La situación, en la pobrísima casita en que Santa María Micaela había acogido a un grupo de desgraciadas muchachas, era humanamente desesperada. Todas estaban enfermas, por haberse contagiado con la gripe. La fundadora, en un arranque de sobrehumana fortaleza, atendía, ayudada en ocasiones por los propios médicos que se sentían sobrecogidos ante tamaña grandeza, a las enfermas. Por otra parte, el dinero faltaba de manera angustiosa, y por si fuera poco, cuando la situación era más negra, uno de los mayores acreedores de la casa se había presentado a reclamar airadamente su dinero, y había amenazado con el embargo.
Entonces
se veían aparecer a la puerta de la casa, y detenerse un momento, los
coches señalados con el escudo de las más nobles casas de Madrid. Desde
dentro, sin bajar, preguntaban sus ocupantes al portero:
–«¿Vive la Superiora?».
–«Sí, señor. Vive aún».
–«Pues dígale usted de mi parte que como ella se ha querido todo esto, y lo hace por su gusto, que lo sufra».
No
es más que una anécdota. Pero como ésta, podrían contarse a centenares.
El estampido que en la buena sociedad madrileña causó la decisión de
Micaela Desmasières López de Dicastillo y Olmedo, vizcondesa de
Jorbalán, de ponerse al servicio de las pobres mujeres caídas y
consagrarse a la tarea de redimirlas, era tal que, usando frase
ignaciana, podríamos decir que «el mundo no tenía oídos para
escucharlo». Su familia, horrorizada, deja de tratarla; sus antiguas
amistades, le vuelven la cara. Personas que le debían favores, le niegan
la más mínima ayuda, porque aquello no tiene ni pies ni cabeza y se va a
deshacer de un momento a otro. Por encima de todo esto, Micaela del
Santísimo Sacramento se mantiene firme con una grandeza de ánimo, con un
espíritu de fe tan colosal, que su figura, nos atrevemos a afirmarlo
rotundamente, es una de las más colosales de todo el santoral cristiano.
En
la flor de la edad, a sus cuarenta y tres años, muere inesperadamente
el padre, Miguel, teniendo Micaela que interrumpir la educación que
venía recibiendo en las ursulinas de Pau. Poco después es su hermano
Luis el que en un accidente, una caída de caballo, muere en Tolosa. Su
hermana Engracia, a la que una niñera imprudente llevó a presenciar la
ejecución de un reo, empieza a dar muestras de perturbación mental, y
termina trastornándose por completo. Su hermana Manuela, que
sobreviviría a tantas desgracias, hubo de marchar al destierro, a causa
de las ideas legitimistas de su esposo.
En medio
de todas estas tribulaciones, María Micaela recibe una educación
excepcional. Se le enseña no sólo lo que es costumbre que aprendan las
señoritas de buena sociedad en aquel tiempo, sino otras muchas cosas que
le han de ser excepcionalmente útiles en su futura vida de fundadora.
Aprende también a familiarizarse con el dolor y la humillación. Después
de tres años de limpio noviazgo, pues ella «no entendía muy bien de
bodas», con un joven piadosísimo, Francisco Javier Fernández de
Hinestrosa, hijo de los marqueses de Villadarias, cuando iba a
celebrarse la boda se rompe el compromiso por cuestiones de intereses.
El paso humilla a Micaela y la lanza por vez primera a la maledicencia
madrileña. Ella, en sus memorias, maravilloso documento de espontáneo y
naturalísimo estilo, resumirá aquel noviazgo diciendo que «todo era
tomarnos cuenta de los rezos… y quién hacía más oración».
Pero
esta extraña escuela del noviazgo, para una fundadora, se va a hacer
más extraña aún cuando, muerta su madre, María Micaela acompañe a su
hermano primero a París y después a Bruselas. Durante su estancia en
estas dos capitales europeas, Micaela se verá obligada a hacer una vida
verdaderamente extraña. La dirección de un santo jesuita, el padre
Eduardo José Rodríguez de Carasa, a quien su madre la ha dejado
encomendada, le servirá de seguridad en dificilísimos trances. El hecho
es que ha de madrugar muchísimo para hacer su oración y recibir la
comunión, que toda su vida fue cotidiana. Que ha de aprovechar la mañana
para sus obras de caridad. Pero que luego ha de sentarse a la mesa,
acompañando a sus hermanos, y con frecuencia invitados del cuerpo
diplomático, ha de salir de paseo a caballo y ha de pasar la noche entre
teatros, tertulias y bailes. Nadie podía sospechar que al dolor
intensísimo que le causaba su enfermizo estómago (tuvo diagnosticado el
cáncer por mucho tiempo) añadía ella la aspereza de un cilicio. Ni
podían sospechar tampoco, quienes la veían en la platea, que los
anteojos que ella llevaba estaban dispuestos de tal manera que, aun
mirando fijamente al escenario, nada se alcanzara a ver.
Su
vida en París y en Bruselas fue una siembra ininterrumpida de
maravillosa caridad. Pobres, enfermos, necesitados, iglesias
desmanteladas…, por doquiera hubiese una necesidad, encontraban
inmediato remedio en la espléndida vizcondesa. Un anecdotario
copiosísimo y edificante nos demuestra la extraordinaria capacidad,
hasta humana, de una mujer que sin desatender en lo más mínimo a sus
obligaciones (se obligó con voto a obedecer a su cuñada), desplegaba una
pasmosa actividad al servicio del prójimo.
Un
episodio extraño nos va a dar la medida de su extraordinaria figura.
Volviendo hacia España, quiso su cuñada detenerse una temporada en
Burdeos. También allí se significó María Micaela por su ejemplaridad. Un
día reciben una extraña invitación: el cónsul de España les ruega que
vayan a tomar el té a su casa. Ellas oponen algunos reparos, y el cónsul
les explica que es el señor arzobispo quien se lo ha pedido porque
quiere hablar con Micaela, y no le parece oportuno ni discreto acudir al
hotel en que se hospedan. Dicho y hecho: se reúnen, comienzan a
conversar y el arzobispo pide a Micaela… algo verdaderamente inaudito
para una muchacha seglar.
María Micaela venía
oyendo la misa que celebraba un canónigo español en la iglesia de unas
religiosas, sin caer en cuenta de la situación en que se encontraban. El
arzobispo le abrió los ojos: contagiadas por el jansenismo, las
religiosas estaban en franca rebeldía contra él, y ésta era la razón de
que allí no se celebrara misa. Pedía a Micaela que interviniera para que
aquella situación cesase. Y Micaela intervino. Ella nos ha contado lo
que sucedió, que llega a lindar con lo increíble. Recibida con frialdad,
se gana primero el ánimo de la superiora, habla después a toda la
comunidad reunida, entrando para ello en clausura, llega a convencerlas
de que acepten hacer unos ejercicios espirituales, preside la comunión
final, con su traje seglar, en medio del coro, en lugar de la superiora,
convence a un pequeño grupo que aún se resistía, y marcha de Burdeos
dejando a las religiosas enteramente reconciliadas con Dios, y
despidiéndola con lágrimas.
El encuentro más
decisivo de su existencia iba a tener lugar en forma inesperada y
claramente providencial. El padre Carasa le había encomendado, al quedar
sola en Madrid, que alternara con una señora de la que Micaela,
extraordinariamente parca en alabanzas, nos dice que «era santa»: María
Ignacia Rico de Grande. Esa señora la llevó un día al hospital de San
Juan de Dios, donde, según nos dice Micaela, «sufre el olfato, la vista,
el tacto, los oídos». «Todo tiene allí su especial mortificación y es
un jardín de muchas virtudes que practicar». En efecto, al hospital se
acogían las pobres mujeres de la calle, al caer enfermas de sus más
repugnantes enfermedades. Micaela nada sabía ni de la existencia de
tales mujeres, ni mucho menos del trato vil que la sociedad culpable les
daba después de haberlas corrompido.
Aquella
visita fue para ella una revelación. Y cuando vio la situación, no sólo
del hospital, sino, lo que era muchísimo más trágico, la que les
esperaba a la salida del mismo, no pudo menos de pensar que había que
hacer algo. En este o aquel caso concreto las dos amigas consiguieron
hallar un remedio. Pero hacía falta más: una casa en la que poder acoger
a aquellas pobres mujeres, prevenir en lo posible las caídas,
remediarlas cuando ya habían ocurrido.
Y
así se hizo. En una insignificante casita inició María Micaela su
maravillosa obra de caridad. La Comisaría de Cruzada le ofreció alguna
ayuda. Se formó una junta y se preparó un sencillísimo reglamento. Pero
claramente se veía que aquello no podía seguir en manos mercenarias, y
que únicamente quien lo hiciera por Dios podría soportar las
dificultades, las humillaciones, los desprecios que el trato con
aquellas mujeres aparejaba.
Se produjo entonces
uno de los episodios más dolorosos de su vida: se hicieron cargo de la
casa unas religiosas francesas. Pero, desgraciadamente, pronto se vio
que no habían sido leales ni en los ofrecimientos, ni en las
obligaciones que habían asumido. Contra lo que habían afirmado, no
tenían práctica ninguna de aquella clase de apostolado. Por otra parte,
en la vida económica de la casa había muchos aspectos obscuros,
obedeciendo, al parecer, a compromisos con la casa central. Lo cierto es
que la situación se hizo insostenible: Micaela, apoyada por la
autoridad eclesiástica que le daba plena razón, hubo de recurrir a
medios extremos, y mientras, en medio de un griterío espantoso, con la
casa rodeada por la fuerza pública, salían las religiosas, Micaela se
hacía cargo de nuevo de las muchachas allí acogidas.
Con
sobrecogedora grandeza de ánimo hizo frente a la situación. Pensando
seriamente las cosas vio que Dios la llamaba a aquella tarea. Dejó su
casa, se quedó a vivir con ellas, e inició ya de lleno su espléndido
apostolado.
Y empieza una vida en la que, sin
paradoja alguna, sino con toda verdad, se puede decir que lo
sobrenatural es enteramente natural. No hay una peseta en casa, y ni
siquiera carbón para encender la lumbre. A media mañana llega un
religioso filipino, visita el colegio, y, entusiasmado, regala tres
onzas de oro. La comida de aquel día es espléndida, y las colegialas
piensan que el encender tan tarde la cocina ha sido… una broma de la
superiora.
Cuando la calumnia llega
hasta el mismo arzobispo de Toledo, se presenta el cura de la parroquia
para quitar el Santísimo de la casa. Micaela pide al Señor que no
consienta en irse, y el ánimo del cura cambia por completo después de
estar un rato de rodillas. Emocionado, se ofrece para todo lo que haga
falta.
En una época de su vida un confesor duro
de carácter, el padre Labarta, querrá poner coto a tantas maravillas, y
le prohibirá hacer uso de lo que Dios Nuestro Señor a cada paso le
revelaba. Imprudente medida que ocasiona conflictos curiosísimos. «Va a
haber fuego en el altar», avisa el Señor. Y la Santa no puede hacer nada
que no sea disponer con disimulo un poco de agua a mano. «Te van a
envenenar», y ella, ante la prohibición del confesor, se ve obligada a
empezar a tomar la taza que contenía el arsénico, hasta que, ante lo
repugnante del gusto, piensa que también sin revelación habría dejado
aquello, y lo deja. Pero la obediencia le costará una enfermedad
gravísima, y quedar al borde de la muerte. Felizmente no todos los
confesores eran como el padre Labarta, y la figura celestial de San
Antonio María Claret vendría en su auxilio y le ayudaría
maravillosamente en los últimos años de su vida.
No
hay palabras para explicar el grandioso heroísmo de la caridad de la
Santa. Tenía un carácter fuerte, por otra parte, verdaderamente
necesario si había de sacar adelante una fundación en la que se
encontraban unánimes a la hora de rechazarla todos, los buenos y los
malos.
Tuvo la persecución de los malos. Era
lógico. Con el puñal, con el veneno, con el incendio, con la calumnia,
con el pasquín, con el periódico…, con todos los medios. Repetimos que
era lógico. Hombres poderosos, que se veían privados por el bienhechor
influjo de la Santa de las mujeres de quienes habían hecho objeto de su
pasión, no dejaban piedra por mover a la hora de perseguirla. Temporadas
enteras hubo de dormir vestida, pensando que de un momento a otro se
vería asaltada la casa. Su valor fue, sin embargo, tan extraordinario
que consta de alguna ocasión en que llegó a presentarse, sola e
indefensa, en una casa pública, a trueque de arrebatar de allí una pobre
mujer a la que retenían contra su voluntad, escena esta inmortalizada
por Tomás Borrás.
Pero acaso le tuvo
que doler muchísimo más, y sin acaso, la persecución de los buenos. Un
día es su mismo confesor, el padre Carasa, que, dando oídos a una
hipócrita, se muestra duro y desdeñoso con ella y se niega a atenderla.
Otro día, un crédulo arzobispo, que organiza una inaudita escena, en la
que insulta y rebaja hasta lo increíble a la Santa. Otra, su propio
Ordinario que, dando oídos a las habladurías, intenta retirar el
Santísimo Sacramento de la Casa. Ocasión hubo en que ella misma confesó
tener enfrente prácticamente a todo el clero de Madrid.
Fue
calumniada aun en las mismas cosas en que ni siquiera apariencia pudo
haber de nada malo. Así, sus relaciones con Isabel II. Se obligó con
voto a no pedir jamás a la reina absolutamente nada, ni para sí ni para
los demás. Rehusó sistemáticamente hablar con ella de cosas que no
fueran de Dios. Y a pesar de todo, se vio acusada de formar parte de la
camarilla, de influir en la política, de fomentar aquellas relaciones,
aceptadas por ella exclusivamente por obediencia y con una repugnancia
grandísima.
Pero lo más maravilloso es y será
siempre su trato con las pobres mujeres. El dominio de su naturaleza, en
el cuidado de las llagas más purulentas, en la aceptación de los
insultos más procaces, en la constancia y en la humillación, sobrepasa
lo que puede explicarse. La pluma no encuentra palabras para ponderar la
caridad admirable ejercitada por la Santa a lo largo de su vida. Pero
cuando recogemos los testimonios de quienes presenciaron aquellas
escenas, los ojos se nos llenan de lágrimas. Parece imposible, e
imposible sería sin la acción de la divina gracia, que una mujer de
alcurnia sirva en los más viles menesteres a tan pobres desgraciadas.
Que acepte, sin una vacilación, el constante peligro del contagio. Que
salga a recoger, por las calles de Madrid, el insulto y la befa para
pedir una limosna. Alhajas vinculadas al recuerdo de su madre, recibidas
de la familia real, cargadas de historia de España, pasaban a las
sórdidas manos de los prestamistas, a un precio irrisorio…, porque las
colegialas tenían que comer y no había en todo Madrid quien quisiera dar
a Micaela una sola peseta.
«En 1850 me vine al
colegio, a dirigirlo yo misma, pero me parecía que no había de poder
hacer el gran sacrificio que me proponía. ¡Me hallaba tan sola…, tan
triste…, tan despreciada de todos!».
Sola,
triste y despreciada. ¡Qué tres adjetivos! Humanamente era imposible
pensar que alguien quisiera compartir con ella aquella vida. Pero cuando
las obras son de Dios se hace posible lo imposible, pues Él nos dijo
que había venido a confundir la sabiduría de este mundo con la locura
que El traía del cielo. En efecto, con vacilaciones, con deserciones
dolorosísimas, pero con seguridad absoluta, el minúsculo grupo de
personas que le ayudaban se fue ensanchando más y más y, quien nunca
pensó en ser fundadora, se encontró un buen día al frente de una
naciente congregación religiosa: las Adoratrices del Santísimo
Sacramento y de la Caridad.
Durante
mucho tiempo estuvieron viviendo sin regla escrita ni normas, pero con
una observancia tal y un fervor tan grande que se traslucía al exterior y
atraía las vocaciones. El 6 de enero de 1859, festividad de los Santos
Reyes, hicieron los votos simples Micaela y sus siete primeras
compañeras. El 15 de junio de 1860 emitió Micaela sus votos perpetuos.
Poco a poco se fueron ordenando todas las cosas y se inició la expansión
del instituto. Primero, a Zaragoza. Después a otras muchas poblaciones
españolas que las llamaban con interés: Valencia, Barcelona, Burgos,
etcétera.
También en estas fundaciones le
esperaban episodios parecidos a los de Madrid. Hubo defecciones
dolorosísimas, como la de la superiora de Valencia. Y embrollos
humanamente insolubles. En cierta ocasión escribía a sus hijas de Madrid
desde Zaragoza: «Dudo yo que haya superiora ni más acusada, ni más
calumniada, ni más reconvenida. ¡Te aseguro que desmenuzan mis
acciones!».
Pero entre tantas dificultades el instituto se había consolidado y la madre Sacramento podía entonar el Nunc dimíttis. Por tres veces, en 1834, 1854 y 1855, había hecho frente a las epidemias, que la habían respetado.
Ahora,
en 1865, el cólera había estallado en Valencia. Ella sabía que le
esperaba la muerte, y mil indicios lo demostraron: su empeño en recorrer
todas las casas, lo solemne y triste de las despedidas, el estilo de
algunas cartas… y otros mil indicios no dejaban lugar a dudas. Y, en
efecto, ella marchó serenamente hacia la muerte.
La
casa de Valencia estaba en necesidad extrema. Pero al ver llegar a la
madre todas se alegraron inmensamente. Una pena, sin embargo, le
esperaba: una de las chicas del colegio acababa de cometer un sacrilegio
cuando ella llegó. Deshecha en llanto, se postraba en la tribuna de la
capilla exclamando: «¿Cómo, Señor, has podido consentir tamaña ofensa en
tu casa? De haber previsto tanta infamia, ¿hubiera abierto yo jamás el
colegio?».
Pronto se presentó la enfermedad. «Es
la última», dijo a su confesor el padre Vinader SJ con entera
seguridad. La última, y la más dolorosa. Calambres casi continuos,
acompañados de dolores agudísimos. El médico declaraba, asombrado, que
nunca había visto sufrir tanto con tan extraordinario ánimo. Por fin,
suavemente, abrió sus ojos, los elevó hacia el cielo y murió. Eran las
doce menos siete minutos del 24 de agosto de 1865.
A
las cinco de la tarde del día siguiente, sin ningún aparato, fue
depositada en el nicho número 2143 del cementerio de San Martín. Harto
fue conseguir que no la enterraran en la fosa común, como a las demás
víctimas de la epidemia. Veintiséis años más tarde el cuerpo fue llevado
a la casa de la congregación en Valencia.
La heroicidad de sus virtudes fue proclamada en 1922. Su beatificación tuvo lugar en 1925 y su canonización en 1934.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA (Año Cristiano, Tomo III). Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
ORACIÓN
Oh
Señor Jesucristo, que has hecho florecer en la Iglesia una nueva
familia por medio de Santa María Micaela Virgen, te rogamos nos concedas
que, a su imitación, meditemos el misterio de tu Cuerpo y Sangre,
permaneciendo en tu amor y en el del prójimo. Tú que vives y reinas por
los siglos de los siglos. Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)