Traducción de la columna publicada por el doctor Douglas Farrow para FIRST THINGS el 13 de Julio de 2021, y republicada
con ediciones menores por CATHOLIC WORLD REPORTER en el contexto del
viaje de Francisco Bergoglio a Canadá. La columna es necesaria para
entender el contexto del artículo precedente.
Niñas indígenas asisten a una ceremonia de primera Comunión en la escuela San José, de las Escuelas Residenciales Indias de Spanish (Ontario), en 1955.
Durante las noches pasadas, varias decenas de iglesias en Canadá,
muchas de las cuales servían a pueblos indígenas, fueron incendiadas.
Una decena más, mayormente en contextos no indígenas, fueron vandalizadas. «Quemadlas todas», trinó la directora de la Asociación de Libertades Civiles de Columbia Británica, para porristas simpatizantes incluso en la comunidad legal.
El
caos surgió después del descubrimiento de los restos de cientos de
jóvenes indígenas, enterrados cerca de las escuelas residenciales en las
cuales fueron reclutados bajo una política respaldada por la Ley India
de 1876,
cuyas enmiendas en 1894 y 1920 hicieron obligatoria la asistencia a
escuelas residenciales o industriales para los que carecían de acceso a
las escuelas diurnas. La última de las anteriores, muchas de las cuales
fueron operadas por la Iglesia Católica, cerró sus puertas en 1996. Por
más de un siglo, alrededor de 140.000 niños pasaron por estas escuelas.
Más de cuatro mil —quizá más de diez mil— murieron mientras asistían a
ellas o fallecieron poco después.
¿Cómo pudo ser
esto? ¿Quién es responsable? ¿Las organizaciones religiosas que operaron
las escuelas residenciales son los verdaderos culpables, como muchos
suponen? Un examen atento muestra que tal suposición es débil. La
tragedia, como vemos, y los crímenes que envolvía (crímenes
que algunos caracterizan falsamente como genocidio) comenzaron con la violación gubernamental de la patria potestad, error que nuevamente hoy está ganando vigencia.
Una política progresista
En el momento de su establecimiento, la política de escuelas residenciales fue vista como progresista. Egerton Ryerson
(1803–1882), un ministro metodista, fue nombrado superintendente principal de educación para el Alto Canadá [provincia
erigida en 1791 para acoger a los lealistas que no querían vivir bajo
la nueva nación estadoundense, y que comprende el sur de la provincia de
Ontario, N. del T.] en 1844. Él introdujo los consejos
escolares, estandarizó los libros de texto, y la educación gratuita para
todos. El Departamento de Asuntos Indígenas rápidamente buscó su
consejo y comenzó a emplear sus métodos a fin de integrar a los niños
nativos en el nuevo mundo en que estaban por vivir. Él sostenía que los
pueblos indígenas debían recibir una educación en internados
denominacionales ingleses, un sistema que implicó desarraigar a los
niños de sus hogares y costumbres tribales.
La
primera escuela residencial, el Instituto Mohawk en Brantford (Ontario),
había abierto en 1831. Aún estaba imbuido con el espíritu del primer
obispo de la Nueva Francia, el bienaventurado Francisco de Laval
(† 1708), quien trabajó mucho antes de la era Ryerson para proveer un
sistema completo de educación para los pueblos a su cuidado, como
también para protegerlos del comercio de licores y otras amenazas a su
bienestar (en aquellos días, las escuelas eran llevadas a los nativos en
vez de los nativos a las escuelas). Para el momento de la Confederación
en 1867, había ocho de estos establecimientos, pero las cosas estaban
comenzando a cambiar.
El apoyo estatal para las
escuelas misioneras, católicas y protestantes, se hizo disponible en
1874. Con el advenimiento de la educación obligatoria, las escuelas se
multiplicaron. Para 1931 habían ochenta
en operación. La financiación estaba basada en el reclutamiento y (dado
el mal estado de la economía) muy parsimoniosa. Las condiciones de vida
se hicieron atestadas y poco saludables. Los niños ya llegaban
sufriendo de tuberculosis u
otras enfermedades. Cuando los niños morían en las escuelas, raramente
eran enviados a casa para un entierro apropiado. El gobierno no lo haría,
y las iglesias no podían pagar por ello; mucho menos las familias. Así
que en su lugar se cavaron tumbas poco profundas y cruces de madera en
campos fuera de las escuelas. Y aunque la educación era generalmente
buena y recibida agradecidamente por algunos,
el registro (o la preservación exitosa de los mismos) era
considerablemente malo. Las pequeñas cruces lígneas y las cercas del
cementerio, por supuesto, hace mucho se fueron. Por ende tanta
incertidumbre en las cifras y nombres, e incluso en los lugares donde
fueron enterrados.
Sin embargo, recientemente,
dispositivos de escaneo de suelo hab comenzado a proporcionar lugares y
números. El 28 de Mayo supimos que habían 215 tumbas sin marcar en el
sitio de la escuela residencial en Kamloops
(Columbia Británica); el 25 de Junio, que en Saskatchewan habían 751
donde había estado la Escuela Residencial Marieval; el 30 de Junio, que
182 habían sido
“descubiertas” en la Misión San Eugenio cerca de Cranbrook, donde crecí.
Una campaña irresponsable
Un
domingo reciente, cuando llegamos a Misa en nuestra pintoresca
parroquia de Québec, había al final de la calle de pie un manifestante
solitario, sosteniendo un cartel que decía 751. Un pequeño par de
zapatos, el símbolo del genocidio, yacía a sus pies. Le pregunté a este
joven qué sabía de todo esto y qué esperaba como respuesta de los
ordinarios católicos. Él no había sido descarriado por
la sugerencia injuriosa, plantada previamente por la prensa
irresponsable, que esas eran tumbas masivas, como si hubiera habido
asesinatos masivos. Pero aún él no parecía tener mucha comprensión de
los detalles indispensables.
¿Cómo murieron estos
niños? ¿Quién fue responsable de sus muertes y por qué sus tumbas (no
hay tumbas masivas) están sin marcar? ¿Qué intentos se han hecho para
comensar? ¿Qué están haciendo las iglesias y los gobiernos? Para tales
preguntas él no tenía respuestas preparadas. Él esperaba que el Papa Francisco y los obispos
canadienses se disculparan en vez de solamente expresar
arrepentimiento; y que la presuntamente rica Iglesia Católica
sacrificase algunas de sus propiedades a fin de ayudar a los pueblos
indígenas a conseguir las cosas de las que aún carecen, como el agua
potable.
Comenzamos a discutir estas cosas, que
son bastante complejas que nunca llegamos a esas manzanas podridas en
los barriles: clérigos, religiosos y laicos que habían traumatizado
emocional, física, o sexualmente a los niños a su cargo, como si el
trauma de ser separados de sus hogares y pueblos no fuera suficiente.
Naturalmente, en el imaginario público, estas cosas tienden a correr
lanzas parejas: secuestro de niños, negligencia, abuso infantil, muertes
infantiles. Cosas que necesitan ser separadas si a cada una se les da
la atención que merecen.
Desafortunadamente, la
campaña presente parece más interesada en manipular el sentimiento
público que en lograr la claridad pública. La información sobre los
entierros locales ha sido goteada poco a poco en la psique colectiva,
como si estos hallazgos representaran un conocimiento nuevo y
escandaloso en vez de la confirmación de cosas ya establecidas. Se ha
hecho poco esfuerzo en explicar que finalmente se está llevando a cabo
lo que el profesor Scott Hamilton pidió
hace seis años, durante las audiencias de la Comisión de la Verdad y
Reconciliación (TRC). De hecho, los ignorantes están siendo llevados a
pensar que solo ahora estamos descubriendo que muchos niños murieron
durante el curso de su educación en las escuelas residenciales.
Las
líneas están siendo distorsionadas, y las categorías confundidas. El
término “genocidio cultural”, adoptado por la comisión para describir el
contexto y los efectos de esa educación, ha comenzado a aparecer sin su
adjetivo. Incluso la cuidadosa declaración
del 24 de Junio por el Jefe Nacional de la Asamblea de las Primeras
Naciones Perry Bellegarde, que sabiamente evitó el sustantivo mismo, fue
publicado bajo el encabezado «Horribles descubrimientos de tumbas sin
marcar demanda acción urgente». Ese encabezado dejó más que una
insinuación de desenfreno y, de hecho, destrucción deliberada de jóvenes
vidas. En contraste, la Jefa Sophie Pierre (quien me precedió en
nuestra secundaria local después de asistir a la escuela San Eugenio y que conoce las fortalezas y debilidades de cada una) dijo la mera verdad:
«No hay descubrimiento, sabíamos que estaba allí, es un cementerio. El
hecho que hay tumbas dentro de un cementerio no debería ser una sorpresa
para nadie».
Tal vez la intención del ejercicio es resaltar el Proyecto de Ley C-15 (la Ley sobre la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los pueblos indígenas
que recibió el asenso real el 21 de Junio), canalizando el punto que el
país debe ahora actuar en forma más concertada para realizar cambios.
Si es eso, el fin no justifica los medios. Los incendios que esta
campaña ha provocado y el odio a los cristianos (especialmente a los
católicos) que ha avivado no pueden ser considerados como un daño
colateral muy desafortunado. El sentimiento es una cosa peligrosa. La
verdad y la reconciliación sufren cuando este es usado como arma.
Toma, por ejemplo, el pedido por una disculpa papal.
El Acuerdo de Establecimiento de Escuelas Residenciales Indígenas fue
firmado en 2006. El proceso de disculpas formales que pedía ya había
comenzado en 1991. Este culminó, observa
Raymond de Souza, por el primer ministro Harper en 2008 y por el Papa
Benedicto
XVI en 2009, cuando recibió una delegación de nativos y «expresó su
dolor y angustia por la conducta “deplorable” de aquellos católicos que
causaron inmenso dolor y sufrimento a estos en las escuelas
residenciales». Según el p. de Souza, «esta fue una contraparte adecuada
a la disculpa del gobierno federal que fue entendida por todos: medios
indígenas, medios católicos, medios seglares)».
Sin embargo, la TRC completó en 2015 su Informe Final
de seis volúmenes sobre las escuelas residenciales, basadas
primariamente en una paciente escucha de muchas historias sobrecogedoras
(ese era su mandato. No fue emprendido con un análisis completo de los
registros históricos o siquiera con una muestra imparcial de respuestas
indígenas a la experiencia de la escuela residencial; ni le fue dado
acceso incondicional a los archivos federales). Entre sus 94
recomendaciones había una demanda que el nuevo papa, Francisco, sea llamado a Canadá más o menos inmediatamente para presentar una disculpa in situ «por el rol de la Iglesia Católica Romana
en el abuso espiritual, cultural, emocional, físico y sexual de los
niños de las Primeras Naciones, Inuit y Métis en las escuelas
residenciales dirigidas por católicos». Mientras esto
puede contradecir la lectura situacional del p. de Souza, esto está
siendo reiterado hoy como si nada de esto hubiese pasado en 2009.
Incluso C-15 negocia con el mito tanto como la historia.
Una tormenta perfecta
De
vuelta a nuestra historia. En la era de las escuelas residenciales, la
medicina era relativamente primitiva mientras las pandemias eran
comunes. La varicela era mortal. La gripa española mató amuchas personas
en la primera etapa de la vida con una tasa de fatalidad de 10%. La
tuberculosis era más lenta, pero para los nativos era mucho más letal.
De acuerdo a The Globe and Mail,
documentos en los Archivos Nacionales revelan que los niños morían de
esta «en proporciones alarmantes». El Departamento de Asuntos Indígenas
envió a su principal funcionario médico, Peter Bryce, para investigar.
Sus visitas a quince escuelas en Canadá occidental hallaron que «al
menos el 24% de los estudiantes
habían muerto en un período de 14 años». Él informó al departamento en
1907 que las escuelas no estaban separando a los sanos de los enfermos.
Dos
años después, Bryce presentó un segundo reporte, recomendando que el
gobierno asuma la repsonsabilidad de administrar las escuelas. Por su
problemas, su cargo fue abolido; solo en 1969 se seguiría su consejo.
Después de su retiro en 1922 escribió The Story of a National Crime (La historia de un crimen nacional). Los
pedidos de otros médicos fueron igualmente ignorados. «Evidentemente
alquien ha trasladado nuestra escuela residencial a un sanatorio de
tuberculosos», se quejó el Dr.
MacInnis en una carta desde Nueva Escocia a Asuntos Indígenas. Esto
pensaba que era «muy injusto para los niños que están limpios y bien».
Hoy,
en nuestra propia pandemia, parece que estamos retrocediendo, tratando a
los sanos como si estuvieran enfermos en vez de a los enfermos como si
estuvieran sanos, conduciendo a nuevos crímenes nacionales.
Pero mi punto es que el antiguo crimen nacional fue de hecho nacional,
esto es, político y económico, no primariamente religioso. La
expectativa de visa en esos días era generalmente mucho más baja y la
mortalidad infantil mucho más alta. Sin embargo,
Bryce, aclara a Asuntos Indígenas que la tasa de mortalidad era mucho
mator para los nativos que para la población general qu que se debía
tomar acción inmediata para enfrentar el problema. Como indica The Globe,
en 1914 «el más influyente funcionario importante de Asuntos Indígenas
de la época», Duncan Campbell Scott, permitió que «está casi dentro del
marco decir que el 50% de los niños que pasaron por estas escuelas no
vivieron para beneficiarse de la educación que habían recibido allí».
Con todo, no se tomó ninguna acción efectiva hasta después de la II
Guerra Mundial, para cuya época las medidas médicas habían mejorado
mucho.
La declaración de Scott no puede ser
generalizada para toda la historia de las escuelas, o confinada a las
escuelas por ese asunto. Esto capturó las lastimeras perspectivas de la
población indígena como tal. Sin embargo, las escuelas se hallaban en el
corazón de lo que Hamilton describe adecuadamente como una tormenta perfecta:
«una infraestructura de salud pública muy pobremente desarrollada»; una
población epidemiológicamente vulnerable; niños traídos de comunidades
dispares, trayendo consigo enfermedades, estando atiborrados en
edificios con pobre calefacción y ventilación mientras se les ofrecía
una dieta inadecuada. Por supuesto, bajo tales condiciones las
enfermedades «van a explotar como incendio forestal», dice Hamilton.
La
pregunta que debe presentarse es por qué esta tormenta, que varió, se
le permitió durar la mejor parte del siglo, a expensa de tan jóvenes
vidas. Y por qué ni el estado ni la iglesia tuvieron el coraje de
enfrentarla, o de sustraerse de ella.
Responsabilidad y arrepentimiento
Seamos
claros: Todos los que tienen el poder de prevenir el abuso físico o
mental de los que están a su cargo, son responsables de este juto con
(diferentemente) de los que lo perpetran. De las políticas que seducen o
compelen a las comunidades a enviar a sus hijos a escuelas donde la
enfermedad cunde osu cultura es erróneamente suprimida, todos los que
las producen o las perpetúan sn responsables. Ninguna parte es
responsable de todo, ni la culpa puede distribuirse equitativamente.
Distribuirla justamente es algo que solo Dios es últimamente
capaz, pero el hombre tiene una obligación de intentarlo. Es parte de
aprender a vivir justamente.
Aquellos que
pretenden que tengamos un nuevo instrumento para hacerlo son demasiado
optimistas, sin embargo, o cuando menos demasiado precipitados. Lo que
estamos aprendiendo actualmente por los escaneos de terreno es nuevo
solamente en ciertos particulares modestos.
Los entierros han sido mapeados o serán mapeados. Pero todavía no
conocemos, y puede que nunca conozcamos, qué restos contienen o quiénes
fueron bien tratados o mal tratados en vida. Lo que sabemos ahora es que
estamos ahora en mejor posición, no para culpar a los vivos, sino para
honrar a los muertos. Y así nosotros debemos, teniendo eso en cuenta,
que aunque la mayoría fueron víctimas de enfermedades, no todas fueron
víctimas en el sentido moral. Algunos estaban en el lugar correcto en el
momento equivocado, y algunos, fueran estudiantes o personal, estaban
allí voluntariamente (que la escuela fuese obligatoria no prueba otra
cosa; ni pueden decirse las historias de sufrimiento con confianza de
aplastar las historias de beneficio, puesto que las últimas no han sido
buscadas y las primeras están a veces comprometidas por la explotación
del sistema de reparaciones).
Honrar a los
muertos era y es el punto central de los cementerios, una práctica
funeraria introducida en Norteamérica por los cristianos y acogida por
los pueblos indígenas. Los cementerios en cuestión eran un lugar de
descanso final no solo para los niños de la escuela sino también para
otra gente pobre de la comunidad local. Aun cuando estemos impedidos en
la saludable labor de honrar a los muertos por el humo de las iglesias
ardiendo, lo que nos dice que la cuestión de la responsabilidad por lo
que protractó la “tormenta perfecta” no ha sido respondida como debiera
serlo.
Ninguna respuesta a la pregunta de la
responsabilidad puede obtenerse de confesiones oficiales de culpabilidad
grave, sea de parte del gobierno o por parte de las organizaciones
religiosas que dirigieron las escuelas. Sin embargo, no obdtante el
despreciable figureo del
primer ministro, el anterior debe soportar la mayor parte de su censura
adicional. Porque fue el estado que determinó la política de
asimilación forzada por educación remota y tenía las riendas que
controlaron su implementación. Un plan fatalmente defectuoso, conducido
con una letal combinación de ambición y parsimonua, empeorada por el
abandono de la responsabilidad por parte de ambos lados. Incluso el lado
nativo no puede evitar el escrutinuo. Pero el mismo plan tuvo efectos
devastadores para los cuales el arrepentimiento nacional era y es un
requisito.
¿Arrepentimiento por qué? Por solo
eso, nuestras fallas colectivas y particulares. No por la civilización
occidental como tal, aunque se ha convertido en el blanco del cinismo y
el autodesprecio. Ciertamente no por la Cristiandad y la Iglesia
Católica como tal, que desde los días de los Santos Patronos de Canadá (Juan de Brébeuf
y sus colegas, que derramaron su sangre martirial en favor de los
nativos abandonados ante el genocidio tribal) ha hecho mucho para
templar nuestros excesos y sanar nuestras enfermedades de cuerpo y alma,
como ahora debe hacerlo nuevamente, a pesar de su propia vergüenza y
desgracia. No por el genocidio, porque no hubo genocidio, aunque no hubo
escasez de negligencia, crueldad, desastre, y muerte prematura.
La acusación de genocidio
En
conclusión, algo más debe decirse sobre la acusación de genocidio, que
despertó un odio irracional. El artículo II de la Convención sobre el
Genocidio define el genocidio en referencia a cinco clases de actos «perpetrados
con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o
religioso, como tal». Estos son:
-
Matanza de miembros del grupo;
- Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
- Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
- Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
- Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
En el contexto presente, el quinto es el más socorrido por aquellos
que emplean este término. Con todo, debe recordarse que todos los cinco
están calificados por la cláusula de intención, para la cual se
requiere evidencia.
El mencionado artículo de Globe destaca
el juicio de John Milloy, «el único extraño que ha accedido a la bóveda
bloqueada de los archivos de Asuntos Indígenas» y autor de un libro que
recuerda al de Bryce.
En ese libro, A National Crime: The Canadian Government and the Residential School System
(Un crimen nacional: El gobierno canadiense y el sistema de escuelas
residenciales),
Milloy justamente evita el lenguaje del genocidio, porque nadie en
realidad estaba tratando de hacer que los niños se enfermaran o de
borrar los pueblos indígenas. el asalto excesivo sobre sus familias y
cultura por el estado, y la complicidad de las iglesias (¿habremos
aprendido?) con el estado, condujo a la tragedia. Pero las muertes en
las escuelas «se debieron primariamente a la política de pagarles la las
iglesias sobre una base per cápita» que incentivó el sobrecupo y la peligrosa admisión o retención de estudiantes enfermos.
Esto fue inexcusable, pero no un genocidio.
Además,
el mero hecho de la educación remota obligatoria no llena lo
especificado en la subsección quinta, aunque tienda en esa dirección. Me
opongo fuertemente a esa educación. En realidad, estoy en contra de la
mayoría de las leyes (irónicamente, hoy esas leyes están proliferando de
nuevo, promovidas por organizaciones internacionales como las Naciones
Unidas) que permiten a los agentes del estado violar la santidad de la
familia, haciendo cosas a las mentes o cuerpos de los niños que sus
padres creen nocivas. Pero yo no pienso que Canadá sea culpable de
genocidio,
o que las iglesias sean cómplices en el genocidio. Las fallas de ambos,
pasadas y presentes, son suficientemente serias sin recurrir a ese
término.
Aquellos que hablan irreflexivamente de
genocidio no disuaden sino que alientan el tipo de acta que con el
tiempo conducen al genocidio; actos que no hacen nada por el
arrepentimiento nacional y no honran, sino que afean, a los muertos.
Honrar a los muertos debe comenzar con la oración, por los que aún sean
capaces de encontrar un lugar de oración. De ahí deben moverse al
autoexamen, la contrición, y la penitencia o reparación, para que pueda
haber reconciliación entre los hombres, y, por la divina misericordia,
entre Dios y el hombre.
Douglas
Farrow es profesor de Teología y Ética en la Universidad McGill
(Montréal), y a veces ostenta la cátedra Kennedy Smith de Estudios
Católicos.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)