Hemos demostrado abundantemente por el discurso 106 cuánto recibió de Dios la Santísima Virgen por la maternidad todos los dones celestiales, toda pulcritud, toda belleza, toda gracia tanto de cuerpo como de alma.
Pero especialmente por esto que trajo al Salvador del mundo, es hecha nuestra corredentora, reparatriz del orbe, renovatriz del género humano, adjutriz de nuestra redención y cooperatriz de la salvación del género humano. ¡Oh inestimable honor!, ¡oh singular dignidad!
Así lo dicen gravísimos padres. San Agustín, en su Sermón de la Asunción, dice: «Esta es la que resolvió los daños de la primera madre, esta es la que trajo la redención al hombre perdido»; y en el Sermón de la Natividad de la Bienaventurada Virgen María: «La madre de nuestro género trajo la pena al mundo, y la Madre de nuestro Señor obtuvo la salvación al mundo. Eva es la causante de los pecados, María es la causante de los méritos: Eva perjudicó matando, María benefició vivificando: ella golpeó, y esta sanó». Nuevamente dice: «Creo en verdad y verdaderamente, que tú como criatura trajeses al Criador, y como sierva dieses a luz al Señor, para que por ti Dios redimiese al mundo, por ti iluminase, y por ti recondujese a la vida».
San Ireneo en Contra las herejías, libro 3, c. 33: «Así como Eva en su desobediencia se hiso causa de muerte para sí y para todo el género humano, así también María en su obediencia se hizo causa de salvación para sí y para todo el género humano».
San Juan Crisóstomo, en su homilía sobre la prohibición del árbol, dice: «Claramente fue restaurado por María lo que por Eva pereció». Y San Pedro Crisólogo, en su Sermón 140 dice esto sobre María: «Dio la paz a la tierra, la gloria al cielo, y la salvación a los perdidos».
De ahí que San Efrén, en su Oración a la Virgen la llama «Redención de los cautivos y salvación de todos». Sergio de Jerusalén, en su Sermón de la natividad de la Virgen la llama «Expulsadora de las tinieblas, reparadora de Adán, fuente de la inmortalidad, y destrucción de la corrupción». San Lorenzo Justiniano, en su Sermón de la natividad de la Virgen la llama «Reparadora del mundo, luz del mundo» y en otras partes «destructora del pecado». El Papa San León, en su sermón sobre la pasión del Señor, dirigiéndose a la Virgen, la llama «Virgen salvífica». De donde la misma Virgen Madre de Dios, en Prov. 8, 30, canta de sí misma así: «Con Él estaba yo disponiendo todas las cosas». Aunque el sentido común de los santos padres entiende estas palabras de la Sabiduría encarnada por lo que allí se dice: «Y eran todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres», sin embargo, en un sentido místico la Iglesia Católica las asigna correctamente a la Santísima Virgen. Pues ella restauró todas las cosas con Cristo, sirviéndole y cooperando para la redención del género humano. Escuchemos a San Antonino, hombre resplandeciente en santidad, doctrina y dignidad arzobispal, exponiendo estas palabras en el libro 4 de la Suma Teológica, título 15, cap. 14, párrafo 3: «Con él compuse todas las cosas, es decir, recreando, lo que por el pecado había sido como destruido». A lo cual concuerda lo que dice San Bernardo en alguna parte: «Merecidamente, oh Señora, los ojos de todas las criaturas se vuelven hacia ti, en la cual, y desde la cual la benignísima mano de Dios, que las había creado, recreó».
Lanspergio, en su homilía 48 sobre la Pasión del Señor, meditó piadosa y eruditamente sobre este asunto. «Cristo, dice, quiso que su Madre estuviera presente en sus dolores, para que, por lo que veía con sus ojos externos, se sintiera herida interiormente, para que, así como participó de la Pasión de Cristo, también participara de nuestra redención».
Santa Brígida recibió esto de la misma Santísima Virgen en sus revelaciones, capítulo 35. «El dolor de Cristo, dice la Santísima Virgen, fue mi dolor, porque su corazón era el mío. Porque así como Adán y Eva vendieron el mundo por una manzana, así mi Hijo y yo redimimos el mundo, como si fuéramos un solo corazón». Y con razón; pues hay una sola carne de María y Cristo, un solo espíritu, una sola caridad, de lo cual hablaré con más claridad y expresividad más adelante, en el epíteto «La Causa de nuestra Alegría» , y ya he dicho algunas cosas anteriormente, discurso 125, párrafo 23.
Pero tal vez cualquiera curioso, o verdadero estudioso, objete: «Uno es Jesús el Hombre-Dios, quien murió por los hombres y redimió a los hombres. Expédit vobis, ut unus moriátur homo pro pópulo, os conviene que muera un solo hombre por el pueblo), dijo el Espíritu Santo por boca de Caifás (Joann. 11, 50). Y este Jesús, ya ascendido a la diestra del Padre, interpelado por su poder superior: Quáre rubrum est induméntum tuum, et vestiménta tua sicut calcántium in torculári?, ¿Por qué está rojo tu vestido, y tu ropa como si pisaras en el lagar? (Isaias 63, 2), responde: Tórcular calcávi solus, et de géntibus non est vir mecum, Yo solo pisé el lagar, y de las naciones no hubo ninguno conmigo, esto es, yo solo hollé la muerte, la destruí y la vencí, y no hubo hombre de las naciones, esto es, alguien que me ayudase, ni quien peleara conmigo contra los ejércitos y obrase la salud de los hombres, como exponen San Jerónimo y San Juan Crisóstomo en el salmo 44. Si Cristo solo ha vencido y satisfecho por los hombres, ¿cómo se llama a la Santísima Virgen redentora, reparadora del mundo, renovadara del género humano, auxiliadora de nuestra redención?».
Escuchemos el sermón de San Bernardo sobre la Asunción de la Santísima Virgen María, resolviendo esta cuestión: «Cristo hubiera podido bastar para la restauración del género humano, así como de Él viene toda nuestra suficiencia: pero no nos convenía ser solos hombres, nos convenía más que para nuestra restauración estuviesen presentes ambos sexos, ninguno de los cuales habría faltado en cuya corrupción». Además, tomad estas palabras con seriedad y comprended que la Santísima Virgen no es nuestra Redentora igual a Cristo, sino menos principal. Porque así como Eva no fue la causa propia y directa de la corrupción humana, porque en ella no pecamos, pero es llamada causa de nuestra corrupción, porque indujo a Adán a pecar: así la Santísima Virgen no fue per se causa de nuestra reparación, ni nos redimió, ni por vía de eficiencia, ni por vía de mérito obró algo de condigno para nuestra redención: pero es llamada Nuestra Redentora, la Reparadora del Mundo, etc., porque dio a luz a Cristo, el Redentor, el Reparador del Mundo, y de alguna manera, es decir, por conveniencia, lo mereció y lo obtuvo para nosotros. Ejemplos ilustrarán el asunto en el epíteto «Causa de nuestra alegría».
Tampoco debería extrañar a nadie que llamemos a la Santísima Virgen la ayudadora de Cristo, la redentora del mundo, la salvadora. Pues si el santo apóstol Pablo, en 1 Corintios 3, 9 se autodenomina claramente coadjutor de Dios: «adjutóres sumus». Si el profeta Abdías, en c. 1:21, llama a los apóstoles salvadores, dice que «los salvadores ascenderán al monte Sión», donde Nicolas de Lira dice: «Los salvadores, es decir, Pedro y Pablo, llamados salvadores participativamente, por ser los principales apóstoles, ascenderán al monte Sión, es decir, a la Iglesia, que se llama Monte Sión».
Antes de Lira, San Jerónimo, dice en el mismo sentido: «Él mismo, el Salvador quiso que sus apóstoles fueran salvadores del mundo, que ascendieran a la cueva del monte de la Iglesia». Y San Crisóstomo, en su Homilía 35 sobre San Mateo, llama a los apóstoles «salvadores y benefactores del mundo entero».
El apóstol confirma esta doctrina, quien, exhortando a su discípulo Timoteo a prestar atención a la doctrina, dice en 1 Timoteo 4:16: «Porque haciendo esto te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan». Pablo añade a esto el apóstol San Judas: «Y a los que son juzgados, reprende; pero sálvalos, arrebatándolos del fuego». En el mismo versículo 22, ambos apóstoles hablan de salvación espiritual. Si, por lo tanto, los apóstoles son llamados ayudantes de Dios, salvadores de los hombres, ¿por qué no la Bienaventurada Virgen María?
El Abad Ruperto en el capítulo 1 de Oseas, de las palabras de Cristo (Juan 10, 35): «Si llamó dioses a aquellos a quienes llegó la palabra de Dios», deduce que los profetas no solo son llamados, sino también salvadores; especialmente porque la Escritura llama salvadores a Otoniel y a otros jueces que obraron la salvación temporal. Si, por lo tanto, son llamados salvadores aquellos por cuyo medio Dios liberó temporalmente a Israel, ¿cuánto más debería llamarse salvadora a la Bienaventurada Virgen María, quien no solo cooperó con Cristo para nuestra salvación, y esa salvación, no temporal, sino eterna, sino que también dio a luz al Salvador mismo?
San Juan Crisóstomo, al explicar las palabras de Hebreos 1, 14: «¿No son todos espíritus ministradores para el bien de los que heredarán la salvación?», observa el gran beneficio de Dios en esto: que la naturaleza ha designado a ángeles más nobles que nosotros como ministros de la salvación humana. Y así, a la objeción tácita de que, por lo tanto, los ángeles salvan a los hombres, lo cual es propio de Cristo, responde con estas palabras: «Cristo mismo salva como Señor, pero ellos como siervos». El teólogo lo explicaría convenientemente de la manera habitual en las escuelas: Cristo salva como causa principal, como autor de la salvación; los ángeles como ministros y colaboradores de la salvación humana. Lo cual puede decirse con mayor razón de la Santísima Virgen. Pues ella misma no solo administró, sino que también participó en la obra de la redención humana, y como si fuera corredentora, ya que de ella se tomó el oro incorruptible con el que fuimos comprados.
Y, en efecto, tenía estas cosas que proponer a quienes veneran a María respecto a su nombre, oficio, oficio, dones y virtudes, y respecto a su maternidad. El resto, que concierne a su virginidad, actos heroicos y su eminencia sobre todos los santos, lo trataré en otro volumen. Que esto sea para gloria del gran Dios, de nuestro Salvador Jesucristo, y de la Santísima Virgen María, a quienes ofrezco y dedico toda esta obra, tal como está.
FRAY JUSTINO ZAPARTOWICZ DE MIECHÓW OP (1590-1649), Discúrsus prædicábiles super Litanías Lauretánas, tomo I. Nápoles, Imprenta de Fribenio 1857, págs. 330 - 331. Traducción propia.

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