Traducción del artículo
publicado en NOVUS ORDO WATCH. Recuérdese que la “Comunión” conciliar,
tanto en su forma “Ordinaria” como “Extraordinaria”, es inválida y nula
por falla en la forma, la intención y (en muchos casos) el ministro.
Textos bíblicos tomados de la Versión de Mons. Félix Torres Amat.
¿TODOS SON INDIGNOS DE RECIBIR LA COMUNIÓN? (UNA REFUTACIÓN AL “CARDENAL” BLASE CUPICH)
Un sinsentido teológico so capa de piedad y humildad…
“Pues los tales falsos apóstoles son operarios engañosos, e hipócritas, que se disfrazan de apóstoles de Cristo” (2 Cor 11, 13).
Uno de los mayores picapleitos teológicos en la Iglesia Conciliar estadounidense es el “Cardenal” Blase Joseph Cupich Mayhan, pretendido Arzobispo Católico de Chicago.
El ejemplo sonoro más reciente es su artículo aparentemente piadoso “We Are All Unworthy” (Todos
somos indignos), publicado en el semanario Chicago Catholic pocos días
ha. En él, este falso pastor se pone su cara sombría y arguye que puesto
que todos son indignos de los dones de Dios, y aún así Dios nos ama de
todos modos, no debemos “juzgar” a otros y excluirlos de recibir la
Sagrada Comunión.
Aunque
no menciona nombres ni temas específicos, dado el contexto de las
actuales controversias en los Estados Unidos, es claro que Cupich tiene
en mente la actual refriega en la secta del Vaticano II sobre
si las personas que pública y soberbiamente apoyan que un asesino
pagado vestido de médico desmiembre a los niños nonatos y les succione
el cerebro son “dignos” de recibir la galleta Novus Ordo
(incorrectamente llamada “Santa Comunión”). Cupich piensa tener un
argumento audaz: No, ellos no son dignos, ¡y tampoco tú, así que cállate!
Publicando este artículo un día antes de la Fiesta del Corpus Christi, como lo hizo, es añadir insulto a la ofensa.
He aquí lo que escribe:
«Cada día con Dios, que es padre adoptivo nuestro y de los otros, es un nuevo día, una oportunidad para un nuevo comienzo. Deberíamos también tener ese tipo de humildad cuando viene la ocasión de tratar a otros.Es por eso que debemos despreciar cualquier intento de esperar el fracaso para nosotros mismos o a otros. Es por eso que debemos sospechar de cualquier palabra de excluir personas o concluir que son indignas.Recordemos nuestra respuesta a la invitación a unirnos a la procesión de la Comunión: “Señor, yo no soy digno… pero di una sola palabra y sanará mi alma”.Durante la oración eucarística, me refiero a mí mismo como el “siervo indigno” del Señor. La iglesia y sus líderes son llamados para formar a la gente, no para obstruir la gracia de Dios excluyéndolos o juzgándolos. Dejemos el juicio a Dios» (“Cardenal” BLASE CUPICH, “We are all unworthy”. Chicago Catholic, 2 de Junio de 2021).
Desmantelemos esta basura paso a paso:
Cuando se trata de pecados mortales que son públicos, la Santa Madre Iglesia sabe que el camino que lleva al pecador de vuelta a Dios —y así a disponer ese “nuevo comienzo”— es reprocharle duramente y castigarlo. Tal castigo puede consistir en rehusarle los sacramentos, ponerlo en entredicho, o, en casos particularmente serios, excluirlo de la comunión de los fieles por medio de la excomunión.
Esto es lo que leemos en el derecho de la Iglesia (Canon 855 §1):
Tal modo de proceder no es irrazonable. De hecho, es como Dios mismo actúa, y como Él quiere que Sus discípulos actúen, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Por ejemplo:
El Apóstol San Pablo es claro respecto a excluir a los que son manifiestamente indignos:
De hecho, escribiendo a los tesalonicenses, el mismo Apóstol deja claro cuál es el propósito de esta exclusión: «Y si alguno no obedeciere lo que ordenamos en nuestra carta, tildadle al tal, y no converséis con él, para que se avergüence y enmiende» (2.ª Tesalonicenses 3, 14). La vergüenza puede ser algo muy saludable!
En su primera carta a los corintios, San Pablo también habla directa y explícitamente sobre la cuestión de la indignidad para recibir la Sagrada Comunión:
En todo caso, con esta línea de argumentación el archilaico de Chicago simplemente está siendo falso porque deliberadamente confunde diferentes clases o sentidos de indignidad
Sí, en un sentido estricto, todos somos indignos, como lo proclamamos en toda Santa Misa: Dómine, non sum dignus… (“Señor, no soy digno…”). Después de todo, ¡¿cómo podía una mera criatura ser “digna” —en el sentido de ser merecedora o reclamar de Dios— recibir el Cuerpo y la Sangre del Dios Encarnado?!
Pero también hay otro tipo o sentido de indignidad. Podemos llamarla una indignidad canónica. Por esta se entiende que hemos transgredido públicamente la ley moral y/o eclesiástica en tal medida que la Iglesia nos prohíbe acercarnos a los sacramentos hasta que hayamos enmendado nuestras vidas porque recibirlos sin previo arrepentimiento constituiría un pecado mortal de sacrilegio y daría escándalo inaudito a otros. Como escribe San Pablo: «Los pecados de ciertos hombres son notorios, antes de examinarse en juicio; mas los de otros se manifiestan después de él» (1.ª Timoteo 5, 24).
El priper paso para un nuevo comienzo es reconocer los pecados por lo que son. No estamos hablando simplemente sobre un reconocimiento abstracto y general que uno ha pecado, sino un reconocimiento y admisión concreta del los pecados mortales individuales específicos en especie y número. Sin este reconocimiento, ninguna enmienda seria de vida es posible, ni hay para ellos dolor sobrenatural específico.«Cada día con Dios, que es padre adoptivo nuestro y de los otros, es un nuevo día, una oportunidad para un nuevo comienzo. Deberíamos también tener ese tipo de humildad cuando viene la ocasión de tratar a otros».
Cuando se trata de pecados mortales que son públicos, la Santa Madre Iglesia sabe que el camino que lleva al pecador de vuelta a Dios —y así a disponer ese “nuevo comienzo”— es reprocharle duramente y castigarlo. Tal castigo puede consistir en rehusarle los sacramentos, ponerlo en entredicho, o, en casos particularmente serios, excluirlo de la comunión de los fieles por medio de la excomunión.
Esto es lo que leemos en el derecho de la Iglesia (Canon 855 §1):
«Los Católicos que son públicamente conocidos ser indignos (por ejemplo, los que han sido excomulgados o entredichos, o que son manifiestamente de mala reputación) deben ser excluidos de la Sagrada Comunión hasta que su arrepentimiento y enmienda sean establecidos, y se haya hecho satisfacción por el escándalo público que han dado». (Rev. P. Fray STANISLAUS WOYWOD OFM, A Practical Commentary on the Code of Canon Law, rev. por el Rev. P. Fray Callistus Smith OFM [Nueva York: Joseph F. Wagner, 1952], n. 753.)Estos son castigos medicinales. Su objetivo inmediato es que el pecador se arrepienta y vuelva a Dios, y una vez esto sucede —a través de un acto que debe también ser públicamente manifiesto—, las penas son rescindidas.
Tal modo de proceder no es irrazonable. De hecho, es como Dios mismo actúa, y como Él quiere que Sus discípulos actúen, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Por ejemplo:
- «Pero diles a ésos: Yo juro, dice el Señor Dios, que no quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su mal proceder y viva. Convertíos, convertíos de vuestros perversos caminos; ¿y por qué habéis de morir, oh vosotros los de la casa de Israel?» (Ezequiel 33, 11).
- «Porque si vosotros os convertís al Señor, vuestros hermanos e hijos hallarán compasión en sus amos, que los llevaron cautivos, y volverán a esta tierra; puesto que piadoso y clemente es el Señor vuestro Dios, y no ha de torcer su rostro, si os volviereis a él» (2.ª Paralipómenos [2.ª Crónicas] 30, 9).
- «Que si tu hermano pecare contra ti, o cayere en alguna culpa, ve y corrígele estando a solas con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no hiciere caso de ti, todavía válete de una o dos personas, a fin de que todo sea confirmado con la autoridad de dos o tres testigos. Y si no los escuchare, díselo a la comunidad; pero si ni a la misma comunidad oyere, tenlo por gentil y publicano. Os empeño mi palabra, que todo lo que atareis sobre la tierra, será eso mismo atado en el cielo; y todo lo que desatareis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo» (San Mateo 18, 15-18).
- «Si bien cuando
somos juzgados, el Señor nos castiga como a hijos con el fin de que no
seamos condenados junto con este mundo» (1.ª Corintios 11, 32).
- «[Dios] quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad» (1.ª Timoteo 2, 4).
- «Porque yo os digo que si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (San Mateo 5, 20).
- «¡Jerusalén!, ¡Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados, ¿cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido? He aquí que vuestra casa va a quedar desierta» (San Mateo 23, 37-38).
Excluir la indignidad es no ceder a ellos. Es en cambio un esfuerzo desesperazo para llevarlos al arrepentimiento. Es el “amor duro” que todo padre mostrará a su hijo a fin de traerlo de vuelta al camino recto y estrecho, en lugar de abandonarlo a sus pecados y errados caminos, lo cual verdaderamente sería esperar su fracaso.«Es por eso que debemos despreciar cualquier intento de esperar el fracaso para nosotros mismos o a otros. Es por eso que debemos sospechar de cualquier palabra de excluir personas o concluir que son indignas».
El Apóstol San Pablo es claro respecto a excluir a los que son manifiestamente indignos:
«Echad fuera la levadura añeja, para que seáis una masa enteramente nueva, como que sois panes puros y sin levadura. Porque Jesucristo, que es nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado por nosotros. Por tanto, celebremos la fiesta, o el convite pascual, no con levadura añeja, ni con levadura de malicia y de corrupción, sino con los panes ázimos de la sinceridad y de la verdad. Os tengo escrito en una carta: No tratéis con los deshonestos. Claro está que no entiendo decir con los deshonestos de este mundo, o con los avarientos o con los que viven de rapiña, o con los idólatras; de otra suerte era necesario que os salieseis de este mundo. Cuando os escribí que no trataseis con tales sujetos, quise decir, que si aquel que es del número de vuestros hermanos, es deshonesto o avariento, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o vive de rapiña, con este tal, ni tomar bocado. Pues ¿cómo podría yo meterme en juzgar a los que están fuera de la Iglesia? ¿No son los que están dentro de ella a quienes tenéis derecho de juzgar? A los de afuera Dios los juzgará. Vosotros, empero, apartad a ese mal hombre de vuestra compañía» (1.ª Corintios 5, 7-13).Así vemos que fue San Pablo, escribiendo bajo inspiración divina, nos exhorta a excluir a ciertas personas y marginarlas.
De hecho, escribiendo a los tesalonicenses, el mismo Apóstol deja claro cuál es el propósito de esta exclusión: «Y si alguno no obedeciere lo que ordenamos en nuestra carta, tildadle al tal, y no converséis con él, para que se avergüence y enmiende» (2.ª Tesalonicenses 3, 14). La vergüenza puede ser algo muy saludable!
En su primera carta a los corintios, San Pablo también habla directa y explícitamente sobre la cuestión de la indignidad para recibir la Sagrada Comunión:
«Pues todas las veces que comiéreis este pan, y bebiéreis este cáliz, anunciaréis o representaréis la muerte del Señor hasta que venga. De manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del cuerpo, y de la sangre del Señor. Por tanto examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte hallando pura su conciencia coma de aquel pan, y beba de aquel Cáliz. Porque quien le come, y bebe indignamente, se traga, y bebe su propia condenacion; no haciendo el debido discernimiento del cuerpo del Señor. De aquí es que hay entre vosotros muchos enfermos, y sin fuerzas, y muchos que mueren en castigo de recibir indignamente el cuerpo del Señor» (1.ª Corintios 11, 26-30).¿Qué, el “arzobispo” de Chicago misteriosamente ignoró estos pasajes toda su vida? Por supuesto que no. Cupich no es un idiota, él sabe muy bien todo lo que hace. Él está deliberadamente descarriando a la gente a fin de causar mayor ruina para las almas.
Ahora, ¿qué es eso? ¿Todos somos indignos, o deberíamos abstenernos de «excluir a las personas o concluir que son indignas»? Cupich no puede tenerlo todo.«Recordemos nuestra respuesta a la invitación a unirnos a la procesión de la Comunión: “Señor, yo no soy digno… pero di una sola palabra y sanará mi alma”».
En todo caso, con esta línea de argumentación el archilaico de Chicago simplemente está siendo falso porque deliberadamente confunde diferentes clases o sentidos de indignidad
Sí, en un sentido estricto, todos somos indignos, como lo proclamamos en toda Santa Misa: Dómine, non sum dignus… (“Señor, no soy digno…”). Después de todo, ¡¿cómo podía una mera criatura ser “digna” —en el sentido de ser merecedora o reclamar de Dios— recibir el Cuerpo y la Sangre del Dios Encarnado?!
Pero también hay otro tipo o sentido de indignidad. Podemos llamarla una indignidad canónica. Por esta se entiende que hemos transgredido públicamente la ley moral y/o eclesiástica en tal medida que la Iglesia nos prohíbe acercarnos a los sacramentos hasta que hayamos enmendado nuestras vidas porque recibirlos sin previo arrepentimiento constituiría un pecado mortal de sacrilegio y daría escándalo inaudito a otros. Como escribe San Pablo: «Los pecados de ciertos hombres son notorios, antes de examinarse en juicio; mas los de otros se manifiestan después de él» (1.ª Timoteo 5, 24).
La parte de la “indignidad” no pudo ser más adecuada; la parte de “siervo” es la que está fuera de lugar. El señor Cupich no es un siervo de Dios, digno o indigno; él es un enemigo de Dios. Simón Pedro fue un siervo indigno de Dios, Judas Iscariote fue Su enemigo.«Durante la oración eucarística, me refiero a mí mismo como el “siervo indigno” del Señor».
Un elemento necesario para formar a las personas es castigándolas cuando se desvían seriamente. Todo padre lo sabe, de hecho, todo hijo lo sabe.«La iglesia y sus líderes son llamados para formar a la gente, no para obstruir la gracia de Dios excluyéndolos o juzgándolos. Dejemos el juicio a Dios».
Lo
mismo vale para la Iglesia, y no tiene nada que ver con “obstruir la
gracia de Dios”, como tampoco el que San Pablo, al exhortar a los
corintios a no recibir indignamente la Sagrada Comunión, sea una
obstrucción impertinente de la gracia. Por el contrario, puesto que
«cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor
indignamente, reo será del cuerpo, y de la sangre del Señor», no hay gracia que sea obstruida: lo que está siendo bloqueado es un castigo (eterno) adicional.
La exclusión de la Iglesia por medio del rechazo público de los
sacramentos es en sí misma una gracia, una misericordia que se muestra
al pecador recalcitrante.
Decir que todo juicio debe ser dejado a Dios no es verdad. Todo lo contrario. De hecho, Cristo el Señor le dio a Su Iglesia la potestad específica para gobernar y juzgar (jurisdicción): «Os empeño mi palabra, que todo lo que atáreis sobre la tierra, será eso mismo atado en el cielo; y todo lo que desatáreis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo» (San Mateo 18, 18).
No solo la Iglesia tiene el derecho y el deber de juzgar, incluso el Católico individualmente considerado puede y debe juzgar respecto de algunas cosas. Por ejemplo, ¿cómo un cristiano puede “guardarse de la levadura de los fariseos” (San Marcos 8, 15), si no puede juzgar? ¿Cómo se supone que un Católico distinga al verdadero pastor del el mercenario y especialmente el lobo (cf. San Juan 10, 11-14), o el verdadero Evangelio del falso (cf. Gálatas 1, 8-9), si deja todo el juicio a Dios?
¿Cómo vamos a «guard[arnos] de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces» (San Mateo 7, 15) sin juzgarlos? De hecho, ¿cómo obedeceríamos el mandato de Cristo: «No queráis juzgar por las apariencias, sino juzgad por un juicio recto» (San Juan 7, 24) si nos refrenamos de juzgar?
«El hombre espiritual discierne o juzga de todo; y nadie que no tenga esta luz, puede a él discernirle» (1ª. Corintios 2, 15).
La verdad es que, lejos de no juzgar en absoluto, simplemente se nos impide juzgar temerariamente, esto es, no debemos emitir un juicio desfavorable de nuestro prójimo sin evidencia suficiente evidencia. Aun cuando haya evidencia suficiente, debemos pensar bien de nuestro prójimo en cuanto sea razonablemente posible. Un ejemplo típico sería que si alguno nos dice una palabra desagradable, no asumimos simplemente que se hizo con malicia o con un deseo deliberado de ofender, sino que tal vez hubo circunstancias extenuantes que hacen la acción menos culpable.
Este principio noble y enteramente razonable —consonante con la Regla Dorada (cf. San Lucas 6, 31) y la doctrina de la caridad (cf. 1.ª Corintios 13)— ha sido totalmente distorsionado y estirado hasta decir no más por personas como el “cardenal” Cupich, quien continuamente manipula y abusa de él a fin de excusar y hacer capaces a las personas que cometen los actos más atroces. Esto les permite continuar enmascarándose impunemente como “católicos devotos”, para desconcierto y detrimento de las almas.
Una forma de saber que el argumento de Cupich es insincero es ver cómo soñaría aplicarlo a un escenario diferente, uno que es muy cercano y caro a su corazón. Por ejemplo, ¿es concebible que Cupich use un enfoque de “no juzgar” para aceptar, tolerar o excusar el racismo, el discrimen, la “homofobia”, la construcción de muros fronterizos o la explotación del ambiente? La pregunta se contesta sola.
Hay más en el podrido artículo de Cupich que merece comentarse, pero nos resringiremos a comentar una cita más. Él dice: «Teniendo diariamente la conciencia que Dios nos ha adoptado a todos nos nosotros, recordeemos que Dios, como cualquier padre, no nos negará nada o dejará de amarnos, o dejará de darnos nuevas oportunidades para crecer y madurar».
Decir que todo juicio debe ser dejado a Dios no es verdad. Todo lo contrario. De hecho, Cristo el Señor le dio a Su Iglesia la potestad específica para gobernar y juzgar (jurisdicción): «Os empeño mi palabra, que todo lo que atáreis sobre la tierra, será eso mismo atado en el cielo; y todo lo que desatáreis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo» (San Mateo 18, 18).
No solo la Iglesia tiene el derecho y el deber de juzgar, incluso el Católico individualmente considerado puede y debe juzgar respecto de algunas cosas. Por ejemplo, ¿cómo un cristiano puede “guardarse de la levadura de los fariseos” (San Marcos 8, 15), si no puede juzgar? ¿Cómo se supone que un Católico distinga al verdadero pastor del el mercenario y especialmente el lobo (cf. San Juan 10, 11-14), o el verdadero Evangelio del falso (cf. Gálatas 1, 8-9), si deja todo el juicio a Dios?
¿Cómo vamos a «guard[arnos] de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces» (San Mateo 7, 15) sin juzgarlos? De hecho, ¿cómo obedeceríamos el mandato de Cristo: «No queráis juzgar por las apariencias, sino juzgad por un juicio recto» (San Juan 7, 24) si nos refrenamos de juzgar?
«El hombre espiritual discierne o juzga de todo; y nadie que no tenga esta luz, puede a él discernirle» (1ª. Corintios 2, 15).
La verdad es que, lejos de no juzgar en absoluto, simplemente se nos impide juzgar temerariamente, esto es, no debemos emitir un juicio desfavorable de nuestro prójimo sin evidencia suficiente evidencia. Aun cuando haya evidencia suficiente, debemos pensar bien de nuestro prójimo en cuanto sea razonablemente posible. Un ejemplo típico sería que si alguno nos dice una palabra desagradable, no asumimos simplemente que se hizo con malicia o con un deseo deliberado de ofender, sino que tal vez hubo circunstancias extenuantes que hacen la acción menos culpable.
Este principio noble y enteramente razonable —consonante con la Regla Dorada (cf. San Lucas 6, 31) y la doctrina de la caridad (cf. 1.ª Corintios 13)— ha sido totalmente distorsionado y estirado hasta decir no más por personas como el “cardenal” Cupich, quien continuamente manipula y abusa de él a fin de excusar y hacer capaces a las personas que cometen los actos más atroces. Esto les permite continuar enmascarándose impunemente como “católicos devotos”, para desconcierto y detrimento de las almas.
Una forma de saber que el argumento de Cupich es insincero es ver cómo soñaría aplicarlo a un escenario diferente, uno que es muy cercano y caro a su corazón. Por ejemplo, ¿es concebible que Cupich use un enfoque de “no juzgar” para aceptar, tolerar o excusar el racismo, el discrimen, la “homofobia”, la construcción de muros fronterizos o la explotación del ambiente? La pregunta se contesta sola.
Hay más en el podrido artículo de Cupich que merece comentarse, pero nos resringiremos a comentar una cita más. Él dice: «Teniendo diariamente la conciencia que Dios nos ha adoptado a todos nos nosotros, recordeemos que Dios, como cualquier padre, no nos negará nada o dejará de amarnos, o dejará de darnos nuevas oportunidades para crecer y madurar».
Esto es simplemente, como el obispo Donald Sanborn diría, “estiércol bovino”.
Primero, Dios no nos ha adoptado a todos, ni siquiera a todos los Católicos. La “adopción filial” (Gálatas 4, 5) no viene con el carácter indeleble del bautismo sino con el estado de gracia santificante. Cuando perdemos el estado de gracia, dejamos de ser hijos adoptivos de Dios, y volvemos a ser “hijos de ira” (Efesios 2, 3):
- «El justo… es hijo de Dios solamente por la posesión de la gracia santificante, la cual puede perderse por el pecado mortal, y consecuentemente está basada en una relación libre entre el el hombre y Dios que puede ser terminada por él tan libremente como entró» (Mons. JOSEPH POHLE, Teología dogmática, vol. 7, págs. 358-359).
- «Mas como todos los pecados mortales, aun los de solo pensamiento, son los que hacen a los hombres hijos de ira, y enemigos de Dios; es necesario recurrir a Dios también por el perdón de todos ellos, confesándolos con distinción y arrepentimiento» (Concilio de Trento, Sesión 13, Cap. 5; Denz. 899)
- «Porque el mismo Espíritu de Dios está dando testimonio a nuestro espíritu con la confianza y amor que nos inspira, de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos tambien herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal, no obstante que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados» (Romanos 8, 16-17).
También,
la idea cupichiana de que Dios no nos negará nada, sin importar cuán
endurecidos podamos estar, es igualmente falsa. De hecho, es tan
obviamente falsa que no necesita refutación, especialmente dado que fue
ofrecida sin evidencia alguna.
Todo lo anterior basta para poner en su lugar al falso
cardenal-arzobispo. Él es un engañador espiritual de la peor calaña. Sus
enseñanzas y conducta constante y consistente simplemente no pueden
explicarse razonablemente de otra manera. No nos es permitido juzgar
temerariamente, ¡pero tampoco nos es permitido ser tontos (ver San Mateo
10, 16)! Como escribiera San Roberto Belarmino, «sería la condición más miserable de la Iglesia, si se le compeliera a reconocer como pastor a un lobo manifiestamente acechante» (De Románo Pontífice, Libro II, Cap. 30; traducción de Ryan Grant).
Por cierto: Corre el rumor que Francisco Bergoglio está buscando hacer a Cupich, de 72 años, prefecto de la deuterovaticana Congregación para los Obispos, el dicasterio responsable de seleccionar “obispos” para el mundo entero.
Teológica y pastoralmente, Cupich es básicamente un clon de Bergoglio, aunque es más allá de toda duda que ni siquiera Mark Shea, el admirador profesional de Bergoglio, lo aprueba. Su adveniente prefecto de dicha congregación asegurará que la mayoría de los “obispos católicos” en el mundo sean mini
Bergoglios, o peor.
En 2015, en la cima del escándalo de la venta de partes de bebés por Planned Parenthood, Cupich comentó infamemente:
«Si bien el comercio de los restos de niños indefensos es particularmente repulsivo, no debería apalearnos menos la indiferencia hacia las miles de personas que mueren por falta de atención médica decente; que le son negados los derechos por un sistema de inmigración roto y por el racismo; que sufren hambre, desempleo y carencia; que pagan el precio de la violencia en vecindarios saturados de armas; o que son ejecutados por el estado en nombre de la justicia» (BLASE CUPICH, citado en “Para el arzobispo Cupich, los vídeos de Planned Parenthood deberían urgirnos a combatir todos los males sociales”, Catholic News Agency, 6 de Agosto de 2015).
Claramente, ¡un hombre secúndum cor Bergóglium!
La
verdad es que Cupich no es un Católico, ni siquiera un laico Católico.
Es un operador y agitador anticatólico cuyo trabajo es evidentemente
demoler y arruinar lo que aún de Católico pueda quedar en las almas.
Su
última monografía arguyendo la (in)dignidad eucarística para todos,
simplemente busca asegurar que todos los pseudocatólicos que para
detrimento del bien común promueven todos los males espirituales y
temporales, mientras se proclaman “católicos devotos” y codean con
clérigos en altas posiciones, puedan continuar actuando así con éxito e
impunidad.
Eso es lo que Cupich está
haciendo aquí, y toda su habladuría sobre un “nuevo comienzo” y “no
esperar el fracaso” y la “humildad” es solo manipulación espiritual. Él
es profesional en esto. ¿Por qué otra cosa Francisco Bergoglio lo envió a
Chicago y le hizo “cardenal”?
En resumen:
Hablando estrictamente, todos somos indignos del Cuerpo y Sangre de
Nuestro Señor y Redentor. Pero algunos, habiendo respondido a la gracia
de Dios, lamentan sobrenaturalmente su indignidad y por tanto Dios los hace dignos por Su gracia y misericordia; mientras que otros se endurecen en su indignidad y la exhiben soberbios, a los cuales Dios rechaza y vomita de Su Boca (cf. Apocalipsis 3, 16; San Mateo 15, 7-9).
Para fuera Blase Cupich.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios deberán relacionarse con el artículo. Los administradores se reservan el derecho de publicación, y renuncian a TODA responsabilidad por el contenido de los comentarios que no sean de su autoría. La blasfemia está estrictamente prohibida, y los insultos a la administración es causal de no publicación.
Comentar aquí significa aceptar las condiciones anteriores. De lo contrario, ABSTENERSE.
+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)