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lunes, 13 de diciembre de 2021

SERMÓN DE LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

El domingo 12 de Diciembre, el padre Pío Vázquez ofició el Santo Sacrificio de la Misa en honor a Nuestra Señora de Guadalupe en la capilla San Pío X de la ciudad de Santa Fe de Bogotá (Colombia). Es de advertir que en España, esta fiesta es de rito doble mayor, pero en toda la América Latina es de doble de primera clase con octava y de precepto, de razón que prevaleciese sobre la Domínica III de Adviento (del cual se hizo solo una conmemoración).
  
En esta Misa, después de dar unos avisos importantes como ejercer la moderación en el comer, el beber y el festejar la Navidad y el Año Nuevo, la modestia cristiana en las vacaciones, y la visita apostólica de Mons. Rodrigo da Silva a Colombia a comienzos de Febrero del año próximo venidero (fecha pendiente de confirmación), el padre Vázquez dio el siguiente sermón, resumiendo la historia de la aparición de la Santísima Virgen al indio Juan Diego, que fue un hito en la evangelización en México:
   
      
Queridos fieles:
    
Nos hallamos el día de hoy celebrando la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona Principal de toda Hispanoamérica. Por la gran importancia y clasificación que tiene esta Fiesta prevalece sobre el domingo, del cual tan sólo se hace memoria en la Misa.
    
Recordemos el día de hoy la muy hermosa, si bien conocida, historia de la Virgen de Guadalupe.
   
El Milagro de la Virgen de Guadalupe
Las apariciones tuvieron lugar en el año 1531, esto es, apenas pasados unos diez años después de la conquista, por parte de Hernán Cortés, de la ciudad de Tenochtitlán, capital del Imperio Azteca. Sobre la cual se fundó la actual Ciudad de México, que fue la capital de la entonces Nueva España. De donde vemos cómo María Santísima quiso pronto intervenir en la conversión del naciente pueblo mexicano.
   
Y así, el 9 de diciembre del año 1531, cuando un indio neófito —esto es, recién converso o bautizado—, llamado Juan Diego, de unos 57 años de edad aproximadamente, se dirigía temprano, por la mañana, a Tlatelolco para asistir a la Santa Misa, al pasar por la falda de un cerro, llamado Tepeyac, escuchó unas dulces melodías que parecían provenir de la cumbre del cerro. Al levantar la vista hacia la cima del cerro, vio una nube blanquísima y resplandeciente, sintiendo dentro de sí un júbilo inefable que no podía explicar.
    
Mientras se hallaba así arrobado por esta visión, escuchó una voz dulce y delicada, como de mujer, que salía de la nube y le invitaba a que subiera y se acercara. Subió, pues, presuroso la cuesta del cerro y, en llegando a la cima, vio a una hermosísima Señora envuelta en celestial claridad. Ésta le dijo: “Sábete, hijo mío muy querido, que soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios… es mi deseo que se me labre un templo en este sitio… Para que se cumplan mis designios has de ir al palacio del Señor Obispo, y decirle que yo te envío y que deseo se me edifique un templo en este lugar”.
    
Juan Diego inmediatamente cumplió la orden que le fuera dada por la Bendita Virgen María y partió veloz hacia el palacio episcopal, donde se hallaba a la sazón el franciscano Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo de México.
   
En llegando al palacio, tuvo que hacerse paciencia, pues sólo después de una espera no corta pudo ver al Sr. Obispo. Apenas pudo estar en presencia de éste, se arrodilló ante él y le refirió con candorosa sencillez el mensaje que la Virgen le encomendara. Al escucharlo Fray Juan de Zumárraga, quedó admirado de su relato, pero temiendo que ello fuera una ilusión o imaginación del indio recién converso, lo despidió, diciéndole que volviese después de unos días, pues deseaba pensar con calma sobre aquel asunto.
    
Triste se retiró Juan Diego de la presencia del obispo, pues vio que no daban crédito a sus palabras, y ese mismo día al atardecer, cuando regresaba a su pueblo, Cuautitlán, y pasaba por el mismo camino y cerro del Tepeyac, al acercarse a éste, le salió al encuentro una vez más la bendita Virgen María, Madre de Dios, para que le refiriera su entrevista con el Sr. Obispo. Juan Diego así lo hizo y, con suma humildad y sencillez, le dijo que sería mejor si mandara alguien que fuera más noble e instruido que él, pues siendo él un indio ignorante y pobre no le creían, María se agradó bastante de su respuesta —Dios ama la humildad— y le mandó que al día siguiente volviera a presentarse una vez más ante el obispo para darle el mismo mensaje: que era su voluntad se le labrara su templo en el cerro mencionado.
    
A pesar de preocuparle a Juan Diego que no lo fueran a recibir mejor al día siguiente por considerarlo fastidioso por su insistencia, obedeció y cumplió lo prometido a la Santísima Virgen y así el día siguiente, 10 de diciembre de ese mismo año de 1531, se presentó de nuevo en el palacio del obispo. Tras una larga espera, fue recibido por éste, el cual le prestó mucha más atención en esta ocasión, estando convencido de la sinceridad de Juan Diego. Sin embargo, para no equivocarse en semejante asunto, le despidió el obispo diciéndole que pidiera a la Señora que se le aparecía alguna señal que cerciorara que era la Madre de Dios.
    
Se fue, pues, Juan Diego para su pueblo, y al pasar de nuevo por el cerro del Tepeyac, se le apareció de nuevo la Santísima Virgen María, ese mismo día 10 de diciembre. Juan Diego le manifestó que el obispo le había pedido una señal de la veracidad de su relato. A lo cual respondió la Santísima Virgen, diciéndole que volviera al día siguiente, allí al cerro, y que le daría la señal pedida por el obispo.
    
Al escuchar estas palabras, se retiró Juan Diego llenó de alegría a su pueblo, mas al llegar a éste se llevó una desagradable sorpresa: su tío, Juan Bernardino, a quien profesaba amor como a un padre, se hallaba enfermo, postrado en cama a causa de una fuerte fiebre. Con motivo de esto, no le fue posible acudir a la cita que le diera María Santísima para el día siguiente 11 de diciembre, el cual lo pasó todo entero recurriendo al médico y buscando remedios con que aliviar al pobre enfermo.
    
Pero tanto se agravó la enfermedad de su tío, que Juan Diego estimó prudente y conveniente buscarle un sacerdote que le diera los últimos Sacramentos. Por lo cual salió al otro día, 12 de diciembre, muy de madrugada para Tlatelolco con ese fin. Cuando llegó al sitio por donde solía subir al cerro del Tepeyac, se acordó que no cumplió la cita del día precedente y temiendo que la Bendita Madre lo reprendiesepor ello y que ello lo retrasase en su búsqueda por un sacerdote, tomó otro sendero distinto que iba por la falda del cerro, creyendo así, ingenuamente, que la Virgen no lo notaría ni lo detendría en su carrera.
   
Mas al pasar por un paraje donde brota un manantial llamado “el Pocito”, le salió al encuentro la Virgen María cubierta de luces celestiales. Al verla, Juan Diego cayó de rodillas, y le pidió disculpas por no haber acudido el día anterior según habían acordado, comentándole la gravedad del estado de su tío y que por eso buscaba quien le administrara lo últimos Sacramentos. Aquí es cuando Nuestra Señora le dijo las conocidas y famosas palabras: “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”, asegurándole de la salud de su tío. Con estas palabras quedó sumamente consolado Juan Diego.
   
Milagro de las Rosas y de la Imagen
Entonces, María Santísima le mandó que fuera a la cumbre del cerro y recogiera todas las rosas que hallare, para que sirvieran al obispo como prueba de la verdad de su aparición y petición. Juan Diego obedeció al punto, a pesar de saber que, por ser invierno, allí no podría haber ninguna rosa —lo cual ya había él notado—. ¡Cuál no sería su admiración y emoción al encontrar la cima del cerro cubierto de hermosísimas rosas! Recogió cuantas pudo en su tilma, según la costumbre de los indios, y las llevó a María Santísima.
    
Ésta le mandó que las llevara al Sr. Obispo y que cuidara que antes que él nadie más las viera. Así lo hizo Juan Diego. Fue al palacio y esperó largo tiempo, como costumbre, hasta que le permitieron el ingreso. Cuando entró y se halló en presencia de Fray Juan de Zumárraga, desplegando su tilma, le dijo: “Estas rosas ha querido la Señora que os trajera”. Imaginemos cuál no sería la admiración del obispo al ver tan hermosas y lozanas rosas ¡en pleno invierno!; y, más que esto, su asombro al contemplar en la tilma de Juan Diego ¡una imagen hermosísima con vivísimos colores de la Santísima Virgen María!, según se le había aparecido a Juan Diego. No pudo sino caer de rodillas, junto con todos los presentes, para venerar el primero la imagen bendita; sí, el primero de millones de personas y multitudes que, desde entonces, la han venerado y veneran.
    
Hasta allí el relato del milagro, que, como decíamos al inicio, acaeció tan sólo pasados diez años de la caída de Tenochtitlán. Este milagro marcó un punto decisivo en la conversión de los indios de México. En efecto, el Padre Fray Toribio Motolinia, franciscano, que fue uno de los primeros en evangelizar a México escribió en una obra suya, titulada “Historia de los indios de Nueva España”, que en los años de 1524 a 1539 bautizaron a más de nueve millones de indios, correspondiendo ocho millones (!) a los años que siguieron a la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe (Festividades del Año Litúrgico, Editorial Luis Vives, S.A., España, 1945, pp. 577-578).
    
Huelga decir que, por supuesto, se cumplieron los deseos de la bendita Madre, edificándose el templo que pedía. En efecto, tres fueron los templos edificados. Al pie del cerro del Tepeyac se construyó la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. En la cumbre del mismo cerro, donde Juan Diego recogiera las rosas, se levantó la Capilla del Cerrito; y en donde María Santísima se le apareció a Juan Diego, cuando éste intentó usar otro camino, se erigió la Capilla del Pocito.
   
Concluyendo ya, queridos fieles, el día hoy recurramos a la Santísima Virgen María, bajo su advocación de Nuestra Señora de Guadalupe; invoquémosla con fervor y confianza en nuestras necesidades, recordando esas hermosas palabras que dirigió a Juan Diego —y en él a todos nosotros—: ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? Por tanto, acudamos a su maternal regazo y encomendémosle, no solamente nuestras familias y a nosotros mismos, sino también la Patria, recordando que ella es Patrona de toda Hispanoamérica, la Emperatriz de toda América.
    
Asimismo, para honrar a esta gran Señora y Madre nuestra y mostrarle en algún grado nuestro amor, recémosle el Santo Rosario. Por favor, el día de hoy no puede faltar el Santo Rosario, especialmente rezado en familia. Pero no sólo lo recemos hoy, sino todos los días. No olvidemos —siempre se lo decimos a ustedes— rezar el Santo Rosario a diario, sin falta, con fervor y devoción y enmienda de la vida —o sincero deseo de enmendarse— es la salvación del alma; así de sencillo, si rezo todos los días el Rosario, alcanzaré la salvación; si no lo hago, me expongo a grave peligro de condenarme.
    
Por tanto, decidámonos a rezarlo todos los días y pidamos a María Santísima nos dé la gracia de amarla entrañablemente y de ser verdaderos hijos suyos.
   
Ave María Purísima.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)