. La marinería no dejó de burlarse de la actuación de los soldados de tierra, lo que a su vez aumentó la hostilidad entre William Penn y Robert Venables.
   
Tras este revés convenientemente borrado de los libros de historia, la expedición marchó contra la vecina isla de Jamaica, que se defendió con una estrategia de tierra quemada. Los escasos defensores prefirieron así que los ingleses se adentrasen en el interior de la isla, cuya importancia económica era nula, y se desgastaran por el hambre. Unos pocos hispanos siguieron viviendo en el interior de la isla como si tal cosa esperando una ayuda que, finalmente nunca llegó. Los ingleses se quedaron con Jamaica más por aburrimiento y desidia española que por méritos propios.
  
Aún cuando se alcanzó una breve paz con los ingleses y se reconoció su posesión sobre Jamaica, el antiguo gobernador español, Cristóbal Sasi Arnoldo, trató de contraatacar sabiendo lo débil que era el control británico en la isla. No obstante, su pequeña fuera de invasión procedente de Cuba se estrelló con la resistencia del coronel Doyley y fue incapaz de darse la mano con los españoles del interior. Tampoco se pudo lograr en 1660, todavía con menos efectivos, de modo que los supervivientes del interior finalmente abandonaron sus puestos.
  
El colapso del imperio Habsburgo
Los mandos británicos, en abierta discordia, regresaron en 1655 a las Islas británicas cada uno por su lado, donde serían imputados por abandonar su puesto y enviados a la Torre de Londres. Solo el tiempo, y la propaganda, revalorizó lo que sonaba a una conquista mísera. Jamaica era una presa menor. Ese mismo verano, el almirante inglés Robert Blake mantuvo bloqueado con una armada de 28 navíos el estrecho de Gibraltar con la esperanza de pillar desprevenida a la Flota de Indias, que debía regresar a Cádiz. Advertida de la amenaza inglesa, la flota española invernó en el Caribe, obligando a Blake a regresar a Inglaterra sin haber establecido contacto con ella. Aquel año se fueron de vacío las armas británicas.
    
El St. George de Robert Blake, en el ataque a Santa Cruz de Tenerife de 1657.
  
A pesar del fracaso británico en 1655, el Duque de Medina Sidonia alertó a Felipe IV de lo precaria que era la posición del comercio atlántico: «No se puede creer que ingleses hayan de romper la fe pública y la paz que hay entre esta y aquella Corona, y así no hay que hacer prevención ninguna, sino enviar a levante los cuatro bajeles y patache y dar prisa al despacho de la flota». Y en efecto, un año después, la suerte sí favorecería a Blake en una de las escasas capturas que sufrió la Flota de Indias en toda su historia. Casi a la vista de Cádiz, Blake interceptó una primera flota que regresaba de Tierra Firme. Tomó la capitana y a un buque mercante, lo que le reportó un botín de dos millones de pesos. 
  
La flota de Nueva España, que iba detrás, se refugió en las islas canarias ante el aviso de que Blake esperaba en Cádiz. No fue suficiente. La mayor parte de los barcos fueron destruidos, aunque al menos pudieron desembarcar en Santa Cruz de Tenerife la plata de sus bodegas.
  
En los siguientes años, la alianza de Cromwell con Francia colocó a España tanto en los Países Bajos como en El Caribe al borde del colapso. La batalla de las Dunas en junio de 1659 escenificó el momento más bajo de las armas de los Reyes Habsburgo.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)