«Señor, tú alegras mi mente de alegría espiritual. Cómo es glorioso tu cáliz que supera todos los placeres probados anteriormente» (San Agustín).
El
fundador y primer director de las misiones capuchinas de Levante, en el
siglo XVII, fue el P. José de París (José Leclerc du Tremblay), llamado
«La Eminencia Gris», por la influencia que ejerció sobre el cardenal
Richelieu y el rey Luis XIII. A principios de 1629, cinco capuchinos
desembarcaron en Alejandreta; uno de ellos era el P. Agatángelo de
Vendóme (en el siglo Francisco Noury), nacido el 31 de julio de 1598
del Presidente del Tribunal Electoral y animador del comité de
recaudación de fondos para la construcción del convento capuchino
Francisco Noury y Margarita Bégon. En 1625, recibió la ordenación
sacerdotal y se entregó celosamente a la predicación en su región natal,
hasta que recibió la orden de partir a Siria. En Alepo, donde había
llegado el 29 de abril de 1629, ejerció el ministerio sacerdotal entre
los comerciantes franceses e italianos, en tanto que aprendía el árabe.
Pronto llegó a dominar esa lengua lo suficiente para predicar en
ella. Con obras de beneficencia, encuentros familiares y catequesis
elemental, consiguió buenos resultados entre los musulmanes y los
cismáticos (convirtió a varios sirios, armenios e incluso a un obispo
melquita), y así consiguió ganarse la benevolencia de personajes tan
importantes como el imam de la principal mezquita y el jefe de los
derviches, pero también la envidia de los maronitas. A pesar de la
prohibición de la Congregación de Propaganda Fide de predicar
públicamente el Evangelio a los mahometanos, el P. Agatángelo explicaba a
los turcos las verdades de la fe. Lo único que pretendía era crear un
clima de tolerancia e interés por el cristianismo, ya que era un
misionero demasiado inteligente para tratar de obtener, por el momento,
resultados más positivos. En 1630 se fundó en El Cairo una
misión capuchina. Como no prosperase, el P. Agatángelo fue enviado allá
en 1633 para encargarse de la dirección. En El Cairo se reunieron con
él otros tres misioneros venidos de Marsella. Uno de ellos era el Padre
Casiano de Nantes (en el siglo Gonzalo Vaz López Netto, nacido el 14 de
enero de 1607 de Juan López‐Netto y Guida de Almeras, mercaderes
portugueses). Pronto se convirtió éste en el brazo derecho del P.
Agatángelo y le secundó ardientemente en la tarea de conseguir que la
Iglesia copta volviese a la unión con la Santa Sede. El P. Agatángelo
entró personalmente en contacto con los obispos coptos y el patriarca
Mateo le dio plena libertad de entrar en todos los templos coptos. Con
permiso especial de Roma, el P. Agatángelo solía celebrar la misa,
predicar y catequizar en dichos templos; así consiguió reconciliar con
la Iglesia a cierto número de coptos. Los capuchinos determinaron
ganarse también a los monjes coptos, pues entre ellos se elegía a los
obispos. Así pues, en 1636, el P. Agatángelo, acompañado por el P.
Benito de Dijón, emprendió un largo viaje al monasterio de Deir Mar
Antonios, en la baja Tebaida.
Los
monjes los recibieron bien, y los misioneros permanecieron ahí cuatro
meses, durante los cuales el P. Agatángelo tuvo con los monjes largas
discusiones doctrinales y les dio pláticas espirituales. Uno de los dos
libros de que se servía para dichas pláticas era el tratado «De la Santa
Voluntad de Dios» del P. Benito de Canfield (Guillermo Fitch), quien
fue el primer misionero capuchino en Inglaterra en tiempos de
persecución. Dos de los monjes se reconciliaron con la Iglesia y el P.
Agatángelo les pidió que permanecieran en el monasterio, con la
esperanza de que pudiesen hacer algo por la conversión de sus hermanos.
Era éste su modo de proceder ordinario, dado que no había en Egipto
iglesias católicas del rito copto para que los reconciliados con Roma
pudiesen asistir a los divinos misterios. Los sacerdotes católicos
tenían permiso de celebrar la misa en los templos de los disidentes y
los fieles estaban autorizados a asistir a ellos para que así no se
quedasen sin sacramentos y, al mismo tiempo, servían de levadura entre
sus hermanos disidentes. Pero la Congregación de la Propagación de la Fe
publicó un decreto por el que declaraba ilícita esa práctica. El P.
Agatángelo consultó el asunto con el custodio de Tierra Santa fray Pablo
de Lodi, quien le respondió: «Creo que si los eminentes prelados
romanos hubiesen sabido las condiciones que reinan en estos países, no
habrían publicado ese decreto. Todos los frailes de aquí piensan como
yo». Ante el acuerdo general de los misioneros de Palestina y Egipto
sobre el punto, el P. Agatángelo escribió una larga carta al cardenal
prefecto Antonio Barberini, en la que exponía las razones teológicas,
canónicas y prácticas que había para retirar el decreto. El asunto pasó a
la competencia del Santo Oficio. Ignoramos lo que respondió esa
institución, pero probablemente dio la razón a los misioneros, ya que
los sucesores del P. Agatángelo en El Cairo sostuvieron la misma
política, sin que se le molestase por ello.
Desgraciadamente,
como en tantos otros casos, el mayor obstáculo para la reconciliación
entre la Iglesia copta y Roma, lo constituyeron los católicos latinos.
Algunos años antes, el patriarca copto Mateo III había entrado en
prometedoras negociaciones con los cónsules de Francia y Venecia. Los
misioneros habían intentado valerse del renombre y del poder de Su
Majestad Cristianísima en la obra de evangelización; pero quienes habían
emprendido las negociaciones habían muerto ya, y el cónsul francés de
la época del P. Agatángelo era un hombre de vida tan escandalosa, que a
su casa se le dio el nombre de «sinagoga de Satanás». Por otra parte,
los europeos llevaban en El Cairo una vida tan poco recomendable que,
según escribía el P. Agatángelo a sus superiores, ese escándalo público
convertía a la Iglesia «en objeto de abominación para los coptos, los
griegos y los otros cristianos, de suerte que será muy difícil que
superen su aversión por los latinos». En 1637, fue nombrado un nuevo
cónsul francés, mejor que el anterior, pero no por ello cambió la
situación. En ese mismo año, el patriarca copto reunió un sínodo para
discutir la cuestión de la reconciliacion con Roma, y uno de sus
consejeros se opuso a ello alegando expresamente la conducta escandalosa
de los católicos en El Cairo: «La Iglesia Romana en nuestro país es un
lupanar», exclamó. El P. Agatángelo, que se hallaba presente, no pudo
negarlo y se limitó simplemente a advertir que por terribles que fuesen
los pecados de los católicos, no alteraban la verdad y santidad profunda
de la Iglesia. Después del sínodo, escribió una carta al cardenal
prefecto. En ella le explicaba que, desde hacía tres años, había
solicitado en vano la autorización de excomulgar públicamente a los
católicos de vida más escandalosa y que había hecho cuanto estaba de su
mano por la unión: «He clamado, he acusado, he amenazado… Y mi
celo, no sé si razonable o indiscreto, me obliga a exigir que quienes
poseen la autoridad hagan uso de ella. Pero son como perros cobardes que
no se atreven a morder. Haga Vuestra Eminencia lo que su celo por la
gloria de Dios le dicte… Por el amor de Cristo crucificado y de
su bendita Madre, haga algo por remediar este enorme escándalo. Por mi
parte, no me considero responsable de él ante Cristo, quien ha de
juzgarnos a todos y le pido con amor que me llame entre los buenos y
fieles servidores que le servirán con celo». Unos cuantos días después,
el P. Agatángelo partió a Abisinia con el P. Casiano el 23 de diciembre.
En
1637, se había proyectado la fundación de una misión capuchina en
Etiopía, y el P. Agatángelo y el P. Casiano habían estado en espera de
la orden de partir a ella. El P. Casiano estaba destinado desde hacía
varios años a Etiopía. Con miras a ello, había aprendido en El Cairo el
amárico, el principal idioma de Etiopía. Ambos misioneros sabían
perfectamente el peligro al que se exponían, debido a los recientes
sucesos políticos y religiosos en Abisinia: cinco años antes hubo una
guerra civil y la reconquista portuguesa del puerto de Mombasa (el
sultán Jerónimo Chingulia/Yusuf ibn al-Hasán se rebeló contra Portugal y
se hizo pirata); y a instancias de su hija mayor Evangelina (en geʽez
ወንጌላዊት/Wangelawit; de quien el jesuita portugués Manoel de Almeida dice
que convivió con siete hombres) el emperador Basílides (en geʽez
ፋሲልደስ/Fāsīladas, nombre de trono Alem Sagad ዓለም፡ ሰገድ, “Ante quien el
mundo se inclina”), siguiendo la típica política de los cismáticos
«antes súbditos de la Meca que de Roma», ordenó en 1634 la expulsión del
patriarca Alfonso Mendez y de los jesuitas, como también quemar los
libros litúrgicos de los “francos”. Aparte, un tal Rezek, casado y con
hijos, se presentó como representante del patriarca copto de Alejandría
para las iglesias de Etiopía, declarando depuestos a todos los
sacerdotes católicos y “ordenando” a 20.000 coptos; pero su vida era tan
escandalosa que el rey tuvo que apresarlo en un peñasco alto. Los
monjes fraguaron un plan para evitar el peligro, sin saber que el médico
luterano alemán disfrazado de monje copto Pedro Heyling (a quien se le
atribuye la introducción del protestantismo en el país), muy hostil a
los católicos, estaba decidido a perderlos. Así pues, cuando los
misioneros con la ayuda de un mercader veneciano, alcanzaron en 1638 a
una caravana que se dirigía hacia las costas del mar Rojo a través del
desierto de Nubia. Aprovechando la oportunidad de otras caravanas,
pasaron Massaua y llegaron a Deboreh, Serawa en la meseta de
Eritrea, fueron detenidos y torturados para luego ser enviados, atados a
las colas de los animales cabalgados por sus propios carceleros, a
Gondar, la capital imperial.
Al
llegar a los árboles en que los iban a colgar, hubo cierta dilación. El
P. Casiano increpó a los verdugos: «¿Qué esperáis? Estamos prontos a
morir». Los verdugos respondieron: «Hay que esperar a que lleguen las
cuerdas». «¿Acaso no estamos atados con cuerdas?», replicó el misionero.
Así pues, los mártires fueron ahorcados con sus propios cíngulos, al
medio día del 7 de agosto de 1638. Un notable personaje abisinio, en
aquel momento confesó la fe católica y renunció a su creencia cismática.
Antes de que exhalasen el último suspiro, el primado cismático se
presentó en el sitio y gritó a la multitud: «Apedread a los enemigos de
la fe de Alejandría, si no, quedaréis excomulgados». Inmediatamente la
chusma comenzó a apedrear a los mártires. El beato Agatángelo tenía
cuarenta años; el beato Casiano, treinta. Se cuenta que los cadáveres
brillaron con una luz misteriosa durante tres noches consecutivas.
Basílides, aterrorizado, ordenó que se les diese sepultura. Pero unos
católicos escondieron los cuerpos, sin saberse su ubicación por 250
años.
Agatángelo,
además de sacerdote, fue un gran erudito. Así lo demuestra la
correspondencia que mantuvo con el célebre arqueólogo y astrónomo
provenzal Nicolás Claudio Fabri de Peiresc, quien le solicitó
informaciones sobre la observación del eclipse de Luna del día 28 de
agosto de 1635 a fin de determinar con precisión las longitudes costeras
de varias localidades alrededor del Mediterráneo y en el África del
Norte, hallando que la longitud de este mar era casi 1000 km. menor de
lo que se creía hasta el momento.
La
causa de estos mártires, intentada ya en el siglo XVII en tiempos de
Urbano VIII, Inocencio XI y Alejandro VII, con las recomendaciones
incluso del rey Luis XIV de Francia, queda finalmente introducida el 10
de enero de 1887 por Guillermo Massaia, quien recogió las tradiciones
orales transmitidas por los católicos de aquellos lugares, y tras
oportunas investigaciones, encontró la tumba de los mártires en la
entrada de Islamge (Ge'ez: እስላምጌ, literal “País del islam”), el barrio
musulmán de Gondar.
El 27 de abril de 1904, San Pío X reconocía la heroicidad de su martirio, y fueron beatificados el 1 de enero de 1905.
ORACIÓN (Del Misal Romano-Seráfico).
Oh
Dios, que concediste a tus beatos Agatángelo y Casiano, inflamados de
tu amor, derramar su sangre por la fe: concédenos propicio que, por su
intercesión, combatamos de tal forma en la tierra a los enemigos del
alma, que merezcamos ser coronados por Ti en el Cielo. Por J. C. N. S.
Amen.
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