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sábado, 15 de octubre de 2022

EL ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS

Traducción del artículo publicado en INTROIBO AD ALTARE DEI.
   
EL ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS
   
   
Muchas veces los tradicionalistas oirán sobre El Índice de Libros Prohibidos (en adelante “El Índice”), sin realmente entender qué era y cómo operaba. La Santa Madre Iglesia, siempre solícita por el bien eterno de Sus miembros, vetaba los malos libros so pena de pecado para impedir la corrupción de la fe y la moral. Montini (“Papa” Pablo VI) aboliría El Índice el 14 de Junio de 1966. El propósito de esta publicación es presentar el propósito y la historia del Índice, como también explicar cómo eran puestos en él libros y autores. Se explicará también la reacción modernista contra él.
 
(La información para este artículo fue tomada del teólogo Francis S. Betten, The Roman Index of Forbidden Books [1909], y el bibliotecario/historiador Redmond Burke, What is The Index? [1952], como también algunas autoridades menores respecto a la historia, propósito y obras detrás del Índice. Yo condensé la información, y no tomo crédito por nada de ella.---Introibo).

La historia del Índice
   
Que la Iglesia tiene el derecho de legislar sobre la publicación y uso de todos los libros que traten de cuestiones de fe y moral, debe ser evidente para todo católico tradicionalista. Es una verdad claramente contenida en las palabras de Cristo a San Pedro: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (San Juan 21), y en el deber impuesto a los Apóstoles de «enseñar a los discípulos todo cuanto os he mandado» (San Mateo 28, 20). El hecho que los concilios generales, como también muchos papas hayan promulgado leyes y decretos respecto a los libros, es evidencia suficiente de su poder y su comisión para hacer esto. Este mismo hecho debe también convencernos que la observancia de estas leyes debe ser salutífera y conducente al bien de la Iglesia en general y de los católicos individualmente considerados. Las invenciones, descubrimientos y progresos de nuestros tiempos no pueden introducir ningún cambio sobre este aspecto. La mente humana aún está tan pronta a errar y como mucho sujeta a la influencia persuasiva de los libros como nunca antes. Los buenos libros son tan útiles hoy como lo fueron en tiempos antiguos, y los escritos objetables tienen los mismos efectos deplorables que tenían hace mil años.
  
No puede la Iglesia, poseyendo el poder de vigilar nuestras lecturas, omitir hacer uso de este poder cuando la salvación de las almas apela su ejercicio. La mala literatura es uno de los peores enemigos de la humanidad. La Iglesia nunca puede permitirle corromper los corazones de sus hijos o minar el fundamento de su fe, sin al menos elevar una voz de alerta.
  
Es frente a este reconocimiento del poder y deber de la Iglesia de censurar las lecturas que debe ser considerado El Índice. La primera lista de libros prohibidos fue publicada a comienzos del siglo V. En  el año 405, el Papa Inocencio I envió al obispo de Tolosa los libros auténticos de la Biblia y enlistó varios documentos apócrifos que fueron condenados. La Iglesia naciente ya estaba muy preocupada por proteger la integridad de Sus doctrinas contra las herejías. Un decreto publicado por el Papa Gelasio en el 496, y promulgado en un concilio en Roma, ha sido descrito por muchos clérigos como el primer “Índice Romano de Libros Prohibidos”

En 1467, el Papa Inocencio VIII decretó que todos los libros debían ser sometidos a las autoridades eclesiásticas locales para examen y permiso antes de ser publicados para la lectura general. El propósito de este decrero era impedir la publicación de cualquier obra que presentase una interpretación errónea de la doctrina católica. Este fue el comienzo del Nihil Obstat («Nada impide»), y el Imprimátur («Puede imprimirse») seguido por el nombre del Ordinario local que concedía el permiso. No es necesario que el teólogo revisor, o el Obispo, deban coincidir con las opiniones expresadas, solo que lo contenido en ella no hata errores contra la fe y/o la moral.

Un decreto similar al del Papa Inocencio fue promulgado por el Papa León X en el V Concilio Lateranense el 4 de Mayo de 1515, y dirigido a todo el mundo. Fue el primer decreto general de la censura supervisora vinculante para toda la Iglesia. El Concilio de Trento (1545-1563) designó un comité para estudiar el control eclesiástico de la literatura. Una lista de diez reglas generales fue presentada en la sesión final del Concilio, la cual fue aprobada para juzgar todas las publicaciones. Se formó una legislación completa y desarrollada respecto al permiso de publicar libros, y también para condenar libros ya en circulación. El decreto tridentino siguió en efecto por los siguientes 300 años.
   
El primer catálogo de libros prohibidos en tener el término Índice en su título, fue publicado por el Papa Pío IV. Este fue seguido por un nuevo Índice en 1564, obra de Trento. Junto a los libros proscritos, ese Índice contenía las reglas tridentinas para juzgar libros, y por ende servía como una guía al lector promedio cuando buscaba una publicación no condenada. En 1571, el Papa San Pío V estableció la Congregación del Índice que tenía el deber de publicar nuevas ediciones del Índice, y decidir sobre aquellas obras referidas a ella para una decisión final.
  
En 1897, el Papa León XIII revisó las reglas tridentinas y las incorporó a un revisado Índice de Libros Prohibidos, publicado en 1900. El Papa San Pío X llamó a una codificación y reforma completa del derecho canónico en 1904, pero sería su sucesor, el Papa Benedicto XV quien supervisaría la realización del proyecto y promulgó el nuevo Código de Derecho Canónico el 27 de Mayo de 1917, con una fecha de vigencia el 19 de Mayo de 1918. Ese mismo año de promulgación, el Papa Benedicto fusionó la Congregación del Índice como una subdivisión de la Suprema y Sagrada Congregación del Santo Oficio, la cual tiene al papa como Prefecto. El Código de 1917, entre los cánones 1384 y 1405 inclusive trata sobre la proscripción de libros. Este Índice permaneció sin cambios hasta que Montini de la secta del Vaticano II la “abolió” en 1964.
  
Libros prohibidos a los católico bajo el Índice
   
Está prohibido que los católicos lean las siguientes clases de publicaciones.

Libros:
  • de la Biblia que no tengan aprobación eclesiástica, o son publicados por acatólicos
  • que traten de nuevas apariciones, visiones, profecías, o introduzcan nuevas formas de devoción
  • que alteren las obras litúrgicas aprobadas por la Santa Sede
  • que propaguen un conocimiento de indulgencias espurias, o que han sido condenadas o revocadas por la Santa Sede
  • contentivos de cualquier imagen, sin importar cómo estén impresas, de Nuestro Señor, la Santísima Virgen María, ángeles, santos, o demás siervos de Dios, que no esté en armonía con el espíritu y los decretos de la Iglesia
  • de cualquier escritor que defienda o propugne herejía o cisma
  • que abiertamente ataque la religión y las buenas costumbres
  • de cualquier escritor acatólico que profesamente trate de religión, a menos que haya certeza que no contengan nada contrario a la fe católica
  • que ataque o ponga en ridículo cualquier dogma católico
  • defendiendo errores condenados por la Santa Sede
  • tendiente a disminuir el fervor del culto
  • que busque minar la disciplina eclesiástica
  • que tenga el objetivo de insultar la jerarquía o denigrar del estado clerical o religioso
  • que enseñe o apoye todo tipo de superstición, cartomancia, adivinación, magia, comunicación con los espíritus de los muertos, y demás prácticas similares
  • representando a la francmasonería y sociedades secretas como útiles y no detrimentales para la Iglesia y el Estado
  • que discuta, describa, o enseñe materias impuras u obscenas, o que defienda la licitud del duelo, el suicidio, o el divorcio
El término “libros” incluye revistas, periódicos, y panfletos.

El método para examinar los libros
   
Este método fue esbozado por el Papa Benedicto XIV en 1753 en su bula Sollícita ac Próvida para el Santo Oficio y la entonces existente Congregación del Índice. Desde 1917, el Santo Oficio procede de la siguiente manera:
  
Hay regularmente una sesión el lunes que comprende solo aquellos miembros de la Congregación que no son cardenales, a fin de deliberar los temas que se presentarán a estos últimos. Los cardenales realizan su reunión el miércoles, y en esta sesión el paso final es decidido. El decreto de los cardenales debe aún ser reportado al Papa, sin cuyo consentimiento no puede publicarse ningún veredicto de cualquier Congregación. Cualquiera puede denunciar un libro al Santo Oficio, pero usualmente se toma la denuncia de un Obispo para su consideración.
  
Ahora, cuando la cuestión es de condenar un libro, primero se entrega a uno de los consultores (siempre un teólogo aprobado), que debe estudiar y examinarlo cuidadosamente. Él debe preparar un informe detallado, señalando exactamente los pasajes que encuentra susceptibles de objeción, y señalar los medios para subsanarlos. El libro con su informe pasa a los otros consultores, para que cada uno pueda cerciorarse si la opinión del primer examinador está bien fundada, y tenga la oportunidad de formular su propio juicio. La materia entonces es propuesta en una de las sesiones de los lunes, y discutida públicamente. Se toma entonces un voto como el paso para recomendarlo a los cardenales. Entonces el libro junto con el primer informe, las notas de los otros consultores, y el voto a que se llegó en la sesión preliminar del lunes, pasa a los cardenales, quienes en la sesión del miércoles darán su veredicto final. Finalmente, el asunto es presentado ante el Papa para su sanción.
  
Este es un método excelente. Un libro es examinado por lo menos tres veces, antes de llegar a un veredicto, y un gran número de eruditos selectos  participa en los procedimientos, cada uno de los cuales ha tomado un juramento de nunca permitirse el ser arrastrado por la simpatía o antipatía, y no tener nada en vista excepto el bien de las almas.
  
Ha sido la costumbre dar el veredicto en una de estas cuatro frases técnicas: Damnétur, «condenado»; dimittátur, «rechazado»; donec corrigátur, «prohibido hasta que se corrija»; res diláta, «el caso queda pospuesto». El veredicto donec corrigátur puede obviamente darse solo cuando un libro admite corrección. Si es notoriamente malo (si es escrito, por ejemplo, para alabar a la francmasonería o difamar los obispos católicos), un donec corrigátur no tendría sentido.
   
Si el autor es católico, él debe ser informado antes que el decreto sea publicado. Si no se han vendido pocas copias, y el autor promete o suprimirlas, o publicar una edición enmendada, si es posible, el decreto no es publicado. Aun así, incluso cuando esto no puede ser impedido, v. g., cuando toda una edición ya está en circulación, se reconoce en el mismo decreto al autor por declarar su sumisión, añadiendo las palabras: áuctor laudabíliter se subjécit, «el autor laudablemente se sujeta».
  
Se toma un mayor cuidado para que todos los libros sean examinados por hombres que no solo estén bien versados en la materia tratada, sino que también entiendan suficientemente el lenguaje en que estén escritos. Ni siquiera en casos importantes la Congregación se confina a sus consultores regulares; cada vez que considera recomendable, se buscan los servicios de otros críticos competentes.
  
Todos los miembros de la Congregación están obligados por juramento a mantener absoluto secreto con respecto a cada detalle de las transacciones oficiales, sin importar si un libro en discusión es finalmente condenado o no. Por este medio, cada uno se siente más libre al dar su opinión, y la reputación del autor es salvada en la medida de lo posible. El papa tiene toda la última palabra para el pronunciamiento del Santo Oficio.
  
Penas y permisos
   
Según los teólogos, la lectura de un libro prohibido, o parte de él, es un pecado mortal. La selección de los libros de los cuales se alimentan nuestras almas no es un asunto de poca importancia. Cierto, la Iglesia es la más amable de las Madres; pero también es la más sabia. Dirigir las conciencias de Sus hijos e «impedirles la lectura de malos libros que son veneno para el alma», es el mayor objeto de Su legislación.
   
Objeción: «Yo soy católico. Cumplo con mi religión y acudo regularmente a los sacramentos. Tengo una buena educación católica y oigo el sermón cada domingo. No veo por qué debería temer leer cualquier libro, incluso si pertenecía a los prohibidos por el Índice».
  
Respuesta: Puedes hacerlo; pero puedes tener las mismas consecuencias que David afrontó: David que era un santo, y sin embargo cometió adulterio y asesinato. Si lees un libro prohibido sin permiso, eres tan buen católico como quien come carne en viernes. El objeto de la ley de la abstinencia es para asegurarse que todo cristiano realice al menos un cierto mínimo de penitencia. Ahora hay personas santas que, a imitación de nuestro Salvador crucificado, hacen más penitencia en días ordinarios que el católico promedio absteniéndose de carne en veinte o más viernes; y aun así no están exentos de la ley de la abstinencia y serían los últimos para reclamar tal exención.
  
Asimismo, el objeto del Índice es asegurar que todo cristiano evite al menos los peores libros. Obedeciendo sus leyes declaramos que nuestro punto de vista es el de la Iglesia de Dios. Este resultado no puede obtenerse a menos que la prohibición se haga universal, sin eximir a nadie, no importando cuán piadoso o erudito pueda ser. Por ende, todos los cristianos, buenos y malos, sacerdotes, religiosos y laicos, estudiantes y profesores, a menos que tengan una dispensa, están obligados por las leyes eclesiásticas respecto de los libros. Al pedir la dispensación reconocemos implícitamente y aprobamos la aprobación de la posición oficial de la Iglesia sobre el tema de los malos libros y, en lo que a nosotros concierne, ratificamos y sancionamos las razones que llevaron a su condenación.
  
Permiso para leer libros prohibidos. Se puede obtener por el Ordinario local, el Santo Oficio, o el Papa, el permiso de leer un libro prohibido, por una razón suficiente (estudio, refutar el error, para un curso universitario, etc.).
  
Permiso presunto. Si alguno se hallare en un puesto donde es necesario leer un libro prohibido, pero no se puede tener un recurso a las autoridades eclesiásticas (v. g., un juez llamado a evaluar tal libro en un tribunal seglar), tal individuo puede presumir el permiso para leerlo. Nunca hay justificación para cualquier lectura que pueda ser un impulso para un pecado grave. Lo que puede ser un impulso para una persona, puede no serlo tanto para otra. Si un lector sabe por experiencia que leer cierto tipo de libro le causará dudar de la fe, no debe leerlo, aun si se le concede permiso (En nuestro tiempo de sedevacante, sin ningún recurso a autoridad apropiada, este permiso presunto, y nuestro buen criterio, es lo que lo obtiene ---Introibo).

La secta del Vaticano II y el Índice
     
El documento conciliar sobre la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el Mundo moderno, o Gáudium et Spes, hace referencia al antiguo modelo confrontacional de la Iglesia respecto a la cultura cuando admite que han habido «dificultades» en la maera de armonizar la cultura con el pensamiento cristiano… El otro documento conciliar, que precipitó el cambio de la práctica eclesiástica de la censura, fue Dignitátis Humánæ o la Declaración sobre la Libertad Religiosa. Este documento articuló el rol de la conciencia individual de cada persona. Al darle más responsabilidad al individuo católico para pensar por sí mismo, este documento exaltó el rol de la conciencia bien informada.
  
La conciencia humana es vista como un santuario de la persona humana que no puede ser violada por coerción o compulsión. Los derechos humanos y la libertad religiosa son también descritos en una forma renovada por esta declaración. Una comunidad de creyentes con conciencias cristianas bien formadas, agudas sensibilidades morarles, e intenso compromiso con el Evangelio elimina la necesidad del papel de la Iglesia en la censura. La Declaración proclama que la verdad puede por sí misma imponerse en la mente humana solo en virtud de su propia verdad, la cual triunfa sobre la mente tanto con gentileza como poder. Por ende, en el espíritu del Concilio, la Iglesia cesó sus actividades en la censura de la literatura y las artes, muy dramáticamente por abolir el Índice de Libros Prohibidos en 1966 (Ver a Aurelie Hagstrom, The Catholic Church and Censorship in Literature, Books, Drama, and Film, en ANALYTIC TEACHING Vol. 23, N.º 2; énfasis mío).
  
Esto es pura tontería del Vaticano II. La idea de la conciencia está contaminada por el error pelagiano. La sección 16 de Gáudium et Spes dice:
«Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley [natural] cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo (Cf. Matt. 22, 37-40; Gál. 5, 14). La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad».
El texto conciliar especifica que, cuando lo dirige la «recta conciencia», el hombre se aparta del «capricho ciego». Sin embargo, a fin de resistir el «capricho ciego» de las pasiones y tentaciones, ¿no deben las personas ser socorridas por la Gracia? Esta es la que fue siempre la verdad católica, fundada en la Tradición y la Escritura: sin la gracia, sin la ayuda del Espíritu Santo, las personas no vienen a observar ni la moral natural o revelada. El Índice estaba para inducir a la gente, so pena de pecado mortal, a saber qué era un peligro y evitarlo. La Iglesia también dio la Gracia del Santo Sacrificio de la Misa, y los Sacramrntos, para cumplir las prohibiciones del Índice.
   
Que se dé igual estátus a todas las sectas en la sociedad, y no se prohíba ningún discurso, son principios modernistas y masónicos. El Índice era un recordatorio que el error no tiene derechos (ningún derecho a existir, mucho menos a tener publicidad). Es por eso que la secta del Vaticano II necesitaba abolirlo. A ellos no les preocupa la salvación de las almas o la verdad.
  
Conclusión
      
El Índice era un recordatorio del poder de enseñar. San Ignacio de Loyola fue convertido a una vida devota por leer la Biblia y las vidas de los Santos. San Francisco de Sales, el gran y erudito obispo de Ferreira, había obtenido permiso para leer los libros de los herejes a fin de refutarlos, y es cuidadoso en hacer que sus lectores sepan el hecho, agradeciendo al mismo tiempo a Dios, que su alma no sufrió ningún daño en tan grande peligro. En este tiempo de Gran Apostasía, debemos estar más vigilantes que nunca tanto frente a lo que leemos, como a salvar nuestra alma. Hay un aforismo honrado por el tiempo, el cual declara que «Uno es lo que piensa».

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)