La predicación es un mandato que Cristo nuestro Señor ha establecido y transmitido por sus Apóstoles, y por ello, se debe hacer con doctrina sólida y fidelidad al Magisterio, evitando por un lado, afirmaciones extrañas y supercherías que, lejos de edificar, inducen al error, y por el otro, la difamación a las autoridades eclesiásticas so pretexto de promover la práctica de la virtud y erradicar los vicios y poniendo por testigo al mismo Espíritu Santo como aval para sus propias especulaciones.
Esta fue una de las cuestiones abordadas en el V Concilio de Letrán, convocado en 1512 por el Papa Julio II Médici contra el rey Luis XII de Francia, que en el marco de la Guerra de la Liga de Cambrai, primero con la Asamblea del Clero francés de 1510 (que ratificó la Pragmática Sanción de Bourges de 1423) y después la convocatotia de un conciliábulo en Pisa el año siguiente (que debido al rechazo de la población y el clero local, fue trasladado a Milán, Asti y finalmente a Lyon), propugnaba por revivir el error conciliarista condenado por los Papas Eugenio IV y Pío II.
Al morir Julio II en 1513, el Concilio de Letrán convocado por él condenó el conciliarismo y el conciliábulo de Pisa que lo propugnaba, y derogó la Pragmática Sanción de Bourges. Y León X, sucesor de éste, continuó las sesiones hasta su culminación en 1517, condenando además los errores de Pomponazzo y estableciendo el deber de la revisión previa de las obras eclesiásticas.
En ese intermedio, acaeció la Batalla de Ravena (11 de Abril de 1512), donde las tropas franco-ferraresas derrotaron a las hispano-papales (aunque el general francés Gastón de Foix-Nemours murió en combate) y saquearon la ciudad. La noticia había llegado a Roma acompañada de rumores de fenómenos sobrenaturales, que dieron pábulo a a algunos predicadores para anunciar un inminente fin del mundo y a atacar a la jerarquía eclesiástica (a Julio II, por ejemplo, lo acusaron de hereje, codicioso y sodomita).
Ante esta situación, durante el Concilio de Letrán, el Papa León X promulgó la bula “Supérnæ Majestátis præsídio”, en la cual ordenó que ningún clérigo podía predicar si no era evaluado previamente por su superior y autorizado por el obispo diocesano (medida que posteriomente el Concilio de Trento reafirmó en los respectivos decretos sobre la reforma de la Sesión 5.ª, cap. II, y Sesión 24.ª, cap. IV).
Presentamos traducido al español el texto de esta Bula, cuyo original latino puede consultarse en Bullárum diplomátum et privilegiórum sanctórum Romanórum Pontíficum, tomo V, Turín, Franco y Enrico Dalmazzo, 1860.
BULA “Supérnæ Majestátis præsídio”, SOBRE CÓMO PREDICAR
León Obispo, Siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetua memoria.
Con el auxilio de la Suprema Majestad, cuya providencia dirige a la vez las cosas del cielo y las de la tierra, ejercemos, en la medida en que nuestra debilidad lo permite, el oficio de centinela sobre todo el rebaño del Señor que nos ha sido confiado, hemos reflexionado que, entre otras cosas importantes, es de nuestro interés que el oficio de la predicación, muy necesario y de gran fruto y utilidad en la Iglesia de Dios, se ejerza correctamente y con sincera caridad hacia Dios y hacia el prójimo, según los preceptos y ejemplos de los santos Padres, quienes contribuyeron enormemente a la Iglesia al profesar públicamente tales cosas en la época del establecimiento y propagación de la fe. Porque nuestro Redentor fue el primero en hacer y enseñar, y con su mandato y ejemplo, el Colegio de los doce apóstoles, proclamando los cielos por igual la gloria del Dios verdadero por toda la tierra (Salmo 32), sacó de las tinieblas a todo el género humano, sujeto por la antigua esclavitud bajo el yugo del pecado, guiándolo hacia la luz de la salvación eterna. Los apóstoles y sus sucesores propagaron la palabra por todas partes y la arraigaron profundamente por toda la tierra y hasta los confines del mundo. Aquellos que ahora llevan tal carga, deben reflexionar muy a menudo y dentro de sí mismos que están en el lugar del mismo autor (de la fe) y fundador (de la Iglesia), nuestro más piadoso Redentor Jesucristo, de Pedro, de Pablo y de los demás Discípulos del Señor.
Ahora bien, a través de informes fidedignos, hemos sabido que algunos predicadores de nuestros tiempos (lo registramos con pesar) no se dan cuenta de que están desempeñando el oficio de quienes hemos nombrado, de los santos Doctores de la Iglesia y de otros que profesan la sagrada teología, quienes, siempre al lado de los cristianos y confrontando a los falsos profetas que se esfuerzan por subvertir la fe, han demostrado que la Iglesia militante permanece intacta por su propia naturaleza; y que deben adoptar solo lo que quienes acuden a sus sermones encuentren útil, mediante la reflexión y la aplicación práctica, para erradicar vicios, elogiar virtudes y salvar las almas de los fieles. Según informes fiables, también predican muchas y diversas cosas contrarias a las instituciones y ejemplos que hemos mencionado, a veces incluso escandalosas para el pueblo. Este hecho influye profundamente en nuestra actitud cuando reflexionamos en que estos predicadores, desatentos a su deber, se esfuerzan en sus sermones no por el beneficio de los oyentes, sino por su propia ostentación. Adulan los oídos ociosos de algunas personas que parecen haber alcanzado ya un estado que haría realidad las palabras del Apóstol a Timoteo: «Porque viene un tiempo en que la gente no sufrirá la sana doctrina, sino que, con comezón de oídos, acumulará maestros a su gusto, se apartará de la verdad y se dejará llevar por fábulas». Estos predicadores no intentan en absoluto reconducir las mentes engañadas y vacías de tales personas al camino del bien y la verdad, sino que en realidad las envuelven en errores aún mayores, pervirtiendo el sentido de la Sagrada Escritura de diversas maneras, predican imprudente y distorsionadamente contra la verdad y, sin otra razón legítima que la de obedecer a sus propios pensamientos, amenazan, representan amenazas, terrores y muchos males inminentes; y aseguran que ya están en marcha. Muy a menudo, además, introducen cosas vanas e inútiles al pueblo y, lo que es más infame, se atreven a afirmar que reciben estas cosas de la luz de la eternidad y de una exhortación o infusión del Espíritu Santo. Y puesto que, con las mentiras de los milagros fingidos, difunden diversos errores y fraudes, con sus sermones alejan del sentido y los preceptos de la Iglesia Universal a quienes deberían instruir diligentemente en la doctrina evangélica y mantener en la verdadera fe. Y al desviarse de las sagradas constituciones que deben seguir con la mayor fidelidad, desvían a sus oyentes de la salvación. Mediante estas y otras prácticas similares, los hombres más sencillos y engañados, desviándose del camino de la salvación y de la obediencia a la Iglesia Romana, son fácilmente inducidos a diversos errores. Gregorio, por tanto, quien se destacó en esta tarea, movido por el fervor de su caridad, dio una enérgica exhortación y advertencia a los predicadores para que, al momento de hablar, se acercaran al pueblo con prudencia y cautela, no sea que, arrastrados por el entusiasmo de su oratoria, enreden los corazones de sus oyentes con errores verbales como si fueran sogas, y aunque quizás quieran parecer sabios, en su engaño desgarran neciamente los nervios de la virtud esperada. Pues, el significado de las palabras a menudo se pierde cuando los corazones del público se ven heridos por formas de discurso demasiado urgentes y descuidadas.
Decretamos y ordenamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que nadie —bien sea clérigo secular, miembro de alguna de las órdenes mendicantes o con derecho a predicar por ley, costumbre, privilegio o cualquier otra razón— pueda ser admitido a ejercer este oficio sin haber sido previamente examinado con la debida diligencia por su superior, responsabilidad que imponemos a su conciencia, y sin que sea considerado apto e idóneo para la tarea por su conducta recta, edad, doctrina, honestidad, prudencia y vida ejemplar. Dondequiera que vaya a predicar, debe garantizar al obispo y a los demás ordinarios locales su examen y competencia, mediante las cartas originales u otras de quien lo examinó y aprobó. Mandamos a todos los que emprenden esta tarea de predicar, o la emprenderán posteriormente, que prediquen y expongan la verdad del Evangelio y las Sagradas Escrituras de acuerdo con la exposición, interpretación y comentarios que la Iglesia o la costumbre han aprobado y aceptado para la enseñanza hasta ahora, y aceptarán en el futuro, sin ninguna adición contraria a su verdadero significado o en conflicto con él. Deben insistir siempre en los significados que concuerdan con las palabras de las Sagradas Escrituras y con las interpretaciones, correcta y sabiamente entendidas, de los Doctores antes mencionados.
De hecho, de ninguna otra manera estos predicadores causan mayor daño y escándalo a los menos instruidos que cuando predican sobre lo que debería callarse o cuando introducen error enseñando lo falso e inútil. Dado que se sabe que tales cosas son totalmente opuestas a esta religión santa y divinamente instituida, por ser novedosas y ajenas a ella, es justo que sean examinadas seria y cuidadosamente, para que no causen escándalo al pueblo cristiano ni ruina para las almas de sus autores y de otros. Por lo tanto, deseamos, de acuerdo con la palabra del profeta, quien hace que la armonía more en la casa, restaurar esa uniformidad que ha perdido valor y preservar la que permanece, en la medida de lo posible con la ayuda de Dios, en la santa Iglesia de Dios, que por divina providencia presidimos y que es verdaderamente una, predica y adora a un solo Dios y profesa firme y sinceramente una sola fe. Deseamos que quienes predican la palabra de Dios al pueblo sean tales que la Iglesia de Dios no sufra escándalo por su predicación. Si son susceptibles de corrección, que se abstengan en el futuro de estos asuntos en los que se han aventurado recientemente. Pues es evidente que, además de los puntos que hemos mencionado, varios de ellos ya no predican el camino del Señor con virtud ni exponen el Evangelio, como es su deber, sino que inventan milagros, profecías nuevas y falsas y otras frivolidades que apenas se distinguen de los cuentos de viejas. Tales cosas dan lugar a un gran escándalo, ya que no se tiene en cuenta la devoción y la autoridad, ni sus condenas y rechazos. Hay quienes intentan impresionar y ganar apoyo vociferando por doquier, sin perdonar ni siquiera a los honrados con rango pontificio ni a otros prelados de la Iglesia, a quienes deberían mostrar más bien honor y reverencia. Atacan sus personas y su estado de vida con valentía e indiscriminación, y cometen otros actos de este tipo. Nuestro objetivo es que un mal tan peligroso y contagioso y una enfermedad tan mortal sea completamente erradicada y que sus consecuencias sean barridas de tal manera que no quede ni siquiera su recuerdo.
Que ningún predicador se atreva a predicar o afirmar el tiempo específico de los males futuros, la venida del Anticristo o el día preciso del Juicio Final, pues la Verdad dice: «No os corresponde a vosotros conocer los tiempos y los momentos que el Padre ha determinado en su propio poder» (Act. 1). Está comprobado que quienes hasta ahora se han atrevido a afirmar tales cosas han mentido, y que debido a ello, la autoridad se ha visto significativamente privada incluso de otros que predican correctamente. Prohibimos a todos y cada uno de los clérigos seculares o regulares antes mencionados, y a todos los demás, de cualquier estado, rango u orden, que asuman este deber de predicar, predecir cosas futuras basándose en las Sagradas Escrituras, afirmar haberlas recibido de la revelación divina o del Espíritu Santo, y demás vanas predicciones extrañas y vacías comp asuntos que deban afirmarse firmemente o sostenerse de otra manera. Más bien, por mandato de la palabra divina, expongan y proclamen el Evangelio a toda criatura, rechazando los vicios y elogiando las virtudes. Fomentando en todas partes la paz y el amor mutuo, tan recomendados por nuestro Redentor, no rasguen la túnica inconsútil de Cristo y se abstengan de cualquier difamación escandalosa de obispos, prelados y otros superiores, y de su estado de vida. Sin embargo, a éstos los reprenden y los hieren delante de la gente en general, incluidos los laicos, no sólo de manera descuidada y extravagante, sino también con una reprensión abierta y sencilla, y a veces mencionando los nombres de los malhechores.
Finalmente, decretamos que la constitución del papa Clemente V, de feliz memoria, que comienza Religiósi, que renovamos y aprobamos mediante el presente decreto, debe ser observada por los predicadores sin modificaciones, para que, predicando en estos términos para beneficio del pueblo y ganándolo para el Señor, merezcan obtener intereses sobre el talento recibido de él y alcanzar su gracia y gloria. Pero si el Señor revela a algunos de ellos, por inspiración, algunos acontecimientos futuros en la iglesia de Dios, como promete por medio del profeta Amós y como dice el apóstol Pablo, el principal predicador: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis la profecía», no deseamos que se les incluya entre los otros charlatanes y mentirosos, ni que se les impida hacerlo de ninguna otra manera. Pues, como atestigua Ambrosio, la gracia del Espíritu mismo se extingue si el fervor de quienes comienzan a hablar se acalla por la contradicción. En ese caso, sin duda se comete un agravio contra el Espíritu Santo. El asunto es importante, pues no se debe dar crédito fácilmente a cualquier espíritu y, como afirma el Apóstol, los espíritus deben ser examinados para ver si provienen de Dios. Por lo tanto, es nuestra voluntad que, a partir de ahora, por derecho consuetudinario, las supuestas inspiraciones de este tipo, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, se consideren reservadas para el examen de la Sede Apostólica. Si es imposible hacerlo sin peligro de demora, o si alguna necesidad apremiante sugiere otra acción, entonces, manteniendo el mismo procedimiento, se notificará al ordinario del lugar para que, tras convocar a tres o cuatro hombres conocedores y serios y examinar cuidadosamente el asunto con ellos, concedan el permiso si lo consideran oportuno. Dejamos la responsabilidad de esta decisión en sus conciencias.
Si alguna persona se atreve a llevar a cabo algo contrario a lo anterior, es nuestra voluntad que, además de los castigos establecidos por la ley contra dicha persona, incurra en la pena de excomunión, de la cual, salvo en caso de muerte inminente, solo podrá ser absuelta por el Romano Pontífice. Para que otros no se vean impulsados por su ejemplo a intentar actos similares, decretamos que el oficio de predicar le queda prohibido para siempre; sin perjuicio de las constituciones, ordenanzas, privilegios, indultos y cartas apostólicas para las órdenes religiosas y las personas mencionadas, incluidas las mencionadas en el Mare magnum, incluso si por casualidad han sido aprobadas, renovadas o incluso concedidas de nuevo por Nosotros, ninguna de las cuales en este asunto deseamos apoyar en ningún punto a su favor.
A nadie pues sea lícito infringir este escrito de nuestra declaración, condenación, mandato, prohibición e interdicción, ni oponerse a él con temerario atrevimiento: y si alguno presumiere cometer tal atentado, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso, y de los bienaventurados San Pedro y San Pablo sus Apóstoles.
Dado en Roma en pública sesión, solemnemente celebrada en la Sacrosanta Basílica Lateranense, en el año de la Encarnación del Señor mil quinientos diez y seis, a XIV de las Calendas de Enero (19 de Diciembre), año IV de Nuestro Pontificado.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)