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viernes, 5 de septiembre de 2025

EL RUGIDO DEL PROGRESAURIO


Uno de los exponentes actuales de la mentalidad progesauria en la jerarquía conciliar, el cardenal de Chicago Blaż Josip Čupić Majhan arremetió en su columna del informativo oficial archidiocesano repitiendo los mismos mantras de hace cincuenta años:
TRADICIÓN Vs. TRADICIONALISMO
  
El difunto Jaroslav Pelikan, historiador del cristianismo, hizo una distinción importante que es útil recordar: “La tradición es la fe viva de los muertos, el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos».

Esa cita me vino a la mente al reflexionar sobre la reciente decisión del Papa León [sic] de declarar al cardenal John Henry Newman doctor de la Iglesia. Un factor clave en su decisión de unirse a la Iglesia católica fue su comprensión del desarrollo de la doctrina. Observó que, si bien los protestantes aceptaban con gusto algunas doctrinas que se desarrollaron con el tiempo, como la Trinidad y la divinidad y humanidad de Cristo, eran inconsistentes al rechazar la historia análoga del desarrollo de otras doctrinas católicas, como el purgatorio y las relacionadas con la Virgen María. 

Esta comprensión del desarrollo de la doctrina tiene una rica historia en la vida de la Iglesia. San Vicente de Lérins, monje del siglo V, comparó la maduración de la forma humana con el desarrollo de la doctrina. Observó que «los miembros diminutos de los niños lactantes y los miembros adultos de los jóvenes siguen siendo los mismos. Los hombres tienen el mismo número de extremidades que los niños. Todo lo que se desarrolla en una edad posterior ya estaba presente en forma seminal; no hay nada nuevo en la vejez que no estuviera ya latente en la infancia». Asimismo, «la doctrina de la religión cristiana debe seguir adecuadamente estas leyes de desarrollo, es decir, haciéndose más firme con los años, más amplia con el paso del tiempo, más exaltada a medida que avanza la edad».
  
Al mismo tiempo, San Vicente escribió: «Si la forma humana se transformara en algo ajeno a su naturaleza, o incluso si se le añadiera o se le quitara algo, todo el cuerpo perecería necesariamente, se volvería grotesco o, al menos, se debilitaría. Del mismo modo, la doctrina de la religión cristiana debería seguir debidamente estas leyes de desarrollo, es decir, haciéndose más firme con los años, más amplia con el paso del tiempo y más exaltada con la edad».

Los escritos de Newman sobre el desarrollo de la doctrina influyeron profundamente en los obispos, quienes los abordaron en la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación [Dei Verbum, N. del T.]. En el párrafo 8, escribieron: «Hay un crecimiento en la comprensión de las realidades y las palabras transmitidas. Esto ocurre mediante la contemplación y el estudio de los creyentes, quienes atesoran estas cosas en sus corazones (véase Lucas 2:19, 51), mediante una comprensión profunda de las realidades espirituales que experimentan, y mediante la predicación de quienes han recibido, mediante la sucesión episcopal, el don seguro de la verdad».

Estoy convencido de que los obispos abordaron la reforma de la liturgia como un ejercicio de responsabilidad por el correcto desarrollo de la enseñanza de la Iglesia, tal como se manifiesta en nuestra forma de adorar. En muchos sentidos, la reforma fue una recuperación de verdades de la fe, que con el tiempo se vieron oscurecidas por una serie de adaptaciones e influencias que reflejaban la creciente relación de la Iglesia con el poder secular y la sociedad.
  
Particularmente prominente durante los períodos carolingio (siglos VII-IX) y barroco (siglos XVII-XVIII), se introdujeron numerosas adaptaciones en la liturgia que incorporaron elementos de las cortes imperiales y reales, transformando la estética y el significado de la liturgia. La liturgia se convirtió entonces más en un espectáculo que en la participación activa de todos los bautizados en la acción salvífica de Cristo crucificado.

Se podría interpretar fácilmente la Constitución de los obispos sobre la Sagrada Liturgia, “Sacrosánctum Concílium”, como una corrección de estas adaptaciones litúrgicas carolingias y barrocas mediante la restauración del énfasis original de la liturgia en la participación activa de los laicos y una noble simplicidad. Estas reformas fueron una respuesta directa a siglos de desarrollo que erróneamente habían transformado la misa de un evento comunitario a un espectáculo más clerical, complejo y dramático.

Lo que está en juego al aceptar las reformas litúrgicas del Concilio, entonces, es nuestra propia comprensión de lo que significa ser una iglesia de tradición. En su vuelo de regreso de Canadá en 2022, el papa Francisco observó: «Una iglesia que no desarrolla su pensamiento en un sentido eclesial es una iglesia que retrocede. Este es el problema actual, y de muchos que se consideran tradicionales. No, no, no son tradicionales; son personas que miran al pasado, que retroceden».
  
En resumen, la verdadera comprensión de la tradición católica proporciona a la Iglesia la capacidad de dar testimonio del Evangelio en nuevos contextos. La verdadera reforma es la manera en que la Iglesia profundiza en la tradición para avanzar.

De hecho, «La tradición es la fe viva de los muertos, el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos».
 
Ya de por sí es ridículo empezar su columna el señor Čupich con la cita de su coterráneo Jaroslav Jan Pelikan Bužek, un luterano revertido a ortodoxo ruso que, aun con su pensamiento ecumenista, tampoco vería con buenos ojos lo que el Vaticano II hizo. Sobre todo, sabiendo como se sabe que las reformas, aunque queridas de muchos de los obispos presentes en el Concilio, no tenían suficiente acogida debido a su carácter demasiado innovador y carente de fundamento teológico, histórico y pastoral (prueba de ello fue el rechazo a la “Missa Normatíva” que presentó Bugnini en el sínodo de 1967), pero que se impuso merced a las “minorías organizadas” lasalianas que se granjearon el apoyo de Montini. 

Ahora, cualquiera con conocimientos mínimos de historia de la Iglesia y de liturgia sabe (o por lo menos, debe saber) que para el tiempo de Carlomagno, el Canon de la Misa tenía cuatro siglos de haber sido fijado. Por otra, en cuanto al arte sacro, el barroco es al Concilio de Trento lo que el gótico al renacimiento del siglo XIII, el arte al servicio de la Fe reivindicada frente al pauperismo del románico y la iconoclasia del protestantismo nacido del renacimiento paganizante.

Por otra, ¿dónde estaban Čupić y demás ejemplares de Progressáurus ecclesiális hace cincuenta años? ¿Por qué entonces la “reforma litúrgica” convertida en laboratorio sociológico no necesitó apologistas y ahora sí? ¿Acaso creen que reviviendo eslóganes hippies van a revertir la tendencia inexorable de templos vacíos, seminarios desiertos, clérigos de dudosa conducta (y de eso bastante han en tierras chicagüenses) y fieles a la deriva creyendo y haciendo lo que les viene en gana?
  
Con todo, hay que reconocerle a Čupić su honestidad, al desmentir la imposible y absurda “hermenéutica de la continuidad” que tanto defendía Ratzinger. Pensar siquiera que hay continuidad entre la Misa que conocieron Carlomagno, Santo Tomás de Aquino, San Ignacio de Loyola o el mismo cardenal Newman con el Novus Ordo creado por Bugnini (cuya “Plegaria Eucarística II” tan socorrida de los novusorditas fue hecha «a las apuradas en la mesa de una trattoria en Trastevere» por Louis Bouyer Cong. Orat. y Dom Bernard Botte OSB adaptando la reconstrucción hipotética por este último en 1948 de la no menos controvertida Tradítio Apostólica de San Hipólito) y celebrado por él es tanto como pensar que hay continuidad entre la Escolástica y el pensamiento protestante.

Como fuere, el cardenal Čupić incurre en anatema:
«Quía vero advérsus véterem hanc in sacrosáncto Evangélio, Apostolórum traditiónibus sanctórumque Patrum doctrína fundátam fidem hoc témpore multi dissemináti sunt erróres, multáque a multis docéntur et disputántur: sacrosáncta Sýnodus, post multos grávesque his de rebus matúre habítos tractátus, unánimi patrum ómnium consénsu, quæ huic puríssimæ fídei sácræque doctrínæ adversántur, damnáre et a sancta Ecclésia elimináre per subjéctos hos cánones constítuit. […] Can. 7. Si quis dixérit, cœremónias, vestes et extérna signa, quíbus in Missárum celebratióne Ecclésia cathílica útitur, irritábula impietátis esse magis quam offícia pietátis: anathéma sit (Mas, porque contra esta antigua fe, fundada en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la doctrina de los Santos Padres, se han diseminado en este tiempo muchos errores, y muchas cosas por muchos se enseñan y disputan, el sacrosanto Concilio, después de muchas y graves deliberaciones habidas maduramente sobre estas materias, por unánime consentimiento de todos los Padres, determinó condenar y eliminar de la santa Iglesia, por medio de los cánones que siguen, cuanto se opone a esta fe purísima y sagrada doctrina […] Can. 7. Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de piedad, sea anatema)» [Concilio de Trento, sesión XXII (16 de Julio de 1562), Decreto sobre el Santo Sacrificio de la Misa].

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)