Por Israel Viana para ABC (España).
La mañana del 16 de octubre de 1793 se reunieron en la plaza de la Revolución de París –actual plaza de la Concordia– más de diez mil personas. Era un espacio «gigantesco», tal y como lo definía Stefan Zweig en su famosa biografía sobre María Antonieta. Más de 350 metros de largo y 210 de ancho en los que, sin embargo, no cabía un alfiler. Era como si toda la ciudad hubiera corrido hasta allí para coger sitio en la función siniestra que estaba a punto de representarse y que el escritor austriaco contaba así:
«Todo el mundo se encuentra allí de pie, desde muy temprano, para no perderse aquel espectáculo único de ver cómo una reina es ‘afeitada por la navaja nacional’. Horas enteras lleva ya de espera la curiosa muchedumbre. Para no aburrirse, se charla un poco con una linda vecinita, se ríe, se bromea y se ojea el periódico más reciente con titulares como este: ‘El adiós de la María Antonieta a sus pequeños’. Se trata de adivinar, en voz baja, qué cabezas caerán aquí, en el cesto, en los días siguientes. Mientras tanto, compran limonada, panecillos y nueces a los vendedores callejeros. La gran escena bien merece un poco de paciencia».
La que había sido Reina de Francia hasta hace poco estaba a punto de ser decapitada en el centro de París. Una muchedumbre esperaba ansiosa presenciar una de las ejecuciones más famosas de la historia, solo superada por la de su marido, el Rey Luis XVI, nueves meses antes. Era la culminación del proceso que se había iniciado en 1789 con la Revolución Francesa.
El Tribunal Revolucionario dictó sentencia dos días antes. Maria Antonieta fue declarada culpable y condenada a muerte por traición en la guillotina. Se la responsabilizaba de promover todo tipo de conspiraciones, satisfacer sus desmesurados caprichos, arruinar las finanzas del país y haber mantenido una relación incestuosa con su hijo Luis Carlos, el delfín de Francia. Se encontraba recluida en la Torre del Temple a la Conciergerie, una antigua fortaleza convertida en prisión de la República, desde agosto de ese mismo año.
La despedida de sus hijos
«Ahora ya nada puede hacerme daño», se lamentó en repetidas ocasiones, según el relato de Cristina Morató en ‘Reinas malditas’ (Plaza & Janés, 2014). Sabe que ha llegado la hora y se despide con aplomo de su hija María Teresa, de 14 años, y de su cuñada la princesa Isabel a quien confía el cuidado de sus pequeños. No le permitieron, en cambio, despedirse de su hijo Luis.
Al llegar a su nueva cárcel con un fardo en la mano como único equipaje, el guardián la inscribió como la prisionera número 280. Después la condujo a su celda sin darle ninguna explicación. Esa fue su última morada antes de ser guillotinada tres meses después. Era una mazmorra sucia y llena de moho donde tenía que soportar temperaturas muy bajas. Todo ello sin que le permitieran ver a nadie de su familia. La suerte estaba echada. Pasaba las horas tumbada, tapada con una manta y la mirada perdida.
«A sus 37 años aparenta 60 y su salud está severamente deteriorada como consecuencias de las hemorragias que sufre», asegura Morato. En aquellos últimos días estaba convencida de que su vida estaba marcada por la fatalidad y los acontecimientos parecían darle la razón. Había nacido el Día de los Difuntos de 1755, en Viena, como si de una señal se tratara. El parto había sido difícil y agotador. Este se produjo la víspera de un fuerte terremoto en Lisboa que dejó la ciudad en ruinas. Los Reyes de Portugal, de hecho, iban a ser sus padrinos, pero no pudieron acudir al bautizo por la tragedia.
Cuenta la autora que aquella niña despertó más odios y temores que ninguna otra soberana de la época: «De ser una de las princesas más bellas y afortunadas del continente, pasaría a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los cuarenta años».
Escuálida y cadavérica
Cuando el Tribunal Revolucionario le leyó la sentencia dos días antes de su ejecución, María Antonieta solo acertó a decir: «Yo era una reina y tú me quitaste mi corona. Mataste a mi esposo y me has privado de mis hijos. Solo me queda mi sangre: tómala, pero no me hagas sufrir más tiempo». En ese momento iba vestida con un sencillo y desgastado vestido negro. Estaba escuálida, pálida y con un aspecto cadavérico. Al público que abarrota la sala le resulta difícil reconocerla.
En su última carta antes de subir al cadalso le escribió a su cuñada, la princesa Isabel: «Me acaban de condenar, no a una muerte honrosa, que solo lo es tal para los criminales, sino a que me reúna con vuestro hermano, el Rey. Al igual que él, soy inocente, y espero poder mostrar la misma firmeza que él en los últimos instantes. Me siento tranquila como cuando la conciencia nada os puede reprochar. Me embarga un profundo pesar por tener que abandonar a mis pobres criaturas».
Cuando terminó la misiva, besó cada página varias veces. Después la dobló y se la dio al director de la prisión, Monsieur Bault. El gendarme que montaba guardia fuera de la celda había observado este hecho y se la confiscó al alcaide. Isabel, por lo tanto, nunca recibiría el último testamento de la Reina.
Da la sensación de que la Reina está cogiendo fuerzas para afrontar sus últimos minutos de vida. Su imagen está muy lejos de la frivolidad que había mostrado a lo largo de sus 37 años de vida. Poco antes había entregado un saquito con un buen puñado de perlas grises, brillantes y rubíes a su amiga del alma, Lady Elizabeth, condesa de Sutherland. Sabía que a ella nadie la registraría por su inmunidad diplomática. María Antonieta debía albergar una mínima esperanza de recuperar aquel pequeño tesoro algún día, cuando pudiera escapar de sus carceleros.
El verdugo
A las 11 de la mañana del 16 de octubre de 1793, apareció el verdugo, llamado Henri Sanson. Era hijo de Charles-Henri Sanson, que había ejecutado a su esposo. A continuación, la mujer del director de la prisión le cortó con cuidado el pelo. El encargado de accionar la cuchilla de la guillotina se escondió los mechones en su bolsillo. Después la subieron a un carro junto al padre François Girard, párroco de Saint-Landry y sacerdote constitucional designado por el Tribunal Revolucionario. Aunque María Antonieta se negó a confesarse, debido a que no le habían dejado escoger a un sacerdote propio, este la acompañó durante todo el trayecto.
El verdugo se situó detrás de la Reina en la carreta. Al abandonar el patio de la Conciergerie, el vehículo se abrió paso lentamente a través de una multitud situada a ambos lados de la calle. Más de 30.000 soldados formaban una barrera a lo largo del trayecto. María Antonieta iba con las manos atadas a la espalda, como si de un preso cualquiera se tratara. Al pasar, todo el mundo la abucheaba e insultaba. Ella permanecía en silencio. Los vecinos llenaban los balcones y se apostaban en los tejados con el objetivo de presenciar alguno de los macabros detalles de la escena.
La condenada entró en la plaza de la Revolución a mediodía. Zweig describía la escena con cierta licencia literaria:
«Sobre este hervidero de curiosos, negro y ondulante, se elevan rígidamente dos siluetas, las únicas cosas sin vida en aquel espacio cargado de animación humana. Por un lado, la esbelta línea de la guillotina, con su puente de madera que lleva del más acá al más allá. Por otro, en lo alto de su yugo centellea, bajo el turbio sol de octubre, el brillante indicador del camino, la cuchilla recién afilada. Ligera y esbelta, su figura se recorta contra el cielo gris como un juguete olvidado de un dios horrendo. Los pájaros, que no sospechan el tenebrosa significado de aquel cruel instrumento, juguetean despreocupadamente sobre él en su revoloteo».
«Señor, le pido perdón»
Una vez llegado al lugar donde se ubicaba la estructura de la guillotina, descendió de la carreta y subió la escalera que conducía a la plataforma. La Reina destronada, calificada de «sanguijuela» por los franceses, compareció pálida y derrotada por el cansancio ante los 10.000 espectadores morbosos. El sol cegaba sus ojos acostumbrados desde hace dos meses a la oscuridad y perdió uno sus zapatos. Este se conserva hoy en el Museo de Bellas Artes de Caen. Con el otro pisó accidentalmente el pie del verdugo. «Señor, le pido perdón, no lo hice a propósito», comentó.
María Antonieta, al contrario que Luis XVI, no se dirigió a sus antiguos súbditos. Los ayudantes de Sanson la colocaron sobre la plancha de madera de la guillotina y le sujetaron la cabeza con un cepo con forma de media luna. Pocos segundos después dejó caer la cuchilla, que segó la cabeza de un solo golpe. A continuación la recogió para mostrarla a la muchedumbre. Eran las 12.15 horas. Toda la plaza gritó: «¡Viva la República!». La multitud permaneció en silencio mientras abandonaba la plaza.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)