Traducción del artículo publicado por Ferdinando Catalano en el Centro Italiano de Diseño Inteligente.
En su ensayo “En el principio era Darwin” (Longanesi, 2009), el conocido matemático Piergiorgio Odifreddi, figura destacada del ateísmo radical made in Italy, dedica un breve capítulo (cap. X, págs. 78 – 83) a lo que él mismo define como la fórmula del evolucionismo.
Al introducir el tema, el autor ataca a su archienemigo Antonino Zichichi, físico italiano de clara fe católica, cuya ignorancia (al menos en materia de biología) enfatiza al definir la teoría de la evolución como acientífica por carecer de poder predictivo (A. Zichichi, Perché io credo in Colui che ha fatto il mondo, Il Saggiatore, 1999). En esencia, para resumir el pensamiento del científico siciliano, una de las propiedades de una teoría científica debe ser que no solo explica un fenómeno que evoluciona ante nuestros ojos, sino que también predice cómo y en qué dirección evolucionará dicho fenómeno con el tiempo. Así, cuando la teoría de la evolución establece que los plazos naturales de la evolución son largos porque no se han observado variaciones en la especie humana en diez mil años, lo hace no porque se trate de una verificación directa de una ley formal, de una ecuación matemática, sino simplemente de una tautología inteligente y sutil que corre el riesgo de eludir a la mayoría de la gente: los plazos de la evolución son largos porque son largos.
Odifreddi responde así al ignorante Zichichi informándole que en biología existe una fórmula para la evolución desde hace más de cien años, la cual implica la ley de Hardy-Weinberg. Para comprender de qué se trata y evitar que me acusen de ignorante, intentaré ilustrar algunos conceptos básicos. El lector no se ofenderá si no puedo pasar por alto algunas cuestiones algebraicas elementales.
El padre de la genética moderna, Gregor Mendel, había comprendido mediante el cruce de guisantes (Ensayo sobre híbridos de plantas, 1866) que las características originales de una población parental se transmiten sin cambios a las generaciones posteriores y siempre se distribuyen en la proporción 3:1. El monje bohemio definió las características que aparecían con mayor frecuencia como dominantes y las demás como recesivas. ¿Por qué, se preguntaban algunos en aquel momento, las características hereditarias dominantes no terminan eliminando a las recesivas a largo plazo dada la proporción 3:1? La explicación fue proporcionada independientemente por Godfrey Hardy y Wilhelm Weinberg en 1908 y se conoce como la Ley de Equilibrio de Hardy y Weinberg.
Leíste bien, así es, sobre el equilibrio. Con los conocimientos actuales de genética, se puede explicar simplemente mediante un breve cálculo matemático: cada rasgo hereditario está presente en los genes en dos variantes (alelos): dominante A y recesivo a. En la reproducción sexual, cada progenitor es portador de las variantes A y a, y en la meiosis (el proceso de división de las células sexuales que conduce a la formación de gametos, es decir, células cuyo conjunto cromosómico es haploide, o la mitad del conjunto cromosómico característico de la especie), la mitad de los gametos tendrá el alelo A y la otra mitad, el alelo a.
Ahora supongamos que en una población biológica, d es el porcentaje de individuos que exhiben un cierto rasgo dominante (por ejemplo, ojos marrones) y r es el porcentaje de aquellos que exhiben el rasgo recesivo (por ejemplo, ojos verdes).
Si la reproducción sexual ocurre libremente dentro de esta población y de acuerdo con las leyes del azar, pueden ocurrir las siguientes combinaciones: Aa, AA, aa, aA. Esto es equivalente a decir que el portador del rasgo dominante puede cruzarse ya sea con otro dominante (AA) o con un recesivo (Aa). Por lo tanto, la presencia del alelo dominante en la descendencia será d. A su vez, el portador del rasgo recesivo puede cruzarse con otro recesivo (aa) o con un dominante (aA), y el porcentaje total de recesivos será r. De hecho, la suma de los porcentajes (d + r) debe ser igual al total general de la población, es decir, 100/100 = 1.
La conclusión es clara: durante la reproducción sexual, de generación en generación, los porcentajes de las variantes dominantes y recesivas para un mismo rasgo permanecen invariables. Por eso esta ley se denomina ley del equilibrio.
¿Se supone que esta es la fórmula de la evolución? ¿Y dónde está la evolución? A mí, si acaso, me parece muy similar a un principio de conservación. Pero no me lo parece solo a mí, y el propio Odifreddi se encarga de aclarar cualquier duda que pudiera tener sobre no haber entendido nada, añadiendo, inmediatamente después de este sensacional descubrimiento: «Dado que la evolución ocurre cuando las cosas cambian, solo es posible cuando no se cumplen al menos algunas de las condiciones que conducen al equilibrio de Hardy-Weinberg...» (pág. 82).
Pero ¿cuál es la ley matemática que formaliza y regula el cambio? El silencio. Así que, si las cosas cambian, se produce un salto evolutivo. Esta me parece la fórmula de la esperanza de la evolución, más que la fórmula matemática del evolucionismo. Eso es todo. Si no fuera por la buena fe que el ilustre Odifreddi pone en sus escritos, diría que es un fraude colosal.
Animado por un precedente tan ilustre, yo también habría decidido revelar un descubrimiento sensacional: el movimiento no rectilíneo de un cuerpo en caída libre. Un cuerpo en caída libre sigue una trayectoria recta a lo largo de la línea que lo conecta con el centro de la Tierra, pero si otro cuerpo lo golpea lateralmente, su trayectoria se convierte en una línea discontinua. ¿Crees que puedo aspirar al Premio Nobel de Física?

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)