Devoción dispuesta por el Padre Dr. Don Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos, Prepósito del Oratorio de San Miguel el Grande, impreso en México por don Felipe de Zúñiga y Ontiveros en 1783.
PRÓLOGO (Del Autor).
Que la Muerte sea una felicidad y una ganancia, y que el hombre deba mirarla como el objeto de sus deseos, es a la verdad una doctrina que nunca jamás ha podido gustar la naturaleza, y es una paradoja que la humana Filosofía no ha sabido hasta ahora comprehender, aunque alguna vez, por hacerse honor, ha querido dar a entender que la ha creído. Pero bien sabe el Cristiano, que ésta es una verdad que nos ha revelado el Espíritu Santo por medio del Apóstol San Pablo, quien hace de ella uno de los primeros principios de nuestra Religión; y que los ejemplos de los Santos, ilustrados por la Fe, y animados por la Gracia de Jesucristo, nos obligan a mirarla como una máxima muy practicable. Ellos nos han hecho ver con su vida y con su muerte, que le es más fácil a un verdadero Cristiano amar la muerte y hacer de ella sus delicias, que el amar la vida y encontrar en ella su alegría y su consuelo.
Dije a un verdadero Cristiano, a una alma que vive de la Fe; porque en cuanto a los hombres carnales, que están apegados a la tierra y que viven según sus pasiones, la Escritura sagrada nos enseña que el solo pensamiento de la muerte es para ellos un suplicio. Pero un hombre que conoce el fin para que Dios lo crió, y a qué lo ha destinado por una nueva creación, en que lo ha adoptado por uno de sus hijos, haciéndolo miembro del Cuerpo místico de su Hijo Jesucristo: un Cristiano, que ejecuta lo que el Espíritu Santo difundido en su corazón por el Bautismo quiere hacer de este corazón: que sabe que este Pintor adorable quiere en él formar una viva imagen del mismo Hijo de Dios, tirando aquí en la tierra por medio de la Fe las primeras líneas de su semejanza, para acabarla perfectamente en el cielo con la luz de la Gloria; y que viniendo a ser de este modo hijo de Dios, viene a ser también su heredero: quien comprehende cuanto es lo que debe a la Justicia de Dios como pecador, y lo que debe aborrecer en sí mismo como hijo de Adán: quien hace profesión de no ser de este mundo, que pasa su vida entre el llanto como un esclavo en Babilonia, y que tiene siempre vueltos los ojos de su corazón hacia la celestial Jerusalén como ciudadano de ella: quien está disgustado de los placeres y de las riquezas de la tierra, y que espera los contentos del cielo y los bienes eternos; por último, quien puede decir con S. Pablo: Mihi vivére Christus est: Jesucristo es mi vida: éste no tendrá trabajo de añadir con el mismo Apóstol: Et mori lucrum: la muerte es mi ganancia, mi felicidad y mis delicias.
Feliz por tanto aquel que ha trabajado toda su vida en formar en su corazón la vida de Jesucristo, crucificando su carne con sus concupiscencias
Desde ahora para adelante advertimos con el Catecismo Romano (Tom. II. pág. 17 y sigs., según la edición de Pamplona de 1777, y Traducción de D. Lorenzo Agustín Monterola), que «la Concupiscencia es cierta conmoción e ímpetu del ánimo, de que impelidos los hombres, apetecen las cosas de placer y gusto que no tienen. Y a la manera que los demás movimientos del corazón no siempre son malos, así tampoco este impulso de apetecer es siempre vicioso. Porque no es malo el desear la comida o la bebida, o el calentarnos cuando tenemos frío, o al contrario el querer refrescarnos cuando tenemos calor, pues este recto impulso de apetecer nos dio impreso en la naturaleza el mismo Dios, Autor de ella; mas por el pecado de nuestros Primeros Padres sucedió, que atropellando esta inclinación o apetito los de la naturaleza, se depravó en tanto grado que muchas veces incita a apetecer cosas que repugnan al espíritu y a la razón……Y así solamente está prohibido aquel liviano apetito que el Apóstol llama concupiscencia de la carne: esto es, aquellos movimientos de la concupiscencia que exceden la moderación de la razón, y atropellan los límites señalados por Dios… La concupiscencia natural entonces pasa a ser pecado, cuando después del impulso de los apetitos desordenados se deleita el ánima en cosas malas, y presta consentimiento o no resiste: como lo enseña Santiago al declarar el origen y progresos del pecado por aquellas palabras: Cada uno es tentado de su concupiscencia, que le tira y atrae: después la concupiscencia cuando prevalece, pare el pecado, y el pecado cuando fuere consumado, engendra la muerte».
Felices las almas en quienes el mismo Jesucristo ha impreso sus señales, y por decirlo así, sus Llagas, ejercitándolas por el camino de continuas penalidades con persecuciones internas o exteriores, con contradicciones y frecuentes desastres, con largas y molestas enfermedades, o por otros rumbos diferentes, y a las cuales hace llevar en sus cuerpos su mortificación y penitencia, como él mismo la ha llevado en el suyo. ¿Qué cosa pueden desear más estas almas escogidas, que el entrar en las disposiciones de JESÚS moribundo, después de haberse ejercitado en las de JESÚS penitente, y considerar los motivos que deben hacer de la muerte el objeto de sus más vivas ansias y deseos? Pero como estos deseos no son sólidos ni verdaderos sino cuando están acompañados de las virtudes que forman un verdadero Cristiano, por eso después de haber propuesto las Meditaciones que sirven para hacerles desear la Muerte, se les proponen las virtudes en que han de ejercitarse, trabajando, con la divina gracia, en plantarlas o renovarlas en su corazón, y en solidarse en ellas con toda firmeza.
La razón porque se han reducido al Padre nuestro las verdades que se proponen en estas Meditaciones, es porque en la Oración Dominical se incluyen todas las obligaciones del Cristiano, como que ella es un excelente Compendio del Evangelio. Si el uso de esta Oración es santo y útil en todos los tiempos de la vida, lo es aún más en el de la muerte, y en los días en que el Cristiano se quiere preparar para ella, renovando la práctica de sus obligaciones, y trabajando con los ejercicios piadosos en purificarse de sus culpas pasadas. Porque ya se sabe lo que tantas veces ha dicho San Agustín de esta celestial Oración: que ella es la penitencia cotidiana, y un excelente medio para purificarse de los defectos diarios en que caímos por la humana flaqueza.
Ella es también una divina semilla que contiene en sí el fruto de todas las virtudes cristianas. Es la Oración de la Caridad misma, porque es la Oración de los hijos de Dios. Es el complemento de la Ley, de los Profetas y del Evangelio; y yo quedaría muy contento de no saber hacer otra cosa que rezar bien el Padre nuestro, si tuviese la felicidad de rezarlo bien.
Yo entiendo por rezarlo bien el rezarlo con un corazón lleno de una fe humilde y sencilla, de una esperanza viva y de una ardiente caridad: con un corazón despegado de la tierra, y elevado con todos sus afectos hacia aquel Padre que tenemos en el Cielo: un corazón abrasado en el deseo de la herencia que nos está reservada; finalmente, un verdadero corazón de hijo que no conoce y no ama sino a su Padre, que no busca sino a él, que no suspira sino por él, que no corre sino tras él, que no se une sino á él, y para quien la mano, los ojos, y el seno de su Padre, son todas las cosas: su mano para guiarlo, sostenerlo y defenderlo en el camino: sus ojos para velar sobre él, sobre sus pasos y sobre todas sus necesidades; y su seno para reposar sobre él después de la carrera, para recibir en él su alimento, para gozar en él de sus caricias, de sus abrazos, y de él mismo.
Esta es una pequeña parte de los afectos y sentimientos que la primer palabra de la Oración Dominical debe despertar en nosotros, si la rezamos como conviene. Porque a la verdad, es casi imposible que un Cristiano llame a Dios con el dulce nombre de Padre sin acordarse que es su hijo, que a él le debe el ser, la vida y codas las cosas, y que este Padre que está en los Cielos, no habiéndolo hecho sino para sí, no debe él vivir sino para su Padre: que hacia él debe tirar continuamente, y aspirar sin descanso a la vida del Cielo, donde este Padre adorable quiere hacer vivir en sí mismo y de sí mismo a todos aquellos sus hijos que habrán vivido por él sobre la tierra.
Al continuar esta santa Oración encontrará asimismo el Cristiano, qué cosa sea vivir en Dios y por Dios, cómo deben vivir sus hijos para imitar a su Padre: esto es, que deben vivir en la virtud, apartándose de todo lo que es indigno de la santidad de su nombre, que ha sido invocado sobre ellos, y deseando quedar enteramente libres de este cuerpo mortal, para encontrar en su seno la perfecta santificación, que no pueden ellos esperar aquí en la tierra.
¿Quién no se maravillará después de esto, de que muchos Cristianos recen esta santa Oración sin fe, sin atención y sin reflexionar, por pura costumbre, y de una manera del todo indigna de la Majestad de aquel Dios a quien ofrecen este sacrificio de sus labios, de la Bondad del Salvador que nos la dio, y de la Santidad de aquel Divino Espíritu que ha sido enviado a sus corazones para formar en ellos la adoración y el gemido de que debería siempre estar animada?
El Evangelista San Juan decía del precepto de la Caridad cristiana, que él es el mandamiento del Señor, y que él solo basta, con tal que se cumpla. Esto mismo proporcionalmente puede decirse del Padre nuestro. Él es la Oración del Señor, y ella sola basta, con tal que se rece bien. Como en estas Meditaciones se considera la Muerte por aquellas partes que la hacen amable al Cristiano, podría acaso la lectura de este Librito contribuir a sosegar aquellas almas que no pueden mirarla sino con un excesivo horror y miedo, y a despertar también a aquellas que se hallan sepultadas en un profundo olvido de este último momento, decisivo de nuestra eterna suerte. No creo por tanto que alguno me acuse, ni de inspirar a las almas un deseo presuntuoso de la muerte, ni de desentenderme de las que tienen necesidad de ser atemorizadas sobre este punto. A más de que, para éstas, hay escritas excelentes Obras, que andan en las manos de todos, y de las que sacarán muchísima utilidad y provecho.
Yo supongo que los que lean este Librito vivan cristianamente, y se hallen en estado de comparecer ante su Divino Esposo; por lo que ha parecido justo inspirarles las disposiciones correspondientes. No es tán escaso el número de estas almas felices, y por la misericordia de Dios las hay en nuestra Iglesia.
«En la Caridad (dice excelentemente el Doctor de la Caridad) hay muchos grados. Hay personas que reciben la muerte con paciencia; y hay otras mas perfectas, que no tienen necesidad de la paciencia sino para sufrir la vida presente. El que ama la vida, puede sufrir pacientemente la muerte cuando ha llegado su hora: pero quien desea, como el Apóstol, dejar esta vida por estar con Jesucristo, éste no muere con paciencia, sino que antes bien, vive con paciencia y muere con gusto». (San Agustín, tratado 59 sobre la I Epístola de San Juan, cap. 5).
Tal es la disposición que pido a Dios ponga en el corazón de los que leyeren esta Obrita, encargándoles con San Agustín, que trabajen en la perfección de tal manera, con el auxilio de la divina gracia, que puedan desear la muerte y el día del Juicio.
SANTOS DESEOS DE UNA CRISTIANA MUERTE, O PREPARACIÓN PARA ELLA EN UN RETIRO DE OCHO DÍAS O EN UN DÍA DE CADA MES
DÍA PRIMERO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como criatura de Dios, que es su vida, su reposo y su felicidad eterna.
PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.
Aunque Dios sea nuestro Padre en un modo más noble y más santo en nuestra nueva creación en Jesucristo; mas no por eso deja de serlo por nuestro primer nacimiento en Adán de un modo mas verdadero y mas excelente de lo que lo son los padres que nos han dado la vida del cuerpo. Porque Dios es solo e inmediatamente el Padre de nuestra alma, por la cual somos hombres, hechos a imagen de Dios, y capaces de tener sociedad con Él. De Él recibimos el ser, la vida, la razón, y todo lo que llamamos dones de naturaleza.
Y no solamente da la vida a nuestra alma, sino que Él mismo es la vida del alma. La vida de vuestra carne es vuestra alma, dice S. Agustín (Tratado 47 sobre el Evangelio de San Juan), y la vida de vuestra alma es vuestro Dios. La diferencia que hay entre una y otra es, que el cuerpo recibe de una vez toda su vida natural; pero la vida de nuestra alma no es aquí en la tierra sino comenzada: ella es perfeccionada día en día: puede recibir de hora en hora nuevos aumentos; y llegará por último el momento feliz en que recibirá su plenitud y su última perfección, acompañada de una infinita felicidad.
Pero esto no se consigue en este mundo; y si pudiésemos concebir la diferencia que hay entre el estado presente de nuestra alma, y entre aquel en que se hallará cuando se vea separada de este cuerpo que la agrava, y se hallará unida perfectamente a Dios, y como abismada en Él; toda nuestra, vida presente no sería sino un continuo deseo de la vida futura, como que en ella será Dios 1. La plenitud y perfección de la vida de nuestra alma. 2. Su eterno reposo. 3. Su perfecta y completa felicidad: tres Puntos que deberán ocuparnos en este día.
I. Nuestra alma no es otra cosa que una participación de aquel Ser eterno, espiritual y omnipotente, que es Dios; y su razón, que es su vida, no es sino una participación de aquella luz invisible e inaccesible, y como una centella de aquel fuego que siempre arde, y que nunca jamás se apaga. Es nuestra alma un ser espiritual, capaz de conocer y de amar al Ser soberano sumamente inteligente e infinitamente amable, la cual no está para otra cosa en este mundo sino para santificarse con este conocimiento y con este amor, y que está destinada a ser eternamente feliz mediante la perfección de este conocimiento, y el complemento de este amor. Nuestra alma es como un gran vacío que Dios quiere llenar, y que Él solo puede llenar. Es una capacidad de Dios: quiero decir, que así como esta vasta extensión del aire que hay entre el cielo y la tierra, no se nos representa sino como una capacidad apta para recibir la luz y el calor del Sol visible, y es como su vida el estar llena de él, y su muerte estar de él privada: así es nuestra alma respecto del Sol invisible. Ella está viva en cuanto Él la llena de Sí mismo como luz y ardor eterno, y en tanto es su vida, en cuanto es su plenitud; y cuanto ella se llena de otras cosas fuera de Dios, tanto pierde de su vida, y tanto queda vacía. Porque, como dice muy bien San Bernardo: Todo lo que es menos que Dios, puede, es verdad, entretener y ocupar a un alma capaz de Dios, pero nunca jamás puede llenarla.
No sucede esto solamente por defecto de su voluntad, que es ciega, carnal e inconstante, y a quien el pecado ha hecho perder el gusto de Dios; sino también por las necesidades de la vida presente, que nos obligan a ocuparnos en muchas cosas indignas de la nobleza de nuestra alma, y que insensiblemente la vacían de Dios. ¿Pues cómo podemos amar la tierra, y encontrar dulzura en la vida presente? ¿Cómo por el contrario no suspiramos continuamente por la separación de nuestra alma, para que se halle en estado de llenarse toda de Dios, con la plenitud de que ella es capaz (Ut impleámini in omnem plenitúdinem Dei. Ef. 3, 1), y que Dios sea su vida con toda la perfección a que está destinada? Consideremos frecuentemente este estado, y digamos con aquel hombre de deseos y de gemidos (San Agustín, Confesiones, libro X, cap. 28, traducción del padre Rivadeneyra): «Señor, cuando yo me abrazare con Vos del todo, no tendré ni dolor ni fatiga. Entonces mi vida será verdaderamente viva, porque estará llena de Vos Mas ahora porque Vos hacéis ligero al que está lleno de Vos, no lo estando yo, necesariamente tengo de ser a mí mismo pesado y cargoso».
II. Nuestra alma está hecha para Dios, y nunca jamás tendrá reposo hasta que lo encuentre en Dios. Cada uno busca este reposo; pero no lo busca cada uno en Dios. Se busca en las criaturas, donde no puede estar. Los que lo buscan en Dios, lo hallarán; pero no encontrarán jamás aquí en la tierra un perfecto reposo, y libre de toda turbación e inquietud. El reposo de los Santos de la tierra se encuentra en la dulzura, en la humildad, y en la fidelidad en llevar el yugo del Señor; pero éste es un reposo pasajero, un reposo de caminante, y que no puede contentar perfectamente al que busca un reposo eterno y sin mudanzas: un reposo de gozo, de estabilidad, que lo haga feliz, metiéndolo en posesión de su país y de su herencia; y esta herencia no es otra que el mismo Dios. Este es el reposo a que aspiramos, y al que no podemos llegar mientras somos viadores. Podemos, es cierto, reposarnos sobre su Providencia, y sobre los paternales cuidados de de su Bondad: podemos reposar bajo la sombra de sus alas en nuestras aflicciones, mientras pase la iniquidad; pero este reposo va siempre acompañado del trabajo, y no está libre ni del temor ni de la tentación. Es necesario buscar continuamente al Señor, hasta tanto que nos haya escondido en el secreto de su Rostro adorable, después de habernos sacado del bullicioso tumulto de este mundo, que tantas veces turba nuestros corazones. Escondedme, Señor, en el secreto de tu Rostro, de la conturbación de los hombres (Salmo 30, 21).
Esta es la Oración que deberíamos hacer continuamente, si deseásemos de buena fe el reposo reservado al pueblo de Dios, si lo buscásemos con todo nuestro corazón, y con todo el fervor de nuestra alma. En la paz, en él mismo dormiré y descansaré (Salmo 4, 9). ¡Oh palabras que encantan! (exclama del fondo de su corazón San Agustín) ¡Oh paz incomprehensible! ¡Oh reposo deseable, reposo en Dios mismo, reposo en el Ser inmutable, reposo que hace olvidar todos los trabajos, reposo que forma toda nuestra esperanza! Porque ninguna cosa es igual a Vos, ¡oh Señor!, y todo lo que no es Vos, no es digno de ser el reposo de mi alma. Dadnos pues, ¡oh Dios mío!, vuestra paz y vuestro reposo: el reposo de aquel Sábado eterno, que será como un claro medio día, siempre permanente, y siempre fijo, sin que se le siga noche ni oscuridad alguna. Y haced, si os agrada, que trabajemos continuamente por el espacio de los seis días de esta vida en cumplir vuestra voluntad, para que después de haber completado nuestras obras, las cuales no son buenas sino porque ellas son en nosotros dones de vuestra gracia, reposemos en Vos en aquel glorioso Sábado de la vida eterna y feliz.
Si el alma está vacía cuando no la llena Dios, y no puede estar sino inquieta cuando no no descansa en Dios, digamos también, que ella es infeliz si Dios no la hace feliz consigo, y de sí mismo. No hay alguna naturaleza espiritual sobre la tierra (San Agustín, Tratado 23 de San Juan, n. 7), no hay Santo alguno en el cielo, no hay algún Ángel, aun el más excelente, que pueda hacer feliz a nuestra alma: ¿cuánto menos podrá hacerla alguna de las criaturas sensibles y corpóreas, que son a ella tan inferiores, y que no pueden sino mancharla y envilecerla cuando se apega a ellas? Estas tales criaturas pueden, es cierto, halagar y conmover los sentidos del cuerpo, y por la estrecha unión y admirable comercio que hay entre el cuerpo y el alma, puede ésta quedar conmovida de algún placer con la ocasión de alguna mutación hecha en los sentidos corpóreos; pero nada la puede hacer feliz sino la participación de la vida siempre viva de la Substancia eterna e inmutable, que es Dios, porque no puede ella encontrar su felicidad sino en lo que es su fin; y no siéndolo ni los placeres, ni criatura alguna de las sensibles y espirituales, sino solo Dios, solo éste puede hacerla feliz.
Ved ahí, dice San Agustín, en lo que consiste la Religión Cristiana. Pero ¡ah! ¡Cuán débil es esta unión con Dios en esta vida! Y tal cual ella es, ¿a cuántas mudanzas no está sujeta, a cuántos peligros no está expuesta, qué furiosos combates no tiene que sostener, de cuántos enemigos no tiene que defenderse? Tan cierto es que esta vida es un combate, una tentación, y una continuada miseria. Solo la muerte puede libertarnos de todo esto; y quien tiene una fe viva, bien lejos de mirarla como su enemiga, y de huirla como su desgracia, debería antes salirle al encuentro con sus deseos, y recibirla cuando ella se presenta, como a su libertadora, v como a una amiga que viene a descargarlo de un peso gravoso e incómodo, para nacerlo pasar de un país enemigo al paisa de seguridad, y de la región de la muerte a la habitación amable y deliciosa de la bienaventurada vida. „Porque ello es necesario (dice un docto Autor) que muera de buena gana aquel que ama y desea la felicidad a que nos conduce la muerte. Y los que la huyen con el pretexto de querer aún aprovechar en la virtud, en vez de dar muestras de un verdadero deseo de aprovecharse, antes bien dan a conocer cuán poco han aprovechado; pues que puntualmente en el deseo de la muerte consiste el progreso y adelantamiento en la virtud. Deseen pues aquello que huyen, por tal de aprovecharse, y entonces se aprovecharán y serán perfectos (San Agustín, u otro autor, cuestión 7 en San Mateo).
No digamos pues nunca estas palabras Padre nuestro que estás en los cielos, sin acordarnos que aquel a quien hablamos, es no solamente el Padre y el principio de la vida de nuestra alma, sino que es también su fin y su centro. Acordémonos, que queriendo este adorable Padre ser Él mismo en la eternidad nuestra vida, nuestro reposo, y nuestra felicidad perfecta; la muerte, que es el pasaje a esta felicidad inmutable, debe ser el objeto de nuestros deseos, y por decirlo así, de nuestra impaciencia.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. El Espíritu de Religión.
Esta virtud, en que ha de ejercitarse (supuesto siempre el auxilio de la divina gracia) el que se prepara para comparecer ante Dios, comprende otras muchas. Ella nos enseña ante todas cosas a conocer bien lo que se debe adorar, y como se debe adorar: a no adorar sino a Dios, y a adorarlo por medio de Jesucristo, esto es, por sus méritos y por su gracia, en su Cuerpo y por su Espíritu, que habiéndosenos dado, nos inspira una íntima disposición de estimación, de respeto, de sumisión y de dependencia por todo lo que mira a Dios, y por todo aquello que sabemos de sus perfecciones, de sus Misterios, de sus dones, en una palabra, por todo lo que es de Dios: disposición que está radicada en una fe viva y amante de su Grandeza, de su Santidad, de su Sabiduría, de su Omnipotencia y de su infinita Bondad.
El que tiene estas disposiciones no piensa jamás en Dios ni en las cosas de Dios sino con el sentimiento de una veneración profunda y respetuosa: no habla de ellas sino con Religión: no lee ni oye su santa palabra sino con temor: está con gran respeto en su presencia, principalmente en los sagrados templos; y cuando se le ofrece ocasión de hacer exteriormente actos de culto, y de ejercitar las ceremonias y prácticas exteriores de la Religión, hace ver a todos con su modestia, con su recogimiento y con su ejemplo, que de la plenitud de su corazón se difunde delante de los hombres su Religión, y que él adora a Dios en espíritu y en verdad.
Quien se halla en esta disposición, no tiene otra regla de su vida que la voluntad de Dios, y dice con el Real Profeta (Salmo 72): Mi felicidad es estar unido a Dios, y no tener confianza ni esperanza sino en Él. Y cómo no puede dar mayor prueba de esta su sumisión a la voluntad de Dios, que amándolo mas que a su vida, está siempre pronto a ofrecerle este sacrificio aceptando la muerte, y teniéndose por muy dichoso con poder, a lo menos por este medio, honrar el supremo poder que tiene sobre la vida y sobre la muerte.
II. VIRTUD. El agradecimiento a los beneficios.
La Gratitud es una de las primeras obligaciones de la criatura racional; pero es una obligación de que, por lo común, no se hace caso. Se goza de la vida, y se usa de todos los bienes que la acompañan, sin dar gracias a Dios, que es el Autor de todos ellos.
El Apóstol San Pablo nos enseña (Romanos 1, 2l y ss) que los Filósofos paganos no cayeron en la ceguedad, en la dureza y en la obstinación sino porque no habían glorificado a Dios, ni dádole gracias por sus beneficios. El mismo Jesucristo Señor nuestro comenzó las más grandes acciones de su vida con la acción de gracias, y las terminó con la institución de un sacrificio, que dejó a su Iglesia, entre otros fines, para que se le ofreciese a Dios en acción de gracias, de donde tomó el nombre de Eucarístico.
Es pues necesario que los que se preparan a morir tengan un cuidado particular de entrar en este espíritu de Jesucristo, y reparen el olvido en que acaso han estado de los beneficios de Dios, haciendo desde ahora lo que tal vez no podrán hacer en el tiempo de la muerte. Den pues a Dios mil gracias por los innumerables beneficios que han recibido y esperan recibir de su liberal mano en la tierra de los vivientes. Pero sobre todo, no nos cansemos jamás de darle gracias por el don que nos ha hecho de Jesucristo y de su Espíritu, que ambos son llamados los Dones de Dios por excelencia, porque son la fuente de todos los otros dones, y a todos los contienen.
Debemos también mirar nuestra muerte como un sacrificio de acción de gracias y de expiación. Ofrezcámosla pues anticipadamente en unión de la de Jesucristo y por el Espíritu Santo, por quien se ofreció Él mismo como una Hostia viva e infinitamente santa. Bien podremos decir entonces, y podremos pronunciar desde ahora sobre nosotros, aquellas palabras de la Santa Misa, que dice el Sacerdote refiriéndolas al Sacrificio de Jesucristo: Venid, oh Santificador, Dios Omnipotente y Eterno, y bendecid este sacrificio que está para ofrecerse a vuestro santo nombre.
NOTA: Cada día procure el Ejercitante examinarse sobre las virtudes que se proponen, ¿en qué ha faltado a ellas?. &c. Humillarse delante de Dios por sus defectos, y hacer alguna penitencia proporcionada a su estado y a sus fuerzas, con dictamen del Confesor, concluyendo el día con rezar devotamente el Rosario de nuestra Madre María Santísima, pidiéndola le alcance de Dios aquellas virtudes, y una santa y dichosa muerte. Todo esto indicaremos brevemente al fin de cada día, diciendo: Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA SEGUNDO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como como hijo de Dios por el Bautismo, para ser perfectamente santificado en Dios en la eternidad.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE.
Padre, dice Jesucristo (San Juan XVII, 24), deseo que adonde estoy yo, estén también conmigo aquellos que Vos me habéis dado, para que ellos contemplen mi gloria, que me habéis dado. Yo les he dado (San Juan XVII, 22-23) la gloria que Vos habéis dado a Mí… Yo estoy en ellos, y Vos en mí.
Ved ahí adonde nos conduce la muerte cristiana. Ella no es sino un pasaje del seno de la corrupción y de la miseria al Seno eterno y glorioso de nuestro Padre celestial. Pero no tienen derecho al Seno del Padre sino los hijos; y si el hombre, como criatura, debe sacrificarse con una santa muerte al honor y a la gloria de su Criador , no puede tener su complemento este sacrificio sino en virtud de ser hijo de Dios por el Bautismo. Mediante este Sacramento, dice San Agustín, comienza a ser santificado en nosotros el nombre de Dios, porque nosotros mismos somos en este Sacramento santificados en su nombre como sus hijos, y comenzamos a tener derecho de llamarlo propiamente nuestro Padre, como participantes de su santidad, según nos muestra Jesucristo, diciéndonos: Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (San Mateo V, 48).
I. Suspiremos por tanto el que se llegue nuestra adopción perfecta, y pidamos a nuestro Padre celestial que acabe de santificar en nosotros su nombre, obrando en nosotros todo aquello que Él debe obrar para hacernos participantes de su santidad, según la medida que ha destinado a los que quiere tratar como a sus hijos en la eternidad. Esto es lo que San Agustín llama la grande y admirable santificación de Dios, donde sus hijos descansarán después de los trabajos de esta vida (Post illa nos requietúros in tua grandi sanctificatióne sperámus. Confesiones, cap. último).
Y pues que esta adopción no puede tener su complemento en este mundo, ¿cómo podemos amarlo, y como no pedimos continuamente salir de él? Y pues que no podemos llegar a esta vida perfecta de hijos de Dios sino muriendo a la vida presente, ¿cómo la muerte no es el objeto de nuestros deseos? Y pues que es necesario desnudarse de este cuerpo de pecado antes de ser vestidos de la gloria que Él reserva a sus amigos, rómpanse cuanto antes estos lazos de carne y sangre, perezca este cuerpo, y deje mi alma esta prisión para ir a unirse con Jesucristo. Deseo morir y estar con Cristo (Filipenses I, 23), porque entonces mi Padre celestial me reconocerá por su hijo en la feliz eternidad.
Padre nuestro que estás en los Cielos: Padre, cuyo nombre es Santo: Padre, que sois la Santidad misma: haced, y hacedlo cuanto antes si así os agrada, que vuestro nombre sea plena y perfectamente santificado en mí, y que yo lo sea perfectamente en Vos mediante el complemento de mi sacrificio. Desfallezca mi alma por el deseo de entrar bien presto en el Santuario adorable de vuestro Seno, y de estar puesta sobre vuestro Altar, que es Jesucristo, para que este Pontífice Sumo de los bienes futuros me sacrifique ante Vos, y me consagre a Vos. Mi alma y mi carne, lejos de temer aquel momento que debe separarlas, regocíjense anticipadamente, den saltos de alegría por unirse a Vos, ¡oh Dios Santo, Dios vivo, Dios eterno!, que seréis, como lo espero de vuestra misericordia, el Santificador de mi ser, la Vida de mi alma, y el Dios de mi corazón por toda la eternidad (Deus cordis mei, et pars mea, Deus in aetérnum. Salmo LVII).
II. Roguemos también a Jesucristo el Sumo Sacerdote, que debe ofrecer a Dios la vida de sus miembros, como le ofreció la suya propia, que se digne emplear el poder que tiene sobre nuestra vida para perfeccionar este sacrificio: que sepulte presto bajo la tierra esta semilla corruptible, este cuerpo mortal, para que después lo saque de ella, resucitándolo (I Corintios XV, 41, 50) incorruptible, glorioso y lleno de vigor, para ofrecerlo entonces a Dios como primicias de santificación y bendición; puesto que la carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios, ni nuestra alma puede ser consumida como un perfecto holocausto, si antes no es despojada de su cuerpo, destruyéndose la vida mortal para que ella viva eternamente.
¡Oh Jesús, Pontífice Sumo, Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, por quien todo debe ser sacrificado, ofrecido y consagrado a Dios! Yo dejo de buena gana en vuestras manos mi vida, esta vida, que es ya vuestra porque la habéis comprado con el precio de vuestra Sangre: Sacrificadla, ¡oh JESÚS!, a la Majestad Divina, y sea mi muerte, mediante vuestra oblación y la unión con vuestro Sacrificio, un sacrificio agradable a Dios.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. La Fe.
Es la Fe el ojo y la razón del Cristiano, y por ella debe juzgar de todo. Feliz aquel en quien cuando venga Jesucristo, hallare una fe viva, animada y vigilante. Trabajemos pues este día, con la divina gracia, en avivar en nosotros la fe de las verdades eternas: aprendamos a ejercitar bien nuestra fe, a obrar según ella, y a vivir de ella.Ejercitamos nuestra fe, cuando sujetamos a su autoridad nuestro espíritu y nuestra razón, creyendo firmísimamente todas las verdades que nos propone.
Obramos según nuestra fe, cuando seguimos su luz en el curso de nuestra vida, en nuestras acciones, en nuestros deseos, en nuestras inclinaciones, y cuando no deseamos ni hacemos efectivamente sino lo que la Fe nos hace conocer que debemos y podemos hacer, querer y desear.
Vivimos de la Fe, cuando no nos alimentamos de los bienes visibles; cuando no miramos la tierra como nuestra patria; cuando nos consideramos como ciudadanos del Cielo, que no estamos en el mundo sino de paso, y estamos siempre esperando nuestro arribo a la Patria celestial; cuando nos elevamos por medio de la Fe hasta esa Patria verdadera, para buscar en ella los bienes eternos e invisibles.
Vivamos pues con la vida de la Fe: ella nos sostenga en medio de los trabajos de la vida presente: ella nos convenza que la vida es corta, que es un momento, un soplo, un vapor: que sus bienes son engañosos, caducos y perecederos: que sus males son nada, y que por otra parte, esta nada es la semilla de una gloria eterna, infinita e incomprehensible. Procurad estableceros bien en este ejercicio. Cuando tenéis entre manos algún negocio, cuando queréis elegir estado, &c., acostumbraos a poneros delante de la vista las reglas de la Fe y las máximas del Evangelio, y examinad atentamente lo que ellas permiten o prohíben, y sobre todo, pedidle a Dios, que sigáis siempre las luces de la Fe, y que como los Justos, viváis siempre de ella.
II. VIRTUD. El espíritu de sacrificio.
Por medio de la Fe, dice San Pablo, estuvo pronto Abrahán a sacrificar a su hijo único. Por medio de ella debemos también nosotros vivir y morir en el espíritu de sacrificio: quiero decir, que estando persuadidos de no tener el ser y Ja vida sino por Dios, no debemos hacer uso de ellas sino por Él, refiriendo a Él todo lo bueno, y dedicándonos perfectamente a su servicio. Por este mismo espíritu de sacrificio debemos estar dispuestos a recibir todo lo que Dios nos enviare, sujetándonos enteramente a su voluntad santísima.
Debemos vivir continuamente como bajo la mano y bajo el cuchillo del Sacerdote que nos ha de sacrificar. Y como que este sacrificio no se hace en un momento, sino que dura toda la vida; así también este Sacerdote no hiere a su víctima en una sola manera, ni la sacrifica con un solo golpe. Una pérdida de bienes temporales, una calumnia, una aflicción, una enfermedad, y todo cuanto sirve a mortificar la naturaleza y sacrificarla a Dios, son otros tantos golpes que Jesucristo, Sacerdote del Altísimo, descarga sobre nosotros con aquella espada (San Mateo X, 34) que vino a traer al mundo, y con la que hizo profetizar a su Madre Santísima que sería traspasada su alma (San Lucas II, 35).
Pero llegará por último el día en que se consumará este sacrificio, y se le dará a la víctima el último golpe. Mas así como no toca a la víctima escoger ni la hora ni el modo de su sacrificio y de su muerte, y debe ella dejar este cuidado al Sacerdote: así también debe estar siempre esperando el momento que debe separarla del mundo presente, siempre pronta para recibir el golpe, siempre dispuesta para sacrificar a Dios su vida con aquel género de muerte que sea más de su agrado, y deseando siempre el que se perfeccione este sacrificio.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA TERCERO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como miembro de Jesucristo, para completar su Cuerpo místico.
VENGA A NOS TU REINO.
No es otra cosa el hombre en la nueva creación sino lo que él es en Jesucristo: porque en él ha sido criado (Efesios II, 10), después de haber sido en él escogido ante la creación del mundo (Efesios I, 4). En él es llamado (Efesios I, 14), es bendecido (Efesios I, 3), es adoptado (Efesios I, 5), es santificado (Efesios II, 5), es fecundo en obras buenas (Efesios II, 10), y finalmente, en ál será glorificado (II Tesalonicenses I, 10), o por mejor decir, el mismo Jesucristo será glorificado en sus santos miembros. Así puntualmente se establece el Reino de Dios, cuya venida pedimos todos los días diciendo: Venga a nos tu Reino.
Los Escogidos pues son los miembros, que unidos a Jesucristo como a su Cabeza, sirven para formar aquel Cuerpo misterioso que Él tendrá en el Cielo por toda la eternidad: Cuerpo admirable, que habiendo comenzado a formarse desde el principio del mundo, no estará perfecto y completo sino al fin de los siglos con la muerte del último de los predestinados, como que ellos son su plenitud y su total complemento (Corpus ejus, et plenitúdo ejus, qui ómnia in ómnibus adímpletur. Efesios I, 23).
De aquí se conoce claramente, que con estas palabras: Venga a nos tu Reino, pedimos a Dios tres cosas, que no pueden cumplirse perfectamente en esta vida, y son: 1. El Reino de Dios. 2. La venida de Jesucristo en su gloria. 3. El establecimiento perfecto del Reino de Dios en nuestros corazones.
I. ¡Qué triste y lamentable espectáculo a los ojos de la Fe es ver como se sirve a Dios en este mundo! La mayor parte de él está sumergida en la idolatría y en la infidelidad, y el diablo es allí adorado en lugar de Dios. Entre los Cristianos la mayor parte está empeñada en el cisma y en la herejía, y en el corto número de Católicos que quedan, ¡ah, cuán lejos está de que Dios reine en todos ellos! Lo que reina en la mayor parte es la impiedad y la irreligión: una vida deliciosa y pagana, envidia, escándalo e injusticia; y se diría al ver las costumbres estragadas de la mayor parte, que ellos no están en la Iglesia sino para hacer reinar el pecado en el Reino mismo de Dios, y para renunciar con sus obras a su Rey, como lo hicieron aquellos Judíos que dijeron: No queremos que éste sea nuestro Rey (San Lucas XIX, 14). Tales personas están muy lejos de decir con el corazón estas palabras: Venga a nos tu Reino.
Pero nosotros, que confesamos ser Dios el Rey de nuestros corazones: nosotros, que debemos desear el establecimiento de su Reino, al cual vemos por todas partes asaltado y desolado por el pecado: nosotros, que deberíamos estar penetrados de dolor al ver el Reino de la concupiscencia, o por hablar con la Escritura Santa, el Reino del Infierno, establecerse por toda la tierra sobre las ruinas del Reino de Dios, que está como restringido y estrechado en un corto número de almas fieles; nosotros digo, ¿veremos todo esto con ojos enjutos, y quedaremos insensibles a tanto estrago? Avergoncémonos de la poca aflicción que nos causan tamaños desórdenes. Suspiremos por la venida del Reino amable de Dios, aunque sea necesario que nos cueste la vida, y que perezca todo este mundo sensible para ver a Dios sujetar a Sí todos los enemigos de su Reino, y destruir también en nosotros todo lo que se le opone y es contrario. Porque nadie hay que no alimente en el fondo de sus entrañas un enemigo del Reino de Dios, cual es la mala concupiscencia, que frecuentemente se revela, y hace resistencia a las órdenes de nuestro Soberano Rey.
Pero si no deseamos de corazón lo que pedimos con la boca, nuestra oración no es sincera. Si huimos la muerte, huimos el Reino de Dios, y tememos ser oídos en nuestra súplica. Y si tememos ser oídos, no rogamos con fe, sino que antes bien tenemos el espíritu dividido, y el corazón inconstante en sus deseos, y somos semejantes a las olas del mar, agitadas y llevadas de acá para allá por la violencia de los vientos (Santiago I, 6, 8).
Elevémonos pues sobre estas desconfianzas y sobre estos temores, y digamos con una viva fe: Padre nuestro que estás en los Cielos… Venga a nos tu Reino, y establézcase por todas partes a costa de todo. Nosotros amamos, deseamos y pedimos con todo nuestro corazón este Reino tan amable y tan necesario: este Reino que pertenece a Vos, Dios mío, por tantos títulos. Porque Vos sois digno, oh Señor nuestro Dios, de reinar con gloria, honor y poder; porque Vos habéis criado todas las cosas, y por vuestra voluntad ellas subsisten y han sido criadas (Apocalipsis IV, 11). Haced pues, si os agrada, que podamos cuanto antes cantar con los Santos de vuestro Reino celestial: Aleluya: Alabad a Dios, porque el Señor nuestro Dios, el Omnipotente ha entrado en su Reino (Apocalipsis XIX, 6).
II. ¡Cuánto pues deberá alegrarse el que ama verdaderamente a Jesucristo, cuando piensa en aquel día en que bajará del Cielo para volver bien presto a su Padre, no ya solo, como en el día de su gloriosa Ascensión, sino acompañado de todos sus Santos, y a la frente de aquel Cuerpo admirable que ha de presentar a su Padre, y ponerlo entre sus manos como su Reino! Entonces su Reino y su triunfo serán completos, porque todos sus escogidos estarán unidos a Él por toda la eternidad, victoriosos, mediante su gracia, de tantos enemigos como tuvieron que combatir, y quedará destruido el último de todos que es la Muerte. Quedará su Reino perfecta e inmutablemente establecido en todos sus miembros, porque estará ya en ellos extinguida la concupiscencia. Quedarán completas, como dice la Escritura, las Bodas del Cordero; y su Esposa, que ha estado preparada durante el curso de tantos siglos para aquel día nupcial, quedará unida a Él en un modo da que no somos dignos de hablar, pero que llenará de alegría a la celestial Jerusalén. Alegrémonos, dirán los Ciudadanos de la Ciudad de Dios (Apocalipsis XIX, 7): llenémonos de contento, y demos gloria a Dios, porque han llegado le las Bodas del Cordero, y su Esposa está adornada de una manera digna de Él.
Entremos también nosotros anticipadamente en este regocijo de la Iglesia Triunfante y de su adorable Cabeza. Estemos ansiosos por ver el triunfo de Jesucristo y de su Iglesia. Y pues la Muerte es el último de sus enemigos que debe ser destruido, y esta destrucción comenzada en la muerte del primer justo, se completa en la de los demás hasta el último: ofrezcamos de buena gana nuestra vida, para anticipar, en cuanto está de nuestra parte, el triunfo de Jesús sobre la Muerte. Salgárnosle como al encuentro con nuestros deseos; y con una santa impaciencia por verlo en el colmo de su alegría, y en el complemento de su Reino, digámosle con todo nuestro corazón: ¡Venga a nos tu Reino, oh Jesús! ¡Sí, venid, oh Jesús, mi Señor! (Étiam. Veni, Dómine Jesu. Apocalipsis XXII, ). Este es el gemido de la Iglesia en su viudez: esta es la oración que el Espíritu Santo forma en ella en el discurso de todos los siglos; y esto es lo que sus hijos deben hacer en ella en el espacio de toda su vida. El Espíritu y la Esposa (Apocalipsis XXII, 17) dicen, venid. Y el que los oye debe decir, venid. No dejemos pues de decir: Sí, venid, oh Jesús Señor, venid, venid, venid.
III. El que espera un Reino eterno, el Reino mismo de Dios y de Jesucristo, no debe pensar en otra cosa que en vencer todos los estorbos y dificultades que puedan retardar la felicidad que aguarda, y que le impiden ir a tomar posesión de tan venturoso Reino. Esto nos da a entender Jesucristo diciendo (Quo vicéris, dabo ei sedére mecum in Throno meo: sicut et ego vici, et sedi cum Patre meo in Throno ejus. Apocalipsis III, 21): Al que quedare vencedor, yo lo haré sentar conmigo sobre mi Trono, a la manera que estoy yo sentado con mi Padre sobre su Trono, después de haber conseguido la victoria.
¿Pues como podéis, almas Cristianas, que habéis renunciado el pecado y el amor del mundo, ¿cómo podéis, digo, temer con tanto extremo la separación de este cuerpo mortal y corruptible, que os impide salir al encuentro a vuestro Esposo? ¿Cómo teméis tanto el dejar una prisión para subir, sobre el Trono de Dios y de Jesucristo? No huyamos pues, la muerte, supuesto que ella nos pone en libertad, y rompe las cadenas que nos impiden ir a reinar con Jesucristo.
Os pido encarecidamente con San Pablo, almas cristianas, por la venida gloriosa de Jesucristo (1 Timoteo III, 13), y por el establecimiento de su Reino, que estéis siempre en expectación de esta felicidad que esperáis, y de esta gloriosa venida del Gran Dios Salvador nuestro, Jesucristo, el cual (Filipenses III, 20) debe transformar nuestro cuerpo vil y despreciable como él es, para hacerlo conforme a su Cuerpo glorioso, con aquella virtud eficaz con que puede sujetar a sí todas las cosas. Decid de corazón y sinceramente: Venga a nos tu Reino, para que podáis cantar cuanto antes aquel nuevo Cántico (Apocalipsis V, 9): Vos sois digno. Señor, de tomar y de abrir el Libro, porque habéis sido muerto, y habiéndonos rescatado para Dios con vuestra Sangre, habéis hecho de nosotros un Reyno para Dios, y reinaremos en la tierra de los vivientes. ¡Cuándo se verificará, oh Dios mío, que reinéis perfectamente en nosotros por Jesucristo, y que por Él mismo reinemos nosotros en Vos! Venga a nos, venga enhorabuena, y venga cuanto antes este Reino tan amable y tan digno de desearse. Venga vuestro Reino, ¡oh Padre!, que estás en los Cielos. Venga vuestro Reino, ¡oh Jesús!, a quien esperamos del Cielo. Venga vuestro Reino, ¡oh Iglesia Santa, Esposa del Cordero! Pedid para nosotros al Espíritu que ruega en Vos con gemidos inefables, la gracia de gemir continuamente en vuestro Seno todos los días que durare nuestro destierro, para que podamos cantar con Vos en el Seno de Dios aquel Cántico de alegría (Apocalipsis XI, 15. 27): Finalmente el reino de este mundo ha venido a ser el Reino de nuestro Señor y de su Cristo, y Él reinará por todos los siglos. Amén. Os damos gracias, ¡oh Señor Dios Omnipotente!, que sois, que erais, y que siempre seréis, porque habéis entrado en posesión de vuestra gran potencia y de vuestro Reino, (Apocalipsis XII, 10) y ahora se ha establecido la salud y la fuerza, y el Reino de nuestro Dios, y la potencia de su Cristo.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. La Esperanza.
Como Dios es nuestro Rey, y el único que da liberalmente su Reino a sus súbditos; de aquí es, que solo la Esperanza cristiana puede inspirar á todos los verdaderos hijos de Dios, miembros de Jesucristo, el deseo de reinar, y de reinar todos juntos sobré un mismo Trono, sin división y sin envidia. Nada debe apartar mas eficazmente a un alma cristiana de los placeres de la vida, del apego a las falsas grandezas y a las riquezas del mundo, cuanto la esperanza de un Reino, de quien no merece ser ni aun sombra el Imperio mismo de todo el Universo.
Esto es lo que debe producir en nosotros la Esperanza cristiana; y en vano nos lisonjeamos de tenerla en el corazón, si amamos tan vivamente las cosas de la tierra como si no esperáramos el Reino de Dios. Ella no obra en el corazón lo que debe, si no lo aparta del demasiado amor de la vida presente, si no lo hace desear su fin, si no nos tiene siempre prontos a dejarla luego que se nos pida; semejantes a aquellos antiguos Padres de nuestra Esperanza, como de nuestra Fe, Abrahán, Isaac y Jacob, los cuales vivían en aquel país delicioso que les había dado el mismo Dios, como en una tierra extraña, como forasteros y peregrinos, porque esperaban aquella Ciudad fabricada sobre un fundamento solido e inmoble, de quien el mismo Dios es el Fundador y el Arquitecto.
¡Pues como podemos decir francamente que esperamos como ellos aquella Ciudad Santa, aquella celestial Jerusalén, nosotros que nos establecemos sobre la tierra, como si no la hubiésemos de dejar jamás? ¿Nosotros que estamos acaso tan ocupados en los cuidados del siglo, en. las comodidades temporales, en los provectos de nuestros ascensos y de los honores de esta vida, como si no esperáramos otra?
Si nos hallamos sumergidos por nuestra desgracia en tan profundo letargo, despertemos de él; avivemos nuestra esperanza (Filipenses III): separémonos con el afecto de todas las cosas terrenas, y acostumbrémonos a mirarlas como basuras e inmundicias, a fin de ganar a Jesucristo. Esforcémonos a llegar, cueste lo que costare, a la feliz resurrección, a una vida inmortal y eterna. Hagamos cuenta que todo lo que hemos de hacer en esta vida, es apartarnos, como dice San Pablo, de todo lo que está detrás de nosotros, y llegarnos más y más lo que está delante, corriendo sin detenernos hacia el fin de la carrera, para conseguir el premio de la felicidad del Cielo.
II. VIRTUD. La devoción a Nuestro Señor Jesucristo.
JESÚS es el Autor de nuestra Fe y el fundamento de nuestra Esperanza. No podemos hacer algún bien sino mediante su gracia. Sin mí nada podéis hacer: no esperamos cosa alguna sino por sus méritos: nada somos delante de Dios sino lo que somos en Jesucristo; y no tenemos derecho alguno á su Gloría sino en cuanto somos miembros de su Hijo, y hacemos una parte de su Cuerpo místico.
¿Pues cuál deberá ser la devoción de un Cristiano para con un Mediador tan necesario, para con un Salvador tan poderoso y tan bueno, para con una Cabeza que nos comunica una vida divina y los bienes eternos? Y si quien se prepara para la muerte, se halla culpable en haberse descuidado de cuánto debe a Aquel que se ha hecho su rescate, y de quien depende su salvación, ¿no deberá esforzarse con la mayor eficacia a reparar estas faltas? ¿No deberá en lo venidero ser más fiel y mas constante en tributarle todos sus respetos de adoración, de reconocimiento, de invocación, de amor, de confianza, de obediencia a su palabra y a sus ejemplos? ¿En todas sus operaciones no deberá tener siempre a la vista este Soberano Modelo, para hacerlas todas de un modo correspondiente a un miembro de Jesucristo? ¿No deberá por su respeto venerar y amar particularmente a María Santísima porque es su Madre; a la Iglesia porque es su Esposa, el fruto de sus trabajos y de su muerte; al que es su Cabeza visible en la tierra, el Romano Pontífice, porque es su Vicario; a los Ángeles del Cielo, y a los de la tierra, que son los Sacerdotes, porque son sus Ministros; a los Santos como a sus amigos, sus hermanos, sus miembros; a nuestro Rey Católico como a su Imagen y Depositario de su autoridad? En una palabra, como que Jesucristo es todo en todas las cosas, según el dicho del Apóstol, es necesario buscarlo, amarlo y honrarlo en todas las cosas, y no buscar, no estimar y no amar a nosotros mismos sino en Él y por Él.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA CUARTO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como discípulo de Dios, para aprender a amarlo perfectamente y de todo corazón.
HÁGASE TU VOLUNTAD, ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO.
Es muy propio del Cristiano el ser discípulo del Espíritu Santo (Erunt omnes docíbiles Dei. San Juan VI, 45), y la única ciencia que Dios intenta ensenarle es la del Amor del mismo Dios. Este es el blanco a que se dirigen todos los designios que ha formado Dios desde la eternidad sobre el corazón de sus escogidos, el hacerse amar de ellos; pero el hacerse amar únicamente, perfectamente, eternamente, con toda la amplitud, con todas las fuerzas, y con toda la potencia del corazón: en una palabra, el hacerse amar de ellos sin límites y sin medida. Para que ellos tengan en sí mismos aquel mismo amor con que Vos me habéis amado, dice Jesucristo a su Padre (Ut diléctio, qua dilexísti me, in ipsis sit, et ego in ipsis. San Juan XVII, 27), para que yo mismo esté en ellos.
Pero el alma se halla en tal manera gravada con esta masa de carne que la rodea, que mientras está unida a ella, no aprende jamás perfectamente esta lección del amor de Dios, y no llega jamás a saberla como es necesario en esta mortal vida, de manera que la Caridad llene toda la capacidad del corazón, y que no quede en él el mas mínimo lugar para la concupiscencia. «En el Cielo, dice San Agustín (Sermón de la Montaña, libro 2, cap. VI), como los hombres no serán enseñados sino por Dios, no serán tampoco iluminados e inflamados sino de Dios; no amarán otra cosa sino a Dios, no se alimentarán sino de Él, y serán semejantes a los Ángeles, según la promesa que hizo Jesucristo a sus escogidos con estas palabras: En la vida resucitada… serán ellos como los Ángeles en el cielo».
Al paso que estas señaladas ventajas deben transportarnos de júbilo y de ansia por poseerlas, tanto más debemos gemir al vernos sujetos a unas necesidades tan del todo opuestas, como las que ahora veremos, las que permanecerán en nosotros mientras tuviéremos en esta vida este cuerpo de Adán. Y esto es lo que debe hacernos desear el separarnos de él cuanto antes.
I. La primera necesidad es la de no poder oír con una aplicación y una docilidad perfecta a nuestro divino Maestro, que nos habla al fondo del corazón. Arrastrados por las casi infinitas necesidades de esta vida infeliz y miserable; aturdidos con el ruido de los negocios y con los gritos de las pasiones, apenas podemos resolvernos a reservar un poco de tiempo para escucharlo en el silencio y en la oración. y cuando hemos logrado oírlo un breve rato, ¡ah!, ¡qué distracción y qué resistencia encuentran sus voces en nuestro corazón!
¿Pues cuándo se verificará, oh Espíritu Santo!, que Vos solo habléis a mi alma? ¿Cuándo no escucharé sino a Vos? ¿Cuándo llegará aquel tiempo en que yo aprenda perfectamente de Vos aquella gran lección que debe hacer mi eterna felicidad? Esto no puede verificarse aquí en el mundo; es necesario ser separado del ruido y bullicio de la tierra, y elevado hasta Vos, ¡oh Doctor divino!, que tenéis tu cátedra en el Cielo (Cáthedram habet in Cœlo, qui corda docet. San Agustín). Es preciso que caiga a tierra este muro de separación que hay entre Vos y mi alma, y que se destruya esta carne, para que los oídos del corazón estén unidos inmediatamente al espíritu, de quien debe ser el discípulo. Atraed pues a Vos, ¡oh Espíritu Santo!, este corazón carnal, y tan sordo que apenas os oye alguna vez. Porque es necesario que mis huesos sean humillados hasta el sepulcro, para que puedan tener parte en el júbilo de que será inundado el corazón cuando Vos os hagáis oír desde cerca, y cuando os difundáis íntimamente en su substancia (Audítui meo dabit gáudium, et lætítiam, et exsultábunt ossa humiliáta. Salmo L).
II. La segunda necesidad es, de no poder en esta vida amar a Dios perfectamente como en el cielo, estando nuestro corazón dividido entre tantos diferentes objetos, que son como una liga pegajosa que lo tienen pegado a la tierra, impidiéndolo elevarse hasta Dios. Y como por medio de los sentidos comercia el alma con esta multitud de objetos, y se apega a ellos, no siendo ellos su Dios, y por consiguiente no pudiendo hacerla feliz; de aquí es que no ama a su Dios perfectamente en esta vida mortal, y se ve precisada a estar de continuo exclamando: Alma mía, no te dejes llevar del vano amor de las criaturas. ¿Hasta cuándo te dejarás arrastrar hacia la tierra por amar la vanidad, y alimentarte de la mentira? ¿Porqué sigues los sentidos de tu carne, que no procuran sino corromperte con el amor de las hermosuras y bellezas caducas, en vez de obligarlas a seguirte hacia aquella suprema Hermosura, que es solamente tu verdadero bien?
Pero a la verdad, por más esfuerzos que haga el alma por separarse de las criaturas sensibles y corpóreas, nunca puede perfectamente deshacerse de todas ellas mientras está unida al cuerpo, que es su prisión, su esclavitud, su tentación, y su inquietud perpetua sobre la tierra. Venid pues a libertarla, ¡oh Belleza solamente amable, oh Dios Omnipotente! Mudad mi habitación, mostradme vuestro Rostro, y seré salvo. Poned mi alma en estado de no depender más de sus sentidos: separadla de las cosas que pasan, y atraedla a Vos, que sois eterno e inmutable, porque ella no encontrará su reposo mientras no esté ocupada únicamente en Vos, mientras no ame únicamente a Vos, y mientras no descanse únicamente en Vos.
III. La tercera necesidad es el molesto y continuo combate que hay entre la carne y el espíritu: combate que prueban aún los mismos Santos mientras viven en este mundo. Señor, tened piedad de mí. Vos que sois mi Médico y mi Libertador. Bien sé que vuestra gracia puede hacerme vencer todo lo que en mí se encuentra opuesto a Vos; pero también conozco, que es mucho mayor gracia, el no tener ya que combatir ninguna inclinación que os sea contraria, y ponerme, mediante una santa muerte, en estado de unirme a Vos con toda mi voluntad, y de estar sujeto a Vos sin contradicción, sin peligro, y sin alguna resistencia de aquella parte inferior, que es mi confusión y mi vergüenza.
Suspiremos pues porque se llegue el momento que debe sacar a nuestro corazón de esta penosa esclavitud. Digámosle a Dios con David: Libradme, oh Señor, de mis necesidades. Y pues que nuestro corazón no amará a su Dios cuanto debe amarlo sino cuando su voluntad estará perfectamente sujeta a la de Dios, digámosle con todo fervor: Padre nuestro que estás en los cielos, y que no eres perfectamente conocido, amado y obedecido sino en el Cielo, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. El Amor de Dios.
Sin la Caridad sería la Religión un cuerpo sin alma, la Esperanza vana, la Piedad hipocresía, las virtudes falsas, y aún el mismo martirio de nada serviría (Si tradídero corpus meum, ita ut árdeam, charitátem áutem non habúero, nihil mihi prodest. 1 Corintios XIII, 13). Por el contrario, todo es útil y provechoso mediante la Caridad. Ella es la vestidura nupcial que debemos llevar a las Bodas del Cordero, y de las que será excluido el que se presentare sin ella. Es pues necesario meditar atentamente el precepto del Amor de Dios y del prójimo. Jesucristo vino a encender este divino fuego sobre la tierra, donde estaba apagado por el pecado. La señal verdadera y nada equívoca de que tenemos este amor en nosotros, es la observancia de la Ley de Dios, según nos dice el mismo Jesucristo: Si me amáis, guardad mis mandamientos (San Juan XIV, 15).
El primero de estos dice (San Mateo XXII, 39. San Marcos XII, 30): Amarás al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón, con toda vuestra alma, con todo vuestro espíritu, y con todas vuestras fuerzas. Este es el precepto en el que está incluido amar al próximo como a nosotros mismos: esto es, desearle y procurarle en cuanto está de nuestra parte, los mismos bienes que deseamos para nosotros legítimamente, y por el principio de un amor arreglado. Porque el amor de nosotros mismos, sobre el cual se mide el de nuestro prójimo, no es un amor de concupiscencia, sino de caridad; y como todo aquello que para nosotros deseamos, debe siempre tener la ley de Dios por regla, y por su fin la verdadera felicidad, que solo en Él se encuentra: así también todo lo que deseáremos para nuestro prójimo, y las cosas en que debemos servirlo, deben llevar siempre la misma regla y el mismo fin.
No debemos pues amar cosa alguna sino en Dios y por Dios. Él solo debe reinar en nuestro corazón, porque Él solo es nuestro Dios. Toda la autoridad de nuestra alma, sus pensamientos y sus deseos, deben dirigirse a Él: todas nuestras acciones deben consagrársele. Este es un tributo y homenaje hacia nuestro único Dios, de quien nadie puede dispensarnos. Todo lo que damos a nuestra propia gloria, al interés y a los respetos humanos, se le substrae injustamente. Leed el Cap. V del 3. Libro de Kempis, y ved después si estáis en estado de decir con San Agustín (Confesiones, libro 10, cap. X): «Señor, yo estoy seguro que os amo, y no puedo dudar de ello. Vos habéis herido mi corazón con vuestra palabra, y yo os he amado».
Es cierto que el perfecto cumplimiento de este precepto no es sino para la vida futura, como hemos dicho antes. Por lo mismo hemos de desear la muerte feliz, la muerte de los Justos, que nos ponga en posesión de aquella vida donde todas las potencias de nuestra alma se reunirán para ofrecer a Dios el sacrificio de un amor sin mezcla y sin reserva. Pero en el entretanto llega tan feliz momento, debemos hacer continuos esfuerzos para amar a nuestro Dios más que a todas las cosas, queriendo antes perderlas todas que ofenderlo; trabajemos en hacer que se aumente en nosotros este santo amor, y en que se debilite el malo; y estemos persuadidos que este trabajo debe durar hasta que nuestra alma, libre ya del peso de esta carne mortal que la rodea, se eleve hacia su Dios, y se una a Él con todas sus fuerzas y potencias. Procuremos ejercitarnos en el Amor de Dios todo el tiempo que durare nuestro destierro, refiriendo a su Majestad todos los pensamientos de nuestro espíritu, los movimientos de nuestro corazón, todas las acciones, todos los proyectos, y todas las circunstancias de nuestra vida. Esto es lo que San Pablo denota con aquellas palabras (1. Corintios X, 31): O comáis, o bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios.
II. VIRTUD. La fidelidad.
Una de las mayores señales para conocer si tenemos el Amor de Dios, es la Fidelidad. Todos somos respecto de Dios siervos inútiles, pero debemos serle fieles y prudentes (San Mateo XXIV, 45. San Lucas XII, 42). Estas son dos cosas que el Hijo de Dios nos dice ser necesarias para prepararnos a su venida, y por consiguiente a la muerte.
La prudencia y la fidelidad de un criado consiste en hacer lo que su amo le manda. Con que la fidelidad del Cristiano consiste en cumplir exactamente con las obligaciones de tal, y con las particulares del estado en que Dios lo ha puesto. Bienaventurado aquel siervo a quien, cuando venga su Señor, lo halle ocupado de aquel modo que le ha mandado: Quem invénerit sic faciéntem. Sic, de aquel modo, y no de otro, como sucede muchas veces a algunas personas que se entrometen en muchas obras buenas, buenas en sí mismas, pero que no son buenas para ellas, porque Dios no las llama a ellas, y porque entretanto se descuidan de las que Dios les tiene mandadas, con el pretexto de que éstas no son tan útiles como aquéllas. No consideran estas almas, que no le toca al criado escoger su ocupación: que Dios nos emplea, no por necesidad que tenga de nosotros, sino por la necesidad que nosotros tenemos de Él: que si Le somos fieles en las cosas mas triviales y pequeñas, Le agradaremos más en estas, que los que habrán hecho cosas grandes solo por su propia voluntad. Es una tentación muy común envidiar el talento de los otros como más brillante, y descuidarse entretanto del suyo propio, porque haciendo menos figura, adula también menos la vanidad del espíritu humano. Acordémonos que el Espíritu Santo promete la victoria a la obediencia (Vir obœ́diens loquétur victórias. Proverbios XXI, 28), y que Jesucristo mismo nos asegura, que el que es fiel en las cosas pequeñas, lo será también en las grandes, y que el que es infiel en las cosas menores, lo será también en las mayores. Lo que ha hecho decir a San Agustín estas bellísimas palabras: «Que las cosas pequeñas son efectivamente pequeñas en sí mismas: pero que ello es algo de muy grande el ser fiel en las cosas muy pequeñas».
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA QUINTO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como Imagen de Dios, para alimentarse del Pan de la Verdad eterna.
EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, DÁNOSLE HOY.
Habiendo sido hecho el hombre a imagen de Dios, ha sido criado con la capacidad de conocerlo y de amarlo, que es lo mismo que decir, con la capacidad de conocer y de amar la eterna Verdad. En esto principalmente consiste su semejanza con Dios. Esto es lo que debe hacer su perfección en esta vida, y su felicidad en la otra. Pero él ha borrado en sí mismo por el pecado esta divina semejanza que la mano de su Criador había formado en él; y habiendo sido hecho semejante a la Verdad, ha venido a ser pecando, semejante a la vanidad, como dice San Agustín.
Ha sido necesaria una nueva Creación, para formar nuevamente en el hombre esta divina semejanza. El Espíritu Santo es quien imprime en nosotros la imagen de Dios; y todo cuanto Él hace en el corazón del Cristiano después que tomó posesión de él por el Bautismo, es formar en él la imagen de Dios sobre el Modelo de Jesucristo. Ella comienza a ser restablecida en nosotros por el conocimiento de la Verdad, y alimentándose de la Verdad, se perfecciona; pero solo por la vista de la Verdad en su mismo origen, es por la que llegamos a aquella perfecta semejanza a que somos llamados. Nosotros (1. Epístola de San Juan III, 2) somos ya hijos de Dios; pero aún no aparece lo que algún día seremos. Sabemos que cuando Cristo aparecerá en su gloria seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual Él es.
Sí. Veremos tal cual ella es a la Verdad eterna. En la luz veremos la luz. En la luz misma veremos aquella luz inmutable, aquella viva claridad, aquella fuente de vida, aquella verdad esencial, aquel Pan del alma cristiana, la hambre del del cual debería inflamar y consumir nuestro corazón. Pan sobresubstancial, que debemos buscar con todas las fuerzas de nuestra alma; que debemos pedir con gemidos de la más ardiente caridad; que debemos recibir con un profundo respeto y reconocimiento, y gustar con el gusto de la mas viva fe. Esto es lo que debe hacer toda la vida de un buen Cristiano, dice San Agustín (Quia modo vidére non conténtis, offícium vestrum in desidério sit. Tota vita Christiáni, boni, sanctum desidérium es. San Agustín, Comentario sobre la 1 Epístola de San Juan). Lo que tenemos que hacer aquí en la tierra es desearla; porque no es aún tiempo de ver y poseer la Verdad descubiertamente. Porque ¿cómo podrán las tinieblas comprehender la luz, el tiempo la eternidad, el error la verdad?
I. Considerad pues primeramente, que mientras estamos sobre la tierra somos niños por lo que mira a la Verdad eterna, y que la Fe es como la infancia del Cristiano. No se puede salir de día aquí en el mundo; no se puede crecer tanto cuanto es necesario para ser alimentados de la Verdad al descubierto, sino es dejando de vivir en este cuerpo mortal; y no llegaremos al estado del hombre perfecto en Jesucristo sino por medio de una santa muerte. ¿Hasta cuándo pues, como niños que somos, amaremos nuestra infancia amando la vida presente? Mientras que seamos niños, hablaremos de la verdad eterna como niños, juzgaremos de ella como niños, discurriremos acerca de ella como niños, y quedaremos incapaces de tan sólido alimento; pero cuando vendremos a ser hombres perfectos en Jesucristo, se desvanecerá todo aquello que retenemos de la infancia. No vemos ahora la Verdad eterna sino como e un espejo y por vía de enigmas, y no la conocemos sino imperfectamente; pero entonces la veremos cara a cara. Entonces veremos la luz en la misma luz, la Verdad en la Verdad, Dios en Dios, y nuestra alma quedará plenamente saciada con este alimento de la eternidad (Satíetas, immortálitas: cibus, véritas. San Agustín, Tratado 35 del Evangelio de San Juan). Lo que gustamos aquí ahora con tanta alegría, es una gota de rocío con que apenas se humedecen nuestros labios; pero allá beberemos en la misma fuente, y quedará inundado nuestro corazón. Aquí no recibimos sino pequeños rayos y muy débiles; pero allí se comunicará la luz con toda su claridad. Abran pues su corazón los hijos de la luz, y prepárenlo para esta manifestación, y para esta infusión de la luz. El deseo es quien aquí forma la amplitud y capacidad del corazón. Ampliemos el nuestro con los deseos; aunque por más que lo ensanchemos, siempre será muy estrecho en esta vida, y es necesario salir de ella para darle toda su extensión.
II. Toda la vida presente debería pues emplearse en desear salir de ella para ser reunidos á la Verdad esencial; y nuestra alma debería estar continuamente exclamando con San Agustín (Confesiones, libro 7, cap. X): ¡Oh eterna Verdad! ¡Oh verdadera Caridad! ¡Oh amada Eternidad! ¡Oh Dios de mi corazón! Por Vos solo debo suspirar de día y da noche. Encended en mí el deseo de veros. ¡Ah!, Rómpase este velo de mi carne: disípese esta densa nube que me roba la vista de vuestra luz: perezca este cuerpo de tierra, que forma un caos infinito entre Vos y mi alma, y que la impide correr hacia Vos, unirse a Vos, perderse en Vos, ¡oh Verdad sumamente amable! Perezca cuanto antes este mi cuerpo por medio de una muerte cristiana, y sáqueme ella de esta región de obscuridad y de tinieblas, para hacerme pasar a aquella Ciudad Santa, la cual no es otra cosa que Verdad, Eternidad, Caridad, y cuya vida consiste en ver sin velo y al descubierto, en amar sin división y sin disgusto, y en poseer sin mutación y sin fin la Verdad misma. Vea yo aquel día único e inmutable de la Eternidad feliz, donde los Escogidos, sentados a la Mesa de Dios, comerán aquel Pan, que no es otro que el mismo Dios. ¡Oh Pan vivo, eterno e inalterable! ¡Bienaventurado el que suspira continuamente por Vos! ¡Oh Pan sobresubstancial! ¡Oh Verdad eterna, que alimentáis el espíritu sin consumiros, y que no os mudáis en el que se alimenta de Vos, sino que lo mudáis en Vos misma (Véritas incommutábilis est. Véritas panis est, mentes réficit, nec déficit, mutat vescéntem, non ipsa in vescéntem mutátur. San Agustín, Tratado 41 del Evangelio de San Juan)! ¡Verdad que sois el Verbo de Dios, Dios como Él, y único Hijo suyo! Tenga yo hambre de Vos: suspire únicamente por Vos, y diga con todas las veras de mi corazón: Padre nuestro que estás en los cielos… El Pan nuestro de cada día dánosle hoy.
III. O sea pues que asistamos al Santo Sacrificio de la Misa, o que comulguemos, o que recemos el Padre nuestro, acordémonos, que aquel Pan eterno que ofrecemos en aquel Sacrificio, que recibimos en este Sacramento, que pedimos en esta Oración, es Dios mismo, es la Verdad misma, que se ha mudado como en leche para ser el alimento de los hijos de la Fe, y para hacernos crecer y fortificarnos, de modo que podamos alimentarnos de él en el Cielo, como se alimentan allí los fuertes. Pensemos en este celestial Pan siempre que decimos: El Pan nuestro de cada día dánosle hoy. Preparadnos, Señor, para recibirlo en aquel día eterno del Sábado y del reposo, que reserváis, según vuestro Apóstol, al Pueblo escogido. Pensemos sobre todo en este divino Pan cuando recibimos el verdadero Cuerpo y Sangre de nuestro Salvador en el Divinísimo Sacramento del Altar, el cual es una misteriosa prenda que se nos ha dado, para comenzar a hacernos vivir desde este mundo con la vida de Dios, esperando «que hayamos llegado a la abundancia inagotable de aquella bienaventurada región, en que la Verdad es la carne incorruptible con que Dios alimenta eternamente a sus Santos y Escogidos» (San Agustín, Confesiones, libro 9, cap. X). No dejemos de pedirlo como hijos hambrientos, hasta que seamos alimentados con Él, hasta que quedemos plenamente satisfechos, y como inundados del gozo de la Verdad, que forma la bienaventurada vida (Beáta quíppe vita est gáudium de veritáte. San Agustín. Confesiones, libro 19, cap. XXIII).
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. El deseo de ver a Dios.
La vida de los Ángeles, dice San Agustín (Inchoásti ipso desidério vitam Angelórum. San Agustín, Tratado 38 de Evangelio de San Juan), es el ver a Dios: la vida de un Cristiano es aspirar a la vista de Dios, y es un comenzar desde esta tierra la vida de los Ángeles, el desear fervorosamente la visión beatífica. Ninguna cosa pues da más a conocer la corrupción del corazón humano que este disgusto, o por lo menos, este poco deseo, este desgano que tenemos de la vida del Cielo, y la indiferencia en que estamos por una felicidad, por cuyo goce deberíamos suspirar de día y de noche.
Tiene el Cristiano en el fondo de su corazón un deseo de ser feliz. La razón y la experiencia le enseñan y lo convencen que todos los placeres y bienes de este mundo no pueden darle esta felicidad que tanto apetece. La Fe le hace conocer, que no puede conseguirla sino viendo a Dios y gozándolo. Todos los días hace profesión en el Símbolo, de creer y de esperar la vida eterna, la vida perdurable. Esta vida se contiene en la venida del Reino, que también pide todos los días, diciendo: Venga a nos tu Reino. Él sabe que no hay cosa alguna que igualar pueda esta felicidad, y que el Espíritu de Dios, para expresar la gloria de los Santos, se vale de las expresiones más enérgicas y magníficas, diciendo: que ella es el poseer una herencia incorruptible e inalterable; el reinar con Dios, y estar como sentado sobre su Trono; el estar lleno y penetrado de su Majestad; el gozar de su reposo; el estar en su Seno, estar como anegado en el torrente de su alegría; el ser heredero de todos sus bienes, y coheredero de su Hijo: que ella es una participación de la gloria de este Hijo, el cual es glorificado en sus miembros; que es un contemplar la gloria de Dios; que es un ver a Dios tal cual Él es: todas las cuales son expresiones de los Apóstoles y del mismo Jesucristo, a las que añade San Pablo, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni corazón humano puede comprehender lo que Dios tiene preparado en la Gloria a los que Lo aman.
Y después de todo esto, ¡es tan rara la sed y el hambre de los bienes celestiales! ¡Y no deseamos ver a Dios! ¡Y no sé abren con ansia las bocas de nuestros corazones hacia la fuente de las aguas celestiales, hacia aquella fuente de vida que está en Vos, Dios mío, y que no es otra sino Vos mismo! ¡Oh mi Dios! Haced que yo corra con ímpetu y continuamente a vuestro Seno, porque sin Vos y fuera de Vos yo soy infeliz, y todos los bienes que no son mi Dios, no son mas que pobreza y miseria. Deseo ver a Dios. Deseo ver a Dios. Deseo morir y estar con Jesucristo.
II. VIRTUD. La Pureza de corazón.
La impureza de nuestro corazón no solamente nos impide el ver a Dios, según aquellas palabras: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, sino que nos impide también el desearlo y el buscarlo, según aquellas otras del Sabio: Buscadlo en la simplicidad de vuestro corazón. Esta pureza y esta simplicidad o sencillez no consiste solamente en desterrar de nuestro corazón los deseos impuros; sino también en tener un corazón apartado de todas las criaturas, y unido solamente a Dios. Porque, como dice San Agustín, nosotros somos lo que amamos; y si nuestro corazón ama los bienes carnales y las cosas terrenas, él queda carnal y terreno. Pero lo que sobre todo hace al ojo del corazón puro y capaz de ver a Dios, es la pureza de intención, por la cual buscamos pura y únicamente a Dios en todas nuestras acciones y deseos, y no nuestra propia satisfacción, ni la gloriado los hombres, ni una vanísima reputación y fama. Si agradase a los hombres (decía San Pablo), no sería siervo de Jesucristo. Y si no se puede ser siervo de Jesucristo cuando se quiere agradar á los hombres, ¿se podrá acaso tenerlo por Esposo cuando no hay inclinación ni complacencia sino por el mundo? Un alma que quiere agradar a otros, fuera de su Esposo, ¿podrá lisonjearse que le es fiel, y que es una de aquellas Esposas puras y castas, que no amando sino a su Esposo, no pueden vivir sin Él, y no desean otra cosa que a Él, porque solo a Él quieren y piensan agradar?
Esta pureza de intención, por lo que mira al fin, trae también consigo la pureza de elección de los medios para conseguirlo. Estos medios son el camino del Evangelio, y el exacto cumplimiento de las leyes de Dios, y de su Iglesia. No hay más que un camino para ir a Dios, y este es el que Jesucristo nos ha señalado con su Sangre. Todos los demás caminos que quieran los hombres substituir a éste, son tanto más sospechosos y menos amables a los que buscan a Dios pura y sencillamente, cuanto menos tienen en sí el carácter de la cruz y de la mortificación de Jesucristo, y cuanto más lisonjean la delicadeza y la relajación de nuestra viciada y corrompida naturaleza.
La pureza de corazón, que como hemos dicho, consiste en la unidad del fin y de los medios, es un soberano medio para encender y hacer crecer en nosotros el deseo de ver a Dios. Un corazón que lo busca de esta manera, puede decir confiadamente con el Profeta (Salmo LXXII): ¿Qué desearé yo en el Cielo sino a Vos, y qué cosa he deseado sobre la cierra sino solo a Vos? Mi cuerpo y mi alma desfallecen por este deseo, ¡oh Dios!, que sois el Dios de mi corazón, y mi porción para siempre. Perecerán los que encaminan a otra parte sus deseos y sus afectos, y perderéis aquellas almas adúlteras que se separan de Vos. Pero por lo que a mi toca, mi único bien consiste en unirme solo a Vos, ¡oh Dios mío!, en no esperar sino en Vos, y en no desear sino a Vos.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA SEXTO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como pecador, para satisfacer plenamente a la Justicia de Dios, y recibir la perfecta remisión de sus pecados.
PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS, ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES.
La paradoja del deseo de la muerte, parece aún más increíble en esta circunstancia que en las otras. Porque, ¿qué cosa hay más temible para un reo que el suplicio? ¿Y cómo el de la muerte no lo será aún mucho más para aquel a quien la Fe enseña la incertidumbre del estado que debe seguir a la muerte? Pero dadme un corazón verdaderamente arrepentido, un corazón inflamado del celo de la Justicia de Dios: dadme, digo, un tal corazón, y él comprehenderá que la muerte, por más terrible que ella sea, es para él una verdadera ganancia: Mori lucrum. Porque, si él, considerándose a sí mismo y a sus pecados, de todo teme, también lo espera todo, mirando la misericordia de Dios y los merecimientos de Jesucristo: y como su esperanza es sólida, bien lejos de apagar en su corazón el espíritu de penitencia, antes lo enciende más, y le hace por consiguiente desear sufrir, y sufrir la muerte.
Él sabe muy bien que aunque la muerte de ningún hombre no puede por sí misma satisfacer plenamente a la Justicia de Dios; pero tampoco ignora que ella es, a lo menos, la satisfacción mas conveniente que él puede ofrecerle; la más indispensable de todas, como escogida por Dios y mandada por su Justicia; la más necesaria; y la que más lo asegura de no volver a caer en el pecado. A más de esto: la muerte de un Cristiano, unida a la de Jesucristo y a sus infinitos méritos, es una penitencia preciosa, y de mucha honra a los ojos de Dios, por más vergonzosa e infame que pueda serlo a los del mundo. Por esto un pecador, animado contra sí mismo por el amor que tiene a Dios, y aborrecimiento al pecado, lejos de pretender la Misericordia del Señor sin hacer penitencia de sus culpas, desea por el contrario, que Dios vengue sobre su cuerpo y sobre su vida la injuria que le ha hecho el pecado, y que tome de él la más completa satisfacción que puede tomar en esta vida, ejecutando cuanto antes sobre él la sentencia pronunciada contra todos los hijos de Adán.
I. Jesucristo no ha muerto por necesidad, sino por bondad; y solicitando con su Padre nuestro perdón y nuestra gracia, Le ha ofrecido su vida, para que ella sea el precio, y ha vivido en un santo deseo de dar el último complemento al sacrificio de su muerte por nosotros. Apliquémonos a adorarlo en estos ardientes deseos con que deseaba la muerte por satisfacer por nuestros delitos, y por el celo de la Justicia de Dios, a que se reconocía sujeto como Victima de Dios por todos los pecados del mundo. El que hubiese podido penetrar en el Santuario adorable de su Divino Corazón, para ver allí lo que pasaba a la vista de su Padre, cuando deseando lavar con su Sangre nuestros pecados sobre la Cruz, exclamaba (San Lucas XII, 50): Yo debo ser bautizado con un bautismo, y ¡oh!, cuánta ansia tengo hasta que lo vea perfeccionado. El que, digo, hubiese visto su Corazón en aquel momento, habría en él visto lo que cada uno de nosotros debería sentir en el suyo, y lo que, por lo común, no sentimos. Porque ¿quién no tiembla solo al oír nombrar, y mucho más, al acercarse la muerte? Ello es cierto, que el Alma misma del Salvador quedó turbada; pero San Agustín nos enseña, que nos guardemos bien de imaginarnos que el Alma Santísima del Hijo de Dios sintiese pena por salir de este mundo, o que estuviese apegada a la vida presente, o que la faltase fuerza y vigor para completar Su Sacrificio. ¿Pues como, ¡oh Señor!, le mandáis a mi alma que os siga, si está conturbada la vuestra? Si la misma Fortaleza parece que desmaya, ¿cómo me sostendré yo, que soy la misma debilidad, la misma flaqueza? Pero ya me parece que me respondéis al fondo de mi corazón, que por esto puntualmente podré seguiros, porque Vos tomáis sobre Vos misma mi flaqueza para vestirme de vuestra Fortaleza. No os abatís hasta mis enfermedades, sino para levantarme a vuestra fuerza. Cuando me animabais a aborrecer mi vida en este mundo para conservarla en la eternidad, era la voz de vuestra fuerza la que entonces me hablaba: y cuando decís que vuestra alma está triste hasta la muerte, es la voz de mi enfermedad y de mi flaqueza la que habla en Vos. Vos os cargáis de mi tristeza, de mi timidez, y esta timidez cargada por la misma Fortaleza, elevada, santificada, y por decirlo así, divinizada en vuestra Persona, viene a ser para mí una fuente de fuerza, de valor y de confianza.
¡Oh Sumo Mediador entre Dios y los hombres, Dios sobre nosotros, Hombre por nuestro amor! Yo veo que siendo la misma Omnipotencia, entráis en esta turbación por un movimiento voluntario de vuestra caridad, para consolar y para impedir que perezca por el abatimiento y por la desesperación tan gran número de miembros de vuestro Cuerpo, que quedan conturbados a la vista de la muerte, por una necesaria consecuencia de su enfermedad y miseria. Esta turbación y este temor son los preparativos del gran Sacrificio, mediante el cual les obtenéis la remisión de sus pecados, y sin el cual no habría aliento para decir: Perdónanos nuestras deudas.
II. No debemos pues decir jamás estas palabras, sin poner los ojos de nuestra fe y de nuestro agradecimiento sobre Jesucristo, que muere por nuestros delitos, y que es en este estado el único fundamento de nuestra confianza. Él es verdaderamente el Cordero de Dios: esto es, la Víctima que ante él se ha cargado de nuestros pecados para quitarlos. Por eso la Iglesia nos lo pone frecuentemente a la vista bajo este aspecto, para hacernos acordar que ha muerto por nosotros, y que solo en virtud de su muerte podemos pedir a Dios misericordia.
Él verdaderamente ha tomado sobre sí nuestras enfermedades, y se ha cargado de nuestras miserias y de nuestros males. Él ha sido herido por la mano de Dios, y humillado por nosotros. Por nuestras iniquidades ha sido cubierto de llagas, y por nuestras culpas ha sido azotado. Nosotros hemos quedado sanos mediante sus sus heridas, porque el Señor lo ha cargado de las iniquidades de todos nosotros. El ha sido ofrecido y sacrificado, porque así lo ha querido; y no ha abierto la boca para quejarse, habiéndose dejado llevar a la muerte como una oveja, sin hablar palabra, no de otra suerte que un Cordero, el cual está mudo delante del que lo trasquila. Manso en su vida, dice San Agustín, mudo en su muerte.
En esta pintura que nos hace Isaías de Jesucristo, que muere por nuestro remedio, nada resalta mas que la sumisión con que muere. Se ve en él la disposición de una santa Víctima, que se deja maltratar, herir, destrozar y sacrificar a gusto de aquel que tiene derecho para disponer de su vida. Esta es la disposición principal y continua que aparece en el Sacrificio del Cordero de Dios, y el origen de todas las demás. A la verdad, San Pablo parece haberlas incluido todas en la obediencia: obediencia tan larga como su Sacrificio, que comenzó por aquellas palabras: Yo vengo, ¡oh mi Dios!, para hacer vuestra voluntad, y terminó con estas otras: No se haga mi voluntad, sino la vuestra, de lo que San Pablo tomó ocasión para decir, que fue obediente hasta la muerte, habiéndose dejado quitar la vida, del modo que un Cordero se deja trasquilar la lana. Jamás fue oído quejarse en medio de los más acerbos dolores: jamás fue visto justificarse, aun siendo la misma inocencia. Nada hizo para evitar la muerte, aunque pudiese hacerlo todo, solo con quererlo.
Ved ahí el objeto adorable con que debemos familiarizarnos en toda nuestra vida, y el Modelo sobre que debemos estudiar con el espíritu de la fe en la oración y a la vista de la muerte, para que podamos imitarlo cuando llegue la hora de nuestro sacrificio. Solo entonces conoceremos bien si nuestros deseos han sido verdaderos, o si no ha sido una ilusión la que nos hacia juzgar que no estábamos apegados a la vida, y que deseábamos salir de ella. Si hemos deseado sinceramente ser bautizados con este segundo bautismo, lo recibiremos con una perfecta sumisión al orden de Dios, y a la sentencia de su Justicia. Haremos del suplicio de nuestros pecados un sacrificio voluntario, que unido al de Jesucristo, de quien recibe toda su virtud, pueda honrar a Dios, expiar nuestras culpas, y hacernos recibir el perdón que todos los días pedimos diciendo: Perdónanos nuestras deudas, así cono nosotros perdonamos a nuestros deudores.
De este modo imitaremos la dulzura, la paciencia, la humildad, la obediencia y la caridad del Cordero que ha muerto por nuestros pecados sobre la Cruz. Lejos de quejarnos de nuestros trabajos: lejos de cumplir flojamente con las obligaciones de nuestro estado o instituto: lejos de desear la vida contra el orden de Dios, y de mirar la muerte con tristeza, con poca paciencia, con dolor y pena; antes la veremos como la ejecutora de la voluntad y de la justicia de nuestro Dios, y nos consideraremos como una víctima entre las manos de Jesucristo, para serle sacrificada, y conseguir por este medio el perdón de nuestros delitos.
III. Comenzamos en nuestra vida este sacrificio por la mortificación de nuestra pasión dominante, de nuestros sentidos, y por la de nuestra voluntad, que deben dar principio a la inmolación de nuestra víctima, y continuarla hasta que la muerte venga a darla el último golpe. Lloremos continuamente sobre nosotros mismos, como Jesucristo exhortaba a hacerlo a aquellas mujeres de Jerusalén cuando iba a derramar su Sangre por nosotros sobre la Cruz, puesto que a nosotros nos hablaba también en persona de ellas. Los pecados no se perdonan, dice San Pablo, sin efusión de sangre, esto es, sin la muerte de la víctima. Ya murió Jesucristo por nosotros: Vamos pues y muramos con él, como decía el Apóstol Santo Tomas. Salgamos fuera del campo, y sigámoslo llevando la ignominia de su cruz, esto es, muriendo en espíritu de humillación, como una res que está sacrificada a la Justicia de Dios, y que se alegra de de satisfacer lo más perfectamente que puede. Si entendiésemos bien lo que es estar cargados delante de Dios con el peso de nuestras culpas y delitos, y ser por toda nuestra vida deudores a su Justicia, pediríamos a Dios que nos sacase de un estado tan miserable y tan terrible a los ojos de la fe: desearíamos que se llegase la hora en que seremos perfectamente reconciliados con nuestro Dios y nuestro Juez, recibiendo pata siempre y por siempre esta plena, inmutable y eterna remisión de nuestros delitos; suspiraríamos porque llegase la hora de nuestra muerte, y repetiríamos con mas fervor aquellas palabras de deseo y de gemido que Jesucristo ha querido tuviésemos todos los días en la boca: Padre nuestro que estás en los cielos… Perdónanos nuestras deudas.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. El Espíritu de Penitencia.
Un alma que se ve ya en puntos de comparecer ante Dios (¿y quien puede decir que no está cerca este momento?) debe pensar seriamente en purificarse con la penitencia, por mas pura que le parezca haber sido su vida. Porque ¡ay de la vida mas inocente de los hijos de Adán, si Dios la juzga sin misericordia! La vida de un Cristiano debe ser tan santa, y las cualidades que tiene de hijo de Dios y de miembro de Jesucristo, lo obligan a virtudes tan eminentes y tan divinas, que es preciso llenarse de espanto al comparar la vida que se pasa frecuentemente con la que debía pasarse. Lo que hemos prometido en nuestro Bautismo es tan perfecto, que aún los Sacerdotes del Altísimo se reconocen culpables, y se acusan al pie de los altares de muchos pecados, faltas y negligencias (Confíteor Deo… quia peccávi nimis cogitatióne, verbo et ópere. Mea culpa, etc.). ¿Y qué? La omisión misma de la penitencia, ¿no es ella sola un motivo bastante para hacer penitencia en un Cristiano cuya vida ha debido ser toda, como dice el sagrado Concilio de Trento, una penitencia continua?
Pero lo que yo aquí pido no son solamente las obras exteriores de penitencia, las cuales cada uno de nosotros debe hacer midiéndolas sobre su estado, sobre sus fuerzas, sobre su edad, sexo, y sobre sus pecados, acerca de lo cual no puede darse otra regla general sino la de no hacer nada considerable sin el dictamen y consejo de un sabio y prudente Confesor; lo que yo pido aquí principalmente, o por mejor decir, lo que el Evangelio y la Justicia de Dios pide general e indispensablemente a cada uno de nosotros, es el espíritu de penitencia, esto es, un corazón contrito, humillado, y penetrado de dolor por haber ofendido a su Dios: un corazón que sienta el peso de sus sus iniquidades, y que diga como el Profeta: Se han cargado sobre mí como un peso muy gravoso: un corazón que gima siempre delante de Dios por sus pecados, y que esté vivamente persuadido a que no tiene ya derecho a ninguna otra cosa que a la penitencia; y que la gracia misma de la penitencia no le es en algún modo debida, sino que es un don gratuito de la pura Misericordia de Dios, la que no puede obtener sino por la Sangre y por los méritos de Jesucristo. Un corazón tal, no deja jamás de pedirla humildemente a Dios por nuestro Señor Jesucristo: arregla su vida de tal modo, que no halla en ella cosa alguna que ofenda a Dios, y que lo haga indigno de esta gracia: la llena de buenas obras: se granjea amigos para con Dios con limosnas proporcionadas a su caudal y a sus demás obligaciones: se separa cuanto puede y permite su estado del comercio del mundo y de sus vanas alegrías: fomenta los buenos deseos que Dios le da del Pan cotidiano de su divina palabra: la palabra la fomenta con la oración, ésta con el ayuno, o a lo menos con una sobriedad uniforme, y con una privación no afectada de todo aquello que no sirve sino para lisonjear la naturaleza y para dar gusto los sentidos. Está dispuesto a recibir con una perfecta sumisión las penitencias que Dios mismo exigirá de él con las enfermedades, aflicciones, desgracias, pérdida de bienes temporales, y con todo aquello que Dios juzgará a propósito emplear para purificarlo y ponerlo en estado de satisfacer a su Justicia. Acordándose por último que ha cometido las cosas ilícitas, se priva por espíritu de penitencia aún de las diversiones lícitas que pueden tomar las almas inocentes que no han manchado con la culpa mortal la preciosa vestidura de su Bautismo..
II. VIRTUD. La humildad.
Es imposible que la verdadera humildad no desarme la Justicia de Dios, que está pronta a descargarse sobre el pecador. Sí. Un Dios ofendido cede a la prueba de una verdadera humildad. Él resiste al soberbio lleno de obras buenas; pero se muestra favorable al humilde, aunque lleno de iniquidades. Sin la humildad, las obras buenas de los Justos, las austeridades de los penitentes, no son agradables al Señor en manera alguna. Solo la humildad suple todo, y obtiene todo de la Bondad divina. ¿No has visto tú a Acab humillado delante de mí?, dice Dios al Profeta Elías. Pues porque él se ha humillado delante de mí, no castigaré su casa mientras él viva (3. Reyes XXI, 29). Y con todo, Acab era el enemigo del culto de Dios, un idólatra, el opresor de los pobres, el perseguidor de los Profetas, hasta haberles dado la muerte, y un hombre vendido al pecado.
Pongámonos pues frecuentemente a los Pies de Jesucristo a imitación de la pobre Cananea, como pequeños perrillos, indignos de que Dios nos mire, y antes bien muy dignos de ser desechados, y de no tener parte alguna en sus misericordias; pero llenos sin embargo de una firme esperanza, fundada sobre los méritos de nuestro Salvador.
Entremos en la disposición de aquel pobre Publicano, rico de humildad, el cual se está lejos del Santuario, no se atreve a levantar los ojos al ciclo, se hiere el pecho con un vivo dolor de sus pecados, y ocupado solo en sus miserias, no piensa en otra cosa que en atraer sobre sí con sus gemidos la misericordia de Dios.
Derramemos sobre los Pies de Jesucristo el agua de nuestras lágrimas, y sobre los pobres, representados en aquellos santos Pies, abundantes limosnas. No tengamos dificultad en ponernos alguna vez en lugar del Buen Ladrón, que ya no tiene sino un momento de vida, y que se aprovecha de él, recurriendo a su Salvador, y dejándose con viva y humilde fe en los brazos de su misericordia. Muchas veces en la sagrada Escritura se le da a la penitencia el nombre de humildad, porque ésta es la parte principal, y como el alma, la virtud y el fondo de la penitencia, que no es otra cosa, como como la ha definido Tertuliano, que el arte de humillar al hombre, y de ponerlo por este medio en estado de atraer sobre sí la misericordia de Dios (Humilificándi hóminis disciplína est, conversatiónem injúngens Misericórdiæ íllicem. Libro de la penitencia, cap. IX).
A esto pues debe aplicarse el alma antes que llegue la muerte; y por tanto no hay cosa que debamos pedir a Dios con más fervor, que la gracia de conocer bien nuestra nada y nuestra indignidad , como criaturas y como pecadores, y la de tener siempre a la vista, como nuestro modelo, las incomprehensibles humillaciones de nuestro Salvador. Su humildad es el remedio de nuestra soberbia, y debe ser también el ejemplar de la nuestra. Aprendamos pues de Él a ser mansos y humildes de corazón, a despreciar a nosotros mismos, a no despreciar a nadie, a despreciar la honra y la gloria del mundo, y a despreciar el mismo desprecio: esto es, a no irritarnos por el desprecio que se hace de nosotros, por las murmuraciones, por las calumnias, por los falsos juicios, por los malos tratamientos, &c. Consideremos que esto y mucho más merece un pecador que ha tenido la insolencia de despreciar a Dios: que todo esto es un remedio contra nuestra soberbia y presunción, y un medio que Dios pone en nuestras manos para expiar nuestras culpas, y prepararnos a una santa muerte.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA SÉPTIMO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano como hijo de Adán, para ya no ofender más a Dios.
Y NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN.
Aunque seamos hijos de Dios, miembros de Jesucristo, templos del Espíritu Santo, y justificados por su gracia, no dejamos por eso de ser hijos de Adán. Traemos siempre con nosotros la imagen de este hombre terrestre, sentimos sus inclinaciones en el fondo de nuestro corazón, y s! el hombre interior está en parte renovado y hecho participante de la adopción divina; el hombre exterior está siempre viciado, y en la vejez de su primer origen. Es un enemigo que alimentamos en medio de nosotros mismos, y que está siempre pronto a darnos el golpe de la muerte. Es un cuerpo de pecado, de donde mil pensamientos malos, mil deseos deshonestos, ya deliberados, ya indeliberados, mil movimientos desreglados y mil tentaciones vergonzosas, continuamente se forman y se levantan contra el espíritu, y le dan fuertes batallas, de las que no escapará sin un auxilio sobrenatural, que no le es en manera alguna debido.
Aun cuando el Espíritu Santo no nos hubiera obligado a creer que esta vida es una tentación y una continua batalla, ¿podríamos acaso dudar de esto? ¿Hay por ventura alguno que no conozca por su propia experiencia que no hay que esperar paz en esta vida, ni con el mundo, ni con el demonio, ni con nosotros mismos, que somos nuestro mas peligroso enemigo? ¿Puede uno acordarse sin temblar, de la funesta experiencia que tiene de la flaqueza humana, y de las heridas que ha recibido en esta cruel guerra de la carne contra el espíritu? ¿Puede acaso dejar de desearse el quedar libre cuanto antes de este ángel de satanás, de esta corrupción y de esta miseria? Es preciso ser insensibles para no suspirar porque llegue el ultimo efecto de la divina adopción, a fin de que nuestra alma quede perfectamente libre de esta continua guerra.
Y pues, según San Agustín, el principio de la felicidad es conocer bien cuán miserables somos; pidámosle a Dios la gracia de sentir más y más la miseria del estado presente; de conocer el peligro en que estamos a cada momento de esta vida de perder para siempre la de la feliz eternidad.
El Espíritu Santo ha comprehendido todas las tentaciones en la concupiscencia de la carne, en la concupiscencia de los ojos, y en la soberbia de la vida, que es lo mismo que decir en los placeres de los sentidos, en la curiosidad del espíritu, y en la soberbia del corazón.
I. Si reflexionamos un poco sobre las tentaciones que nos vienen por ocasión de nuestro cuerpo y por parte de nuestros sentidos, ¡ah!, ¡qué de peligros! ¡Qué violencia no sufren las personas buenas! ¡Cuántos combates y batallas tenemos que sostener contra nuestros mismos ojos! No hablo ahora de aquellas personas entregadas al vicio, cuyos ojos están llenos de adulterio y de un pecado que jamás cesa, como dice mi gran Padre San Pedro (2. Epístola, cap. II, 14). Hablo solamente de aquellos que, según dice el mismo Santo Apóstol del justo Lot, tienen defendidos sus ojos y sus oídos cuanto más pueden de todo aquello que es contrario a la justicia y a la piedad (Aspéctu, et audítu justus erat). ¡Qué persecuciones no sufren éstos, como aquel Justo, de las abominaciones de que está lleno el mundo! Pero ¿y qué? ¿No estamos obligados también nosotros a velar continuamente sobre nuestros ojos, como sobre unos ladrones domésticos y traidores que abren la puerta de nuestra alma a sus enemigos, y la dan en presa a la concupiscencia? (Óculus meus deprædátus es ánimam meam. Lamentaciones III, 51). ¿No nos es preciso combatir diariamente en nosotros mismos el placer necesario e inseparable del comer y beber, para que no nos transporte más allá de los justos límites, y para que la necesidad no pase a delicias voluntarias y a un criminal exceso?
Paso en silencio los pecados del olfato, cuya tentación es acaso la más débil y la menos peligrosa. Pero ¿quién hay que se defienda de la tentación de la lengua, aquella parte del cuerpo «tan pequeña, y que causa desórdenes tan grandes, que el Apóstol Santiago llega a decir que ella es como aquellas chispas de fuego que causan el incendio de bosques enteros: que es un mundo de iniquidad: un mar inquieto e intratable: que está llena de un mortal veneno que infesta todo el cuerpo: que estando encendida con el fuego del infierno, arde y abrasa todo el curso de nuestra vida; y que siendo el hombre capaz de domar las bestias mas feroces, no puede domar su propia lengua»? (Epístola, cap. III) ¿Quién no tiembla a la vista de un peligro tan inminente, o será tan presuntuoso que se persuada ser él aquel hombre perfecto que no peque en el hablar? (Ibíd).
Pero cuando se piensa en aquella otra especie de tentación que hace decir a San Pablo (aquel grande Apóstol y Vaso escogido por Dios para llevar su Nombre a las Gentes), que él es carnal y como vendido al pecado: que siente en sus miembros una ley que hace guerra a la ley de su espíritu: cuando se piensa en las funestas caídas de tan gran número de personas que, pareciendo invencibles á esta suerte de tentación, han caído en ella miserablemente, ¿cómo se podrá estar en quietud en el tiempo de esta vida, en que jamás hay seguridad por esta parte?
Un estado tan miserable y el sentimiento de esta vergonzosa prueba, obligaban al Apóstol a castigar su cuerpo, tratándolo como un esclavo, y esto es lo que lo hacía exclamar llorando: ¡Infeliz que soy! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, nos librará, es cierto, de sus asaltos; pero mientras dura la vida no nos libra de éste mismo cuerpo de pecado, y solo con la muerte nos librará de él enteramente. Si no le pedimos pues, como el Apóstol, el que nos libre, será acaso porque nos familiarizamos demasiado con este mismo cuerpo de muerte, y porque no vemos ni consideramos atentamente el peligro en que estamos y estaremos mientras dura la vida.
¿Cuándo, ¡oh Dios mío!, cuándo llegará aquel día en que se cierren mis ojos a la luz corporal, y a todos los objetos sensibles que derraman sobre mi vida una miserable dulzura, y la lisonjean con tan peligrosos atractivos? ¿Cuándo no tendré ya ojos sino para Vos, ¡oh Luz verdadera y eterna!? ¿Cuándo no tendré ya oídos sino para oír vuestra voz, ni lengua sino para alabaros, ni gusto sino por vuestra eterna verdad? ¿Cuándo no percibiré otro olor que el de vuestros perfumes? ¿Cuándo acabaré de verme libre de la guerra de las pasiones que combaten en mi carne? Libradme, ¡oh Señor!, librad mi alma de las redes de la concupiscencia, acabad esta guerra con absorber mi mortalidad en vuestra inmortalidad, para que mis sentidos, así internos como exteriores, queden en una plena paz con Vos.
II. A la tentación de que acabamos de hablar, se sigue otra, que es en todos modos mas peligrosa, según dice San Agustín (Confesiones, libro 10, cap. XXXV). Porque a más de la concupiscencia de la carne, que se encuentra en los placeres de los sentidos, y a más de los deleites porque tanto se apasionan los hombres, hay en nuestra alma una pasión voluble, indiscreta y curiosa, que vistiéndose con el nombre de ciencia y de conocimiento, la lleva a servirse de los sentidos, no ya para deleitarse en la carne, sino para hacer experiencias y adquirir conocimientos por medio de ella. No hablo aquí solamente de aquellas negras ciencias y de aquellas sacrílegas curiosidades de las artes mágicas y de las abominables supersticiones. Nada digo tampoco del deseo desreglado de escudriñar la Majestad y los divinos secretos, de que nace una plena libertad que se da al propio espíritu para discurrir sin más luz que la de la flaca y débil razón humana acerca de los Misterios infinitamente elevados sobre la misma razón, queriendo sujetarlos al juicio de una peligrosa Filosofía. De lo cual, ¡ojalá y no tuviésemos tan funestos ejemplares en la impía turba de Materialistas, Idealistas, Deístas, Tolerantistas y otros, que con sus perversos escritos, han declarado en nuestros días una sangrienta guerra a la Religión santa y a las buenas costumbres!
Pero aun sin hablar de esto, ¿cuántos Cristianos hay cuya vida está llena de esta pasión de curiosidad, aplicándose unos continuamente a estudiar cosas inútiles y de ningún provecho; fomentando otros un vano deseo de inquirir la vida de sus prójimos, sin tener obligación para ello por razón de su oficio; empleándose otros en un vano comercio de novedades, en que gastan los días enteros; y otros finalmente, en leer libros peligrosos y nocivos, en el juego, en el teatro, en los bailes, y en otras cosas semejantes? Examinémonos un poco, y veremos cuán fácilmente damos entrada en nuestro corazón a mil fruslerías impertinentes y ridículas, a mil curiosidades inútiles, y cómo se llena nuestro espíritu de mil vanos fantasmas, quedando con ellos enteramente disipado y distraído. En este estado nos hallamos y nos hallaremos siempre mientras nos dure la vida. Es preciso que nuestra fe sea muy débil, si amamos este estado y no deseamos salir de él. Si queremos satisfacer nuestra curiosidad, encaminémosla hacia alguna cosa verdaderamente útil, y que sea digna de llenar nuestra alma. Aspiremos a saciar, no los ojos de nuestra carne con la vista de la vanidad, sino los de nuestro corazón con la contemplación de la verdad. No se llena el oído con los suaves y armoniosos sonidos, ni los ojos con la vista de magníficos espectáculos; porque lo único que puede llenarnos plenamente es aquel espectáculo que nos está reservado en el Cielo, el cual saciará perfectamente nuestro espíritu. Ver al Cordero que ha vencido con su Sangre aquel rugiente León, que nos buscaba para devorarnos; contemplar a Dios mismo en su Majestad y en su gloria; adorarlo y bendecirlo eternamente: estos son los espectáculos de los Cristianos. Ved ahí lo que es digno de su curiosidad, y lo que debe causarles náusea por la tierra y por la vida presente, haciéndolos desear aquella que los libertará de toda la concupiscencia de la carne y de los ojos.
III. Pero el origen y manantial de todas las tentaciones: la semilla de todas aquellas guerras intestinas del hombre: el veneno más sutil que trae oculto en sus entrañas por todo el tiempo de la vida, es la soberbia. Ella es una enfermedad tan radicada en el corazón de los hijos de Adán, que no hay quien pueda curarla sino es el Médico celestial. Es la soberbia una tentación tan violenta y tan mortífera, que Jesucristo, el cual vino al mundo para sanarnos de esta llaga, no ha dejado atormentar a San Pablo con aquellas otras vergonzosas tentaciones de que tan frecuentemente se queja, sino para que no cayese en la de la vanidad y soberbia (Ne magnitúdo revelatiónum extóllat me, datus est mihi stímulus carnis meæ). Es una tentación tan oculta, que muchas veces, cuanto está uno más enfermo de ella, tanto menos la conoce, porque frecuentemente es castigada con una funesta ignorancia. Testigos aquellos soberbios de que habla San Pablo (Romanos II), cuyo corazón insensato fue lleno de tinieblas, y entregado a un sentido réprobo
Si hay algunos medios para discernir cuánto está uno sujeto a las otras dos especies de tentaciones de que hablamos antes, casi ninguno hay para examinarse puntualísimamente acerca de esta pasión. Ella es la más difícil de curarse, porque es la más opuesta a Dios, y más indigna de su gracia. Es la mas funesta y dañosa, porque arruina y hace inútiles todas las virtudes y todas las obras buenas, sin exceptuar ni aún el martirio. Es la más sutil y la más ingeniosa, porque el origen de las demás pasiones, por lo común, es vergonzoso; pero la soberbia puede nacer de la virtud misma, y de la victoria de todos los vicios. Cuanto más merece un hombre la alabanza, tanto mayor motivo tiene para temer la soberbia; y quedará herido de ella y vencido, al punto que deliberadamente la reciba y la escuche con la complacencia y gusto del amor propio. Que si él rechazándola con un generoso desprecio, parece quedar vencedor de ella y triunfante; su triunfo mismo, si no está muy atento, hace revivir este enemigo, y lo hace después triunfar de él (Ecce ego vivo, quid triúmphat? Et ídeo vivo quía triúmphat. San Agustín, De la naturaleza y la gracia, cap. XXXVII).
¡Oh Dios!, ¡qué estado es este del hombre en esta vida! ¿Es acaso vivir, el estar cada momento en un inminente riesgo de perder para siempre la mejor vida? En ningún lugar podemos estar libres de esta tentación. No estamos seguros de sus asaltos ni en un Claustro, ni en el fondo de un desierto entre las mayores austeridades, ni en medio de toda suerte de obras buenas, de todas las virtudes más heroicas; porque la soberbia, que se oculta como una astuta serpiente bajo estas flores de tan buen olor, y aun bajo la humildad misma, puede desde allí asaltarnos, darnos una herida mortal, y hacernos perder el fruto de nuestros trabajos y de nuestras virtudes. Es pues un ciego y un insensato aquel que rehúsa seguir la voz de Dios cuando lo llama para ponerlo en seguro y a cubierto de todos estos temores, libertándolo para siempre con una santa muerte de todas las tentaciones de la soberbia y demás que asaltan por todas partes a nuestra alma por todo el tiempo que dura la vida.
Concluyamos diciendo, que no hay cosa más apetecible que la muerte para aquel que vive de la fe; y que es una cosa incomprehensible el que pueda juntarse el conocimiento cierto que ella nos da, y que la experiencia confirma, de la miseria de esta vida, y del peligro en que estamos por la continua guerra de la carne contra el espíritu: juntarse, digo, con este amor prodigioso de la vida, y con este excesivo temor de la muerte; como sí temiésemos llegar demasiado breve al Puerto, y vernos cuanto antes en una perfecta seguridad.
Padre nuestro, que estás en los cielos, y que veis nuestros combates y nuestros peligros sobre la tierra: no nos dejes caer en tentación. Llevadnos a Vos, y ponednos a cubierto bajo la sombra de vuestras alas. Escondednos en aquel Seno adorable que tenéis abierto para vuestros hijos, y en que los esconderéis por toda la eternidad.
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. El odio al pecado.
No hay verdadera penitencia sin aborrecimiento al pecado, y este odio debe ser sumo: porque como Dios es sumamente amable, así es sumamente aborrecible el pecado, que es su enemigo. Dios lo aborrece sumamente, y esto debe bastar a un alma que ama a Dios, para inspirarle una mortal aversión al pecado mortal, a quien Dios ha castigado y castiga severísimamente.
Un solo pecado de pensamiento en los Ángeles, lo castigó en tan terrible modo, que la mas noble entre las criaturas vino a convertirse por la culpa en un monstruo más horrible y deforme que lo que se puede imaginar; y seis mil años de Infierno por este solo pecado no son sino el principio de sus tormentos, que comenzarán siempre, y que nunca jamás tendrán fin.
El solo pecado de Adán, por quien hizo novecientos años de penitencia sobre la tierra, ¿qué trastorno no ha causado en la naturaleza? Bien lo experimentamos en nosotros mismos.
¿Pero qué le costó a Dios el destruirlo? En vano se cansaría el entendimiento para comprehender el odio y el horror que tiene Dios al pecado. Para concebirlo, sería necesario poder comprehender lo que es anonadarse un Dios haciéndose hombre, derramar su Sangre este Hombre-Dios, y morir sobre una Cruz para destruir los pecados de los hombres. Pues, ¡cuán grave mal será el pecado, que costó la vida, la mas preciosa de todas las vidas, a nuestro amante Redentor! Si no aborrecemos este horrendo monstruo con el mayor odio que podamos, si no huimos de él con cuanta velocidad podemos, si no lo detestamos como a nuestro sumo y único mal, somos insensibles a la gloriado Dios, a nuestros propios intereses, y nos hacemos culpables de la más negra perfidia, alevosía e ingratitud para con nuestro buen Padre y amable Dios, por cuyo amor debemos aborrecer de corazón todo lo que es ofensa suya, procurando con su gracia evitar aún las culpas veniales, que tanto desagradan a su Majestad, y que tanto impiden nuestro provecho.
II. VIRTUD. La vigilancia.
Es preciso no olvidarnos de la virtud que tanto nos sirve para defendemos de las tentaciones y del pecado, y que el Hijo de Dios nos ha propuesto como la más necesaria para prepararnos a la Muerte y al juicio. Velad, dice, porque no sabéis a que hora vendrá vuestro Señor: no sabéis el día ni la hora. Él vendrá en la hora que menos penséis. Lo que a vosotros os digo, lo digo a todos, velad. Bienaventurados aquellos siervos a quienes cuando venga su Señor, los hallare vigilantes (San Mateo XXIV, 42. Ibíd. XXV, 13. San Marcos XIII, 37. Ibíd. XIV, 44).
Esta virtud de la Vigilancia incluye otras muchas. La comparación que hace nuestro Señor entre el momento de la muerte y el diluvio que sorprendió a los hombres, ocupados enteramente en los cuidados y negocios de esta vida, nos hace ver que no debemos entregarnos tan del todo a los negocios y ocupaciones temporales, que no nos reservemos el tiempo necesario para pensar en la vida eterna, en la muerte, en los medios que Dios nos ha dispuesto para prepararnos a una y otra, y en los estorbos e impedimentos que es preciso quitar y evitar para no ser sorprendidos.
Es también preciso el no caer en el olvido de la muerte, figurada por el sueño de aquel hombre que duerme al tiempo que los ladrones entran en su casa. Y si un hombre que supiese la hora en que los ladrones habían de asaltar su casa, velaría ciertamente para no ser robado, ¿cómo no deberemos velar nosotros, que no sabemos el día ni la hora en que vendía el Señor, y que antes bien sabemos que no hay momento alguno en que no pueda venir?
La Oración es inseparable de la Vigilancia. Porque si el Señor no vela él mismo sobre nosotros, y no nos guarda con su mano omnipotente, es inútil el que velemos para guardarnos nosotros mismos. Pues esto es puntualmente lo que hacemos con la oración: empeñamos a Dios para que vele sobre nosotros. Jesucristo y sus Apóstoles han juntado siempre estas dos cosas. Velad y orad, dijo a sus discípulos, para que no caigáis en la tentación. En San Lucas dice: Velad pues, orando siempre, para que seáis hechos dignos de evitar todos estos males, que sucederán, y para comparecer con confianza ante el Hijo del hombre. San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, habla como su Maestro. Sed pues sabios, dice, y velad en la oración. Sed continuos en la oración, dice San Pablo, y acompañadla con la vigilancia, y con la acción de gracias… Invocando a Dios en espíritu, dice en otro lugar, en todo tiempo y en todos medios, y velando para esto con perseverancia en la oración (San Lucas XXI. 1. Pedro IV, 7 y ss. Colosenses IV, 2. Efesios VI, 18). Sea pues incansable nuestra vigilancia, y sea fervorosa nuestra oración, para que por estos medios evitemos todo lo malo, y estemos prontos a recibir a nuestro Señor cuando Le agrade el sacarnos de esta mortal vida.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
DÍA OCTAVO
MEDITACIÓN: Ha de desear la muerte el Cristiano por amor de la Patria celestial, como forastero sobre la tierra y ciudadano del Cielo.
MAS LÍBRANOS DEL MAL. AMÉN.
Un cristiano, un miembro de Jesucristo, no es en manera alguna de este mundo, como no lo es su adorable Cabeza. Está en él como forastero, como desterrado, como peregrino, según dicen los dos grandes Apóstoles (1. Epístola de San Pedro II, 11. Hebreos XII, 13). Es un encarcelado, un prisionero que tiene por cárcel este mundo, y que diariamente pide lo saquen y lo libren de la prisión. Es un pasajero, que no piensa sino en apresurar su caminata para llegar al término, que es su Patria. Es un hombre que se ha empeñado en la carrera, y que olvidándose de todo lo que deja atrás (Filipenses III, 13), se encamina hacia lo que está delante. Corriendo sin parar hacia el término de la carrera, para conseguir el premio de la celestial felicidad a que Dios nos ha llamado por Jesucristo. Es por último, un hombre que vive con el espíritu en el Cielo, como si fuera ya ciudadano de él, y tiene una continua oposición con el siglo presente.
Pero no es solo un país extranjero esta tierra por donde vamos caminando. Es también un país enemigo, donde debemos temer de todo, porque su príncipe es el diablo, que es nuestro enemigo irreconciliable, y que tan fuertemente nos combate. ¿Qué hacemos pues aquí en la tierra, en esta región de la sombra de la muerte, que no puede ser sino un miserable destierro para los hijos de la luz? ¿No es acaso una gran felicidad para nosotros el salir de ella, para ir a habitar con Dios en la celestial morada, que es nuestra Ciudad, nuestra Patria y nuestro Mundo? ¿Pues por qué no suspira hacia ella este nuestro corazón? ¡Ah! Si sintiésemos nuestro destierro, y si conociésemos bien nuestra Patria, gemiríamos ciertamente, como lo hacía San Agustín, diciendo:
«¡Oh Jerusalén, Casa de Dios eterna! Después del amor de Cristo mi bien, tú me seas mi alegría y mi consuelo, y la dulce memoria de tu bienaventurado Nombre sea alivio de mi tristeza y refrigerio de mis penas, porque me cansa mucho, Señor, esta vida y esta prolija y triste peregrinación. ¡Oh tú, vida felicísima! ¡Oh Reino verdaderamente bienaventurado, que careces de muerte y no tienes fin!… ¡Oh si perdonados mis pecados, dejando luego al punto esta molesta carga de mi carne, entrara en tus gozos a tener descanso verdadero en las excelentes y hermosas murallas de tu Ciudad!… ¡Dichosa el alma, que libre de este cuerpo de tierra, camina al Cielo, y segura y quieta, no teme al enemigo ni a la muerte, porque siempre tiene presente y contempla sin cesar a aquel hermosísimo Señor a quien sirvió, a quien amó, y a quien finalmente alegre y gloriosa llegó… Madre Jerusalén, Ciudad Santa de Dios, Esposa castísima de Cristo, mi corazón te ama, y mi alma en gran manera desea tu hermosura. Toda eres hermosa, y en ti hay mancha ninguna. Gózate y alégrate, hermosa hija del Príncipe, porque el Rey más hermoso sobre los hijos de los hombres ha deseado tu rostro y amado tu hermosura. Dichosa siempre mi ánima y por todos los siglos bienaventurada, si mereciere ver tu gloria, tu bienaventuranza, tus puertas, tus muros, tus plazas, tus muchas casas, tus nobilísimos ciudadanos y tu fortísimo Rey Señor nuestro en su Gloria y Majestad: porque tus muros son de piedras preciosas, tus puertas de finísimas margaritas, tus plazas de oro purísimo, en las cuales sin cesar se canta una agradable Aleluya: tus casas fundadas con muchas piedras cuadradas, fabricadas de zafiros y cubiertas con azulejos de oro, en las cuales no entra ninguno que no esté limpio, ningún manchado las habita… Hermosa eres y suave en tus deleites. Madre Jerusalén; no hay en ti cosa alguna de las que aquí padecemos y vemos en esta miserable vida. No hay en ti noche ni tinieblas, ni mudanza alguna de tiempo: no luce en ti la luz del Sol, ni el resplandor de la Luna, o la claridad de las estrellas; sino Dios de Dios, luz de la luz, Sol de Justicia es el que te alumbra. El Cordero blanco y sin mancilla es tu resplandeciente y hermosísima luz: tu Sol, tu claridad y todo tu bien es una contemplación continua de este bellísimo Rey de los Reyes, que está en medio de ti, rodeado de sus, criados: allí están los músicos coros cantores de angélicos himnos: allí la compañía de los soberanos ciudadanos: allí está el dulce regocijo y solemnidad de todos los que de esta peregrinación van a tus gozos: allí está el prevenido coro de los Profetas, allí el número de los Apóstoles, y el victorioso ejército de innumerables Mártires: allí la sagrada Congregación de los Santos Confesores, y los verdaderos y perfectos Religiosos: allí las santas Mujeres que vencieron los deleites de este mundo y su flaqueza natural: allí los Niños y Niñas, que con sus santas costumbres excedieron los límites de sus años: allí están las Ovejas y Corderos, que ya se escaparon de los lazos del deleite. Todos saltan de placer en sus propias majadas. Desigual es la gloria de cada uno; mas común es de todos la alegría: allí reina una caridad cumplida y perfecta, porque está allí Dios todo en todos, al cual sea honra y gloria en los siglos de los siglos. Amén» (Suspiros del abrasado Serafín y Gran Doctor de la Iglesia San Agustín, traducidos por el Ilmo. Sr. Don Sancho de Ávila, Obispo de Sigüenza, págs. 30 y sgtes.).
Tales han de ser nuestros suspiros, si queremos lograr la dicha de ver algún día aquello que ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni el corazón humano ha podido comprehender jamás. Meditemos bien estas verdades, imprimámoslas bien en nuestro espíritu, y pidámosle a Dios por Jesucristo, el odio al mundo de Adán, que es para nosotros un país extranjero; la gracia de ser despojados de este cuerpo terrestre en que vivimos como forasteros; y la de que nos libre del demonio, nuestro perverso y terrible enemigo.
I. El mundo de Adán no es sino para los hijos de Adán, y el mundo futuro es la Patria de los hijos del siglo venidero, que dicen de corazón y con verdad: Padre nuestro, que estás en los cielos. Los que quieren decirlo así, deben acordarse, que no pueden ver al mundo presente sino bajo de dos aspectos: o como un Egipto donde ellos obedecen a Faraón, o como un desierto por donde pasan para adquirir la Tierra prometida, bajo la guía de una Columna de fuego, esto es, de la Fe, que obra por la Caridad. Si amamos el siglo presente, es para nosotros un Egipto donde somos esclavos, llevando el insufrible yugo de la tiranía del verdadero Faraón, esto es, del diablo, que es el príncipe de este mundo, como lo llama el mismo Jesucristo (Nunc princeps hujus mundi ejiciátur foras. San Juan XII, 31). Si no lo amamos, es para nosotros un desierto que vamos pasando, y donde no se hace otra cosa que combatir en cada momento, donde no hay reposo alguno, donde no tenemos habitación permanente, donde se padece la sed, y sed de la Patria celestial. Cuando habremos llegado a ella, no seremos refrescados solamente como caminantes con el agua de la piedra que nos sigue en este desierto, esto es, con los Sacramentos y la gracia de Jesucristo; sino que seremos allí saciados con la fuente de vida, que está en la tierra de los vivientes. Estemos pues prontos a salir de este desierto; y tanto mas, que él está lleno de enemigos implacables, a quienes es preciso hacer una continua guerra; que el aire está infestado de ellos; y que en cada momento corremos peligro de ser contagiados por su veneno.
Padre nuestro, que estás en los cielos, y que nos habéis hecho ciudadanos de tan venturosa Patria por medio de vuestro Hijo nuestro Señor Jesucristo, que se ha dado a Sí mismo para sacarnos de este siglo corrompido y perverso: cumplid en nosotros vuestros designios. Líbranos de mal. Líbranos de este mundo de iniquidad, de este centro de todo mal ,de este desierto, donde no se hace otra cosa que irritaros con la rebelión, con la inquietud y con la desobediencia, y donde el amor mismo de este mundo nos hace casi idolatrar en él. Haced con vuestra gracia que nuestra Patria, aquella Tierra prometida a vuestros escogidos, sea el único objeto de nuestros deseos, porque ella debe ser el término de nuestra carrera, y el bienaventurado fin de este viaje tan largo y tan penoso.
II. No solamente somos forasteros en el mundo, aún estando entre nuestros parientes y amigos, en nuestra propia casa, y en el lugar mismo de nuestro nacimiento; sino que somos también forasteros en nuestro propio cuerpo, que no es el cuerpo de un ciudadano del Cielo, sino el de un pecador e hijo de Adán. No sintamos pues tanto el dejar un cuerpo que es podredumbre e inmundicia, pues que sabemos, que si llega a deshacerse esta casa de tierra en que habitamos. Dios nos dará en el cielo otra casa, que no será hecha por mano de hombre, la cual durará eternamente. Por esta casa liemos de suspirar: a ella se han de dirigir nuestros pensamientos y nuestros deseos. Mientras estamos en este cuerpo, gimamos oprimidos de su peso, deseando ser despojados de él, porque Dios nos ha formado para la inmortalidad, y esta carne nos sirve de estorbo para llegar á aquella vida feliz.
Poco sería el dejar con gusto este siglo perverso, este cuerpo de pecado, esta vida caduca, frágil y deleznable: es necesario también dirigir a Dios nuestras súplicas, nuestras oraciones y gemidos, para que nos llame de este destierro y nos lleve a su Gloria. Que amen, si así lo quieren, este siglo miserable, aquellos a quienes Dios nuestro Señor, el Padre de la Gloria (Efesios I, 17, etc.), no ha dado el espíritu de sabiduría y de luz para conocerlo, y a los que no ha ilustrado los ojos del corazón para hacerles saber cuál sea la esperanza a que nos ha llamado, y cuáles sean las riquezas y la gloria de la herencia que Él prepara a los Santos. Pero nosotros, con quienes ha usado esta misericordia, digamos con David (Salmo CXIX): ¡Ay de mi! ¡Cuán largo es mi destierro! Yo vivo aquí como un forastero con los habitantes de Cedar: mi alma está ya disgustada de habitar tanto tiempo con los enemigos de la paz. Y levantando las manos los ojos y el corazón hacia nuestro Padre, que está en el cielo, donde por consiguiente está también nuestra Patria y nuestra herencia, exclamemos con todas las veras de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad, y digámosle: Padre nuestro, que estás en los cielos… Líbranos de mal. Líbranos de este siglo perverso, a cuya vanidad estamos sujetos, y de este cuerpo de muerte en que reside el origen de todo mal y de todo pecado. Haznos pasar de este cuerpo terreno a aquel Cuerpo admirable y celestial del mismo Jesucristo, de quien nosotros también debemos ser con los Santos, como esperamos, la plenitud y el complemento en el Cielo.
III. Hay también otra esclavitud, de que pedimos a Dios nos libre diciendo: mas líbranos de mal. El maligno por antonomasia es el diablo. Así lo llama ordinariamente Santos Juan en sus Epístolas: Habéis vencido, dice, al maligno (Epístola 1., II, 13 y V, 18). Pues ahora: Aunque el que ha nacido de Dios y se conserva sin pecado, no esté bajo la potestad del demonio; pero está sin embargo en su imperio mientras vive en este mundo, pues que este mundo está bajo el imperio del diablo (Totus mundus in malígno pósitus est. Ibíd., V, 19). San Pablo dice que él es su dios: El dios de este siglo cegó los entendimientos de los infieles (2. Corintios IV, 4). El mismo Jesucristo, como ya se dijo antes, lo llama el príncipe del mundo, porque reina en todos aquellos que son sus esclavos. Y en cuanto a los que han sacudido su yugo y su tiranía, aunque es verdad que no ejercita su imperio sobre sus corazones; pero no deja sin embargo en todo el tiempo de esta vida de asaltarlos, de hacerles guerra, y de tenderles lazos, de que no pueden defenderse sin una singular protección de Dios.
¿Y quien podrá bastantemente comprehender cuánto peligro corremos diariamente por la malicia y artificios de este enemigo? Él se sirve de las criaturas para seducirnos y hacernos caer. Emplea el Mundo, de quien es príncipe, y donde tiene sus ministros y emisarios esparcidos por todas partes para corrompernos y viciarnos. Atiza cuanto puede nuestra concupiscencia, lo que hace decir al Apóstol, que debemos estar vestidos siempre de todas las armas de Dios para podernos defender de las asechanzas y de les artificios del diablo, teniendo que combatir no contra hombres de carne y sangre; sino contra los principados, contra las potencias, contra los príncipes del mundo, esto es, de este siglo tenebroso, y contra los espíritus de malicia esparcidos en el aire (Efesios VI, 21).
Este estado es muy terrible, y es preciso tener una gran presunción para no horrorizarse al verse uno obligado a sostener hasta el último aliento de la vida una guerra tan cruel y de suyo tan peligrosa. Es preciso tener una fe muy débil para no desear el verse acabar cuanto antes esta continua guerra, aunque no pueda ella terminarse sino con nuestra vida. Muramos para que cesen tan porfiados combates. Padre nuestro, que estás en los cielos: mirad a vuestros hijos que combaten, sobre la tierra. Defiéndenos Tú mismo, porque ¿cuál es nuestra fuerza para poder sustentar una guerra tan cruel y contra un enemigo tan astuto?
Y Vos, Salvador del mundo, que habéis desarmado a los principados y a las potestades, conduciéndolas gloriosamente como en triunfo a vista de todo el Universo, después de haberlas vencido por vuestra Cruz: completad en mí vuestra victoria, y libradme de este injusto perseguidor, que quiere arrebatarme y destrozar un miembro que habéis comprado con vuestra Sangre. Libradme de él, llamándome a Vos, Vos que habéis prometido que el príncipe de este mundo sería echado fuera, y que cuando seriáis levantado de la tierra, atraeríais a Ti todas las cosas. Atraedme pues a Vos, sacándome de esta tierra de miserias, y unidme a Vos, porque en Vos solo puedo estar seguro de la tentación (Quóniam in te erípiar a tentatióne).
VIRTUDES EN QUE HA DE EJERCITARSE ESTE DÍA EL QUE ESTÁ EN RETIRO.
I. VIRTUD. La oposición al mundo presente.
Jesucristo es el nuevo Adán y Padre de un nuevo mundo en todo opuesto al mundo de Adán. Compónese éste de los hombres como hijos de Adán, corrompidos y viciados en su espíritu y en su corazón, esclavos de la concupiscencia, enemigos del orden, y capaces para todo mal. El nuevo mundo está compuesto de los hombres corno reengendrados en Jesucristo, renovados en su espíritu y en su corazón, animados por el Espíritu de Dios, poseídos de su gracia, radicados en la caridad, y enemigos del pecado.
Jesucristo ha tenido en todo el tiempo de su vida una oposición infinita a este mundo, a quien vino a reparar, destruyendo en él el pecado. En atención a sus vicios e incredulidad, decía con dolor a los Judíos: ¡Oh raza incrédula y depravada! ¡Hasta cuándo estaré yo con vosotros, y hasta cuándo os sufriré? Es pues necesario que sus discípulos, a ejemplo de su Maestro, tengan un gran fondo de oposición al siglo presente; que abominen sus usos y sus máximas, teman sus favores y su amistad, acordándose de aquellas palabras de Santiago: que el amor de este mundo es una enemistad contra Dios, y que cualquiera que querrá ser amigo del siglo presente, se hará enemigo de Dios (Santiago IV, 4). Es necesario que se defiendan de la inquietud de sus cuidados y de la ilusión de sus riquezas, que sofocan la palabra de Dios (San Mateo III, 22). Es necesario que no se conformen con este siglo (Romanos XII, 2). no sea que borren en sí mismos la imagen de Dios y de Jesucristo.
Deben también contemplarlo como lleno de lazos, de emboscadas, de asechanzas y escándalos (Romanos XII, 22. San Mateo XVIII, 17). El Apóstol Santiago hace consistir la pureza de la Religión y la verdadera piedad, en conservarse uno puro de la corrupción del siglo. ¿Cómo podrán pues los discípulos de Jesucristo tomar parte en sus vanas alegrías, cuando éstas han sido condenadas por el mismo Señor (San Juan XVI, 16), enseñándonos con esto, que el verdadero carácter de un hijo de Dios es el no ser de este mundo, y que lo somos nosotros luego que lo amamos y él nos ama, luego que obramos con su espíritu y seguimos sus máximas?
Nosotros somos del mundo cuando nos adaptamos a sus usos y tomamos parte en sus concupiscencias; cuando estimamos su alabanza, y como dice Jesucristo, cuando se busca la gloria que los hombres se dan unos a otros, y no se solicita la gloria que viene de Dios; cuando por miedo de desagradar a los del mundo, o de arruinar uno su propia fortuna, se les esconde la verdad, o se rehúsa hablar a favor de la inocencia oprimida. Es uno del mundo cuando ama sus espectáculos y sus vanos entretenimientos, cuando une la frecuencia de los Sacramentos con una vida ociosa e inútil, con la costumbre de vestirse en un aire profano solo por ser de última moda, con un juego que ocupa la mayor parte del día, y con una vida de regalo, de lujo, y con el deseo de elevarse sobre su propia condición.
Pero es necesario observar aquí dos cosas: La primera, que alguno tal vez se lisonjeará no ser del mundo porque no está enteramente sumergido en sus concupiscencias; como si no hubiera muchos grados de concupiscencias, y como si no hubiese muchas habitaciones en la casa de nuestro enemigo como las hay también en la de nuestro Padre celestial.
La segunda cosa que conviene advertir es, que mucho menos se requiere en una persona que hace profesión de servir a Dios y es de una mediana condición, para merecer el ser tratada como mundana en el divino Tribunal, que en una persona de distinción por su nacimiento, empleo, oficio, etc., y que ha nacido en el gran mundo. Mira Dios con mucho horror a una persona instruida en las máximas del Evangelio, educada en la piedad, y a quien ha hecho la gracia de separarla del mundo y de sus pompas, cuando ella alimenta en el fondo de su alma una inclinación y estimación secreta a las cosas del mundo, o se quiere también distinguir en un estado de piedad, como el Eclesiástico y Religioso, con ciertos adornos y modas que no llevan otro fin que el atraer sobre sí la vista de las gentes.
Por tanto, cada uno considérese a sí mismo según su estado, y examine delante de Dios sincera y fielmente, en qué participa del espíritu del mundo, en qué cosa es del mundo, y cómo resiste a las tentaciones de este enemigo, el cual nos tienta trayéndonos los dichos y usos de los mundanos.
II. VIRTUD. El gemido de corazón.
RECOPILACIÓN DE TODA LA OBRITA
Con ninguna cosa mejor podrá terminarse esta Obrita, que con exponer una obligación común a todos los Cristianos de cualquier estado y profesión que sean. Tal es el gemido del corazón, muy propio de los hijos de Dios, y cuyos motivos formarán el Epílogo de esta Obrita.
Jesucristo nos ha declarado bastantemente la necesidad de este gemido, cuando por una parte ha puesto las lágrimas en el número de las Bienaventuranzas: Bienaventurados los que lloran, y por otra ha maldecido a los que tienen su consuelo en este mundo y a los que ríen, esto es, a los que no piensan sino en divertirse y estar alegremente, sin cuidar de la virtud. Basta poner un poco de atención en las máximas que nos ha dejado este Divino Salvador en su Evangelio, para no poder dudar, que la vida de un verdadero Cristiano, ni es ni debe ser una vida de alegría y de placeres, sino de tribulación y amargura. Aquella puerta tan pequeña, y aquel camino tan estrecho, en que no se puede entrar sin grandísimos esfuerzos: aquella continua violencia que es necesario hacerse para conseguir el Reino de los cielos: aquella cruz que conviene cargar todos los días: aquella abnegación que él exige de la propia voluntad: aquel odio santo que es preciso tener a todo lo que puede apartarnos de Dios: aquel deber estar pronto a perderlo todo antes que perder a Jesucristo: aquella penitencia, sin la cual pereceremos todos: aquella obligación de morir al pecado, al mundo y a nosotros mismos, de crucificar nuestra carne, de mortificar sus deseos, de hacer guerra a sus inclinaciones depravadas, de resistir a la ley del pecado, que reside en nuestro cuerpo, y de hacer morir en nosotros al hombre viejo con todos sus apetitos: todos estos preceptos nos obligan a una vida tan dura, tan penosa, tan desagradable, que si solo a ella se limita la esperanza que tenemos en Jesucristo, seremos, como dice San Pablo, los más miserables entre todos los hombres (Si in hac vita tantum in Christo sperántes sumus, miserabilíores sumus ómnibus homínibus. 1. Cor. XV, 19). A la verdad, todas las sobredichas cosas no pueden hacerse sin padecer mucho y sin hacerse grandísima violencia; ni pueden estar juntas con una vida cómoda, deleitosa y animalesca. Y así vemos que Jesucristo, distinguiendo a los hijos del siglo de sus discípulos, asigna la alegría a los primeros, y las lágrimas a los segundos. En verdad, dice (Jo. XVI, 20), en verdad os digo, que vosotros lloraréis, y por el contrario el mundo, mientras vosotros estuvieres en tristeza, se alegrará. Tienen pues todos los Cristianos una obligación indispensable de gemir y de reputarse miserables sobre esta tierra. Y esto es lo que ha hecho decir a San Agustín (Sobre el Salmo 148):
«que el que está bien en la tierra, el que está contento de estar en ella, el que en ella encuentra su alegría y su reposo, no entrará jamás en el cielo. Nosotros suspiramos, dice el Santo, hacia la celestial Jerusalén, considerándonos aquí como extranjeros y como esclavos, bajo el peso y la servidumbre de un cuerpo mortal, y reservando nuestra alegría para cuando estemos en la Patria. Pero el que no gime como extranjero y peregrino sobre la tierra, no tendrá parte en los gozos del Cielo, porque no desea la Bienaventuranza: no tendrá parte en la felicidad de la otra vida, porque no se tiene por infeliz en ésta; antes se tiene por feliz, engañado por los placeres sensuales que en ella goza, por los bienes temporales que posee, y por la felicidad carnal de que está rodeado y en que está sumergido. Este es un cuervo, y no una paloma. El cuervo salido del Arca, no volvió a ella, por cebarse en los cuerpos muertos que halló sobre la tierra; pero la paloma no encontró ni vio cosa en que poner el pie, y no halló su reposo sino en el Arca. La paloma es un ave que gime, y enseña a los hijos de Dios, que no deben fijarse en la tierra, sino velar hacia el Cielo».
Y si me preguntáis «¿por qué condena Dios a los Cristianos que no gimen?» Os responderá San Agustín que los condena «porque no lo aman, y la prueba de que no lo aman es que no suspiran. No suspirar como extranjero, y no amar a Dios, son dos cosas inseparables. El que no ama a Dios, no suspira por la vida eterna, y el que no suspira por la vida eterna, no ama a Dios; y tanto basta para condenarse». De aquí concluye el Santo, que la vida presente es para los buenos Cristianos una continua aflicción. «Si os consideráis (dice) en esta vida como forastero, o no amáis como se debe a vuestra Patria, o es preciso que estéis afligido; porque ¿quién no se afligiría de no estar con el que desea? ¿Pues de qué proviene que no sintáis esta aflicción? Proviene de que no tenéis amor. Amad la otra vida, y encontraréis amarga la presente, por más que os lisonjee con las prosperidades, por más que os convide con todas sus delicias. Entrad pues dentro de vos mismo: preguntad a vuestro corazón, y escuchad lo que os responde. Si Dios os prometiese una larga vida sobre la tierra, y os dijese: “Tú poseerás en ella todo lo que puede hacerla feliz: riquezas, honras, placeres, salud, prosperidad: aquí gozarás toda suerte de bienes, pero con la condición de que nunca jamás verás mi Rostro, ni tendrás parte alguna en los bienes de mi casa”. Pregunto: ¿Os alegraríais de que os hubiese tocado esta suerte? ¿Estaríais contento con poseer esta vida larga y feliz a los ojos de la carne? Si así es, sería una señal de que no habíais aún comenzado a amar a Dios».
Conviene por tanto, que el Justo gima y se tenga por miserable sobre la tierra: conviene que llore, y que pida decir con David (Salmo CI): A fuerza de gemir y de suspirar están mis huesos pegados a la piel. To cómo la ceniza en vez de pan, y mezclo mi bebida con las lágrimas. Estoy lleno de aflicción y humillado basta el exceso. El gemido de mi corazón me hace rugir (Salmo XLI). Mis lágrimas son mi pan de día y de noche, mientras mis enemigos me insultan, diciéndome cada hora: “¿donde está tu Dios?”. ¿Hasta cuándo, dice en otro lugar (Salmo LXXIX), nos harás comer pan de lágrimas, y nos harás beber el agua de nuestros llantos? Bienaventurado aquel (Salmo LXXXIII, 6) que espera de Ti todo el auxilio; que no tiene otro mayor deseo que el de venir a Ti; que caminando en este valle de lágrimas, entra en su corazón para suspirar hacia Ti, y que pasa de esta manera tristes sus días en este lugar de destierro en que Tú lo has puesto.
No hay que maravillarse de que así trate Dios a sus siervos, cuando no ha tratado mejor a su propio Hijo. Este divino Salvador es llamado Varón de dolores (Isa. LIII, 6), y no hombre de placeres y deleites. Se dice de Él que sabía padecer; pero no que sabía divertirse. El Evangelio hace mención de sus lágrimas; pero no de su risa. En suma: Él ha pasado una vida triste y penitente, para confirmar con las obras su doctrina, y para convidar a sus discípulos con su imitación. ¿Qué más? Aun las criaturas irracionales, como dice San Pablo (Rom. VIII, 22 etc.), suspiran, porque están sujetas a la vanidad. Y como sí alguno le hubiese preguntado al Apóstol ¿por qué suspiraba Él?, añade: Porque no somos salvos sino en esperanza; y de aquí viene el que no poseamos la salvación. Porque si la poseyéramos, nuestra esperanza dejaría de ser esperanza, puesto que ninguno espera lo que ve y tiene ya entre sus manos. Con que si nosotros esperamos lo que aún no vemos: luego lo esperamos, y para esperarlo tan largo tiempo, tenemos necesidad de mucha paciencia. Ved ahí lo que nos hace gemir; y porque no sabríamos gemir como conviene (Ibid., 25 etc.), el Espíritu Santo gime Él mismo en nosotros con gemidos inefables. Y Aquel que penetra nuestros corazones, entiende bien cual sea este deseo del Espíritu, y sabe que estos gemidos y estas oraciones que el Espíritu forma en nosotros, son conformes a los designios de Dios, el cual nos deja sobre la tierra, para que tengamos campo de gemir y de exclamar, oprimidos de la tristeza y del disgusto (Rom. VII, 24): ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?
Muchos son los motivos que tenemos para gemir, como ya lo hemos visto en el discurso de esta Obrita; pero será bueno reunirlos como en un punto de vista para que nos hagan más impresión, y acabemos de convencernos de la obligación que tiene todo Cristiano de suspirar en este destierro por su verdadera Patria y por su Dios.
El Autor del Salmo 136, en que los Judíos pintan con los más negros coloridos las desventuras de su esclavitud en la ciudad de Babilonia, nos ha delineado una viva imagen del estado en que se hallan los verdaderos hijos de Dios sobre la tierra. El primer verso de este Salmo contiene dos motivos principales de sus lágrimas y de sus gemidos.
Estando sentados (dice) sobre las márgenes de los ríos de Babilonia, y acordándonos de ti, ¡oh Sion!, nos pusimos a llorar; ni pudimos contener nuestras lágrimas. Lloraban los Judíos en primer lugar por estar esclavos en Babilonia, y en segundo por estar distantes de Jerusalén, que no se podía borrar de su imaginación, y en la que continuamente pensaban. Estas mismas razones son las que hacen llorar a los Justos en esta vida. Lloran, porque se ven desterrados sobre la tierra, de quien Babilonia era la figura: lloran siempre que se acuerdan de la Ciudad celestial, de la que era imagen la ciudad de Jerusalén, o la santa Sion. Lloran, porque son esclavos en el mundo, y porque están obligados a vivir en compañía de hombres llenos del espíritu del mundo, pues que en esta vida están mezclados los malos con los buenos. Lloran, porque ven ser mayor el número de los malos que el de los buenos; y porque estos se hallan obligados a mirar una infinidad de cosas que les desagradan. Lloran finalmente, porque en vez de ganar ellos para Jesucristo a los habitantes de Babilonia, y hacerlos pasar del amor de los bienes caducos al de los inmortales; antes bien necesitan ellos mismos hacer muchos esfuerzos para caminar por el camino estrecho del Evangelio.
Luego que los Judíos llegaron a Babilonia, se pusieron a llorar sentándose a las márgenes de sus ríos, porque vieron allí una multitud de abominaciones: ídolos por todas partes, supersticiones, sacrificios impíos, adorado el demonio, desconocido y blasfemado el verdadero Dios, impurezas monstruosas, acciones crueles, un pueblo bárbaro, insolente; malvado. Los que entre los Judíos teman mayor temor de Dios, sentían partírseles el corazón de dolor, viendo que hombres hechos a imagen de Dios tenían menos entendimiento que las bestias, y se dejaban transportar más brutalmente que ellas a sus infames deseos.
Los Justos que viven en este mundo, sufren la misma aflicción, y no pueden contener su llanto al verse a las orillas de los ríos de Babilonia. Estos ríos son las perniciosas máximas introducidas por el mundo para destruir las máximas del Evangelio, y la moda, llamada por San Agustín, un río y un torrente que arrastra la mayor parte de los hombres a mil cosas que no pasan ya por pecado cuando ella las autoriza: son los malos ejemplos y malas conversaciones de los mundanos, que no dejan de tentar a los hijos de Dios, y de convidarlos a venir con ellos a estos malditos ríos de Babilonia: son los apetitos de los hombres carnales, que los conducen a mil excesos y abominaciones vergonzosas; y son, por último, todos aquellos desórdenes que llora el Sabio en el Eclesiastés como vanidades, que pierden la mayor parte de los hombres. Algunos se embarcan en los ríos de Babilonia sobre la nave de la ambición, otros en la de la avaricia, otros en la de la curiosidad, y otros en la del deleite. Todos los objetos de estas pasiones son, como dice San Agustín, otros tantos ríos, que corlen rápidamente, que huyen con velocidad, que ningún reparo puede detenerlos, que todo lo arrebatan, y que van a perderse en los abismos de una infeliz eternidad.
¿Pues como podrá un alma fiel mirar tantos naufragios, y la perdición de tantas almas criadas por Dios para hacerlas eternamente felices, y redimidas por Jesucristo con el precio infinito de su Sangre; mirar, digo, todo esto, sin derramar copiosas lágrimas? Sería preciso ser de acero o de bronce para mirar con ojos enjutos todas las iniquidades que se cometen sobre la tierra. Cuando yo considero, dice el Sabio (Eccl. IV, 1 etc), las calumnias que se hacen bajo del Sol, las lágrimas de los inocentes oprimidos, que no encuentran alguno que ¡os consuele, los miserables privados de todo auxilio, que no pueden resistir a la violencia de los opresores, entonces digo: Más felices que los vivos son los muertos, y más felices que unos y otros los que no han nacido. ¿Cómo se dejará de llorar, pensando en lo que decía David de sus tiempos, y que se verifica, ¡oh cuánto!, en los nuestros (Salmo XIII). Hoy día apenas encontrarás sobre la tierra uno que tenga entendimiento y busque a Dios. Todos se han desviado del camino retío: todos se han hecho inútiles; no hay quien haga lo bueno. La garganta de estos es un sepulcro abierto, se sirven de su lengua para engañar: tienen bajo sus labios un veneno de áspides. Su boca está llena de maldición y de amargura: sus pies son veloces para derramar la sangre. Destrucción y miseria es la que hay en sus caminos: no conocen el camino de la paz, no tienen delante de sus ojos el temor de Dios. No hay ya sobre la tierra, dice el Profeta Oseas (Cap . 4), verdad, misericordia y ciencia de Dios. El hermano tiende lazos a su hermano, y no hay amigo que no use simulación y artificio. Por cualquier parte que se vea el mundo, no se hallan en él sino males y objetos de tristeza. Esto es lo que aflige al hombre bueno, y lo que como a Elías le hace desear la muerte. Él pidió morir, dice la Escritura (3. Reg. XIX, 4), y dijo a Dios: Ya ha mucho tiempo que padezco, ¡oh Dios mío! Quítame la vida, pues que no soy mejor que mis padres. El celo que tengo por el Señor, por el Dios de los Ejércitos, me consume. No puedo ya ver la arrogancia con que los hijos de Israel renuncian a tu alianza, quebrantan tu ley, hacen morir a tus Profetas, y me buscan a mí, que he quedado solo para defender tu causa.
Pero hay también otra pena que aflige a los buenos, y los hiere más íntimamente, y esta es el hallarse ellos sobre estos ríos de Babilonia, y por consiguiente en un continuo peligro; porque estos ríos pueden salir de madre, y arrebatárselos y tragárselos como a los demás. Es muy fácil imitar a los hijos del siglo y cometer el mal cuando la moda y la multitud de quien lo comete le quita en gran parte su deformidad. Una tentación extraordinaria, una ocasión no prevista, las conversaciones de las personas que se tratan y frecuentan, la condescendencia y otras mil cosas, son muy capaces de precipitarnos en estos ríos. A más de que ¿Quién sabe si sea digno de odio, o de amor? ¿Quién sabe si camina por el camino estrecho de Jesucristo, o por el ancho de la perdición y del amor propio? Todo nos lleva al deleite, a la pompa, a las riquezas. La inclinación de nuestra alma tira siempre a los bienes caducos: la figura de este mundo se adorna, se compone para parecer más hermosa a nuestros ojos: se nos presenta con todos sus halagos, a quien junta las esperanzas, las promesas, y todo lo que tiene visos de lisonja y de halago. Nuestro corazón, en vez de estar sobre las armas para la defensa, está de acuerdo con nuestros enemigos; él mismo urde la traición y la pone por obra, rindiéndose al deleite, a la ambición, etc., y hace cuanto puede para perderse y viciarse.
Seducido, envenenado por los falsos bienes de Babilonia, ya no tiene sino hastío por la vida cristiana, huye de la penitencia, y busca los contentamientos del siglo, aborrece la humillación, y solicita las grandezas y los honores del mundo. Se coliga con él Ja carne para acabar de vencerlo, y con esto, resiste al espíritu, se rebela contra la razón, va en traza de los placeres, da oído a las leyes del pecado, se opone a la Ley de Dios, nos aparta de practicar el bien que conocemos, y nos arrastra al mal que detestamos. La ley es espiritual, dice San Pablo (Rom. 7, 14 etc), y yo soy carnal. La ley pide un alma libre de la sujeción a las pasiones, y yo estoy como vencido por estar sujeto al pecado. La ley pide un corazón bueno, y yo sé que nada de bueno tengo en mí, porque en mí habita el pecado, y Dios quiera que en nosotros no reine también. Si reflexiono en las oraciones que hago, las hallo tan tibias e imperfectas, que con mucha más razón temo el que Dios se ofenda, que no el que por ellas se aplaque: mi mente está llena de distracciones, mi corazón seco: aquella está sujeta a los pensamientos más extravagantes, y éste está agitado con movimientos que me causan horror; y todo esto hace que yo pruebe dentro de mí una guerra continua entre la carne y el espíritu, entre la parte superior y la inferior. El estar uno obligado a vivir con esta multitud de enemigos, y el venir cada rato con ellos a las manos, sin poderlos exterminar del todo, es una de las grandes miserias qué obliga a los Justos a suspirar continuamente, a gemir y a desear el quedar de una vez libres de este cuerpo de pecado.
Este estado infeliz en que se hallan los Justos en la vida presente, lo describe admirablemente San Agustín en el Libro 22. de la Ciudad de Dios con las siguientes palabras:
«Tienen los Justos en esta vida sus trabajos, que nacen de hallarse siempre en medio de los peligros y de las tentaciones que trae consigo la guerra continua que deben sostener contra los vicios. Porque jamás cesa la carne, ya con mayor, ya con menor violencia, de tener deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu de tener deseos contrarios a los de la carne; de manera, que no hacemos todo lo que queremos. Porque, a la verdad, querríamos extinguir en nosotros la concupiscencia con todos sus desreglados deseos; pero no habiéndosenos concedido alcanzar tanto, nos queda solamente, el que confortados con el auxilio divino, la tengamos, en cuanto es posible, sujeta, no rindiéndonos jamás a sus halagos. Y, ¡oh, qué atención y qué vigilancia es necesario usar, para no caer en los lazos que un tal enemigo nos tiende por todas partes! Conviene guardarse bien de no abrazar o seguir por verdadera alguna tal opinión que no tiene sino la apariencia de verdad, de no dejarnos engañar por algún tal artificioso discurso, de no quedar envueltos en las tinieblas de algún error, por el que después llamemos al bien mal, y al mal bien. Debemos ser muy cautos, para que por una parte el temor no nos detenga de hacer lo que debemos, y por la otra no nos impela la pasión a hacer lo que no debemos: que no tramonte el Sol sobre nuestra cólera, y las enemistades no nos provoquen a volver mal por mal. Es necesario poner todo cuidado en que una demasiada tristeza no ocupe nuestro corazón, y la ingratitud no nos haga flojos en repartir beneficios, y no nos cansemos de obrar bien por las maledicencias que contra nosotros se esparcen. Corremos peligro de ser engañados por las temerarias sospechas que formamos de los demás, y de abatirnos y caer de ánimo por los falsos juicios que los demás se forman de nosotros. Debe ser sumo nuestro cuidado para impedir que no reine en nosotros el pecado, de manera que obedezcamos a sus deseos, y nuestros miembros n sirvan de armas de iniquidad a la culpa. Conviene velar cuidadosamente para que nuestros ojos no fomenten la concupiscencia, y nuestra vista y nuestros pensamientos no se fijen en objetos de alguna mala complacencia, y nuestros oídos no escuchen de buena gana palabras malas e indecentes. Debemos resistir a todo deseo de venganza, y no debemos dejarnos llevar A ninguna cosa ilícita, aunque nos agrade. Debemos por último estar atentos a no prometernos la victoria por nuestras propias fuerzas, y después de haberla obtenido, a no atribuirla a nosotros mismos, en vez de atribuirla a la gracia de Aquel de quien dice el Apóstol: “Dense gracias a Dios, el cual nos ha dado victoria por Nuestro Señor Jesucristo”».
¡Tal es la guerra llena de peligros y trabajos a que está expuesto el Justo mientras vive en este mundo! Y al cúmulo de tantas miserias, se añade también ésta (sigue hablando San Agustín) «que por grande que sea el valor con que combatiendo resistimos a los vicios, y aunque los venzamos y subyuguemos, no por eso nos faltará motivo mientras estamos en esta vida, de decir al Señor: Perdónanos nuestras deudas, porque diariamente se cae en algún defecto, o por ignorancia, o por sorpresa, o por fragilidad». Y antes de San Agustín, el glorioso Mártir y Obispo San Cipriano, en pocas pero enérgicas palabras, describió en el excelente Libro de la mortalidad, el estado miserable de la vida presente, diciendo:
«¿Qué otra cosa se hace en este mundo sino pelear continuamente con el demonio, y estar siempre sobre las armas para defendernos de sus dardos y saetas? Somos asaltados por la avaricia, por la impureza, por la ira, por la ambición; ni jamás cesa la molesta lucha que tenemos que sostener contra los vicios de la carne y los halagos del siglo. Sitiada el alma por todas partes, y rodeada de los infernales enemigos, apenas puede hacer frente y resistir a cada uno de ellos. Si queda aterrada la avaricia, se levanta la liviandad: si es reprimida la liviandad, saca la cara la ambición: si la ambición es despreciada, nos exaspera la ira, nos hincha la soberbia, la gula nos lisonjea, la envidia rompe la concordia, los celos disuelven la amistad. Y a nos sentimos incitados a hablar mal de nuestro prójimo, contra la prohibición de la ley de Dios: ya nos precipitamos a hacer juramentos que nos están prohibidos. Tales y tantas son las persecuciones, tantos los peligros a que estamos expuestos en esta vida mortal».
Otra de las aflicciones de los Justos es el verse lejos de Sion, separados de su Dios y de la celestial Jerusalén. Aun cuando ellos tuviesen todos los bienes de la tierra, se tendrían por miserables, porque su tesoro está en el cielo, porque lo miran como a su patria, y la tierra como el lugar de su destierro. Son como otros tantos hijos distantes de su Padre, como otras tantas esposas privadas de la presencia de su esposo, como otros tantos Príncipes echados de su Reino: su amor los inflama, los estimula, y los hace desfallecer. Un ciervo perseguido largo tiempo por los cazadores, no desea con mayor ansia un rio paras refrescarse en sus aguas, que lo que ellos anhelan por poseer a su Dios. Oigamos a David (Salmo XLI): Como el sediento ciervo desea las fuentes de las aguas, así suspira a Ti, ¡oh mi Dios!, el alma mía. Mi alma se abrasa en una ardiente sed de gozar a Dios vivo. ¿Cuándo vendré y compareceré ante el Rostro de mi Dios? ¡Ah!, que no ceso de llorar mientras mis enemigos me insultan, diciéndome todos los días: “¿Dónde, di, está tu Dios?” (Salmo 16, 17). Este es el único objeto de mis deseos: no estaré contento ni saciado, basta que sí manifieste, se comunique, y se le dé a mi corazón tu gloria (Salmo 26, 7). Solo una cosa he pedido al Señor, y por ella sola renovaré siempre mis más fervorosas instancias, y es el habitar por todos los días de mi vida en la casa del Señor (Salmo 35, 8, 9). Ved aquí lo que esperan los hijos de los hombres bajo la sombra de tus alas. Esperan aquel venturoso día, en que serán inundados con la abundancia de los bienes de tu casa, y en que les harás beber del torrente de tus delicias; porque en Ti está la fuente de la vida, y todo lo que acá poseemos no es sino una gota muy pequeña que Dios deja caer sobre nosotros para sostenernos en nuestra peregrinación. Pero ¡cuán larga es esta molesta peregrinación! (Salmo CXIX, 5). ¿Cuánto tiempo ha que estamos con los habitantes de Cedar, y a las márgenes de los ríos de Babilonia? Nosotros sabemos, dice San Pablo, (2. Cor. V, 1 etc.) que si esta casa de tierra en que habitamos como bajo una tienda de campaña, vendrá a destruirse. Dios nos dará en el Cielo otra Casa, que no será hecha por mano de hombres, y que durará eternamente. Porque, a la verdad, no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella en que debemos un día habitar. Esperamos aquella Ciudad fabricada sobre un estable fundamento, de la cual Dios mismo es el Fundador y el Arquitecto. Vivimos, como los Santos del Antiguo Testamento, en la Fe: no habiendo recibido aún los bienes que Dios nos ha prometido, los vemos, los saludamos desde lejos, confesando que somos forasteros y caminantes sobre la tierra, que buscamos nuestra patria, y esto es lo que nos hace suspirar, deseando ser revestidos de la gloria de esta Casa celestial (Hebr. 11, 13). Porque mientras estamos en este cuerpo (2. Cor. V, etc.)… suspiramos bajo su peso, pues mientras que habitamos en él, estamos lejos del Señor, fuera de nuestra Patria. Caminamos hacia Él por medio de la Fe, pero no gozamos aún de su vista, deseamos esta venturosa felicidad, estamos prontos a salir de la casa de este cuerpo, por tal de ir a ver al Señor (Phillip. V). Esta a lo menos es la disposición en que yo estoy (decía el Apóstol): Jesucristo es mi vida, y la muerte es para mí una verdadera ganancia. Deseo con ansia ser desatado de las ligaduras de este cuerpo, y el estar con Jesucristo, lo que sin comparación es mejor para mí.
Estos sentimientos son comunes a todos los hijos de Dios, los cuales tienen fijo en el corazón el deseo de la eternidad, y de cuy a memoria no se aparta la dichosa Sion. En cualquier cosa que estén ocupados, piensan en la celestial Jerusalén, y temiendo olvidarse de ella, dicen con el Real Profeta (Salmo CXXXVI): Si yo me olvidare de ti, ¡oh Jerusalén!, mi mano derecha se olvide de sí misma: quede pegada mi lengua al paladar, si yo no me acordare siempre de ti, si yo no me propusiere a Jerusalén como el principal objeto de mi alegría.
Ejercitémonos también nosotros en estos fervorosos sentimientos, usemos de las mismas expresiones, y ellas nos servirán mucho para orar de continuo y sin intermisión, como nos dice Jesucristo; advirtiendo con San Agustín (Ep. 131, a Proba), que
«cuando la Escritura nos manda que oremos incesantemente, no nos obliga a estar siempre de rodillas, ni a cantar Salmos de día y de noche; sino a tener siempre en el fondo de nuestro corazón el deseo de dejar la tierra, y de entrar en el Reino del Cielo. Orar incesantemente, es desear incesantemente el poseer a Dios. Este es un deseo que nunca jamás debe apartarse de nuestro corazón. Debemos siempre gemir, suspirar siempre, decir siempre: “Yo soy esclavo, soy forastero; este mundo no es mi patria; yo no estoy con mi Dios”. No por esto quiero decir que el Justo no ría alguna vez, y no se divierta algún poco, y que no se ocupe en muchas cosas, las cuales parecen muy diferentes del Reino de Dios. Ahí Esta es una de las cargas de su esclavitud. Es necesario que él trabaje para los de Egipto, y que fatigue en obras de barro y de tierra, mientras que es esclavo de Faraón y habita en la tierra de Egipto. Pero en medio de la esclavitud, no se olvida él de la Tierra prometida: piensa en Sion, suspira por su patria, y así no cesa de orar. Dejaría de orar si dejase de desear, pero siendo continuo su deseo, es también continua su oración. Orar es pedir con gemidos inefables el último efecto de la divina adopción, que como dice San Pablo, es la libertad y redención de nuestros cuerpos. Es estar con una santa hambre y sed de los bienes de la Casa del Señor; es considerarse en el desierto de este mundo como fuera de su país; es suspirar con una ardiente sed por aquella fuente de nuestra eterna felicidad. Orar es amar; y se deja de orar cuando se deja de amar; es pedir al Señor aquel único bien que basta a los hijos de Dios, es decir con verdad y de corazón: “Todo lo que no es Dios, no es capaz de llenar la desmedida extensión de los deseos, y consiento de buena gana que me lo quite todo, con tal que me dé a Sí mismo. Con Él quedo plenamente contento; sin Él no encuentro en mí ni fuera de mí sino una horrible indigencia, y una inexplicable miseria”».
Tal es la oración continua, este es el gemido del corazón a que estamos obligados, y cuyos motivos seguimos proponiendo para acabar de formar el Epilogo de esta Obrita. Si somos hechos para Dios, si es cierto, como lo es, que no podemos esperar reposo ni verdadera felicidad sino en Él, como en nuestro centro, en nuestro último fin, y en nuestro todo, ¿quién no gemirá al verse apartado de Él, y rodeado de tantos peligros y de tantos enemigos por dentro y fuera, que hacen todos sus esfuerzos para impedirnos el ir a Él y unirnos a Él? Si somos hijos de Dios, y nuestra adopción no es todavía sino imperfecta, y está, por decirlo así, solamente bosquejada: Inítium áliquod creatúræ ejus: ¿podemos dejar de gemir y de desear la perfección de esta adopción divina? ¿Y no es esto puntualmente lo que debe hacer en nosotros aquel espíritu, de que hemos recibido las primicias, para desear la plenitud de la divina adopción, según aquello de San Pablo (Rom. 8. 23) en persona de todos los Cristianos: Nosotros mismos que poseemos las primicias del espíritu, gemimos y suspiramos en el fondo de nuestro corazón, esperando la adopción perfecta de los hijos, la redención de nuestros cuerpos?
Si esperamos el Reino del Cielo como herederos de Dios en calidad de hijos, y como coherederos de Jesucristo en calidad de sus miembros, somos ciertamente indignos de él si no lo deseamos; y no deseamos tan gran bien si viéndonos en esclavitud, no gemimos ni suspiramos por la corona que nos espera, y por el trono en que debemos reinar con el mismo Dios.
Si aquella Verdad eterna, sumamente hermosa, infinitamente amable, que debe ser el alimento de nuestra alma en la eternidad, no atrae nuestro corazón, y no lo hace suspirar de día y de noche por el deseo de ser saciados de ella, en vano nos lisonjeamos de conocerla mediante la Fe, y de esperarla mediante la Esperanza.
Finalmente, es preciso que estemos muy poco conmovidos a la vista de nuestros pecados y desórdenes, muy poco atemorizados por el continuo peligro de perecer con tan diversas tentaciones que en cada momento nos combaten, y muy poco sensibles a nuestro destierro tan largo y tan miserable, si no suspiramos continuamente hacia Aquel que solo puede libertarnos perfectamente de todos nuestros pecados y delitos por grave s y enormes que sean. Lejos de hacer resistencia cuando Dios nos llame de este destierro y de este mundo en que estamos como peregrinos, donde pasamos una vida tan tibia, y tan indigna de nuestro celestial origen; salgárnosle, por decirlo así, al encuentro, y recibamos con sumisión, con amor y agradecimiento esta última visita del Señor.
No solo debemos gemir por el sentimiento de nuestra miseria y de nuestros males, sino también por invocar a nuestro único Médico, y por obtener de Él los remedios que no podemos conseguir por nosotros mismos, y las virtudes que deben prepararnos para el Cielo, y hacernos dignos de Dios.
Solo nuestro Señor Jesucristo, esto es, la gracia de Dios que nuestro Señor Jesucristo nos ha merecido con su Sangre, puede mudar nuestro corazón de profano, de ingrato y de irreligioso como él es, en un corazón lleno del espíritu de piedad, de agradecimiento, de religión, y de amor a Dios y a todas las cosas de Dios. Él solo es el autor de la Fe, la fuente de nuestra Esperanza, el que nos infunde la Caridad; y en vano buscaremos estas divinas virtudes en nosotros, o fuera de nosotros. Hacia Él es necesario encaminar los deseos de nuestro corazón, dirigiéndonos a Él con un gemido secreto y continuo.
El deseo de ver a Dios, la pureza que para esto prepara el corazón, la penitencia que atrae su misericordia, la humildad que desarma su Justicia, el odio al pecado, la vigilancia cristiana, la oposición al mundo presente, el deseo del siglo futuro, la oración misma y el gemido del corazón, todas son gracias y dones de Dios. Son frutos del gemido secreto de la oración, porque es necesario orar para aprender a orar, y gemir para pedir el espíritu de gemido. Gimamos pues por nuestra Patria celestial, y gimamos para obtener la gracia de desearla sinceramente, de conocer bien el camino que a ella conduce, de entrar en él con ánimo y valor, de caminar por él con perseverancia, de estar en vela esperando el momento feliz que nos pondrá en posesión de tan bienaventurada Patria. El gemido es lo que nos toca acá en la tierra, así como la alabanza es ¡a que nos tocará en el cielo; porque es propio de los miserables llorar continuamente. Si no gemimos, es porque no sentimos nuestras miserias; y si no las sentimos, o aun no las conocemos, es señal manifiesta de que no pensamos en dar aún el primer paso para el Cielo.
¿Pero quién formará en nosotros este gemido de paloma si no es la Paloma misma, quiero decir, el Espíritu Santo, que en tal figura bajó sobre Jesucristo, para enseñarnos que una de las principales funciones del Espíritu de Dios es formar en el corazón de los hombres este gemido, para orar en nosotros, para pedir en nosotros con gemidos inefables, y para enseñarnos a decir de veras aquella Oración del Padre nuestro, que Jesucristo mismo nos ha puesto en la boca? Porque a la verdad, ¿qué otra cosa es la Oración del Señor sino el gemido de un corazón, que separándose de la tierra como del lugar de su destierro, se eleva hacia su Padre y hacia su celestial Patria, que es el lugar de su santificación consumada, y de su entera consagración a Dios mediante la adopción perfecta de su establecimiento eterno mediante el de su Reino, de su perfecta sumisión a la voluntad de Dios mediante la plenitud de la Caridad; el lugar de la bienaventurada vida, donde su corazón debe vivir de Dios mismo, alimentándose con el Pan eterno de su Verdad y de Jesucristo, sin velo y descubiertamente; de su entera libertad, mediante el estar y a libre de todo pecado, de toda tentación, de todo enemigo, y de toda miseria.
Sobre todo, la última petición por la cual deseamos ser libres de todo mal, nos advierte, dice San Agustín, que todavía no gozamos aquel bien que no será mezclado de mal alguno. Y esta petición se extiende a tanto, que el Cristiano, en cualquier estado que se halle, no gime sino por esto, no derrama sino por esto las lágrimas de su corazón, por esto debe comenzar, con esto debe continuar, y con esto debe terminar sus oraciones.
Por aquí, pues, debemos también comenzar la preparación a la muerte; con esto la debemos continuar, hasta que lleguemos a aquella Fuente de vida, cuyo deseo ha de encender en nosotros una sed ardiente, mientras que en esta vida vivimos en la esperanza, y mientras que lo que esperamos no se nos muestra sino bajo el velo de la Fe. Pongámonos ínterin llega esta dicha, bajo las alas de Aquel a quien están presentes todos nuestros deseos, y consolémonos con la esperanza de ser un día inundados y saciados con la abundancia de su Casa, y en el torrente de su alegría y de sus delicias. Porque en Vos solo, ¡oh Dios mío!, está la fuente de la vida, y en vuestra luz se nos manifestará la verdadera luz.
Volviéndome yo entretanto a su Majestad Divina, le ruego encarecidamente se digne bendecir esta Obrita, para que sea provechosa a alguno de sus hijos. Le pido, que abra el corazón de los que la leyeren, para que reciban las instrucciones y doctrinas que contiene, no como palabras de hombre (2. Tes. II, 13), sino como sacadas de la Palabra de Dios y de la doctrina de los Santos Padres, principalmente del Gran Doctor de la Iglesia San Agustín: le suplico, que conceda a todos la gracia de practicarlas, para llegar a la posesión del Reino de los Cielos, de aquel Reino felicísimo, cuyo Supremo Rey nos ha enseñado a pedirlo diariamente, diciendo: Venga a nos tu Reino. Así sea.
Examen, Humillación, Penitencia y Rosario.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)