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martes, 19 de agosto de 2025

“EDUCACIÓN POR COMPETENCIAS”: FRACASO, IDEOLOGÍA Y MEDIOCRIDAD

Tomado del PERIÓDICO LA ESPERANZA (Parte 1Parte 2Parte 3, y Parte 4).
   
EL FRACASO DE LA “EDUCACIÓN POR COMPETENCIAS”
  
La formación universitaria en nuestros días adolece de enormes falencias, más notorias en algunos países, regiones o contextos que en otros, pero obedeciendo a principios más o menos comunes. Una de las vertientes de esa decadencia es producto de la «educación por competencias», tan idolatrada en la actualidad y percibida como antídoto contra la educación superior de antaño.
    
En esta serie de artículos, no vamos a desglosar los errores teóricos que engloban a dicho modelo, pero sí que podemos dar algunas pinceladas sobre experiencias en las que se demuestra su fracaso e ineptitud. El contexto que pretenderemos describir es el boliviano, y más específicamente, el de las universidades privadas, sin dar nombres, para no escandalizar a los aludidos.
    
Cursé el diplomado en Educación Superior con la esperanza de que iba a adquirir conocimientos útiles para la práctica de la docencia universitaria; craso error. Todo lo que me transmitieron fue ideología, ideología y más ideología, mediante la típica herramienta de los discursos vacíos de contenido: la retórica.
    
Los docentes, con maestrías y con libros publicados, se la pasaban endiosando al nuevo modelo educativo y desprestigiando al anterior, con la típica soberbia que caracteriza al hombre moderno, profeta de grandes utopías. Nos decían que la educación «tradicional» (que ni siquiera lo es, sino más bien moderna) era malvada, y que ese enfoque, ya caduco, no debería existir.
    
Estos agentes del sistema nos hablaban de que impartir «clases magistrales» (donde hay un maestro, superior, que enseña a alumnos, inferiores) era cosa del pasado, y que lo de ahora era enfocarse en el estudiante como protagonista del «proceso de enseñanza-aprendizaje», para ayudarle a «construir» sus propios conocimientos. ¡Vaya ironía! Ellos nos impartían clases magistrales, verticalísimas; se enfocaban en ellos como portadores de la luz y la verdad y no en el estudiante; y nos imponían su propia versión de la realidad, en lugar de dejar que nosotros «construyamos» la nuestra. Ciertamente, no es malo, en principio, su procedimiento metodológico, pero la contradicción resultó muy evidente en la práctica de estos profesores, que no obedecían sus propios principios; un rasgo típico de las ideologías.
  
Inclusive, recuerdo una de las clases del diplomado en las que pregunté sutilmente al profesor por esta contradicción en la nueva ideología educativa, y él no supo qué responder. Con un tono altanero y burlesco contra mi pregunta, siguió con su discurso florido acerca de lo linda que es la nueva «educación», tratando de mezclar peras con manzanas.
    
Según el nuevo modelo «educativo», se debe fomentar la coevaluación y la autoevaluación (un alumno evalúa a otro o el alumno se evalúa a sí mismo), pero casi todas las veces que recibimos puntaje en este curso fue por heteroevaluación: un superior nos dicta la calificación. Tanto insistir en la cháchara de que el alumno es el centro, para terminar imponiéndonos una calificación ellos mismos, ¡¿no que el docente era solo facilitador y no impartidor de conocimientos?!
    
Es verdad que los docentes también son víctimas, pues a ellos les lavaron el cerebro para lavárnoslo a nosotros, mas eso no quita que ellos sean instrumentos de un sistema tan perverso. No todos los diplomados en Educación Superior en el mundo de hoy han de ser igual, pero esto sirve como muestra de lo perversos que pueden ser cuando obedecen a principios erradísimos.
      
Cuando por fin me tocó ser docente en una universidad privada, tuve la oportunidad de verificar para qué me había servido tanta cháchara seudopedagógica y romanticista en el diplomado en Educación Superior que cursé. El resultado: cero. Toda esa patraña de la «educación por competencias» solo me sirvió para hartarme más y más de la manera en que se nos imponen ideologías por doquier.
    
Los funcionarios administrativos de la universidad nos prohibieron a los profesores decir la palabra «examen», porque eso recuerda al malvado modelo «tradicional» de educación, en el que se evaluaba a los alumnos por cumplimiento de objetivos, de manera conductista y, por supuesto, malvada. En cambio, nos insistían en hablar de «evaluación», lo cual connotaba un tono más suavito y endulcorado para no asustar a los alumnos, que ahora deben adquirir competencias y no cumplir objetivos.
    
Al respecto, como las competencias implican predominio de la práctica sobre la teoría, nos instaban a impartir habilidades prácticas, para supuestamente no hacer aburridas las clases. Y como el mundo actual se ha vuelto tan idólatra de la técnica, solo nos queda enfocarnos en lo útil e inmediato para despreciar, casi sin darnos cuenta, lo trascendente y contemplativo.
    
En resumen, se nos motivaba a desplegarnos en el aula de una manera «hippie»: flexibilidad, liquidez, horizontalidad, pluralismo… ¡pero irónicamente se nos enseñaba a eso de manera contraria! Todo rígido y militar: mecanizado, sólido, medido, calculado, vertical, unívoco…
    
Comenzar mi primer semestre como docente tuvo sus etapas de tortura: las mayores sucedían cuando había que rellenar documentos burocráticos.  Había que detallar específicamente qué iba a enseñar yo en cada clase, y si iba usar esta o aquella metodología: aprendizaje basado en proyectos o en investigación, o estudio de casos o «metacognición». Además, qué tiempo iba a durar cada actividad y qué recursos manuales o digitales iba a utilizar.
    
Digo etapas y no totalidad porque los mejores momentos eran cuando me tocaba estar en el aula: libre de la vigilancia y el control de los policías de la nueva ideología seudoeducativa. Con mis alumnos, podía ser más espontáneo, natural, orgánico. ¿Qué iban a saber ellos de las estupideces que nos enseñan a los docentes sobre cómo educarlos a ellos?
    
Sin embargo, aun así, las autoridades universitarias nos instaban a seguir el programa o «diseño instruccional de la asignatura», y nos advertían que el estudiante podía reclamar a instancias superiores si no seguíamos al pie de la letra dicho Excel repleto de fórmulas y palabrería basura. Por fortuna, hasta donde sé, mis alumnos nunca reclamaron por semejante tontería.
    
Además, todos estos años, la universidad se ha esmerado en obligarnos a participar de sus talleres, charlas e «inducciones», con el fin de lavarnos más el cerebro y meternos más la basura asquerosa que defienden. Sesiones virtuales y presenciales aburridísimas, verticales y magistrales contrastaban con lo que ellos tanto nos decían que debíamos adquirir: una noción horizontal y constructiva de la educación.
    
En suma: el problema con los primeros pinitos de mi experiencia concreta de ser catedrático fue —para reír y llorar— ver cómo los gurús de la nueva visión seudoeducativa de la formación superior son incoherentes con sus propias ideas. No obstante, esta universidad era solo el comienzo: pronto me esperaría el terror de otra con mayor y más monstruosa carga ideológica.
    
Decidido a ampliar mis fronteras, postulé a una segunda universidad y vencí el respectivo proceso de selección. Si creía que ya lo había visto todo, estaba completamente equivocado: ahora comenzaba la ideología de verdad.
   
Esta otra universidad nos obligaba a los docentes a rellenar más y más documentos, detallando con mayor rigor lo que pensábamos enseñar en cada clase. Hasta en la estética de sus documentos se notaba un aire triste, sombrío, seco y aburrido, contrario a la ideología que pretendía imponer: alegrona, divertida, innovadora y creativa. Incluso el sistema web de la universidad resultaba soso para la vista.
   
Lo particular y lo más tétrico de esta universidad era que tenía personal administrativo asignado específicamente para controlarnos más: un supervisor, agente del sistema con el que debíamos reunirnos virtualmente cada cierto tiempo. El objetivo de estas reuniones era verificar si los profesores estábamos cumpliendo con el modelo de «aprendizaje basado en competencias» y orientarnos —lavarnos más el cerebro— para corregir nuestras «falencias» al implementarlo.
   
Otra táctica de control consistía en que el director de carrera se metía a las clases de vez en cuando, sigilosamente y sin avisar, de igual manera con el objetivo de verificar que se esté aplicando el modelo. Nuevamente, vemos un rigor militar y muy estricto contrastando con la sonrisa —mentirosa e hipócrita— de la nueva ideología seudoeducativa.
   
No aguanté más trabajar en esta universidad y me salí, además de por sus constantes trabas burocráticas, por otros motivos personales. Lo cierto es que aprendí que la nueva ideología seudoeducativa se aplica con distinto rigor dependiendo de la universidad en cuestión, y que algunas experiencias gozarán de más libertad que otras. En suma: hay instituciones que se obsesionan más que otras con el nuevo modelo, pues se autoconvencen de que no hay error en dicha visión posmoderna de la realidad.
  
Resulta muy interesante constatar que la gente todavía tiene sentido común y rechaza esta nueva ideología seudoeducativa llamada «educación por competencias». Tanto profesores como estudiantes notan lo absurdo de esta metodología y pueden entender con facilidad lo impertinente de su aplicación.

En el ámbito docente, creí ser uno de los únicos —si no el único— «vacunado» contra el nuevo modelo y la perversa teoría pedagógica que arrastra; tremendo error. Con el tiempo, interactuando más con otros profesores, comprendí que ellos también rechazaban este modelo y, si asistían a talleres u obedecían los mandatos, era por simple acatamiento de las órdenes.

En cierta ocasión, durante una «inducción docente» —sesión de lavado de cerebro en realidad—, un profesor se atrevió a cuestionar el sistema, alegando lo imposible que era tomar la susodicha «evaluación continua», que consistía en evaluar al estudiante en cada momento que se pueda, en lugar de hacerlo en pocos momentos concretos del semestre. La facilitadora, visiblemente molesta y soberbia, no supo refutar la observación con argumentos, y se contentó en afirmar que sí se puede evaluar continuamente, y a callar la crítica sin más.

Otro día, un colega profesor me comentó algo interesante: que la formación por competencias es imposible de aplicar en un país tan pobre como el nuestro. Bolivia, culmen del tercermundismo, es uno de los países con el internet más lento de Hispanoamérica, y no permite integrar herramientas digitales con suficiente eficacia, como en otros países más industrializados. Además, el costo de importación de aparatos tecnológicos y el poco poder adquisitivo generalizado hace que resulte difícil para el estudiante —o para sus papás— conseguir dispositivos electrónicos veloces que no se estropeen a cada rato.

Por si fuera poco, mi colega catedrático cuestionó que en este país no tenemos la costumbre de leer. Suena lindo lo que propone el nuevo modelo formativo para el estudiante, por ejemplo, respecto a haber revisado ya el material de estudio antes de asistir a la clase, para así realizar solo trabajos prácticos en el aula y no dejar tarea para la casa. El problema es que nuestra población joven es muy indisciplinada para lograrlo.

Podría objetarse que estas observaciones son solo válidas para el suelo boliviano, pero creo que no sería de sorprenderse que el caso se repita en el resto de Hispanoamérica. La evidencia demuestra que, tanto en el área educativa como en otras, adolecemos de malestares muy parecidos. Nuestros países comparten principios revolucionarios y resultados desastrosos de una política con triste historia similar desde las secesiones. Inclusive, en el resto del mundo, cada vez más expertos cuestionan la ineficacia de la nueva ideología seudoeducativa.

En otro ámbito, ya el estudiantil, más de una vez yo noté falencias con la exigencia de hacer «participativas» nuestras clases, con el fin de enfatizar la «horizontalidad» y el rol protagónico del estudiante. Una vez, un viejo amigo mío que cursaba un posgrado me comentó algo muy sencillo. Decía que le aburría oír hablar a sus compañeros cuando la docente les pedía la palabra —y ella lo hacía constantemente—, porque ellos no tienen la capacidad de oratoria de quien imparte clases; por ende, se traban, tartamudean o no modulan los tonos de voz. Esto me abrió los ojos y me hizo confirmar lo que yo temía afirmar —porque quise autoconvencerme de los bienes posibles del nuevo sistema.

A partir de entonces, he prestado más atención a ciertas cosas y he visto cómo mis alumnos se cansaban de escuchar a sus propios compañeros hablando en el aula. Si bien es cierto que ellos hacen mal en distraerse con otra cosa —como el teléfono o la charla con el vecino—, ¿cómo exigirles que presten atención a gente que —como ellos— no sabe hablar con suficiente soltura? Los alumnos de antes —nuestros padres y abuelos— se expresaban oralmente mejor y daba más gusto escucharlos, porque la formación de antes, la malvada «educación tradicional», era mejor que la de ahora.

Podría contar muchas otras cosas más, pero no quiero extenderme demasiado y temo redundar. Estoy convencido de que la experiencia refuta con mucha facilidad al nuevo sistema «educativo» que se pretende imponer en las universidades. Dejaremos para otra ocasión la refutación teórica, quedándonos por ahora con la anecdótica.
   
LUCAS SALVATIERRACírculo Tradicionalista San Juan Bautista del Alto Perú.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)