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viernes, 26 de septiembre de 2025

¿PRÉVOST NEGÓ EL INFIERNO? SÍ


En su Audiencia general del pasado 24 de Septiembre, León XIV Riggitano-Prévost abordó como parte de sus catequesis sobre la Esperanza el pasaje «Y en el Espíritu [Cristo] fue a hacer su anuncio también a los espíritus que estaban prisioneros» (1.ª  Pe. III, 19). Traemos al completo el texto para su análisis:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

También hoy nos detenemos en el misterio del Sábado Santo. Es el día del Misterio pascual en el que todo parece inmóvil y silencioso, mientras que en realidad se cumple una invisible acción de salvación: Cristo desciende al reino de los infiernos para llevar el anuncio de la Resurrección a todos aquellos que estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte.

Este evento, que la liturgia y la tradición nos han entregado, representa el gesto más profundo y radical del amor de Dios por la humanidad. De hecho, no basta decir ni creer que Jesús ha muerto por nosotros: es necesario reconocer que la fidelidad de su amor ha querido buscarnos allí donde nosotros mismos nos habíamos perdido, allí donde se puede empujar solo la fuerza de una luz capaz de atravesar el dominio de las tinieblas.

Los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás. Cristo nos alcanza también en este abismo, atravesando las puertas de este reino de tinieblas. Entra, por así decir, en la misma casa de la muerte, para vaciarla, para liberar a los habitantes, tomándoles de la mano uno por uno. Es la humildad de un Dios que no se detiene delante de nuestro pecado, que no se asusta frente al rechazo extremo del ser humano.

El apóstol Pedro, en el breve pasaje de su primera Carta que hemos escuchado, nos dice que Jesús, vivificado en el Espíritu Santo, fue a llevar el anuncio de salvación también «a los espíritus encarcelados» (1.ª Pe. 3, 19). Es una de las imágenes más conmovedoras, que no se encuentra desarrollada en los Evangelios canónicos, sino en un texto apócrifo llamado Evangelio de Nicodemo. Según esta tradición, el Hijo de Dios se adentró en las tinieblas más espesas para alcanzar también al último de sus hermanos y hermanas, para llevar también allí abajo su luz. En este gesto está toda la fuerza y la ternura del anuncio pascual: la muerte nunca es la última palabra.

Queridos, este descenso de Cristo no tiene que ver solo con el pasado, sino que toca la vida de cada uno de nosotros. Los infiernos no son solo la condición de quien está muerto, sino también de quien vive la muerte a causa del mal y del pecado. Es también el infierno cotidiano de la soledad, de la vergüenza, del abandono, del cansancio de vivir. Cristo entra en todas estas realidades oscuras para testimoniarnos el amor del Padre. No para juzgar, sino para liberar. No para culpabilizar, sino para salvar. Lo hace sin clamor, de puntillas, como quien entra en una habitación de hospital para ofrecer consuelo y ayuda.

Los Padres de la Iglesia, en páginas de extraordinaria belleza, han descrito este momento como un encuentro: entre Cristo y Adán. Un encuentro que es símbolo de todos los encuentros posibles entre Dios y el hombre. El Señor desciende allí donde el hombre se ha escondido por miedo, y lo llama por nombre, lo toma de la mano, lo levanta, lo lleva de nuevo a la luz. Lo hace con plena autoridad, pero también con infinita dulzura, como un padre con el hijo que teme que ya no es amado.

En los iconos orientales de la Resurrección, Cristo es representado mientras derriba las puertas de los infiernos y, extendiendo sus brazos, agarra las muñecas de Adán y Eva. No se salva solo a sí mismo, no vuelve a la vida solo, sino que lleva consigo a toda a la humanidad. Esta es la verdadera gloria del Resucitado: es poder de amor, es solidaridad de un Dios que no quiere salvarse sin nosotros, sino solo con nosotros. Un Dios que no resucita si no es abrazando nuestras miserias y nos levanta de nuevo para una vida nueva.

El Sábado Santo es, por tanto, el día en el que el cielo visita la tierra más en profundidad. Es el tiempo en el que cada rincón de la historia humana es tocado por la luz de la Pascua. Y si Cristo ha podido descender hasta allí, nada puede ser excluido de su redención. Ni siquiera nuestras noches, ni siquiera nuestros pecados más antiguos, ni siquiera nuestros vínculos rotos. No hay pasado tan arruinado, no hay historia tan comprometida que no pueda ser tocada por su misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, descender, para Dios, no es una derrota, sino el cumplimiento de su amor. No es un fracaso, sino el camino a través del cual Él muestra que ningún lugar está demasiado lejos, ningún corazón demasiado cerrado, ninguna tumba demasiado sellada para su amor. Esto nos consuela, esto nos sostiene. Y si a veces nos parece tocar el fondo, recordemos: ese es el lugar desde el cual Dios es capaz de comenzar una nueva creación. Una creación hecha de personas que se han vuelto a levantar, de corazones perdonados, de lágrimas secadas. El Sábado Santo es el abrazo silencioso con el que Cristo presenta toda la creación al Padre para volver a colocarla en su diseño de salvación.
La Fe Católica enseña que Nuestro Señor Jesucristo descendió “a los infiernos” (Descéndit ad inferos, como dice el Credo de los Apóstoles), refiriéndose al Limbo Patrum, donde se hallaban los justos del Antiguo Testamento esperando la liberación que con su Sacrificio en la Cruz había granjeado). Pensar que fue a “vaciar” el Infierno de los condenados (o en el caso, sembrar la posibilidad con un discurso ambiguo so color de enseñar que la misericordia de Dios alcanza aun el fondo de la miseria humana), reviviendo la herejía de la Apocatástasis (o Universalismo, que es su rediseño de marca), es herético.

Volviendo al Credo de los Apóstoles, nótese el uso del plural “infiernos”, que significa que el Infierno no es uno solo, sino que tiene regiones o partes:
  • El Limbo de los infantes (Limbum Infántium), donde van los que mueren antes del uso de razón sin haber sido bautizados. Allí no padecen pena de sentido (el fuego ni los tormentos), pero sí la pena de daño (privación de la Visión Beatífica de Dios), aunque como nunca llegaron a conocer a Dios, es como si no sintieran nada.
  • El Limbo de los Patriarcas (Limbum Patrum o Seno de Abrahán), donde estaban detenidos todos los justos que murieron antes de la Redención. Esta es la imagen evocada
  • El Purgatorio, donde las almas que murieron sin satisfacer enteramente la justicia divina expían sus culpas antes de ir al Cielo. Allí padecen la pena de sentido y la de daño, pero por las oraciones y sufragios de la Iglesia (especialmente el Santo Sacrificio de la Misa) pueden abreviar esas penas y salir libres.
  • El Infierno de los condenados, donde los réprobos junto con los demonios son castigados con la pena de daño y de sentido por toda la eternidad, sin posibilidad de redención.
El Limbo de los Patriarcas antes, y el Purgatorio después, corresponden al Seol/שְׁאוֹל‎ del hebreo bíblico (que en la Septuaginta fue traducido como Hades/ᾍδης), como quiera que, por una parte, las almas que descienden allí esperan salir de él y contemplar a Dios, y por otra, mantienen compasión por los vivos. Cosas las cuales son incompatibles con el Infierno de los condenados (correspondiente al hebreo Gehenna/גֵיהִינָּם y al griego Tártaro/Τάρταρος), donde no hay posibilidad de salir y no se tiene compasión por ninguno: solo odio.

La misericordia de Dios es grande, pero a esto debe concurrir la voluntad personal, pues como dice San Agustín: «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Por otra, Nuestro Señor NO necesitó descender a los Infiernos para resucitar, sino que lo hizo en plena libertad y por puro efecto de su Caridad, y para darnos lección que si la caridad es necesaria con los vivos (por más pecadores que sean), con más razón lo es con los difuntos.

Volviendo a la pregunta que planteamos al título de este artículo, la respuesta es un . Prévost negó el Infierno al relativizarlo.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)