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miércoles, 2 de febrero de 2022

LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES DURANTE LOS INTERREGNOS

Homilía de Mons. Mark Anthony Pivarunas CMRI dada el 24 de Septiembre de 1996, aniversario de su consagración episcopal por Mons. Moisés Carmona Rivera. Tomada de CONGREGACIÓN MARÍA REINA INMACULADA.
Amados en Cristo:
   
Han pasado ya cinco años desde que Su Excelencia, el fallecido obispo Moisés Carmona, me confirió la consagración episcopal como un medio para ayudar a preservar nuestra preciosa fe católica en estos tiempos de herejía y apostasía.
     
Aunque las consagraciones de obispos católicos tradicionales han sido bienvenidas por la mayoría de los fieles, existen algunos que cuestionan su licitud, basándose en que la letra de la ley la prohibe estrictamente la consagración de un obispo sin mandato papal.
    
Es de suma importancia que nuestros fieles católicos comprendan los principios teológicos que hay de por medio en estas cuestiones, a fin de responder a quienes rechazan la Misa y los Sacramentos ofrecidos por estos obispos y por los sacerdotes que ellos ordenan.
    
En esta carta pastoral, revisaremos brevemente este tema y examinaremos las siguientes consideraciones pertinentes:
  1. el precedente histórico de consagraciones episcopales sin mandato pontificio durante el largo interregno (tiempo entre la muerte de un Papa y la elección de otro) entre los papas Clemente IV y Gregorio XI;
  2. la definición de ley, su naturaleza y su cesación intrínseca;
  3. la subordinación de las leyes menores a las exigencias de las mayores.
Antes de profundizar en cada una de ellas, es necesario establecer primero que al presente existe, y ha existido desde el Concilio Vaticano II, una crisis muy seria en la Iglesia católica. Donde antes se ofrecía el Santo Sacrificio de la Misa, es decir, en todas las iglesias católicas del mundo, ahora se celebra la Nueva Misa (el Novus Ordo Missæ), que representa no un sacrificio propiciatorio (‘que expía el pecado’), sino un memorial protestante de la Última Cena. En esta nueva misa, las palabras mismas de Cristo, en la forma sacramental de la sagrada Eucaristía, han sido sustancialmente alteradas; y según el decreto de San Pío V, De Deféctibus, esto viene a invalidar la consagración. Desde el advenimiento del Concilio Vaticano II, las falsas doctrinas del ecumenismo y del indiferentismo religioso (condenadas por varios papas y concilios, especialmente por Pío IX) han obtenido promulgación por la autoridad docente, ordinaria y universal bajo Pablo VI y Juan Pablo II. En ellas se da reconocimiento oficial no solamente a las sectas acatólicas (luteranos, anglicanos, ortodoxos, etcétera), sino también a las religiones no cristianas (budismo, hinduismo y judaísmo, por mencionar algunas). Ahora bien, la jerarquía moderna acepta esas religiones, fomenta el rezo a sus deidades e intenta promover lo bueno que hay en ellas.
    
¿Cómo puede uno reconciliar las enseñanzas infalibles del Magisterio (la autoridad docente del papa y los obispos) de la Iglesia católica, anteriores al Concilio Vaticano II (1962-1965), con los errores emanados de dicho concilio y que desde hace treinta años siguen siendo promulgados por la jerarquía moderna?
    
La correcta y única conclusión a la que podemos llegar es que la moderna jerarquía de la Iglesia surgida del Vaticano II no es ni puede ser la representante del verdedero Magisterio católico, pues Cristo prometió estar con los apóstoles y sus sucesores «todos los días hasta la consumación de los siglos». Nuestro Señor les prometió la asistencia del Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad, que “moraría siempre en ellos».
     
A partir de las enseñanzas del Concilio Vaticano (el de 1870), sabemos que la Iglesia católica es infalible no solamente en sus decretos solemnes (p.ej, cuando el Papa habla ex cátedra, o cuando en los concilios ecuménicos se decreta algo), sino también en sus enseñanzas ordinarias y unversales: «Por lo tanto, deben ser creídas con fe divina y católica todas las cosas contenidas en la Palabra de Dios, ya escrita, ya transmitida, y que sean propuestas por la Iglesia como materia divinamente revelada, sea por decreto solemne, sea por magisterio ordinario y universal».
    
Pensar de otro modo sería insinuar que Cristo le falló a su Iglesia y que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad, que mora con los apóstoles, dejó a la Iglesia caer en errores manifiestos.
    
De acuerdo con estas circunstancias inauditas, debemos considerar la posición de los obispos verdaderamente católicos: ¿qué debían hacer al verse frente a la Gran Apostasía, predicha por San Pablo en su segunda epístola a los tesalonicenses? ¿Nada?
    
Los opositores a la presente consagración de obispos contestarían afirmativamente. De este modo, a la muerte de los obispos tradicionales, que permanecieron fieles a la verdadera fe, ya no habrá sucesores; y sin éstos, eventualmente no quedarán sacerdotes ni Misa ni sacramentos.
    
Y, sin embargo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo prometió a los apóstoles y a sus sucesores que Él “estaría con ellos todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt. 28:20). Con respecto a esto, el Concilio Vaticano I enseñó: «Por tanto, así como (Cristo) envió a los apóstoles, que había elegido del mundo; y de la misma manera como Él mismo fue enviado por el Padre; así quiso que en su Iglesia hubiera pastores y maestros hasta la consumación de los siglos (Mt. 28:20)».

Con el fin de preservar la fe católica, el sagrado sacerdocio y el Santo Sacrificio de la Misa, y para asegurar la promesa de Cristo de “que en su Iglesia habrá pastores y maestros hasta la consumación de los siglos”, estos obispos tradicionales tomaron las medidas pertinentes.
    
Estas medidas se tomaron sin intención alguna de negar la primacía de jurisdicción del Romano Pontífice, la autoridad suprema del Papa; ya que estos obispos, y los sacerdotes ordenados por ellos, han profesado sin reservas la fe católica, la cual incluye la doctrina de la primacía de jurisdicción y la infalibilidad del Romano Pontífice. Pero, en vista de las circunstancias, el cargo de Papa, que durará hasta el fin del tiempo, estaba vacante; y, por tanto, era imposible obtener un mandato papal para autorizar las consagraciones episcopales.
     
Esto nos lleva a considerar el único precedente en la historia eclesiástica en que sí hubo consagración de obispos durante un interregno (la vacancia de la Sede Apostólica).
   
Lo siguiente es un extracto de Il Nuovo Osservatore Cattolico de Stephano Filiberto, que posee un doctorado en historia eclesiástica:
«El 29 de noviembre de 1268, el papa Clemente IV murió, y se dió comienzo a uno de los más largos interregnos –o vacancia del cargo papal– en la historia de la Iglesia católica. Los cardenales en ese momento iban a reunirse en cónclave en la ciudad de Viterbo; pero las maquinaciones de Carlos de Anjou, Rey de Nápoles, sembraron discordia entre los miembros del Sagrado Colegio, y la posibilidad de una elección vino a ser cada vez más remota.
     
Después de casi tres años, el alcalde de Viterbo encerró a los cardenales en un palacio, no permitiéndoles más de lo necesario para subsistir, hasta que llegaran a una decisión que devolviera a la Iglesia su Cabeza visible. Finalmente, el 1 de septiembre de 1271, se eligió a Gregorio X para la silla de Pedro.
    
Durante este largo período de vacancia de la Sede Apostólica, también ocurrieron vacancias en varias diócesis alrededor del mundo. A fin de que los sacerdotes y fieles no qudasen sin pastores, se eligieron y consagraron obispos para llenar las sedes vacantes. En este tiempo hubo veintiún elecciones y consagraciones en varios países. Lo más importante de este precedente histórico es que todas estas consagraciones episcopales fueron ratificadas por el papa Gregorio X y, por consiguiente, afirmó su licitud».

He aquí algunos obispos consagrados durante la vacancia de la Sede Apostólica:
  • en Avranches (Francia): Radulfo de Thieville, en noviembre de 1269;
  • en Aleria (Córcega): Nicolás Forteguerra, en 1270;
  • en Antívari (Epiro, noroeste de Grecia): Gaspar Adam, O.P., en 1270;
  • en Auxerre (Francia): Erardo de Lesinnes, en enero de 1271;
  • en Cagli (Italia): Jacobo, el 8 de septiembre de 1270;
  • en Le Mans (Francia): Godofredo d’Assé, en 1270;
  • en Cefalú (Sicilia): Pedro de Tours, en 1269;
  • en Cervia (Italia): Teodorico Borgognoni, O.P., en 1270.
A estas alturas, los que se oponen a la consagración de obispos tradicionales en nuestros tiempos podrían objetar que el precedente histórico citado ocurrió hace 700 años, y que Pío XII, en vista de las consagraciones ilícitas de obispos en la cismática Iglesia Nacional de China, decretó que cualquier consagración de obispos hecha sin mandato papal llevaba consigo la pena de excomunión ipso facto para el consagrante y el consagrado.
    
Para contestar dicha objeción, es necesario entender la naturaleza de la ley. Precisamente por falta de un claro conocimiento de los principios de la ley, muchos católicos tradicionales caen en el error. Santo Tomás de Aquino define la ley como ordenanza de la justa razón hecha para el bien común y promulgada por uno que tiene autoridad en esa sociedad. Notemos que está hecha para el bien común. En la época de Pío XII, ningún obispo podía lícitamente consagrar a otro obispo sin mandato, y ésto era para el bien común de la Iglesia. Sin embargo, una ley, con el tiempo y por cambio radical de las circunstancias, puede dejar de ser para el bien común, y, como tal, ya no obliga. Una ley puede cesar de dos maneras: por cesación extrínseca (el legislador abroga la ley) e intrínseca (cesa de ser ley cuando ya no funciona para el bien común).
     
Como comenta el arzobispo Amleto Giovanni Cicognani, profesor de Derecho Canónico en el Insitituto Pontificio de Derecho Canónico y Civil en Roma: «Una ley cesa intrínsecamente cuando su propósito termina; la ley cesa por sí misma […] la ley cesa extrínsecamente cuan es revocada por el Superior. En relación a lo primero: el fin (ya de propósito o de causa) de la ley cesa adecuadamente cuando todos sus propósitos terminan; y el propósito de la ley cesa inversamente cuando una ley perjudicial se vuelve injusta o imposible de observar».
    
Así, la observancia en nuestros tiempos del decreto de Pío XII sobre la prohibición de la consagración episcopal sin mandato pontificio sería perjudicial a la salvación de las almas. Sin obispos, eventualmente no habría sacerdotes ni Misa ni sacramentos.
     
¿Acaso fue ésta la intención del legislador, el papa Pío XII? ¿Habría él deseado que su decreto fuera interpretado al pie de la letra, de suerte que eventualmente se causara el fin de la sucesión Apostólica? Es obvio que no.

En lo que se refiere a otro aspecto de la ley, el arzobispo Cicognani explica —una vez más, en su Comentario al Derecho Canónico— la naturaleza de la epiqueya: «Un legislador humano nunca es capaz de prever todos los casos individuales a los que se aplicará la ley. Por consiguiente, una ley, aun cuando sea justa en general, si se toma literalmente, puede llevar en casos no previstos a resultados que ni están de acuerdo con la intención del legislador ni con la justicia natural; antes bien los violaría. En tales casos, la ley debe exponerse no según su redacción, sino de acuerdo a la intención del legislador».
     
Los siguientes autores nos proporcionan definiciones adicionales de este aspecto de la ley, de la epiqueya:
  • Bouscaren y Ellis: Derecho Canónico (1953): «Es una interpretación que exenta de la ley, contrariamente a las claras palabras de la ley, pero de acuerdo a la intención del legislador».
  • Prümmer: Teología Moral (1955): «Es una interpretación favorable y justa no de la ley misma, sino de la mente del legislador, de quien se presume está indispuesto a obligar a sus súbditos en los casos extraordinarios cuando la observancia de su ley causaría daño o impondría una carga demasiado severa».
  • Besson: Enciclopedia Católica (1909): «Es una interpretación favorable del propósito del legislador, que supone que él no tuvo intención de incluir un caso en particular dentro del alcance de su ley».
  • Jone y Adelman: Teología Moral (1951): «Es dar por sentado, de manera razonable, que el legislador no desearía obligar en un caso particularmente difícil, aunque dicho caso esté obviamente cubierto por la redacción de la ley».
Una última consideración sobre el decreto de Pío XII se encuentra en la misma palabra ‘ley’ (en latín, jus). Deriva de las palabras latinas justítia (justicia) y justum (justo), pues todas las leyes están destinadas a ser buenas, equitativas y justas. Ésta es precisamente su característica. Y de todas ellas, la máxima es la de la salvación de las almas: salus animárum, supréma lex.

El papa Pío XII dijo en su informe a los estudiantes religiosos de Roma el 24 de junio de 1939: «La ley canónica asimismo está ordenada para la salvación de las almas; y el propósito de todos sus reglamentos y leyes es que los hombres vivan y mueran en la santidad que les es dada por la gracia de Dios».
    
A fin de sobrevivir espiritualmente, necesitamos hoy las gracias del Santo Sacrificio de la Misa y de los sacramentos. Pero para obtenerlas, necesitamos sacerdotes; y para tener sacerdotes, necesitamos obispos.

Agradezcamos a Dios todopoderoso, quien, en su Providencia, ha previsto las necesidades espirituales de su rebaño y nos ha suministrado de maestros y pastores para continuar la misión de la Iglesia: enseñar a todas las naciones todas las cosas que Él ha mandado.

In Christo Jesu et María Immaculáta
Rvmo. Mark A. Pivarunas.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)