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miércoles, 3 de septiembre de 2025

DEMOCRACIA SIN DIOS, SOCIEDAD SIN ORDEN

Reflexión por Daniele Trabucco para RADIO SPADA. Traducción propia.
  

El gran Papa San Pío X, pontífice entre 1903 y 1914, en su magisterio embebido de vigor profético y profundidad doctrinal, vislumbró con lucidez el engaño que se ocultaba tras el triunfo del principio democrático moderno. Él no se opone a la democracia como forma de gobierno en sí misma, que la Iglesia siempre ha considerado compatible con el orden natural y divino si está ordenada al bien común; sino que denunció con fuerza su metamorfosis ideológica y su transformación en dogma secular que, sustraída del control de la razón y de la fe, pretendía ponerse como principio absoluto de legalidad. El Papa vio que tal democracia, así entendida, no era simplemente un marco institucional, sino más bien una concepción integral de la sociedad, que removía el fundamento trascendente de la autoridad para sustituirla con la soberanía mutable de las multitudes. La crítica se radica en un dato teológico y jurídico fundamental: toda autoridad se deriva de Dios, único Señor y legislador. Si se niega este principio, el poder civil se reduce a mero producto del consenso, destinado a cambiar con las pasiones y los caprichos de la historia, e incapaz de garantizar la estabilidad y la justicia.
   
La democracia moderna, en cuanto elevada a dogma, subvierte el orden natural: disuelve la jerarquía de las causas, anula la subordinación de lo humano a lo divino, y sustituye a la realeza social de Cristo el arbitrio impersonal de la multitud. El Papa Sarto comprendió que no estaba en juego la legitimidad de un método de participación sino la esencia misma de la comunidad política, llamada a ser ordenada según la razón y no entregada a la inestabilidad de las cifras. Este núcleo emerge con fuerza particular en la Carta Apostólica “Notre Charge Apostolique” del 25 de agosto de 1910, dirigida a los obispos de Francia. En ella, condenando los errores del movimiento de Le Sillon, el Papa identifica con precisión la raíz del peligro, cual es que la democracia cristiana no es y no puede ser una forma política particular; sino que es la acción de los cristianos para conformar las instituciones con la ley natural y divina. Denunciando el derrape operado por Le Sillon, que hacía de la democracia un principio autónomo y absoluto, él observaba con severidad que tal camino conducía a la disolución de la misma sociedad, porque sustituía a la autoridad divina con la soberanía de la masa y a la fraternidad cristiana con una solidaridad puramente humana, incapaz de fundamento ontológico.
   
Aquí el diagnóstico se hace apocalíptico en el sentido más teológico de la palabra: revelación del destino de un orden que, rechazando a Cristo Rey, se condena a una crisis sin remedio. La posición del Pontífice no era ni un reflejo del conservadurismo, ni una mera defensa de instituciones monárquicas entonces en crisis al estar “infectadas” por el “virus” revolucionario: era un llamado al orden eterno que debe dirigir toda construcción política. La Iglesia no liga su enseñanza a una única forma institucional: la monarquía, la aristocracia y la democracia, todas pueden ser legítimas si están ordenadas al bien común y fundadas en la ley natural. Con todo, San Pío X advierte que ninguna de ellas puede regirse si no se reconoce el primado de Dios como fuente de la autoridad. La democracia ideológica, absolutizada, pretende, en cambio, emanciparse de este vínculo y hacerse autosuficiente, y por esto se convierte en un engaño: se proclama como reino de la libertad, pero en realidad reduce la libertad a puro arbitrio; se presenta como poder del pueblo, pero se traduce en el dominio de minorías organizadas; se declara garante de justicia, mas es incapaz de consolidarla en un criterio objetivo. En cuanto a la forma de Gobierno preferible, San Pío X no prescribió un modelo abstracto. Su propuesta nunca fue institucional en un sentido estricto, sino teológico y filosófico: cualquier ordenamiento político, para ser justo, debe reconocer y encarnar la realeza social de Cristo. Lo que emerge de su visión es la necesidad de un orden orgánico y jerárquico, reflejo de la misma estructura de lo creado, en el cual la autoridad sea servicio y participación de la ley eterna y en el cual la libertad no sea ruptura sino armonía.
   
En tal perspectiva, la monarquía cristiana moderada, unida a la representación orgánica de los cuerpos intermedios, al reconocimiento de las comunidades naturales y a la subordinación de las instituciones a la ley divina, se presenta como la forma más idónea para expresar el equilibrio entre unidad y participación, evitando tanto la anarquía de la multitud como el arbitrio individual. La verdadera alternativa que San Pío X nos enseña, pues, no está entre monarquía y democracia, sino entre la sociedad que reconoce a Cristo Rey y la sociedad que Lo rechaza. Una es ordenada, jerárquica y armónica, porque está fundada en la verdad de la naturaleza humana y en la ley divina; la otra, por contrapuesta, destinada al caos, a la inestabilidad y a la tiranía de las pasiones y de las voluntades contingentes. Su denuncia permanece de acuciante actualidad; una democracia sin Dios no es más que un engaño, y una sociedad que pretende edificarse sobre la soberanía de las masas se condena a vivir sin orden y sin justicia. La forma política, sea cual sea, no basta: solamente la realeza social de Cristo, principio y fundamento de toda legitimidad, puede garantizar la solidez de la civilización.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)