Meditaciones
dispuestas por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español,
publicadas en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859.
Imprimátur por D. Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador
del Obispado de Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
MEDITACIÓN 25.ª (DÍA SÉPTIMO DE LA NOVENA DE NAVIDAD): In própria venit, et sui eum non recepérunt. (A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. San Juan I, 11).
En
estos días del santo nacimiento, andaba lamentando y suspirando San
Francisco de Asís por las sendas y selvas, con gemidos inconsolables.
Preguntado por la causa de esto, respondió: ¿Y cómo queréis que yo no
gima, cuando veo que el Amor no es amado? Veo a un Dios casi fuera de sí
por amor del hombre, y al hombre tan ingrato a este Dios. Pues si esta
ingratitud tanto afligía el corazón de San Francisco, consideremos
cuánto más afligió el Corazón de Jesucristo. Apenas concebido en el
vientre de María, vio la cruel correspondencia que debía recibir de los
hombres. Había venido del Cielo a encender el fuego del divino amor, y
este solo deseo le había hecho descender a la tierra, a sufrir un abismo
de penas y de ignominias; y después se le presentaba otro abismo de
pecados que habían de cometer los hombres, habiendo visto tantas señales
de su amor. Esto fue, dice San Bernardino de Siena, lo que le hizo
padecer un infinito dolor. Aun entre nosotros, el verse tratado alguno
con ingratitud por otro hombre, es un dolor insufrible; pues, como
reflexiona el beato Simón de Casia, la ingratitud frecuentemente aflige
el alma más que cualquier otro dolor al cuerpo. Luego, ¿qué dolor
ocasionaría a Jesús nuestra ingratitud al ver que, siendo Dios, su amor y
sus beneficios habían de ser pagados con disgustos e injurias? Por esto
nos dice: Pusieron contra mí males por bienes, y odio por mi amor
(Salmo CVIII, 5). Más, aun hoy día parece que vaya lamentándose
Jesucristo con aquellas palabras del mismo Profeta: He sido hecho
extraño a mis hermanos (Salmo LXVIII, 9), cuando ve que de muchos no es
ni amado, ni conocido, como si no les hubiese hecho bien alguno, ni nada
hubiera padecido por su amor. ¡Oh Dios!, ¿qué caso hacen al presente
tantos cristianos del amor de Jesucristo? Apareció este Redentor una vez
al beato Enrique Susón en forma de un peregrino que andaba mendigando
de puerta en puerta un poco de alojamiento, pero todos le desechaban con
injurias y groserías. ¡¿Cuántos, ¡ah!, se hallan semejantes a aquellos
de quienes habla Job, los cuales decian a Dios: «Apártate de nosotros»
(Job XXII, 17), siendo así que Él habia llenado sus casas de bienes?
Nosotros, aunque hasta aquí nos hayamos unido a estos ingratos,
¿querremos seguir en ser siempre tales? No, que no se merece esto aquel
amable Niño que ha venido del Cielo a padecer y morir por nosotros, para
hacerse amar de nosotros.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Luego
será verdad, oh Jesús mío, que Vos habéis bajado del Cielo para haceros
amar de mí, habéis venido a abrazaros con una vida de penas y una
muerte de cruz por amor mío, y para que os diese acogida en mi corazón; y
yo tantas veces he tenido valor de desecharos diciendo: ¡Apartaos de
mí, Señor, que no os quiero! ¡Oh Dios!, si Vos no fuéseis bondad
infinita, y si no hubiéseis dado la vida por perdonarme, no tendría
animo de pediros perdón; pero oigo que Vos mismo me ofreceis la paz:
«Volveos a mí, y a yo me volveré a vosotros», decís por Zacarías. Vos
mismo, Jesús mío, que habéis sido ofendido por mí, os hacéis mi
intercesor, como nos lo asegura vuestro discípulo amado: Ipse est
propitiátio pro peccátis nostris (1.ª de San Juan II, 2). No quiero,
pues, haceros este nuevo agravio de desconfiar de vuestra misericordia.
Yo me arrepiento con toda el alma de haberos despreciado. ¡Oh sumo
bien!, recibidme en vuestra gracia por aquella Sangre que habéis
derramado por mí. No soy digno de ser llamado hijo vuestro. No, que no
soy digno, mi Redentor y Padre, de ser más hijo vuestro, habiendo
renunciado tanlas veces a vuestro amor; pero Vos me hacéis digno con
vuestros méritos. Os doy gracias, Padre mío, y os amo. ¡Ah!, el solo
pensamiento de la paciencia con que me habéis sufrido por tantos años, y
de las gracias que me habéis dispensado después de tantas injurias que
os he hecho, debiera hacerme vivir siempre ardiendo en vuestro amor.
Venid, pues, Jesús mío, que yo no quiero desecharos más: venid a habitar
en mi pobre corazón. Yo os amo, y quiero siempre amaros; pero Vos
inflamadme siempre más, recordándome el amor que me habéis tenido. Reina
y Madre mía, María, ayudadme, rogad a Jesús por mí, hacedme vivir
agradecido en lo que me resta de vida a este Dios que tanto me ha amado,
aunque después tanto le he ofendido.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)